—Tú lo has matado —respondió ella con voz débil. En realidad, no pretendía decir eso, sino más bien «Tú no lo has matado, esto no ha ocurrido».
—Eres una mujer fuerte. Tienes que salir viva de aquí con los demás.
—Me da igual lo que me pase.
—Me has dicho que tienes un hijo. Piensa en él.
Laura se frotó los ojos casi con rabia, como si el dorso de su mano fuera un estropajo. Después palpó la cajita de plástico donde guardaba las medicinas y los tubos con la sangre de Eric. Por suerte, la llevaba cerca del ombligo y no se había roto al caer. Esperaba que los vacutainers siguieran intactos.
Eric yacía en el suelo, con los brazos abiertos. Laura no se atrevió a mirarle la cara; por más muertos que hubiese visto y autopsias que hubiese practicado, no era lo mismo. Alika seguía de pie, a un par de metros del cadáver. Acunaba a su muñeca con la mirada perdida, tal vez refugiada en los recuerdos de su aldea natal.
—Tienes razón, Madi —dijo Laura—. Debemos salir de aquí.
«Si no queremos que la muerte de Eric, y la de Davinia, y las de todos los demás hayan sido en vano», completó mentalmente. Por melodramático que sonara aquel pensamiento, la reconfortó. Le hizo un gesto a Alika, que rodeó cautelosamente el cadáver.
En ese momento se oyó un estruendo proveniente de la parte oeste del edificio. Eran ráfagas, cortas y sincopadas, puntuadas por golpes y débiles gritos de terror.
—Eso viene del dormitorio donde hemos estado antes —dijo Madi, empuñando de nuevo su subfusil—. Los hombres de negro están aquí.
Salieron del dormitorio donde yacía el cuerpo de Eric y volvieron al pasillo. Al fondo, la silueta de Adu les hacía señas para que se apresuraran. No les hizo falta: los disparos eran suficiente acicate. Corrieron todo lo que les permitían sus fuerzas. Laura tiraba de la mano de Alika mientras ésta aferraba su muñeca Nina con el otro brazo. Se hallaban a mitad de la galería cuando dejaron de escuchar tiros.
—Han acabado el trabajo allí —dijo Madi con voz lúgubre—. Ahora seguirán.
Cuando llegaron junto a Adu, se encontraron en otro rellano sin más salida que unas escaleras que descendían hacia unas tinieblas impenetrables. Allí estaba el resto del grupo, reducido ya a la familia Escobar.
—¿Dónde está Eric? —le preguntó Noelia, acercándose.
Laura sintió que se le encogía el corazón y estuvo a punto de echarse a llorar de nuevo. Los ojos se le volvieron a empañar, pero consiguió que la voz no se le quebrara.
—Ha muerto.
Noelia se llevó una mano a la boca.
—¡Qué horror! Lo siento. Lo siento mucho —dijo, y la abrazó. Laura se dejó sólo un par de segundos y la apartó con suavidad. Si mantenía el abrazo un instante más, se vendría abajo de nuevo.
—Vamos —dijo Escobar—. Ya hemos perdido mucho tiempo.
Laura no lo pudo evitar y estalló.
—¿Cómo? ¿Que hemos perdido mucho tiempo? ¿Y lo dice usted?
—Sí, lo digo yo —repuso él con tono cansino, como si Laura fuese una cría importunándole para que le comprara un globo o algún otro capricho.
—¡Eric podría estar vivo si hubiese tenido la ayuda médica adecuada! ¡Pero fue usted quien lo impidió! —Laura lo señaló con el dedo—. ¡La muerte de Eric recae sobre su conciencia!
—Pues lo acepto —respondió él, levantando la mano en gesto contemporizador—. Estamos rodeados de muerte por todas partes, qué más da otra.
—Es usted un miserable —masculló Laura.
—Puede. Pero no se haga ilusiones con los demás, doctora. Si se dan las circunstancias adecuadas, todos somos miserables en un momento determinado. A mí ahora lo único que me importa es sacar de aquí a mi familia.
—Y también su dinero manchado de sangre.
—También. Pero no se engañe: mi familia es lo primero. ¿Podemos seguir?
Sin esperar respuesta, el dueño del Saloon le dio la espalda a Laura y empezó a bajar por las escaleras. Madi lo agarró por el hombro para detenerlo y dijo:
—Yo primero.
Bajaron alumbrados por la linterna. Laura respiró hondo. Estaba indignada, pero se dio cuenta de que tras el estallido se encontraba algo mejor. Tal vez porque se sentía responsable por la muerte de Eric, y también culpaba a Madi, que era quien había disparado; ahora que había transferido buena parte de esa culpa a Escobar, al menos podía meter aire en sus pulmones.
