La zona (40 page)

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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
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—¡Ahí hay alguien! —dijo Noelia, señalando a un rincón del monitor.

Adu movió el mando táctil para seguirla. Una mujer había conseguido escapar del tiroteo, y ahora corría hacia unas puertas metálicas, que debían de dar acceso a las escaleras. «No lo va a conseguir», pensó Laura, imaginándose que en su espalda aparecería un enjambre de puntitos rojos.

Sólo hizo falta uno. El punto de luz se convirtió en una mancha oscura, el boquete de una bala entre los omoplatos. La mujer siguió corriendo por la inercia y se estrelló contra las puertas. Con el impulso que llevaba las abrió antes de caer. Quedó tendida entre las dos hojas metálicas, con uno de los brazos estirado hacia delante, como si intentase agarrar algo que se le escapaba sin remedio.

Otros dos soldados se acercaron a dos personas que aún se estremecían en el suelo y las remataron con sendos tiros en la cabeza.

—¡Asesinos! —exclamó Noelia.

Laura se tapó la mano con la boca, pero aunque hubiese querido gritar no habría podido. Lo veía todo deformado a través de un velo de lágrimas. En las últimas horas había visto muchas muertes, mas como obra de una violencia ciega, animal. La violencia de los infectados era tan impersonal como la de un tsunami o cualquier otra catástrofe natural.

Aquello era mucho peor, una matanza premeditada. ¿Qué tipo de soldados podían disparar a sangre fría contra civiles desarmados?

«¿Y si no son soldados?», se preguntó.

—¿Tienes alguna explicación, doctora? —preguntó Madi, volviéndose hacia ella.

Laura movió la cabeza a los lados. Los ojos de Noelia también estaban llenos de lágrimas, mientras que Carmela se tapaba la boca y murmuraba todo el rato: «Ay, Señor, Señor…». Escobar blasfemaba entre dientes, mientras que Eric observaba hipnotizado el monitor.

—¡Mirad! —exclamó Adu.

Movió la cámara de nuevo y la apuntó hacia el armario eléctrico. Un soldado, tal vez el mismo de antes, abrió una herramienta parecida a unas tijeras de podar, las acercó a los cables y…

No vieron nada más. Los monitores y las luces se apagaron a la vez, y todo quedó en tinieblas.

39

Aguirre reaccionó por instinto. Lo único que tenía a mano eran las cizallas, y se las lanzó al hombre enfundado en el traje de presión azul.

El desconocido se apartó, pero el mango de la herramienta de metal le golpeó en el brazo. Eso salvó a Aguirre. Al mismo tiempo que esquivaba el ataque, el hombre disparó su arma. La bala salió desviada y silbó por encima de la cabeza de Aguirre.

El neurólogo, que había hecho el servicio militar, se arrojó al suelo tal como le habían enseñado al recibir la orden «¡Cuerpo a tierra!». Dejarse caer era demasiado lento: sus pies saltaron hacia atrás, impulsando al cuerpo con más fuerza. Luego gateó bajo una mesa para alejarse de su atacante. Lo movía más el instinto que la razón: estaba convencido de que cuando oyera la siguiente detonación, sentiría un impacto metálico en la espalda y después nada.

Algún genio protector, o
chi
como decían los igbo, debía de velar por él, porque la luz se apagó una fracción de segundo antes del disparo. La bala volvió a silbar cerca de su cabeza y el impacto roció de astillas su pelo.

La oscuridad duró sólo un par de segundos. Aquella zona del hospital tenía su propio sistema eléctrico de emergencias, y al momento se encendieron unas luces que lo teñían todo de un verde enfermizo.

Aguirre se escabulló hacia uno de los pasillos que confluían en el laboratorio central. Pero conocía bien el lugar y sabía que no iba a encontrar nada. No había ningún escondite posible, ninguna esquina disimulada por mamparas, ninguna puerta abierta. Sus ojos se estaban acostumbrando rápidamente a la luz de emergencia, y supuso que los de su atacante también. Pronto iba a practicar el tiro al blanco con él.

Miró hacia atrás, y vio a su perseguidor perfilado en la entrada del pasillo. Comprendió que aquel sujeto no era sólo un hombre asustado y con el gatillo fácil. No, resultaba evidente que tenía el propósito decidido de matarlo. ¿Quién demonios era?

«Tiene que ser el guardia de seguridad», pensó. El mismo que había mencionado la mujer de la farmacéutica, el que supuestamente se había puesto en contacto con ella para informar del caos desatado en la clínica. «Y a mí me aconsejó que fuera a buscarlo, para ahorrarle trabajo. Cínica y astuta a partes iguales», pensó con cierta admiración.

Comprendió que Janus había dejado atrás a aquel hombre para hacer limpieza. Y esa limpieza no sólo implicaba los archivos y documentos de ordenador. También lo incluía a él.

Una bala se incrustó en la pared no muy lejos de su cabeza. Era el tercer silbido que zumbaba cerca de su oreja como una avispa. Mucho se temía que la siguiente le clavaría el aguijón.

