—Lo había olvidado —dijo—. Imagino que habrá sido por el shock. Ya casi había escapado cuando me topé con un grupo de infectados. Me llevé a unos cuantos por delante, pero eran tantos que me pararon con su masa y el coche se caló.
—¿No intentó arrancar de nuevo?
El camión botó sobre un bache. Carmela soltó un «Jesús», su marido un «hostias» y Aguirre volvió a quejarse del cuello.
—¡No hace falta que vayáis tan rápido! —exclamó Escobar, dirigiéndose a los de la cabina—. ¡No nos persigue nadie!
—¡Eso lo dices tú! —respondió Adu. Pero al cabo de unos segundos, redujo un poco la marcha.
Aguirre prosiguió su relato. No había tenido tiempo de arrancar, porque uno de los infectados rompió el cristal de un puñetazo. De paso se había quebrado los huesos, no sólo los de la mano sino el cúbito y el radio, y el brazo se le tronchó hacia abajo como un palillo.
—Es increíble cómo su instinto de agresión puede a otros como el de conservación o, simplemente, el de evitar el dolor —explicó—. Aquel loco se coló por la ventanilla y trató de morderme. Conseguí apartarlo con los pies, pero no antes de que me arañara con el brazo que tenía ileso.
Levantó su propio brazo y examinó el arañazo.
—Me temo que con este rasguño basta. Por cierto, ¿qué le ocurrió a su amigo inglés?
Laura movió la cabeza a los lados. No quería dar más explicaciones.
—Lo siento —dijo Aguirre.
—Permítame que lo dude. Ahora, sea sincero por una vez en su vida. ¿La infección se puede controlar?
—Tal vez. En el maletín estaba todo. Notas, archivos informáticos, muestras de sangre, cultivos de tejidos. Todo. Quizá allí se encuentre la clave para vencer al virus. Pero nunca lo sabremos.
—De modo que usted sabe que es un virus.
«Y yo también», añadió Laura para sí. Pero, de momento, prefería fingir que sabía menos de lo que en realidad había averiguado.
—Por supuesto —respondió Aguirre—. ¿Qué otra cosa podría ser?
—Eso significa que estaban diseñando un arma biológica.
Aguirre alzó las cejas. Su expresión era casi divertida. Los Escobar escuchaban la conversación sin perder ripio, mientras que Alika mecía a su muñeca con un movimiento obsesivo que debía de servirle para acunarse a sí misma, como hacen algunos niños autistas.
—¿Un arma biológica? Es verdad, ésa ha sido su idea desde el principio. Un atentado BT. Sigue dándole vueltas a eso, ¿verdad?
—¿Qué otra cosa puede ser? Ya he visto el laboratorio que escondían en la segunda planta.
—Es complicado de explicar. Además, sin mi maletín ya da igual. Todo se ha perdido. Ellos han ganado.
—¿Ellos?
—Los de la farmacéutica. Son gente poderosa y están muy asustados. Quieren borrarlo todo. Incluso a mí. El maletín era mi seguro de vida.
—Da igual lo que diga, no vamos a volver por él —dijo Laura—. ¿La farmacéutica es Janus?
Aguirre asintió.
—¿Y esos hombres de negro? ¿Los han mandado ellos?
—Así es. No quieren dejar ni una huella de lo que ha pasado aquí. Nada que los relacione con este desastre —dijo Aguirre.
Laura apartó un poco la lona para asomarse al exterior. La carretera por la que avanzaban era más bien un estrecho sendero entre los invernaderos. El camión dejaba atrás filas y filas de falsas dunas translúcidas. Cuando volaban a Matavientos en el helicóptero, Laura había pensado en un paisaje marciano. Ahora volvió a imaginar que se hallaban en otro planeta, un mundo sin sol y sin estrellas, tan hostil que la vida tenía que desarrollarse debajo de bóvedas de plástico, y sin más luz que la que provenía de bombillas eléctricas, un resplandor que al atravesar las paredes de plástico se veía mortecino, casi turbio.
Entre los árboles y las parras vislumbró a algunas personas. Se corrigió: ya no eran personas, sino siniestras criaturas sin mente que acechaban entre las sombras, alienígenas deshumanizados y empeñados en atacar una y otra vez a los sanos con la fría obstinación de una pesadilla que nunca se termina.
Suspiró y se volvió hacia el neurólogo.
—¿Qué ha pasado aquí, Aguirre?
Él se calló y la miró fijamente.
—¡Dígamelo! —gritó Laura, agarrándole de la camiseta y tirando de él.
El neurólogo soltó un quejido cuando su cuello se sacudió por el impulso. Laura recordó que era médico —al menos ella no lo había olvidado como Aguirre—, y lo soltó.
—Ya le he dicho que es indiferente. Janus ha destruido casi toda la información sobre esta enfermedad. La que queda está aquí —dijo Aguirre, tocándose la cabeza con un dedo—. Pero el virus se asegurará de que antes de veinticuatro horas mis neuronas se hayan convertido en gelatina y mis recuerdos en cenizas. Resígnese, doctora Fuster. No hay nada que hacer.