Llegaron a otro rellano. Allí las escaleras se interrumpían, y la única salida era otro corredor. Laura se preguntó si habrían llegado ya al nivel de la calle. Sin ventanas, era imposible saberlo.
Corrieron por aquel nuevo pasillo, sin atreverse a encender ninguna luz por no delatarse. Sobre sus cabezas se oían pasos tan apresurados como los suyos y más decididos, o así se le antojaba a Laura.
—¿Cuántos pueden quedar? —le preguntó a Madi, refiriéndose a los paramilitares.
—Hemos visto dos blindados —respondió él—. Eso son veinte hombres. —Echó cuentas entre dientes, sin dejar de correr, y dijo—: No pueden quedar más de diez.
«Siguen siendo demasiados», pensó Laura.
Para colmo, pronto tuvieron que refrenar el paso. Escobar, aunque se encontraba mucho mejor del cólico, no tenía fuelle suficiente, y resollaba y tosía como un asmático. Carmela aguantaba algo mejor. Por su tipología y pese a sus tobillos hinchados, Laura se la imaginó vestida con un chándal y caminando con otras amigas por la calle principal de Matavientos antes de permitirse tomar un café con bollos. No era deporte extremo, pero bastante más del que debía hacer su marido con aquella panza que pronosticaba un infarto temprano.
«Pero, por Dios, que no le dé ahora», rogó mentalmente.
El pasillo desembocó en otro vestíbulo rodeado de puertas, y una nueva escalera. Madi no vaciló: en caso de duda, bajar. Los escalones desembocaron en otro rellano que tan sólo contaba con dos salidas. Al parecer, no había dos tramos de escalera seguidos. Laura era incapaz de entender la estructura de aquel sitio. Daba la impresión de que los constructores, o más bien los reformadores, habían reducido al máximo la altura de los techos para obtener más pisos. Sin ninguna ventana al exterior, la sensación que tenían era la de correr por un claustrofóbico laberinto para ratas.
«Un laberinto construido para que sus ocupantes no vean la luz del día ni puedan escapar», pensó Laura.
—¿Las demás naves dormitorio son así? —le preguntó a Noe lia. La muchacha también jadeaba. A Laura no le extrañó: la había visto fumar en el Saloon.
—No lo sé —respondió ella—. Nunca he entrado en una.
—No son así —dijo Madi, que parecía tener el oído muy fino—. Son más amplias, y todas iguales. Este lugar es absurdo.
—¿Lo conocías?
—No. Nunca he estado aquí. Ni he traído a esta gente.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te acuerdas de todo el mundo al que traes?
—De muchos.
—¿Y a Alika? ¿La trajiste tú?
—No. Seguro que no. ¡Calla y corre!
«Correr» era un término bastante optimista para el trotecillo que ahora mismo llevaban. Compadecido, o más bien harto, Madi cogió la mochila que cargaba Escobar, y Adu se encargó de la de Carmela. Eso aceleró un poco la marcha. A ratos perdían los pasos de los paramilitares y a ratos volvían a escucharlos.
—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Escobar, dirigiéndose a Madi.
—Abajo. Siempre abajo.
—¿Y qué hacemos luego, salir a la calle a que nos maten los infectados?
—¡Quédate aquí si quieres y habla con los tíos de negro! —respondió Madi sin darse la vuelta.
A ambos lados había puertas abiertas. Los dormitorios parecían abandonados hacía tiempo. Laura pensó que tenía lógica. Las salas ocupadas eran las más cercanas a la pasarela que unía el edificio con la clínica que ya bautizaba mentalmente «de los horrores». ¿Habría llegado a estar llena toda la nave? ¿Cuántos infortunados habían pasado por las celdas de la clínica para acabar en las camillas de la morgue?
Se sentía avergonzada y culpable por lo que pasaba allí. En teoría, ella, médico de la OPBW en La Haya, no era responsable de nada de eso. Pero algo la salpicaba. Hay situaciones terribles en que las culpas se diluyen y todo el mundo obtiene beneficios de parcelas de miseria en las que nadie es responsable por completo. Allí mismo estaban Adu y Madi, que traían a los inmigrantes engañados de África; Escobar y su esposa, que ponían dinero para los «pasajes» y lo recuperaban con intereses de usura; Noelia, que aunque no estuviera de acuerdo con sus padres se beneficiaba de sus ingresos; la propia Laura, que, sin hacer preguntas, consumía fruta y verdura frescas cultivadas por una mano de obra que cobraba la mitad del sueldo mínimo y vivía en condiciones infrahumanas.
