Con mucha aprensión, Laura se acercó a la siguiente claraboya haciendo visera con las manos. Intentó mentalizarse para no gritar si algún infectado estrellaba de nuevo su rostro contra el cristal a medio centímetro de su cara, pero el estómago se le contraía sólo de pensarlo.
Sin embargo, no volvió a ocurrir. Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad del interior de aquel cubil, la escasa iluminación que entraba por el ojo de buey le mostró una pierna extendida en el suelo e inmóvil.
Siguieron avanzando con los cadáveres a un lado y las puertas al otro. En algunas de ellas aparecían nuevos infectados. Había un viejo de raza blanca que a Laura le recordó la expresión vesánica del
Saturno devorando a sus hijos
de Goya.
Cuando llegaron a la última puerta del pasillo, encontraron algo asombroso.
Al otro lado de la claraboya había un rostro. Pero éste no se hallaba infectado, su piel de ébano no mostraba heridas ni manchas púrpura, sus ojos eran enormes y límpidos y su boca, en lugar de estar contraída en un rictus de odio, sonreía.
Madi se quedó mirando, y al hacerlo provocó una especie de tapón circulatorio en el pasillo. Laura, que estaba a su lado, veía la razón, pero los demás no, y empezaron a hacer preguntas. Adu soltó la bolsa del dinero junto a la pared, lejos de las manchas de sangre, y se coló entre los demás para asomarse.
—Vale. Una chica muy guapa. Seguimos.
—No podemos dejarla aquí —dijo Laura.
—Vaya que si podemos —respondió Adu.
—¡No! Cuando lleguen los soldados la matarán. Y si no lo hacen, se morirá sola ahí dentro, sin comida ni agua.
—¿Y si está infectada? Va a ser como una bomba de relojería. Y ya llevamos una —dijo Adu, mirando de reojo a Eric.
—No puede haberse contagiado —replicó Laura—. Si lo estuviera y llevase todo este tiempo aquí encerrada, tendría el mismo aspecto que los infectados de las otras celdas.
—¿Seguro?
—En un noventa y nueve por ciento —respondió Laura. Al momento se arrepintió de haber manifestado incluso ese mínimo resquicio de duda.
—Pues entonces seguimos.
Noelia prácticamente empujó a Laura para mirar. Al verla, la joven negra la saludó y sonrió. No podía tener mucho más de veinte años. Noelia le devolvió la sonrisa. Después se volvió hacia los demás.
—La doctora tiene razón. Es una muerte horrible. ¡No podemos dejarla!
—Calla, hija —dijo Escobar—. Tenemos que pensar sólo en nosotros mismos. Si queremos salir vivos, no podemos entretenernos.
—¡Lo que no podemos es convertirnos en animales! Esto no nos puede cambiar tanto. Tú no eres así, papá. ¿O sí?
—No le hables así a tu padre —intervino Carmela—. Él sabe lo que hace.
Laura se volvió hacia Madi y le tomó la mano. No dijo nada, tan sólo lo miró a los ojos, tratando de transmitirle: «Demuéstrame que no me equivoco. Demuéstrame que eres decente».
—¡Apartaos! —dijo el gigante nigeriano.
Sacó el revólver de Escobar y disparó a bocajarro contra el candado. Éste saltó de la armella, pero el estampido resonó en las paredes del corredor como un trueno.
—Mierda —dijo Escobar—. Ahora nos han oído, seguro.
—Pues habrá que darse prisa.
Madi abrió la puerta de un tirón. Laura esperaba que la joven saliera corriendo, pero se quedó inmóvil al otro lado. Vestía una bata de hospital raída y unas zapatillas, y tenía el pelo enmarañado y sucio. Sus ojos se veían hundidos y los rasgos acentuados, casi afilados, como si alguien agarrara el cuero cabelludo de su nuca y tirara de él hacia atrás. «Facies hipocrática», pensó. Típica de algunas enfermedades graves, pero también de la deshidratación.
La celda sólo tenía un camastro, un retrete sin tapa y un lavabo.
—¿Tienes sed? —preguntó Laura, acercándose a la joven. Le tomó las manos y, con suavidad, le pellizcó el dorso de la derecha. Como si fuera la piel de una anciana, formó un pliegue que tardó varios segundos en recuperar la forma.
—Sí, mucha.
—¿Por qué no has bebido del grifo?
Ella se giró y miró al lavabo.
—Me dicen que no lo haga. Me traen agua mineral.
—¿Hace mucho que no te la traen?
La muchacha se encogió de hombros. Laura le sugirió que bebiera del grifo; aunque en esa zona el agua corriente sabía muy mal, estaba casi segura de que el patógeno no se había transmitido por las tuberías. Cuando se lo dijo, la joven se dio la vuelta para acercarse al lavabo.
—¡Espera!
Al oír la contraorden de Madi, se quedó clavada en el sitio. El nigeriano se acercó a ella, la tocó en el hombro para que se diera la vuelta. Después sacó de un bolsillo lateral del pantalón una lata de Aquarius, la abrió y se la dio.
