—¡Si no decís algo, os matamos a los dos! ¡Elegid!
Laura no podía pensar. Por Dios, no quería que mataran a Richard, pero tampoco quería morir. Le daba pánico enfrentarse a ese momento de horror y luego fundirse en el olvido. ¡No estaba preparada!
—¡Elegid!
—¡Yo! —gritó Laura—. ¡Yo leeré el comunicado!
Miró a Richard, pero se avergonzó tanto que enseguida agachó los ojos.
—Lo siento, Richard —murmuró—. Lo siento mucho.
—Mírame, Laura —dijo él, y ella levantó los ojos. Richard sonreía con tristeza—. Tranquila. No pasa nada. Todo va a salir bien.
Enfocaron la cámara hacia Laura. Jalal le puso el papel delante de los ojos.
—Lee.
Laura veía las letras y las juntaba en palabras que leía en voz alta, pero las frases no tenían sentido para ella. El tambor de su corazón en el pecho y en las sienes lo acallaba todo. Al parecer, los terroristas hacían responsables de todo a Estados Unidos, a Europa y al sionismo internacional. El mensaje acababa proclamando que Alá era grande. Sí, Alá era muy grande y estaba muy enfadado con Occidente.
Después tiraron de su silla hacia un lado, aunque habría sido mucho más sencillo mover la cámara, y levantaron a Richard. Mientras ella leía, le habían puesto una túnica de color amarillo, limpia y almidonada, ajustada al cuello como un babero, y le habían vuelto a atar las manos a la espalda.
—De rodillas —ordenó Jalal.
Richard obedeció, y se giró hacia ella. Aunque intentaba controlarse, en sus ojos había un terror indescriptible. Laura luchó por mantener la mirada; sabía que en su rostro se hallaba el único lazo con la humanidad que le quedaba a Richard, la única visión cálida que podía encontrar en medio de aquel horror.
Los terroristas empezaron a gritar como posesos, todos a la vez: «¡Alá Akbar, Alá Akbar, Alá Akbar!». Uno sujetó a Richard por el pelo y el propio Jalal se colocó detrás de él, aferrando un enorme cuchillo de cocina que no parecía demasiado afilado.
Los ojos de Richard se dilataron y el cuchillo empezó a cortar su garganta.
Laura apartó la vista y apretó los párpados con todas sus fuerzas. Pero era imposible taparse los tímpanos. El sonido que emitía Richard mientras le cortaban la cabeza era como el chillido de un cerdo en el matadero, y duraba y duraba, agudo y penetrante como un taladro. ¿Cuánto tiempo podía permanecer un ser humano consciente mientras le iban serrando tendones, músculos y vasos sanguíneos?
A Laura le pareció que aquel horror duraba toda una vida. Mientras Richard seguía chillando, ella, con los ojos cerrados, apretaba los dientes y murmuraba: «¡Basta, basta, muere ya! ¡Muere!».
Cuando se hizo el silencio, abrió los ojos y vio frente a ella, en el suelo, la coronilla rodeada de rizos negros. Era como si Richard hubiera gastado una de sus bromas sacando la cabeza por una trampilla.
Pero su cuerpo yacía en el suelo, y junto a su cuello cercenado se extendía un charco de sangre espesa.
—Alá es grande —sentenció Jalal en inglés.
Después de aquello, sin decir nada más, los terroristas la volvieron a encerrar en el sótano, sola, y apagaron la luz y cerraron la trampilla de hierro.
Pasó el tiempo. Días, tal vez semanas. Laura perdió la cuenta de las veces en que le tiraban agua y comida por las escaleras.
En la oscuridad, vivía a solas con el grito de Richard repitiéndose una y otra vez. Quería que se callara de una vez, llegó a odiar a su amigo, a desear no haberlo conocido. Algo habría hecho, seguro, para merecerse que lo degollaran.
Mucho tiempo después, la bombilla volvió a encenderse. Unas piernas calzadas con botas militares empezaron a bajar la escalera. «Es Jalal —pensó—. Ahora viene a por mí». Oyó el chillido de Richard y supo que ella también iba a gritar como un gorrino en la matanza.
Fue entonces cuando Laura se rompió.
Al recuperar la consciencia, descubrió que estaba de regreso en La Haya, en un hospital. Annia, sentada al lado de la cama, le explicó lo que había pasado, y Laura lo asimiló poco a poco. Aquellas piernas no eran de un terrorista, sino de un SEAL de la fuerza de Operaciones Especiales de los Estados Unidos. Cuando el militar encontró a Laura, ésta se encontraba deshidratada, había perdido más de quince kilos y, aunque tenía los ojos abiertos, no reaccionaba a las voces ni a los estímulos externos.
Había pasado cinco días abandonada en el sótano. Jalal y sus otros secuestradores habían muerto en un enfrentamiento con las tropas norteamericanas.
—Por suerte, no llegaron a emitir el vídeo en que leías el comunicado y degollaban a Richard —dijo Annia—. Os habríais hecho tristemente célebres en la red.
—¿Encontraron… el cuerpo de Richard?
Annia negó con la cabeza.
