La zona (49 page)

Read La zona Online

Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
6.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tras volar así el cerrojo, Madi abrió la puerta. Descubrieron que el cuarto se hallaba casi vacío. Las maquinarias de los ascensores eran mucho más pequeñas de lo que Laura habría imaginado, y estaban montadas en varias mesas de metal alineadas. En la parte interior de la puerta un cartel rezaba «Leroy-Somer. Motores Gearless de imanes permanentes».

Madi encendió la linterna. Por detrás de las máquinas se abría un corredor estrecho, el interior de la pasarela que unía la clínica con el edificio vecino.

Los demás se habían acercado para ver qué hacían.

—Ésa es una de las naves dormitorio más antiguas del pueblo —dijo Escobar.

Todos se miraron. La pregunta tácita en sus miradas era: «¿Habrá infectados?».

Madi dio la respuesta.

—No tenemos otra salida.

Entró en la caseta y los demás lo siguieron.

49

Cruzaron por el interior de la pasarela haciendo resonar sus pasos en el suelo metálico. Era tan estrecho que tuvieron que caminar en fila india. Laura se preguntó por qué una clínica que albergaba un laboratorio biológico secreto tendría un acceso directo a una nave dormitorio.

Le vino a la cabeza la imagen siniestra de una esvástica, y recordó los experimentos que el doctor Mengele y otros como él habían llevado a cabo en los campos de concentración nazis. Ella siempre había querido pensar que eran algo del pasado, una pesadilla que jamás podría repetirse. Ahora, al descubrir que algo parecido estaba ocurriendo allí mismo, en su propio país, sintió tantas náuseas como cuando entró en aquel pasillo sembrado de cadáveres.

El corredor desembocó en una habitación a oscuras, sin muebles ni ventanas. Madi buscó con la linterna un interruptor y lo accionó. Una solitaria bombilla colgada del techo iluminó débilmente la estancia. El suelo se veía cubierto de polvo y había huellas cruzándolo en una dirección y en otra.

Mientras, Madi y Adu se agachaban para estudiar los rastros en el polvo.

—Por aquí acaba de pasar alguien —dijo Adu, señalando unas pisadas que parecían más frescas.

—¿Podría ser Aguirre? —preguntó Laura.

—El dibujo de la suela no es el mismo.

—Pero podría haberse cambiado de zapatillas, ¿no? Había una taquilla abierta en el vestidor.

—Da igual quién sea —dijo Madi—. Vamos a seguir.

La sala tenía una sola puerta. Adu la abrió y, antes de salir, alumbró con una linterna el exterior. Era un rellano. Buscó un interruptor y lo encendió. Una débil luz brilló en un plafón de plástico roto y relleno de moscas muertas. El grupo enfiló escaleras abajo sujetándose a una barandilla oxidada. Los escalones crujían con cada paso y estaban desgastados por el centro. A Laura le extrañó que, en una nave industrial, los peldaños fuesen de madera. Escobar le dio una explicación parcial. Tocando las barandillas y examinando la caja de la escalera, dijo:

—Vaya chapuza han hecho aquí. Esto lo ha reformado una cuadrilla de monos.

Siguieron bajando. Madi iba el primero. Llevaba el subfusil del hombre al que había matado. La guía láser dibujaba finas líneas rojas al reflejarse en el polvo, apuntando a un lado y a otro mientras avanzaba. Adu marchaba justo detrás con el Kalashnikov en la mano derecha y la linterna en la izquierda por si la trémula luz de la escalera fallaba.

Laura arrugó la nariz cuando se asomó al hueco. Un olor repugnante subía desde abajo. Pero esta vez no era el aroma dulzón de la putrefacción, sino una mezcla acre y pegajosa de cuerpos sin lavar, tuberías viejas y paredes bufadas por la humedad.

—Atento —le dijo Madi a su compañero—. Hay varias habitaciones ahí delante. Enfoca con la linterna, que no veo bien.