—Buena idea —dijo Laura.
Los dos intercambiaron un breve diálogo en su idioma. La chica empezó a beber de la lata en sorbitos muy breves y siguió a Madi.
—¿Qué le has dicho?
—Que beba despacio. Así no le sienta mal. Y que se venga ya. ¡Seguimos!
Mientras la joven salía de la celda, Laura volvió a observar su rostro. Como Madi y Adu, su piel parecía más de color chocolate que negra. Tenía los pómulos altos y unos labios que debían de ser muy hermosos, pero que ahora estaban cuarteados como un lodazal secado al sol.
—No me gusta, hermano —dijo Adu, dirigiéndose a Madi—. A mí que no se me acerque.
—No te preocupes por eso —respondió Madi con indiferencia, mientras empujaba la puerta que daba acceso a la siguiente sala.
Laura lo siguió. Al salir del pasillo casi se topó de bruces con su espalda, pues el gigantón se había quedado clavado en el sitio. Tardó sólo un segundo en darse cuenta de qué era lo que le había sorprendido, y ella misma exclamó atónita:
—¡Dios mío!
No podía creer lo que tenía frente a sus ojos.
Ante ellos se abría una sala cilíndrica con ventanas transparentes en la mitad de su circunferencia. Por los aparatos y por el aspecto de las estancias que había al otro lado de los cristales, estaba claro que se trataba de una instalación de alta tecnología.
En una pedanía del sur de Almería, habían encontrado un laboratorio biológico de nivel 4.
Aguirre abandonó el laboratorio y atravesó un corredor. Cualquier otro se habría perdido en aquel laberinto, pero él se orientaba como si poseyera una brújula interna. Había ayudado a diseñarlo y, en realidad, también llevaba esa brújula incorporada en su móvil.
No tardó en llegar frente a una puerta verde y lisa. No había ningún nombre rotulado en ella, pero no era necesario. Todo el mundo en la planta dos sabía que aquél era su despacho, el sanctasanctórum de Eugenio Aguirre.
Junto a la medalla, en el pequeño manojo de llaves, se encontraba la que abría aquella estancia. Pero no necesitó buscarla. La puerta estaba entreabierta y habían destrozado el pomo y la cerradura. Por el aspecto de los golpes, diría que habían recurrido a un hacha antiincendios. Con mucho cuidado, empujó la hoja de madera y se asomó al interior, dispuesto a salir corriendo si captaba el menor movimiento.
Habían dejado el despacho patas arriba. Todo lo que había antes en los anaqueles o colgado de las paredes estaba ahora en el suelo: libros, vademécums, papeles sueltos. A la ventana que daba a la calle le habían arrancado los visillos. Junto a ella se hallaba su mesa de roble. Habían roto a hachazos las cerraduras y sacado y volcado los cajones. El mueble bar estaba partido en dos trozos, y las botellas yacían en el suelo. Su brandy de gran reserva había dejado una gran mancha oscura en el centro de la moqueta. Tampoco se había salvado el sofá de cuero: por las rajas de la tapicería asomaban las fibras del interior como vísceras de un cadáver.
Los autores de aquel estropicio habían sido concienzudos y al mismo tiempo sádicos. Si lo que buscaban eran documentos, ¿por qué ensañarse con todo lo demás? Se preguntó si el guardia del traje Chemturion sería el responsable del desaguisado.
«Si ha sido él, me alegro de haberle freído los sesos», se dijo. Era un pensamiento literal; no estaba destinado a aliviar sus remordimientos por haber matado a un hombre. La culpa era algo que había aprendido a fingir de niño, desde que descubrió que era una emoción que él no conocía, pero los demás sí, y que parecían considerar importante.
Cruzó entre libros y papeles, levantando los pies con cuidado para no tropezar ni cortarse con algún cristal escondido. Entre los restos desencuadernados de
Beyond Freedom and Dignity
y
Science and Human Behavior
, obras de su admirado Skinner, encontró su viejo microscopio Carl Zeiss. Era una pieza de museo que había sobrevivido incluso a su azarosa estancia en África. Tras arrancar el tubo del ocular, lo habían partido en dos. Tal vez el saqueador creyó que allí se ocultaba algo, o había actuado así por pura sevicia. Aquel microscopio era el único objeto puramente decorativo que tenía en aquella habitación, ya que las demás reliquias de su vida «oficial» se hallaban en su despacho del hospital de Almería.
Recogió del suelo la botella de brandy. Olisqueando su interior, se preguntó si el que había derramado el Solera Gran Reserva Conde de Garvey sabría que se trataba de una serie numerada. Aquella botella valía seiscientos euros cuando la compró. Ahora, sin duda, su precio había subido.
«Habría subido», se corrigió con un atisbo de melancolía. Junto a la botella había una caja de ibuprofeno. Sacó un comprimido y se lo tomó. El antiinflamatorio le vendría bien para la rodilla.
