—Si me quedo aquí, estoy muerto —murmuró.
Pensó a toda velocidad. Si el helicóptero no iba a llegar, tenía que buscar otro vehículo para alejarse de allí lo antes posible. Bajar al párking de la clínica para conseguir un coche quedaba descartado. Por los disparos y los gritos que llegaban desde abajo, en el garaje se estaba librando otro Verdún.
Pero existía otro aparcamiento cercano, en el edificio que se levantaba al lado de la clínica, un supuesto almacén que ocultaba una nave dormitorio. Allí había algunos vehículos de servicio. Sabía dónde se encontraba la garita del vigilante y la caja en la que guardaba las llaves, colgadas de un clavo.
Por lo que había dicho la mujer de la videoconferencia, Janus controlaba toda la zona desde un satélite geoestacionario. Pero Aguirre tenía una idea para engañarlos: se metería entre los invernaderos. Formaban un verdadero laberinto, y las callejuelas entre las paredes de plástico eran tan estrechas que las cámaras del satélite no podrían seguirlo. Al menos, eso esperaba.
Su nuevo plan no carecía de escollos. No tenía ni idea de lo que iba a encontrar allí dentro. Era la nave donde dormían los sujetos del experimento, probablemente el lugar donde se había originado todo, y él debía entrar allí y recorrerlo de arriba abajo, solo y casi desarmado. No le gustaba, pero no le quedaba otra opción. Desandar el camino que había recorrido hasta la azotea para bajar a la calle equivalía a un suicidio, pues además de los infectados tendría que enfrentarse a los paramilitares de Janus: era como verse entre Escila y Caribdis.
Se puso en pie y caminó hasta el otro extremo de la terraza. Allí había varias casetas que contenían sistemas eléctricos y también los motores de los ascensores. Una de ellas, la que estaba pegada al murete de la parte nordeste, servía para algo más. Abrió la cerradura de la puerta con una de las llaves que llevaba colgadas del cuello y, tras pasar al otro lado, volvió a echar el cerrojo para evitar que alguien lo siguiera o, como mínimo, para dificultarle el paso.
Después cruzó por un estrecho hueco junto al motor del ascensor. Al otro lado había una pasarela metálica que unía la clínica con el edificio del otro lado del callejón. Medía poco más de cuatro metros de longitud, y seguramente más de un vecino de Matavientos se habría preguntado mirando a las alturas para qué servía aquella especie de pasadizo secreto que, sin embargo, se hallaba a la vista de todos. Durante un tiempo había tenido su utilidad para los experimentos de Aguirre. Ahora iba a ayudarle a salvar la vida. Aunque todavía debía resolver ciertos problemas.
Por ejemplo, qué ocurriría si dentro de la nave dormitorio se topaba con una horda de infectados.
Una escalera metálica los llevó al tejado del hospital. Cuando Madi abrió la puerta, Laura, que había perdido la noción del tiempo, comprobó que era noche cerrada. Una luna casi llena brillaba sobre el mar y su luz rielaba sobre los techos de los invernaderos agitados por el aire. Tras tantas horas encerrada en la clínica, fue un placer respirar aire puro. La brisa era fresca y tan fuerte que le agitaba el flequillo sobre los ojos, pero no le molestó.
Todo habría parecido idílico de no ser porque, en lugar de grillos o búhos, no dejaban de oírse gruñidos y alaridos taladrando la oscuridad.
«Es la segunda noche aquí y todavía no hemos recibido señales de vida de la base», pensó. A no ser que los soldados que les habían atacado fuesen precisamente esa señal.
«No, no puede ser». Rechazó la idea con vehemencia.
—Esto debe de ser una pista de helicópteros —dijo Madi.
Laura le dio la espalda al pretil. En el centro del tejado había una zona marcada con una gran H blanca pintada en su centro.
—¿Aterrizan aquí arriba? —preguntó Adu, extrañado.
—Yo nunca he visto ningún helicóptero posándose aquí —respondió Escobar.
—Un momento —dijo Laura—. En el vídeo que nos enseñaron en la base aparecía el tejado de la clínica, y no vi ninguna H pintada en él.
—A lo mejor es por esto —dijo Madi, señalando con el subfusil que le había quitado al soldado muerto. A un metro de un trazo lateral de la H se veía una gran lona enrollada.
—Así que la H estaba escondida y alguien la ha destapado —comentó Laura—. ¿Aguirre?
—Por eso quería subir. ¡Y no dijo nada a los demás!
Laura meneó la cabeza.
—No creo que se haya ido en helicóptero. Lo habríamos oído.
—Ha habido ruidos de sobra para tapar el de unas hélices —dijo Madi.
Laura giró sobre sus talones, buscando luces intermitentes en el cielo. Si Aguirre había huido por el aire, ya debía de andar muy lejos de allí.
