La zona (42 page)

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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
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—Si conseguimos salir de aquí, venís con nosotros hasta la costa. Logré hablar con el barco por la radio.

—¿Van a venir a ayudaros?

—No. —A Madi se le escapó una carcajada seca—. El capitán no se juega el pellejo por nadie. Pero nos espera si no tardamos mucho. Lo importante es salir de aquí y conseguir otro coche. Si lo hacemos y llegamos a la playa, os damos el coche y tú llevas a tu amigo a esa base.

Madi le soltó el hombro y le tendió esa misma mano.

—¿Te parece bien, doctora? ¿Tenemos un trato?

Ella se quedó mirando sus dedos un segundo, y luego aceptó el apretón.

—Lo tenemos. Puede que esté cometiendo un error, pero me parece que a tu manera eres un hombre decente.

Madi volvió a reírse.

—Gracias, doctora. Sé sincera tú también. Tu amigo, ¿puede contagiarnos si nos toca?

—No. La transmisión sólo es posible mediante el intercambio de fluidos como la sangre y la saliva.

—¿Como el sida?

—Algo parecido.

—Pero ¿tú estás segura de que es un virus?

—Sí. No puede ser otra cosa.

Había contestado en tono rotundo, pero desviando la mirada una fracción de segundo. Tal vez, pensó Madi, no estaba tan segura como quería aparentar.

—Noelia dice que son muertos revividos. Zombis.

—Eso es una tontería —contestó Laura.

—Pero las balas casi no los detienen. Si no les das bien en la cabeza, siguen atacando aunque sea arrastrándose.

—No son inmunes a las balas. Pero la enfermedad afecta a su sistema nervioso. Tal vez no sientan el dolor. O puede que sea justo lo contrario, que todos los nervios de su cuerpo estén gritando de dolor y eso haga que no noten las balas y se vuelvan tan agresivos. No sé. Pero te garantizo que no nos vamos a contagiar sólo por estar cerca de Eric.

—Ya, doctora. Pero ¿qué pasa cuando se vuelva loco como los demás?

—No lo sé.

Madi tocó la culata del revólver que le habían confiscado a Escobar.

—Eres buena persona, doctora. Pero si tu amigo se vuelve loco, sé lo que tengo que hacer.

Ella bajó los ojos y no respondió.

Entraron en la sala de consultas y se reunieron con los demás. Todo lo que había ocurrido y lo que seguía ocurriendo tenía a Laura con los nervios tensos como cuerdas de violín. Para colmo, al quedarse a solas con Madi en una habitación casi a oscuras, no había podido dejar de pensar en cómo sería el tacto de aquel torso que parecía tan liso y duro como el de una estatua. Durante un instante se le había pasado por la cabeza la idea de lanzarse sobre él y dejar que le rompiera a jirones la ropa con esas manos tan grandes y tan calientes. Un impulso instintivo en una situación de vida o muerte: los genes pugnando por perpetuarse al borde mismo de la desaparición. Una explicación a medias entre Freud, Mendel y Darwin que no acabó de convencerla ni a ella misma.

«Lo que ocurre es que los chicos malos siempre te han puesto», se dijo. Y si además de ser malos estaban buenos, la combinación era explosiva… y sumamente peligrosa.

«A lo mejor no es tan malo. Seguro que ha tenido una vida muy dura».

«¿Y qué más da qué vida haya tenido? El problema de los chicos malos es que, por muy atractivos e interesantes que resulten, acaban haciéndote daño».

Laura se preguntó si no estaría experimentando alguna forma de síndrome de Estocolmo. Sí, eso tenía sentido. Se trataba de un instinto que todo el mundo desarrollaba durante la infancia —el niño que percibe el enojo de su progenitor y trata de «comportarse bien» para no empeorar la situación con quien es más fuerte y tiene poder sobre su vida— y luego conservaba aletargado.

Este reflejo se podía volver a activar en una situación límite como la que estaba viviendo, hasta llegar al extremo de empatizar con su secuestrador. En Iraq le había resultado imposible porque aquellos fundamentalistas eran demasiado extraños, demasiado alienígenas para sentir nada en común con ellos.

Pero Madi era un líder nato —además de un hombre muy atractivo—, y ambos compartían el deseo de salir ilesos de allí. Se veían obligados a cooperar, lo que podía llevar a Laura a identificarse con las motivaciones de aquel delincuente. Algo muy peligroso.

«Debo vigilar mis sentimientos», pensó.

Dejó de discutir consigo misma al ver que Madi alumbraba a Eric. El joven revolvía las medicinas de un cajón con dedos frenéticos. Pensando que el nigeriano podía tomarse eso como una muestra de que la locura del virus se estaba extendiendo por su organismo, Laura se acercó rápidamente a su ayudante.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Busco algo. Pero con esta oscuridad tengo que encontrarlo por el tacto. No es fácil.

—¿Y qué es lo que buscas, si puede saberse?

—Inyectables de epinefrina.

—¿Epinefrina?

—No puedo seguir siendo un lastre para vosotros. La rivabirina que estoy tomando me adormece. Se me cierran los ojos.