Se guardó una tableta de píldoras en el bolsillo y dejó la botella vacía sobre la mesa. Entre ésta y la ventana habían destrozado a hachazos la tarima, buscando trampillas donde pudiera ocultar algo.
Su escondrijo era mucho más sencillo. El saqueador podía ser sádico y meticuloso, pero carecía de imaginación.
Aguirre levantó la mesa por dos esquinas y, con cierto esfuerzo, la empujó hasta la ventana. Después se subió a ella. Desencajó el panel de la persiana, sacó el objeto que guardaba allí y lo dejó sobre el tablero de roble. Era un maletín negro de PVC, resistente al fuego.
Bajó al suelo con cuidado —la rodilla se le había hinchado y le seguía doliendo—, hizo girar las ruedecillas de la cerradura hasta marcar la combinación exacta y abrió el maletín.
El interior estaba acolchado, y tenía una serie de hendiduras para alojar frasquitos de muestras. También guardaba papeles, discos con grabaciones y varias memorias USB. Allí almacenaba una vida entera de investigación, incluyendo los años de aquel infierno acre y humeante de Port Harcourt. Datos que Janus había borrado de los ordenadores de la clínica, y muchos otros que Aguirre jamás había confiado a esa red.
Volvió a cerrar el maletín con una palmada de orgulloso propietario. En él tenía todo lo que necesitaba para empezar de nuevo en cualquier otra parte. Y también para comprometer a Janus. Si ellos acababan con su carrera, él se los llevaría por delante. «
Après moi, le déluge
», pensó.
Había empezado a pergeñar un plan. Mientras lo recapitulaba, salió de la estancia sin mirar atrás.
El guardia serbio que había intentado matarlo, y que probablemente fuese el mismo que había saqueado su despacho, debía de tener prevista alguna vía de retirada. Si se había tomado la molestia de protegerse con el traje Chemturion —precaución que a la postre le había resultado fatal—, era evidente que no se trataba de ningún suicida.
La única forma de salir de allí era el helicóptero. Tenía casi la certeza de que esa parte de lo que le había contado la mujer misteriosa era verdad. La parte que le había ocultado era que el helicóptero estaba destinado a evacuar al guardia una vez que éste matara a Aguirre.
Volvió a la zona de aislamiento. Entró en el vestidor y empezó a embutirse en uno de los trajes Chemturion. Con aquel atuendo y agachando un poco la cabeza, el piloto no podría distinguirlo del asesino al que venía a rescatar. ¿Qué haría una vez en el helicóptero? Si se veía obligado a recurrir a la violencia, dentro del maletín guardaba una lanceta tan afilada como la katana de un samurái.
En cualquier caso, Aguirre se consideraba no sólo un estratega a largo plazo, sino también un táctico capaz de improvisar en situaciones de extrema presión, como Napoleón Bonaparte. Cuando llegara el momento, ya decidiría qué hacer.
Estaba a punto de colocarse el casco y sellar el traje cuando oyó el estampido de un disparo. Se quedó inmóvil al comprender que había sonado en esa parte del hospital, quizá en la zona de las celdas. Justo por donde él había entrado.
Otro inconveniente más.
Quizá se trataba de sus compañeros y de los dos nigerianos que venían detrás de él. O acaso fuesen más asesinos a sueldo de Janus, decididos a borrar hasta la última de sus huellas. Desde luego, si manejaban armas no podían ser los infectados: en su regresión a fases primitivas de la evolución, una de las primeras habilidades que parecían perder era la de manejar herramientas.
Se acercó a la puerta y oyó pasos. Calculó que ahora estaban entrando en el nivel 4.
No tenía tiempo que perder. Se dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera que conducía hasta el tejado. Saldría de aquel infierno por las malas o por las peores.
Laura dio unos pasos por el interior de la sala. Era muy amplia y de planta redonda. Ciento ochenta grados de aquella circunferencia estaban ocupados por ventanas que asomaban a estancias más pequeñas; los otros ciento ochenta grados correspondían a una pared metálica con cuatro puertas. Una de ellas era la del corredor que los había conducido hasta allí. Había dos más cerradas, y una tercera abierta.
En la sala central había varias mesas con equipo biomédico. No tenía nada que ver con lo que habían encontrado en el laboratorio de la planta inferior. Allí había espectrofotómetros, microcentrifugadoras, aparatos de electroforesis y espectrómetros de capa fina.
Mientras el resto del grupo entraba en el laboratorio, Laura lo atravesó y se dirigió hacia la puerta abierta, que estaba junto al arranque de aquel amplio ventanal.
La puerta daba a un vestidor con bancos y taquillas, algunas de las cuales se veían abiertas. Colgados de unas perchas sujetas a una corredera de acero se alineaban varios trajes presurizados Chemturion de color azul. Parecían seres llegados de otro mundo disponiéndose a invadir la tierra.
Madi, que no se separaba apenas de Laura, se acercó a uno de los trajes y apretó la pernera, tal vez para convencerse de que no había nadie dentro.