Volvió a reclinarse en la pared del camión y, muy despacio, giró el cuello junto con el tronco entero para rehuir la mirada acusadora de Laura. Sólo entonces pareció reparar en que había alguien más en el camión. Al ver a Alika, levantó las cejas y dijo:
—¡Tú! ¿Cómo es posible que estés aquí?
La joven retrocedió, ocultándose más entre las sombras.
—Déjela en paz —dijo Laura—. Ya le ha hecho bastante daño.
—Usted no me entiende. Con ella todavía hay una solución. Quizá podamos arreglar esto.
Madi y Adu llevaban la vista fija en la carretera. A su alrededor, aquel mar de plástico translúcido se extendía hasta el horizonte como si no tuviera fin. El sendero que habían tomado no estaba asfaltado, y el camión se bamboleaba de un lado a otro. De vez en cuando, Madi le recordaba a Adu: «No corras». Pero aquel traqueteo, después de tantas horas sin dormir, huyendo y peleando constantemente, lo adormilaba poco a poco. Cada pestañeo duraba más que el anterior y la barbilla se le vencía sobre el pecho.
De repente, algo apareció en mitad del camino. Era una especie de nube, un fantasma blancuzco que se retorcía en el aire como una gigantesca ameba. Volaba a un metro del suelo y les devolvía el reflejo de los faros mientras se abalanzaba hacia ellos.
—¡Cuidado! —exclamó Madi, espabilándose de golpe.
—¡Mierda! ¡Se nos viene encima!
Tratando de esquivarlo, Adu dio un volantazo. Las ruedas chirriaron y el camión se sacudió de un lado a otro. El fantasma chocó contra ellos y los envolvió por completo, tapándoles la visión. Mientras el vehículo derrapaba y se inclinaba hacia un lado, oyeron chillidos histéricos que provenían de la parte trasera.
—¡Frena! ¡Frena! —gritó Madi.
Adu intentó desesperadamente corregir la dirección, pero fue inútil. El camión se salió del camino y, al meter las ruedas en un badén, volcó sobre el costado izquierdo. Todavía tuvo impulso para llevarse por delante la pared de un invernadero, los postes que sujetaban el techo y unas tomateras.
Durante unos momentos reinó un silencio sepulcral, un paréntesis de quietud en mitad de la noche. Tan sólo se escuchaba el sonido de las ruedas que giraban en el aire. El camión había quedado empotrado entre los mástiles y los alambres del invernadero.
Pasado casi un minuto, la portezuela del copiloto se abrió. Madi trepó como pudo y, una vez fuera, estiró el brazo hacia el interior para ayudar a Adu.
—Mierda, mierda, mierda —mascullaba éste.
Bajaron al suelo saltando. Madi se pasó revista con las manos. Tenía el cuerpo dolorido; debía de ser más por haber contraído los músculos que por el propio accidente, pues no se encontró ninguna herida. Adu se tocaba la cabeza quejándose. Madi le miró entre los rizos y no vio sangre. Probablemente le saldría un buen chichón, pero nada más.
Se acercaron a la parte trasera. Laura fue la primera en salir, con paso vacilante. Tras ella lo hicieron los demás, de uno en uno. Todos parecían conmocionados por el accidente, pero nadie había resultado herido. La angostura del camino entre los invernaderos había acrecentado la sensación de velocidad cuando en realidad no debían de ir a más de cincuenta por hora.
Madi miró a su alrededor. De noche, los invernaderos ofrecían un aspecto tétrico. La luz de los focos del camión, que seguían encendidos, rebotaba en los plásticos y creaba reflejos y sombras amenazantes. Madi, que nunca se había molestado en entrar en los invernaderos para ver dónde trabajaba la gente a la que traía de África, pensó que aquel lugar era una especie de selva sórdida e innatural, una blasfemia contra Ala, la madre tierra.
—¿Qué coño ha pasado? —preguntó Escobar.
—No lo sé —respondió Adu, tocándose otra vez la cabeza.
—¿Que no lo sabes? Tú conducías.
—Vi algo. Era como una medusa gigante, pero volaba. Nos atacó.
Madi se acercó al morro del camión y arrancó de él un gran trozo de plástico que flameaba con la brisa.
—Aquí tienes tu medusa —le dijo a Adu—. Es un toldo de invernadero. El viento lo ha soltado y lo ha arrastrado. ¿Qué pensabas que era?
Por supuesto, se abstuvo de decir que él mismo había creído que se trataba de un fantasma. Estaba furioso con su amigo y con el maldito destino, que se empeñaba en gastarles una jugarreta tras otra.
—¿Qué hacemos ahora, Adu? Dime, ¿qué hacemos? —Miró hacia delante—. Todavía estamos lejos de la costa y ya no tenemos vehículo.
—Yo de momento me apartaría del camión —sugirió Laura—. O al menos detendría el motor, porque la gasolina se está derramando y vamos a volar todos por los aires.
—Venga, haz lo que ella te dice —ordenó Madi.
—Lo haré porque ya lo había pensado, no porque ella lo mande —le contestó Adu en igbo—. ¿Ahora te dejas dar órdenes, hermano?
—¡Hazlo de una vez!