«No es por la rivabirina», pensó Laura, pero no se lo dijo.

—Si te inyectas epinefrina para acelerar tu sistema nervioso vas a ponerte en peligro.

Eric dejó de rebuscar y levantó la cabeza hacia Laura. Ella apenas entrevió su silueta, pero lo oyó reír entre dientes.

—¿Ponerme en peligro? Es como lo del condenado a la silla eléctrica que dejó de fumar el día antes de su ejecución.

Laura iba a contestar, pero Adu chistó para hacerlos callar, y después dijo en susurros:

—Madi, ven.

Laura intuyó más que vio la enorme sombra de Madi acercándose a la puerta. Contuvo el aliento.

Al cabo de unos segundos, los dos nigerianos entraron y cerraron la puerta con cuidado. Sólo entonces Madi encendió la linterna.

—Ya vienen. Vamos a subir al otro piso.

Laura asintió. Había llegado el momento de saber qué era lo que se ocultaba allí arriba.

41

Subieron por las escaleras sin mirar hacia atrás. Madi iba delante, con el fusil a la espalda, el revólver en una mano y la linterna en la otra. Apuntaba el foco hacia el techo de la escalera, que estaba pintado de blanco, para que su luz se difundiese y los iluminase a todos. Eric y Laura subían justo detrás de él. Después venía Noelia, y Escobar y su mujer cargando entre ambos con la bolsa del dinero entre resoplidos. Cerraba la marcha Adu, que no dejaba de mirar hacia la retaguardia con el fusil levantado.

—¿Tiene idea de lo que hay en la segunda planta del hospital, Carmela? —preguntó Laura en voz baja.

—No —respondió ella.

—Esta clínica es sobre todo para inmigrantes —intervino Escobar—. La construyeron después de lo de El Ejido, cuando los hospitales de la zona se negaron a atender a los negros.

—Subsaharianos —le corrigió su hija.

—Sí, pero más negros que los cojones de un grillo —respondió él—. Los de aquí casi nunca pisamos esta clínica. Solemos ir a El Ejido o a Almería.

Ya habían llegado al final de la escalera. Madi se volvió y le pasó la linterna a Laura.

«Empezamos a parecer un equipo —pensó ella. Al momento se encendió un piloto rojo en su mente—: ¡
Danger, danger
, síndrome de Estocolmo!».

Madi apoyó la mano en la barra de cierre de la puerta. Cuan do la empujó, la parte de abajo de la puerta chirrió de un modo estremecedor, como el llanto de un bebé demoniaco.

Pasaron uno tras otro a una gran sala, alumbrada por unas luces verdes y mortecinas. En una esquina había una máquina expendedora con los cristales destrozados. Quien los hubiera roto no tenía intención de saquear: la mayoría de las chocolatinas y pastelitos seguían dentro de la máquina, mientras que otros estaban desparramados y espachurrados por el suelo. Cerca del techo había una pantalla plana de televisión, también rota. Se hallaba a bastante altura; debajo, en el suelo, había un taburete tirado que tenía todo el aspecto de ser el proyectil destructor. El tapizado de los sillones se veía desgarrado, y había manchas negras salpicándolo todo.

—Esto parece otra sala de espera —dijo Eric.

Avanzaron con cuidado. Al caminar, las astillas de cristal crujían bajo sus pies como granos de sal.

—¿No es extraño que tengan luz aquí y abajo estén a oscuras? —preguntó Noelia.

—Son las luces de emergencia —dijo Laura, señalando los focos fluorescentes del techo. La luz verdosa que proyectaban les daba a todos aspecto de auténticos muertos vivientes.

—Ya, pero ¿por qué abajo no las tienen?

Laura no supo qué contestar a eso. No parecía lógico. Era como si la segunda planta fuese independiente de la primera, una clínica aparte.

Adu se acercó a la máquina expendedora y cogió un puñado de pastelitos.

—Me encanta esta porquería —se justificó.

Laura pensó que todos deberían comer algo. Calorías rápidas y azúcar: no era una dieta precisamente sana, pero para una situación de emergencia como ésa podía venirles bien. Sin embargo, la fetidez que reinaba en aquel lugar había terminado de revolverla. La simple idea de meterse algo en el estómago le provocaba arcadas.

—Venga —los apremió Madi—. A lo mejor los de negro vienen detrás. Seguimos.

La sala tenía dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda. La primera estaba cerrada, de modo que tomaron la de la izquierda y avanzaron por otro pasillo. El hedor era cada vez más intenso.

Llegaron a otra estancia bastante amplia. Para sorpresa de Laura, recordaba al vestuario de un gimnasio, con duchas, perchas y bancos para dejar la ropa. ¿Qué demonios pintaba algo así en una clínica? Aquella instalación no parecía destinada al personal: demasiado grande, tosca y sin la menor intimidad, y además estaba unida a un pasillo conectado con una sala de espera.

El vestuario tenía otra salida que formaba un ángulo recto con la puerta por la que habían entrado. Al acercarse a ella, Laura arrugó la nariz. El olor era mucho peor allí.