«Maldito bastardo, nos ha dejado abandonados a nuestra suerte», pensó. Después se asomó por el borde de la azotea. Los infectados se estaban amontonando en la calle frente a la clínica, como si intuyeran que era el único lugar del pueblo donde quedaban personas no contagiadas. Algunos entraban en la recepción a través de los cristales rotos. La Transporter de Márquez se hallaba volcada junto a la acera, y por su aspecto cualquiera diría que había sufrido un siniestro total. Al lado había un vehículo blindado y pintado de negro que parecía militar, aunque no mostraba insignias. El cadáver de un paramilitar estaba eviscerado en mitad de la calle, rodeado por un charco de sangre. A unos treinta metros se veía un segundo blindado.
—Parece que ellos también tienen problemas serios —dijo Madi.
—Mejor para nosotros —proclamó Adu. Luego se volvió hacia Escobar y le preguntó—: ¿Dónde está ese puente que decías?
Escobar miró a su alrededor, desconcertado.
—No lo sé. Pero desde la calle se ve —se defendió.
—¿Seguro que era un corredor? Yo no veo nada.
—Estoy seguro —dijo Escobar, caminando hacia el otro extremo de la terraza—. La entrada tiene que estar por aquí.
Mientras tanto, Eric se había sentado en un rincón, y sólo su cabeza pelirroja sobresalía entre las sombras. Laura se acercó a él.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Cansado.
—No puedes seguir pinchándote epinefrina. Te va a subir la presión arterial y puedes sufrir…
Eric levantó la vista y Laura vio que los derrames de los ojos se habían multiplicado. Su expresión había cambiado de una forma sutil pero escalofriante. Era como si la piel de su rostro ya no se ajustase del todo a los músculos que había debajo. Resultaba difícil reconocerlo. «El virus está afectando ya al tejido conjuntivo», pensó. Eric estaba cada vez peor, y ella no podía hacer nada.
—Un edema o una hemorragia cerebral, lo sé —respondió Eric—. Da igual, no me quedan inyectables.
Levantó la vista e hizo un movimiento con la barbilla para señalar a Alika, que hablaba con Noelia.
—Me preocupa esa chica. Le pasa algo raro. Su conducta es… —Se quedó un momento en blanco, como si buscara las palabras exactas.
«O como si se hubiera quedado en blanco de verdad», pensó Laura.
—Rara, sí. Sufre una extraña abulia —completó ella.
—Falta de voluntad, sí, era eso lo que quería decir. ¿Crees que tiene…?
—¿El virus? —Laura se volvió para mirarla de nuevo—. No lo sé. La cuestión es cuánto tiempo llevaba encerrada en esa celda. Si está infectada y ha pasado más de un día allí dentro, debería haber desarrollado la enfermedad. Lo malo es que dice que no recuerda nada.
—Yo no la he desarrollado aún… —murmuró Eric.
—Eso demuestra que con la rivabirina es posible controlarla —mintió ella.
—… pero empiezo a notar sus efectos.
Laura lo miró con preocupación.
—¿Qué es lo que sientes?
Eric sonrió mostrando los dientes. En las encías se veían manchas negras. Laura pensó que debían de ser pequeñas vesículas hemorrágicas, pero en lugar de acercarse a comprobarlo retrocedió un paso, estremeciéndose a su pesar.
—No deja de ser interesante —respondió el joven—. Es como si cada neurona, antes de ser devorada… porque eso es lo que me está pasando, ¿no? Ese virus se me está comiendo el cerebro, ¿verdad?…
—Eric…
El muchacho levantó la mano.
—No, por favor, Laura, déjame explicarte. Es increíble. Siento como si cada trocito de mi mente, antes de desaparecer, mandase un último destello de luz muy brillante. Ahora mismo yo… —Su expresión se iluminó y sus pupilas se dilataron durante un instante. Luego su gesto volvió a cambiar y los iris recuperaron su tamaño normal—. Dios, he recordado algo… Creo que era una playa… Estaba ahí, podía tocarlo. Lo sentía en mis dedos… Las gaviotas…
—Tranquilo, Eric, no pasa nada.
—¡Sí que pasa! Sé que lo he revivido, y al momento siguiente se ha esfumado. —Eric frunció el ceño—. No puedo volver a acordarme de ello por mucho que me esfuerce. Sólo me queda la sensación de haber tenido esa vivencia. Pero el mismo hecho de recordarla la destruye.
Eric parecía fascinado e impotente a la vez. Laura se imaginó el interior de su cerebro, lleno de conexiones neuronales que estallaban como fuegos artificiales, enviándole aquellas imágenes tan brillantes y vívidas, y que después se extinguían como estrellas en la muerte térmica del universo.
«No es justo», pensó. Recordó que el anciano Elías había dicho eso mismo cuando enfermó su nieto.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Laura se volvió. Quien le había preguntado era Noelia, que venía caminando de la mano con Alika.
«Eso mismo quisiera saber yo», pensó. No era ella quien tomaba las decisiones. Pero no quería dar imagen de inseguridad ante las dos jóvenes.
De repente, se le ocurrió algo. Llevaba la cajita blanca con las muestras de sangre de Eric. También había metido allí pastillas y material de primeros auxilios. Para no tener que dar explicaciones a nadie se había escondido la caja debajo de la ropa, pegada a la cintura con vendas. Gracias a que la camiseta de Noelia le quedaba grande y le hacía mucha caída bajo los pechos, el bulto no se notaba apenas.