Al fondo del pasillo había una puerta metálica. Aguirre se lanzó contra ella y en el último momento giró un poco el cuerpo para embestir con el hombro. Fue una apuesta muy arriesgada, porque no se detuvo a girar el picaporte. Pero la puerta, que estaba entornada, se abrió del todo con el impacto.

Llevaba tanto impulso que trastabilló y rodó por el suelo de la siguiente estancia, que era un almacén. Chocó contra un estante lleno de frascos de cristal meticulosamente alineados. El mueble se derrumbó sobre él; por suerte, era de aluminio y no pesaba demasiado. Aguirre se revolvió, tapándose el rostro con los brazos para que no se le clavaran cristales ni le entrara ningún líquido en los ojos. Se quitó el anaquel de encima, se incorporó y siguió huyendo. Al mirar atrás, volvió a ver la silueta del guardia en el umbral de la puerta.

Aguirre descubrió entonces que se había lastimado la rodilla derecha. No estaba seguro de si había sido al cargar contra la puerta o cuando el estante cayó sobre él, pero cuando intentó correr sintió un doloroso chasquido en la rótula. La pierna le falló y cayó al suelo de nuevo.

Le quedaba un mes para cumplir sesenta años. Gracias a que todos los días corría cuarenta minutos y jugaba al pádel y al golf varias veces a la semana se conservaba en forma, pero eso no quería decir que estuviese físicamente preparado para momentos de acción extrema como si fuera James Bond.

Se dio cuenta de que se había metido él solo en una ratonera. El pequeño almacén tenía una sola puerta, y el guardia estaba en ella, apuntándole. Con un fogonazo, la pistola volvió a escupir. Aguirre se agachó y colocó instintivamente las manos sobre su cabeza. Un frasco de píldoras estalló a medio metro de él, y una esquirla de cristal se le clavó en la mejilla.

Para tratarse de un guardia de seguridad, la mala puntería de aquel tipo era sorprendente.

O no. El traje Chemturion que llevaba su perseguidor se conectaba normalmente a una toma de aire que refrigeraba al usuario, le proporcionaba oxígeno y también presión positiva en caso de que el tejido se desgarrara. Por si el suministro fallaba, el traje disponía de unos filtros de emergencia.

Pero Aguirre había comprobado en persona que, sin aire de refresco, el visor del casco no tardaba en empañarse. Entre el vaho y aquella luz mortecina, el guardia debía verlo a él, su blanco, poco más que como un bulto difuso. Lo más razonable habría sido que se quitara el casco, pero debía de sentirse aterrorizado pensando que el aire se hallaba infestado de virus.

Aguirre se arrastró hacia el fondo del almacén, derribando varios estantes. A su paso, el suelo quedó sembrado de frascos, vidrios rotos y píldoras y líquidos de todos los colores.

El guardia se decidió a entrar en el almacén. Concentrado en Aguirre, no se fijó dónde ponía los pies y pisó los frascos y tubitos de cristal esparcidos por el suelo. Algunos crujieron y se rompieron, pero cuando plantó una de sus gruesas botas sobre un tarro más grande resbaló.

Durante unos segundos, el guardia agitó los brazos a ambos lados, tratando de recuperar el equilibrio como un funambulista. Con unos reflejos que habrían sorprendido a sus pacientes, el neurólogo agarró un frasco de pastillas bastante pesado y se lo arrojó a la cara. El hombre trató de cubrirse, y aquello terminó de arruinar su precaria estabilidad. Agitó los brazos otra vez y cayó de espaldas con las piernas en alto.

Por el ruido de cristales rotos y el gruñido de dolor que se oyó incluso a través de la máscara, Aguirre dedujo que varias esquirlas habían atravesado el traje. Aprovechando que su contrincante seguía en el suelo, panza arriba como una tortuga, el neurólogo corrió hacia la puerta. Al hacerlo tuvo que pasar junto al guardia. El hombre estiró un brazo para intentar agarrarlo por la pierna, pero logró escabullirse.

Aguirre salió al mismo corredor por el que había entrado. Sentía un calor líquido en la rodilla. Por un momento temió que se tratara de un derrame sinovial. Mas, pese al dolor, la articulación parecía responder. Tal vez sólo fuera el traumatismo del golpe.

En cualquier caso, no estaba en condiciones de seguir corriendo mucho tiempo. Con esa rodilla no podía huir. Tenía que pensar en alguna otra cosa. Enfrentarse cuerpo a cuerpo con el asesino quedaba descartado: el equipo que se había llevado era el último de la ringlera, el de la talla 05. Aquel tipo medía más de uno noventa y, por la forma en que llenaba el traje, debía de tener músculos de levantador de pesas.

Pensó que había cometido un error al abandonar el terreno que dominaba. Tratando de ignorar el dolor de su rodilla, Aguirre corrió de regreso al laboratorio que ocupaba el centro de la planta.

El guardia de seguridad no pertenecía a ninguna empresa privada, sino que recibía la nómina directamente de Janus. Se llamaba Ratko y era un veterano de las guerras de los Balcanes contratado como asesino. Ya había abatido a varios objetivos ese día, pero le habían asignado uno prioritario: Eugenio Aguirre.