—Te engañaron para que leyeses el comunicado. Los terroristas de Al Qaeda sólo decapitan a hombres, nunca a mujeres.
Laura había pasado dos semanas en un estado catatónico. Ya en el hospital, las palabras de Annia sólo consiguieron que se sintiera más culpable, y volvió a caer en aquel estupor cinco días más.
Después empezó su recuperación. Lenta, muy lenta…
No estoy en Iraq —dijo Laura, abriendo los ojos.
Se encontraba en otro lugar horrible, incluso más horrible que Qasr Ibn Darahim, pero la táctica del avestruz no la salvaría. Esta vez, si enterraba la cabeza y se quedaba paralizada, no aparecería ningún salvador.
Recordó algo que la angustia le había hecho olvidar: su móvil tenía una utilidad de linterna. Lo sacó del bolsillo y encendió la luz. El pequeño foco iluminó los escalones. Lo único que había allí era aquel rastro de sangre que llevaba hasta la puerta de arriba, cerrada por una barra horizontal de metal.
Se preguntó qué habría al otro lado de la puerta y por qué olía tan mal. En el fondo, la respuesta era sencilla: más muertos, cadáveres como los que cubrían las calles de Matavientos, cuerpos en descomposición como eran ahora Sol, Márquez, el chico de la gasolinera y sus abuelos. Y también Ruiz, Tatay y Davinia, los tres militares que los habían escoltado al interior de la zona y que habían perdido la vida para protegerlos.
No, de momento no iba a subir allí. No parecía que fuera una buena escapatoria. Se dio la vuelta en el escalón, alumbró con el móvil al suelo y bajó.
Abrió las dos hojas de la puerta y pasó al laboratorio. ¿Cuánto tiempo había pasado en la oscuridad? Tal vez el suficiente para que la crisis se hubiera solucionado por sí sola.
«Nada se va a arreglar solo», pensó. Y, para recordárselo, allí en la mesa estaba Eric, agachado sobre un microscopio.
Cerró la puerta tras de sí. Pero le pareció poca protección contra la amenaza que podía acechar en el piso de arriba. Tomó dos taburetes. Colocó uno de pie, apoyado en la juntura de ambas hojas, y sobre ése puso otro tumbado, de tal manera que la pata de hierro quedaba atravesada entre ambas manillas e impedía abrirlas. Al menos, eso esperaba.
—¿Qué haces, jefa? —le preguntó Eric, enderezándose.
—Tomar precauciones. No me gusta cómo huele ahí arriba —contestó ella. No pensaba contarle nada de su pequeña ordalía.
Se acercó a su ayudante.
—¿Qué estás haciendo?
—Estudiándome —contestó él, a la vez que se inclinaba de nuevo sobre el visor del microscopio.
Laura observó lo que tenía en la mesa, alineado a cierta distancia de sus brazos. Había cinco vacutainers, tubos de ensayo llenos de sangre, cada uno de ellos con un tapón de color según contuviera sólo plasma, anticoagulantes o algún otro aditivo.
Comprendió que esa sangre era la del propio Eric. Mientras ella se quedaba bloqueada en la oscuridad, su ayudante había tenido tiempo de encontrar todo el instrumental, prepararlo y pincharse. Todo muy eficaz, muy profesional salvo por un pequeño problema.
Si esa sangre contenía un agente caliente y estaba infectada, deberían manipularla en una cámara de bionivel 4, protegidos por trajes presurizados y hasta tres guantes. A todos los efectos, el contenido de esos vacutainers era plutonio radiactivo.
«No sirve de nada estresarse», se dijo. La situación ya era bastante desesperada. Lo que tenían que hacer era manipular esas muestras con muchísimo cuidado y, en el caso de ella, evitar que la sangre entrara en contacto con sus propias mucosas o heridas abiertas.
Para empezar, vio que Eric había encontrado un cajón lleno de guantes de látex. Se puso un par. Después le pareció poca precaución y se colocó otros dos encima.
—¿Qué hacías ahí arriba, jefa? —preguntó Eric, mientras ajustaba los mandos del microscopio.
—Perder el tiempo más que tú, sin duda. No he encontrado nada. —Señaló los vacutainers, sin acercar demasiado la mano, y dijo—: Supongo que no hace falta que te diga…
—No, jefa. Sé que yo ya estoy infectado, pero no voy a dejar que le pase a nadie más si puedo evitarlo. Aun así, me pareció que debíamos correr el riesgo.
—Si nos vieran hacer algo así, nos quitarían hasta la licencia de practicantes.
—Situaciones desesperadas reclaman medidas desesperadas. ¿Quieres mirar?
—Claro.
Eric le cedió el puesto. Antes de mirar por el microscopio, Laura estudió su rostro. Tenía los cabellos pelirrojos pegados al cráneo, unidos en haces empapados y terminados en punta que dejaban caer gotas de sudor en su frente y su cuello como si fueran estalactitas. Laura no necesitaba tomarle la temperatura para saber que tenía fiebre: a casi medio metro de distancia se sentía el calor que emanaba de su cuerpo.
«Veamos qué causa esta reacción», pensó, acercando los ojos al binocular.