Adu abrió la primera puerta, mientras Madi apuntaba con el subfusil. Pasaron al interior, seguidos por los demás. La estancia era enorme, pero el techo estaba tan bajo en proporción que producía cierta claustrofobia.

Laura pensó que aquello debía de ser una nave industrial reciclada —era un decir— y dividida en espacios habitables —otro decir—. Entre las columnas había cadenas tendidas de las que colgaban tubos fluorescentes. La mayoría de ellos no funcionaba, y otros parpadeaban y zumbaban como tábanos. Los pocos que se mantenían encendidos emitían un fulgor pálido y desvaído que multiplicaba las sombras. El efecto era una serie de franjas paralelas de luz y oscuridad que cubrían toda la estancia como un dibujo
pop art
.

Esa iluminación mezquina y casi fantasmagórica hizo que Laura tardase unos instantes en percatarse de que el lugar estaba lleno de literas metálicas, como si fuera un cuartel.

En muchas de ellas había gente.

La mayoría de aquellas personas estaban sentadas sobre sus yacijas, con las piernas colgando y la boca entreabierta, la vista perdida en la nada. Reinaba un silencio que resultaba casi más sobrecogedor que los alaridos de los infectados.

Cuando pasaron a su lado no se produjo ninguna reacción. Ni siquiera giraban la cabeza para mirar a los recién llegados. Resultaba estremecedor verlos allí como aves colgando de sus perchas en un gallinero abandonado. El aire se notaba viciado, y el olor de tanta gente hacinada en un lugar sin ventilación resultaba casi tan nauseabundo como el de la morgue o el túnel de las celdas.

Laura se acercó a uno de ellos avanzando de puntillas. Era un varón subsahariano. Tenía la mandíbula caída, boqueaba un poco, como si respirase con dificultad, y presentaba pequeñas manchas en las encías.

Estaba infectado. Todos allí debían de estarlo, lo que explicaba aquella abulia. Y, sin embargo, no actuaban como los enfermos que pululaban por las calles.

Se volvió hacia Madi, que le hizo un gesto con la mano para que se apartara de allí y volviera con el resto del grupo. Ella obedeció, pensando que se habían metido en la guarida de un oso y habían pillado a la bestia durmiendo. Siguieron avanzando, sin decir nada, casi conteniendo el aliento.

Madi y Adu salieron primero de la habitación. Fuera había otra especie de vestíbulo que daba a varias estancias más. Los nigerianos se asomaron a unas cuantas puertas, hasta que se decidieron por un largo corredor que parecía conducir a un rellano de escalera, aunque era difícil saberlo con aquella luz anémica.

Mientras esperaban en aquel distribuidor, se produjo una rápida discusión sobre quién debía llevar el dinero. En el vestidor del laboratorio habían encontrado dos mochilas bastante grandes y Escobar había repartido los billetes entre ambas por dividir el peso. Ahora, se empeñaba en que su hija llevara la de Carmela, que estaba agotada ya. Noelia se mostraba remisa a relevar a su madre, y su padre la amenazaba con susurros que cortaban como navajas. Aunque Laura podía comprender a la muchacha, prefirió no terciar en la discusión: ella sí que se negaba a cargar con aquellos billetes ganados con sudor y sangre ajenos.

—¿A qué esperáis? ¡Venga! —dijo Adu desde el pasillo.

Los demás entraron en fila india. Con aquel pequeño barullo, Laura, que hasta entonces no se había despegado apenas de Madi, se quedó en la retaguardia con Eric. Iba a pasar al corredor cuando se dio cuenta de que Alika se había separado de ellos y abría una de las puertas que daban al vestíbulo.

—¿Dónde vas, Alika? Vuelve —le dijo.