Hasta ahora, el médico se le había escapado por culpa de aquel maldito disfraz de astronauta. Al caer de espaldas en el almacén, Ratko se había desgarrado el traje con los cristales: lo sabía bien por el reguero de sangre que le corría por la espalda. Si se iba a infectar con los virus con los que trabajaban aquellos insensatos, le daba igual llevar el casco o no, de modo que decidió quitárselo de una vez. Aquello lo demoró un rato, pero después pudo correr por el pasillo con mucha más velocidad.

Sin los filtros, el lugar apestaba a matadero, pero eso no le importó. Estaba acostumbrado al olor de la sangre y de la carne muerta. Lo que más le preocupaba era que el aire estuviese plagado de virus letales. Como ya no tenía remedio, procuró no pensar en ello.

Persiguiendo a Aguirre, Ratko llegó al laboratorio donde lo había encontrado antes. El médico debía de haber pisado algún charco de sangre; sus huellas, aunque tenues, se rastreaban con facilidad.

Tratando de no hacer ruido, Ratko entró en el mismo vestidor del que había cogido aquel maldito traje. A la derecha había una puerta metálica abierta. Las pisadas seguían por allí.

Cruzó varias salas más, empuñando la pistola con ambas manos y girándose a los lados cada vez que sorteaba una de aquellas gruesas puertas blindadas. Pasó junto a la camilla donde yacía el cadáver del negro. No le prestó atención: era él quien le había disparado en la cabeza.

Pasó a otra estancia, que se encontraba vacía salvo por unos paneles de extraño aspecto en una de las paredes. No había más puertas: acababa de llegar a un callejón sin salida. ¿Dónde se había metido el médico?

La respuesta se hallaba en el suelo. Dos zapatillas blancas abandonadas junto a un rincón. El asesino se agachó y cogió una de ellas.

La suela estaba manchada de sangre.

Al oír un zumbido bajo y penetrante, Ratko soltó la zapatilla y se llevó la mano a la oreja. ¿Qué era aquel ruido? A veces, cuando disparaba, los oídos le silbaban durante un rato, pero con un pitido mucho más agudo.

El siguiente sonido que oyó le resultó más preocupante. Era el chasquido de una puerta al cerrarse. Al mirar hacia la entrada, comprobó que se había quedado encerrado y maldijo entre dientes.

«Ese hijo de puta me ha engañado», comprendió.

Le pareció atisbar un movimiento a su derecha y se giró rápidamente, levantando la pistola.

Aquella pared era curva y estaba acristalada, y daba al laboratorio central. Aguirre se encontraba al otro lado del ventanal. El muy cabrón lo había atraído a una trampa con las huellas y luego se había descalzado.

Ratko no se lo pensó dos veces y disparó.

Sin el casco del traje y en aquel espacio tan reducido, la detonación sonó como un trueno. Pero la violencia sónica no se correspondió con el efecto real. La bala rebotó en el cristal de seguridad y apenas logró astillarlo.

Antes de volver a abrir fuego, Ratko estudió la situación. Debía tener cuidado si no quería que el próximo rebote lo alcanzara a él. Observó a Aguirre. El médico se había vuelto hacia una consola metálica llena de luces y mandos diversos. ¿Qué demonios pretendía?

Aguirre esbozó una sonrisa y movió un mando giratorio. El zumbido aumentó de frecuencia y se hizo más audible.

«Esto no me gusta nada», pensó Ratko, y se volvió hacia la puerta. Pero, como se temía, no había forma de abrirla desde dentro. Estaba atrapado.

«Me lo voy a llevar por delante», se dijo. Regresó sobre sus pasos, se encaró con el médico y disparó una y otra vez contra la mampara. Al cargador de su Smith & Wesson aún le quedaban once balas. A ver cuánto resistía aquel cristal.

Al otro lado, Aguirre observó cómo aparecían más grietas en el blindaje. Empezaba a pensar que tal vez le convenía agacharse, cuando el supuesto guardia dejó de disparar y se llevó la mano a la cabeza con gesto de dolor. Un segundo más tarde, empezó a sangrar por ambas fosas nasales, soltó la pistola y cayó de rodillas. Por la forma desmesurada en que abría las mandíbulas, su grito de dolor debía de ser ensordecedor, pero Aguirre apenas lo oyó como un gemido apagado.

Por fin, el guardia cayó de espaldas y quedó inmóvil, con los ojos abiertos. De los oídos le manaban otros dos chorros de sangre. Aguirre esperó unos segundos más y desconectó el emisor de radiación ionizante.

Aquel aparato se usaba para esterilizar material que había estado en contacto con patógenos de nivel 4, e incluso cadáveres después de las autopsias. Utilizaba sus propias baterías de emergencia y empleaba rayos X de alto poder de penetración que ionizaban las moléculas de las células y las destrozaban. Al contrario de lo que ocurría en otras salas de esterilización, aquélla no tenía límite de potencia.

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