Aunque no dejaba de ser consciente de que entre su piel y la sangre de Eric tan sólo había unas capas de plástico y una malla.
Ahora levantó la tapa de la caja, sacó un blíster de píldoras y se lo enseñó a Alika. Eran sus propios ansiolíticos.
—¿Me tomo una pastilla? —preguntó la joven.
—No. Sujeta esto así —dijo Laura. Bajó la cabeza y se puso el blíster entre la barbilla y el pecho.
Alika sonrió, sorprendida de lo que le pedía. Pero, con esa docilidad que parecía parte de su esencia, tomó la tablilla de plástico y trató de hacer lo mismo que Laura, bajando la cabeza para sujetarla.
El blíster se cayó al suelo. Con una risita, la joven se agachó para recogerlo. Cuando lo volvió a intentar, obtuvo idéntico resultado. Iba a probar por tercera vez cuando Laura le dijo:
—Es suficiente. Gracias.
Le pidió entonces que se tumbase boca arriba en el suelo. Colocó las manos en la nuca de Alika y, con suavidad, le dobló el cuello adelante. Sin poder evitarlo, la muchacha flexionó las piernas hasta casi tocarse el pecho.
—¿Qué pasa? —preguntó Noelia—. ¿Por qué estáis haciendo eso?
—Nada. Son pruebas de rutina, no pasa nada.
En realidad, sí pasaba. La sencilla prueba a la que había sometido a Alika se denominaba «signo de Brudzinski». Revelaba que la joven sufría algún daño en las meninges, las membranas que recubren todo el sistema nervioso central.
Le tocó la frente y le tomó el pulso. Todo parecía normal. No tenía fiebre, lo que descartaba la meningitis.
Sin embargo, recordó, los infectados que desataron la alarma se habían presentado con síntomas parecidos a los de la meningitis.
«Pero ella no puede tener la misma enfermedad que los demás —se recordó—. Ya la habría desarrollado».
Todo era una embrollada red de mentiras y medias verdades. ¿Realmente se habían presentado seis enfermos en la clínica, o ya estaban dentro de ella? ¿Por qué los médicos habían avisado a las autoridades, cuando aquellas instalaciones eran clandestinas? Laura conocía de memoria el listado de laboratorios de nivel 4 que había en Europa, y ninguno de ellos era español.
Volvió a tocarse las sienes. El dolor de cabeza iba en aumento y le impedía pensar con claridad.
Se acercó de nuevo a Madi, que se había asomado al parapeto.
—¿Cuáles son tus planes? —le preguntó.
—¿Mis planes?
—Tú estás al mando, ¿no?
Madi sonrió. Normalmente aquel gesto tenía mucho de suficiencia, pero ahora era una sonrisa casi tímida, como de adolescente.
—Imagino que sí —respondió.
—Entonces, ¿cómo nos vas a sacar de aquí? En esta azotea no estamos seguros.
—¿Y qué quieres que haga, doctora? Escobar nos dijo que había un puente aquí. Yo no lo veo. ¿Qué podemos hacer? ¿Volver atrás?
A eso Laura no supo qué responder. Poco a poco se habían ido retirando, huyendo primero de los infectados y después de los hombres de negro, hasta llegar a aquel callejón sin salida. Tarde o temprano los paramilitares subirían a la azotea, y entonces ¿qué harían ellos?
—¡Está aquí! —exclamó Escobar desde el otro extremo de la terraza—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que el puente estaba aquí! ¡Te lo dije!
—De acuerdo, de acuerdo —le respondía Adu—. Tranquilo, tío.
Los dos se encontraban junto a las casetas de los ascensores, en el punto donde el edificio de la clínica se acercaba más al almacén del otro lado de la calle. Escobar tenía medio cuerpo asomado por el antepecho, señalando triunfante hacia el otro lado. Su mujer lo sujetaba por la camisa y le rogaba que tuviera cuidado, que si seguía haciendo el loco podía caerse.
Laura y Madi se asomaron también. Las cabinas proyectaban la sombra de la luna sobre el puente y por eso era difícil verlo, pero allí estaba: una pasarela metálica que salía del otro lado de una de las casetas y llegaba hasta la pared del otro edificio.
—Por aquí podemos salir de la clínica —dijo Escobar—, la entrada al puente debe de estar dentro de la caseta del ascensor.
—Sigo pensando que es mala idea —dijo Adu, tozudo.
—Y yo opino que salir de la clínica es bueno, hermano —le dijo Madi—. Dame la camiseta. Con el chaleco antibalas no la necesitas.
—¿Para qué?
—Ahora verás.
Sin ser tan musculoso como su amigo, Adu no tenía una gota de grasa en el cuerpo, lo que marcaba sus pectorales como si fueran más abultados de lo que en verdad eran. Madi cogió su camiseta, la enrolló alrededor del revólver, acercó éste a la cerradura y disparó. Laura se tapó los oídos y se prometió no dar un brinco ni parpadear. Tan sólo consiguió lo primero, aunque la detonación sonó más apagada que otras veces.