Temerosa de sacar a los enfermos de su apatía, Laura habló en voz tan baja que la joven no llegó a oírla. Al ver que desaparecía tras la puerta, se fue tras ella. De reojo, vio que Eric la seguía con paso torpe. Su joven ayudante llevaba un rato sin hablar; al parecer, la imagen de toda aquella gente sentada en los camastros en aquella especie de marasmo lo había impresionado más que todo lo que habían visto hasta entonces.

La estancia en la que había entrado Alika era otro dormitorio, mucho menor que el anterior; tan sólo tenía seis literas, eran dobles en lugar de triples y estaban vacías. Todo el edificio era un verdadero laberinto, una nave industrial dividida en habitaciones con una disposición caótica y aprovechando cualquier hueco posible. La estancia en la que habían entrado tal vez había sido antes una oficina, o unos aseos, o quién sabe qué.

Alika estaba de puntillas al pie de una litera. Habían quitado las sábanas a la cama de arriba y a la de abajo, y las fundas de los colchones se veían raídas y llenas de manchas.

—¿Qué buscas, Alika? —preguntó Laura, acercándose a ella—. ¿Era ésta tu cama?

—Sí. Y ésa la de mi marido —dijo ella, señalando la de abajo.

Alika encontró lo que quería, un objeto oscuro sobre el jergón, y lo cogió entre sus brazos como si alguien se lo fuera a quitar.

—Nina… Nina… —susurró.

Cuando se dio la vuelta, Laura vio quién o qué era Nina: una muñeca de madera, de cabeza desproporcionada en relación con el torso. El pelo estaba tallado y pintado de negro, y las piernas y los brazos unidos al cuerpo por argollas de metal. La joven la apretó contra su pecho y la besó en la frente, mientras tarareaba una nana en su idioma. Al ver con qué amor abrazaba a la muñeca, a Laura se le hizo un nudo en la garganta, y se dio la vuelta para que Alika no se diera cuenta de que se le habían llenado los ojos de lágrimas.

Lo que vio al girarse hizo que olvidase al momento aquella escena.

Había alguien detrás de ella. No podía ser sino Eric, pero tenía el gesto tan deformado que le costó reconocerlo. Era como si le estuvieran poniendo en la cara cables eléctricos pelados que contraían y distendían sus rasgos a una velocidad imposible. Las manchas de sus ojos se habían multiplicado como si todas las venas interiores se hubieran roto a la vez. Cuando abrió la boca para emitir una mezcla de ronroneo y gruñido, Laura vio que los hematomas de las encías habían reventado, y una sangre espesa y negra manchaba sus dientes y empezaba a gotear por la comisura de los labios.

Aterrorizada y fascinada al mismo tiempo, Laura pensó que lo que estaba presenciando era una especie de transición de fase, el cambio repentino de propiedades físicas de un sistema, como cuando una leve sacudida en una botella de agua recién sacada del frigorífico hace que se congele al instante. Del mismo modo, Eric había retrocedido millones de años en la escala evolutiva pasando de humano a fiera en minutos, tal vez en segundos. En todo momento, Laura había creído que vería venir el peligro, pero ahora se daba cuenta de que estaba equivocada.

Eric saltó sobre ella y buscó su cuello con los dientes.

50

Laura cayó de espaldas junto a la litera, y vio de reojo cómo los pies de Alika retrocedían. Pero no pudo prestar más atención a la joven. Tenía a Eric encima de ella, a horcajadas, con el rostro desencajado y la boca abierta. Un hilillo negro, mezcla de sangre y saliva, cayó de su boca sobre la camiseta de Laura.

—¡No, noooo! ¡Eric, por favor! ¡¡Eric!!

Su voz no provocó ninguna reacción en el joven. Su expresión era a la vez rabiosa y plana, tan inescrutable para un
Homo sapiens
como la de una cobra al atacar. No quedaba nada humano en sus gestos, ni rastro de la persona que había sido Eric. De su garganta brotaba un gruñido inarticulado y constante, como si no necesitara interrumpirse para respirar. Extendió ambas manos hacia la cara de Laura e intentó arañarle los ojos. Ella lo sujetó por las muñecas.