Aquel microscopio era de campo oscuro, y proyectaba un haz de luz concentrado en forma de cono que se dispersaba al chocar contra los objetos colocados bajo el foco. Con esa técnica se podían estudiar muestras vivas, ya que no había que teñirlas ni someterlas a otros preparativos que, básicamente, consistían en matar las células sanguíneas.
Laura observó los glóbulos rojos, lentillas de bordes brillantes agrupadas como pilas de monedas. De momento, no parecía haber nada anormal en ellos. Pero a su alrededor flotaban unos filamentos vaporosos que nunca había visto. ¿Serían las colonias de virus? Bajo sus ojos, aquellos hilos se juntaban, formando otros mayores, a modo de nubes.
—¿Cómo puede…? —empezó a decir, pero se interrumpió.
—¿Qué ibas a decir? —le preguntó Eric.
—Nada, nada. —La pregunta era: «¿Cómo puede crecer algo a tanta velocidad?». Pero prefirió no expresarla en voz alta delante de Eric.
Apartó los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Estaba agotada y las imágenes se volvían borrosas.
—No tiene buena pinta, ¿verdad? —dijo Eric—. Por favor, doctora, dime la verdad.
—Hay algo en tu sangre, está claro —respondió ella, tratando de usar un tono sosegado—. Ahora tendríamos que hacer un ELISA y comprobar los rangos de inmunoabsorción ligada a enzimas particulares. Eso nos diría algo.
Eric miró en derredor.
—Este laboratorio no está preparado para eso.
Laura masculló «¡Maldito Aguirre!» y cerró el puño para golpear la mesa. Pero abortó el gesto en el aire. Los tubos de ensayo con tapones de colores, cinco pequeñas bombas nucleares que podían explotar si se rompían, la disuadieron.
—Al menos habrá material para tratarte la herida —dijo.
Buscó en los cajones y no tardó en encontrar lo que buscaba: hipoclorito sódico diluido al uno por mil, antibióticos genéricos y también antivirales. Por desgracia, el término «antiviral» era un tanto optimista. Mientras que los antibióticos atacaban directamente a las bacterias, los antivirales no destruían a los virus, ya que éstos se alojaban en el interior de las células del organismo infectado. Lo que hacían era inhibir su crecimiento, y aun así producían desagradables efectos secundarios.
En el fondo, los virus actuaban igual que Jalal y sus terroristas: invisibles, cobardes, parapetándose tras los rehenes.
Al verla pertrechada con aquel material, Eric puso el antebrazo sobre la mesa.
—Si me venden un filete así en la tienda, demando al carnicero —dijo, tratando de mostrarse animoso.
—No exageres. No es para tanto.
Lo cierto era que la herida tenía muy mal aspecto. De cada una de las punciones marcadas por los dientes del agresor supuraba una gota de pus, y la zona de alrededor se veía hinchada y amoratada. Laura se acercó para examinar mejor los bordes, y de paso inspiró con disimulo. De la herida trascendía un leve olor a podrido que le hizo pensar en la escalera al otro lado de la puerta.
—¿Te duele, Eric?
—No. Al principio me dolió más, pero ahora tengo el brazo como… dormido. Noto las pulsaciones por dentro,
pumm, pumm, pumm
.
«Eso mismo dijo Sol», recordó Laura.
Derramó un poco de desinfectante directamente sobre la herida, y el hipoclorito pareció hervir. No era la mejor loción para la piel, sin duda. Había que tener mucho cuidado de no acercársela a los ojos ni las mucosas, pero evitaría infecciones externas de hongos y bacterias.
Luchar contra el auténtico asesino, el patógeno oculto en esas extrañas nubes de la sangre, era otra cosa.
—¿Seguro que no te duele?
—Casi no siento el brazo —repitió Eric, moviendo los dedos y observándolos como si pertenecieran a otra persona.
Tras desinfectar la herida, Laura le inyectó una dosis de interferón alfa-2b para activar su sistema inmune, y le dio una pastilla de rivabirina, un fármaco que actuaba impidiendo la producción de ARN de un buen número de virus.
—Menudo cóctel —dijo Eric—. Con eso se me va a caer el pelo.
—Sólo si estás tomándolo durante meses. Ya verás como en cuestión de horas lo solucionamos.
Ella mentía, él sabía que ella mentía, ella sabía que él lo sabía… ¿Qué más podían decir? Laura esperaba que aquellos dos antivirales, los únicos que tenía a mano, ralentizasen un poco el curso de la enfermedad mientras llegaba ayuda exterior o averiguaba algo más. De momento, poco más podía hacer.
Regresaron al pasillo. Adu estaba sentado solo junto a la escalera, con el fusil sobre las piernas. Había abierto la bolsa de nailon y se dedicaba a contar los fajos de billetes.
—¿Adónde vais? —les preguntó cuando los vio salir del corredor del laboratorio.
—Tenemos que hablar con Aguirre —dijo Laura—. Tú pareces muy tranquilo.
—Lo estoy —dijo Adu, cogiendo otro fajo—. Esos zombis de ahí abajo no son muy listos. Se estrellan contra los cristales como moscas. Cuando ven que no pueden entrar pasan de nosotros.