Adu trepó por la cabina y apagó el motor. Las ruedas siguieron girando un rato,
ñik-ñik-ñik-ñik
, mientras Adu salía y volvía a saltar al suelo.
Mientras tanto, Escobar se había metido en la parte trasera del camión. Al cabo de un rato salió con una de las dos mochilas del dinero.
—¿Dónde está la otra? —le preguntó a su mujer con gesto severo.
—¿No está ahí dentro? —respondió ella.
—No, no está.
Madi se metió bajo la lona y registró con la linterna. Escobar y Adu entraron tras él, y durante un buen rato lo revolvieron todo. Desesperados, sacaron a patadas los rollos de papel higiénico, hasta que la parte trasera del camión quedó vacía.
—Con el accidente se habrá caído —dijo Carmela.
Escobar se volvió hacia ella y Noelia, rabioso.
—¡Era vuestro macuto! ¿Por qué no lo llevabais agarrado?
—¡A mí no me metas en esto! ¡Es tu puto dinero! —gritó Noe lia.
Escobar se revolvió contra ella para abofetearla; la chica fue más rápida y se apartó. A Madi no le gustaba ver aquello, pero le habían enseñado desde niño que nadie debe entrometerse en cómo un hombre gobierna su familia. Decidió que era más provechoso desandar el camino y buscar la mochila en el suelo.
Adu y los Escobar se unieron a la búsqueda. Al final, Laura decidió ayudarles, pensando que era la única forma de que se alejaran de allí. Se llevó con ella a Alika, porque no quería dejarla cerca de Aguirre. El neurólogo se había sentado en el suelo y había adoptado esa inmovilidad tan peculiar suya, como los mimos que se pintan de plata o de bronce y fingen ser estatuas en el parque.
Mientras buscaban por el suelo y entre la maleza que rodeaba el camino, Escobar no dejaba de lanzar acerbas recriminaciones a su mujer. Ésta se callaba y se limitaba a mover la cabeza a los lados, como diciendo «Ay, Señor, Señor».
—¿Cómo puedes permitir que te hable así? —oyó decir a Noelia en susurros—. ¿Por qué todo es siempre culpa tuya?
—Cállate, por favor —le rogó su madre—. No le hagas enfadar más.
—Permites que te humille. Siempre, siempre, siempre. Ya es hora de que le plantes cara.
—Déjalo ya. A lo mejor sí ha sido culpa mía.
—¡Casi nos matamos todos! Él ha tenido suerte de que la mochila que llevaba no ha salido disparada. Pero si no, seguro que te echa la culpa a ti también.
—¡Cállate ya! Es tu padre y le debes respeto.
—No tenéis remedio —respondió Noelia, con el típico tono hastiado de una adolescente—. Sois tal para cual.
De pronto, oyeron una especie de aullido, como si hubiera una manada de lobos merodeando por los alrededores. Madi apagó su linterna y ordenó a todo el mundo que se callara.
En el silencio de la noche, el aire les trajo un sonido de pesadilla que ya se les había hecho familiar.
—¡Zombis! —dijo Noelia.
—Tenemos que irnos. Rápido —dijo Madi.
—No podemos dejar el dinero —objetó Escobar—. Es mucho.
—¿Te lo vas a gastar cuando estés muerto? Venga, ahora nos vamos y luego hablamos del reparto.
Carmela tiró de la manga de su marido. Éste se la sacudió de encima, pero luego pareció resignarse. Laura se preguntó cuál sería el reparto que habían acordado Escobar y los dos nigerianos. En teoría, no era asunto suyo. Pero sólo en teoría: ella no dejaba de ser testigo de actividades delictivas, y los criminales tienen tendencia a eliminar a las personas que pueden incriminarlos.
—Tenemos que llegar a la playa. Vamos —insistió Madi, dirigiéndose hacia el sitio donde había volcado el camión.
—Espera —dijo Escobar—. Conozco este terreno. El camino da bastantes vueltas. Para llegar cuanto antes, lo mejor es atajar a través de los invernaderos.
—Si nos encontramos con infectados dentro de uno, nos van a acorralar —objetó Madi.
—Las calles entre los invernaderos son muy estrechas. Estaremos igual de acorralados fuera que dentro.
—¿Y si nos perdemos?
Escobar se volvió hacia la izquierda y señaló hacia el cielo. No había ni una sola nube y la luna brillaba casi en su cénit.
—El mar está por allí, no tiene pérdida. Tenemos que caminar siempre hacia el sur.
Laura volvió a encender el iPhone y activó la brújula. Por suerte, esa utilidad no dependía de la cobertura. Escobar andaba en lo cierto: la aguja que indicaba el norte señalaba a los invernaderos que estaban a la derecha de la carretera, lo que significaba que el sur estaba a la izquierda.
Se pusieron en camino. Adu repartió las últimas provisiones que le quedaban: sándwiches y bollicaos incautados de la máquina del hospital. Laura tomó un trozo de sándwich y lo mordisqueó sin demasiada convicción. En algún momento de la pesadilla, había pensado que se sentía tan cansada como si hubiera corrido media maratón. Ahora ya se encontraba mucho más allá del agotamiento.