—¡Eric! —gritó—. ¡Eric, despierta!

Al agarrarle las manos, no podía prestar atención a su boca. Eric le lanzó una dentellada. Por puro reflejo, Laura dobló la rodilla y se la clavó en el pecho. Aquello frenó su movimiento lo justo para que los dientes de Eric chasquearan a medio centímetro de su piel como un cepo de metal. Pero él tenía mucha más fuerza que ella, y la ira provocada por el virus la acrecentaba. Los brazos de Laura se doblaron, y las uñas de Eric se acercaron a sus ojos.

—¡Eriiiiiic! ¡Suéltame! ¡Soy yo, Laura!

Un seco crujido restalló junto a su oído derecho, y la presión sobre Laura desapareció. Al abrir los ojos vio que Eric rodaba por el suelo. Ella se revolvió en dirección contraria para alejarse cuanto antes y se puso de pie apoyándose en una litera.

Al darse la vuelta, vio a su antiguo ayudante tendido de espaldas. Madi le había plantado la bota en el pecho, clavándolo en el suelo, y le apuntaba a la cabeza con el subfusil.

—¡¡Noooooo!! —chilló Laura.

Ella misma dejó de escuchar su propio grito cuando la detonación hizo retemblar las paredes del dormitorio. Cerró los ojos y apartó la cara, pero no fue lo bastante rápida y vio de refilón el salpicón de sangre que brotaba de la frente de Eric.

Se giró de nuevo, clavó las uñas en el sucio colchón de la cama de arriba y empezó a sollozar, mientras movía la cabeza a los lados y gemía: «No, no. No, no. No, no puede ser…». En Iraq había presenciado impotente cómo Richard era degollado, y ahora no había sido capaz de salvar a Eric. Cientos de imágenes destellaron en su cerebro a la vez, como si los recuerdos que el virus le había robado al joven se transmitieran de pronto a su mente.

Unos brazos rodearon su cuerpo. Laura se volvió, y golpeó el pecho de Madi. Sus puños redoblaron como un tambor.

—¡Lo has matado! ¡Eres un asesino! ¡Asesino, asesino, asesino!

Al pronunciar el último «asesino» se abrió una esclusa interior, y los sollozos convulsivos se convirtieron en un llanto sin control, un lamento desconsolado que le brotaba desde lo más profundo de su cuerpo. Madi la abrazó con fuerza y ella le clavó los dedos en la espalda con desesperación.

—Está bien, Laura —susurró él—. Ha sido rápido. Eric no ha podido sufrir. Sabes que tenía que ser así.

Sí, él tenía razón.

«Sabes que era lo mejor», le dijo el fantasma de Eric, de lo que había sido Eric y de lo que sería en su memoria; se negaba a dejar que aquel rostro deforme, el Eric de los últimos segundos, le robara el puesto al ingenuo y alegre joven inglés que la llamaba «jefa» y «Superwoman».

Se dejó acunar por aquellos brazos tan largos que habrían podido rodearla dos veces. Mientras las lágrimas fluían imparables y lo difuminaban todo bajo su velo, Laura tuvo la extraña sensación de que estaba muy lejos de allí, en algún lugar cálido y seguro, y de que todo volvía a estar bien. Acababa de despertar y todo aquello no había sido más que una horrible pesadilla. Cuando se enjugase el llanto, miraría alrededor, aliviada por la nueva luz del día, y todo su mundo habría retornado a la realidad.

Madi la apartó un poco y la miró a los ojos.

—Reacciona —le dijo—. Tenemos que salir de aquí.

Other books

See Jayne Play by Jami Denise, Marti Lynch
Gallow by Nathan Hawke
SEALs of Honor: Mason by Dale Mayer
100 Unfortunate Days by Crowe, Penelope
A Dark & Creamy Night by DeGaulle, Eliza
The Map and the Territory by Michel Houellebecq