Al otro lado de la puerta se extendía una larga galería. Cuando entraron en ella, la pestilencia de la carne en descomposición los envolvió como una toalla húmeda. Carmela dio un paso atrás y quiso taparle los ojos a su hija. Pero Noelia la apartó y se empeñó en mirar por sí misma.

—¡Por Belcebú! —gimió.

No era para menos. La parte izquierda del pasillo estaba llena de cadáveres. Había por lo menos quince, rodeados por espesos charcos de sangre que iban de un cuerpo a otro como carreteras negras. Algunos cuerpos se hallaban boca abajo; otros yacían de costado, enroscados en posición fetal. Varios se habían quedado sentados con la espalda apoyada contra la pared del pasillo, como si sestearan al sol, y parecían mirarlos de reojo. Sus rostros estaban ennegrecidos y sus ojos semejaban bolas de sebo blanco, los mismos ojos de un pescado recién salido de la freidora.

Noelia se dio media vuelta y vomitó. Su madre la imitó, y después lo hizo su padre, que acompañó las arcadas con gruñidos de dolor. Laura también sintió bascas, pero se aguantó. Tenía el estómago vacío y sabía que si trataba de devolver sólo conseguiría romperse las venillas de la garganta y escupir sangre.

—Qué horror —musitó Eric. Su tono apático y su falta de expresión contradecían la emoción de aquella palabra.

—¿Qué hace aquí esta gente? —preguntó Adu, levantándose la camiseta para taparse la nariz.

—Abajo no había cadáveres —respondió Madi—. Alguien los recogió y los subió aquí.

—¿Por qué?

—¿Tú lo sabes?

—No, por eso te pregunto.

—Pues si tú no lo sabes, yo tampoco.

—No podemos pasar por ahí —dijo Noelia—. Toda esa sangre tiene que estar infectada.

—Procurad no pisarla y, sobre todo, no tocarla —dijo Laura—. Que nadie se lleve la mano a la boca, ni tampoco a los ojos aunque os escuezan. Así es como puede entrar el virus en el cuerpo. Si vamos con precaución, nadie se contagiará.

«Salvo Eric», pensó, mirando de soslayo a su ayudante.

—De todos modos, hay que seguir por aquí —dijo Madi—. Además, vamos por buen camino.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Noelia.

—Fijaos aquí —respondió él, encendiendo la linterna para señalar con su haz. Alguien había pisado un charco de sangre junto al borde y había marcado varias huellas a lo largo del pasillo—. Esas pisadas son recientes. Aguirre pasó por aquí no hace mucho. —Al ver que Laura lo miraba con gesto interrogante, Madi añadió—: Ya sabes,
bwana
, los negros africanos sabemos seguir rastros para los amos blancos.

—Muy gracioso —dijo Laura, dándole un puñetazo en el hombro. Luego se sonrojó un poco, avergonzada de haberse tomado tantas confianzas. Por suerte, con aquella luz mórbida nadie podía advertir su rubor.

Pasaron junto a los cadáveres, procurando alejarse lo más posible y esquivando los charcos de sangre. Se tapaban la boca con el brazo o con los faldones o los cuellos de las camisetas, tratando de respirar a través de las mangas, pero no había forma de eludir aquel hedor. Escobar se cargó la bolsa al hombro para que no rozase el suelo; al ver que se tambaleaba bajo el peso, Adu se la quitó.

—Mejor la llevo yo.

—Como se te ocurra…

—¿Dónde voy con ella ahora, eh? No seas cabezota.

Escobar bufó y miró con rabia a Adu. «Estos dos van a acabar mal», pensó Laura. El dueño del Saloon era un hombre corpulento, y de no ser por el cólico habría cargado él solo con aquel peso. Para un macho alfa como él, debía de resultar humillante que un hombre más bajo y delgado como Adu le llevara la bolsa.

Caminaban rozando la pared contraria a la ringlera de muertos. De hecho, no era una pared, sino una serie de puertas metálicas con tragaluces redondos, cerradas con gruesos candados por fuera. Laura se asomó a una claraboya, pero no vio nada. El interior no tenía iluminación de emergencia y se hallaba completamente a oscuras.

De pronto, un rostro de pesadilla se estrelló contra el cristal y lo manchó con una salpicadura de sangre y babas. Laura reculó con un chillido de terror y se tropezó con Madi. Fue como chocar con una pared. Pero cuando él la rodeó con el brazo, se sintió extrañamente protegida.

—Tranquila, doctora. Ése no va a salir de ahí dentro.

Un tanto avergonzada de haberse asustado así, Laura observó al infectado tras la claraboya. Era un varón negro, pero tenía tantos costrones de sangre por la cara y el cráneo que apenas le se veía un centímetro de piel, y sus escleróticas estaban tan llenas de hemorragias que parecían de betún.

Un infectado en una fase muy avanzada.¿Qué hacía encerrado en aquella celda? ¿Había otro como él detrás de cada una de aquellas puertas?

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