Para muchos ciudadanos que, por lo demás, se consideraban honrados, las vidas de aquellos inmigrantes no valían lo mismo que la vida de un europeo. Al fin y al cabo, perecían a centenares todos los años tratando de cruzar el mar en pateras atestadas, y sus muertes se habían convertido en una noticia tan rutinaria como el parte meteorológico.
Convertirlos en cobayas como se estaba haciendo en Matavientos sólo era ir un paso más allá en la deshumanización de esa gente. No era la primera vez que se hacía algo así. Quizá el episodio más oscuro de la historia de la medicina era el entusiasmo con que muchos médicos abrazaron las doctrinas nazis. Sobre todo los que trataban con la mente. Para la neurología supuso una especie de bendición infernal: por fin gozaban de la oportunidad de asomarse sin cortapisas morales al cerebro humano, un órgano único e irrepetible del que no se podía aprender con ensayos animales por más ratas que se diseccionaran. De hecho, los archivos médicos nazis seguían poseyendo un valor incalculable para los neurólogos del siglo XXI, ya que la ética médica actual impedía reproducir aquellos escalofriantes experimentos.
Salvo en Matavientos, claro. Laura recordó que, mientras se acercaban a la Zona Caliente y discutían sobre las elitistas teorías sociales de Aguirre, ella lo había etiquetado mentalmente como «Mengele». Al parecer, su intuición no había ido muy descaminada.
—¡Alto! —ordenó Madi.
El pasillo desembocaba en otro estrecho rellano que sólo tenía una puerta, pero estaba cerrada y tenía un cartel escrito en español, francés e inglés. Mientras Adu lo alumbraba con la linterna, los demás aprovecharon para recuperar el aliento.
—¡Mierda! —exclamó Madi.
—¿Esto significa que tenemos que retroceder? —preguntó Noelia.
—Retroceder, nunca.
Adu empuñó el MP5 que le había quitado al paramilitar, lo apuntó contra la cerradura y efectuó un solo disparo. La puerta se abrió, pero la detonación levantó ecos en el fondo del pasillo.
—Enhorabuena, genio —dijo Escobar—. Pisando con cuidado, no sea que se enteren de dónde estamos.
Laura se volvió hacia él, súbitamente indignada.
—Le rogaría que, si no tiene algo constructivo que decir, se calle.
A Escobar no se le ocurrió ninguna réplica lo bastante mordaz, y se limitó a apretar los labios y bufar entre dientes. Noelia, que estaba detrás de él, sonrió y le hizo a Laura un gesto de OK.
Madi empujó la puerta y entró en el rellano. Se asomó a la escalera. Varios escalones habían sido retirados y quedaba al descubierto la estructura metálica que los sujetaba.
—¡Madre mía! —dijo Noelia—. Yo no bajo por ahí.
—Sí que bajarás —dijo Madi.
Sujetándose a la barandilla no era difícil descender, pero había que mirar con cuidado dónde se ponían los pies, y la propia Laura sintió algo de vértigo al ver aquella oscuridad que se abría entre barra y barra. Madi tuvo que ayudar a Noelia, lo que demoró a todos.
—Tanto pintarte de película de miedo y luego eres una cagada —la recriminó su padre cuando llegaron abajo.
—¡Tú cállate, que si no estuvieras tan gordo correrías un poco más!
Escobar levantó la mano como si amagara un bofetón, pero la amenaza quedó allí.
Habían llegado a otro rellano del que partían dos pasillos, uno en ángulo recto con el otro.
—¿Por cuál? —preguntó Adu.
—Por éste —respondió Madi, señalando el de la izquierda con toda confianza. Laura recordó una frase de Annia: «Lo esencial en un buen jefe es no dudar de las decisiones que tomas. Si tienes razón o no, no es tan importante».
Pronto comprobarían si ahora su líder llevaba razón.
El corredor acababa en otra sala llena de literas vacías. Al fondo había una nueva puerta.
—Creo que ya estamos en la planta baja —dijo Madi.
El nigeriano volvió a acelerar el paso, con la mochila del dinero rebotando sobre su espalda. Los demás le siguieron trotando como pudieron. El eco de sus pisadas resonó por el siguiente pasillo, un corredor largo y estrecho y sin puertas laterales, iluminado tan sólo por un par de bombillas mustias. Laura imaginó a los paramilitares entrando detrás de ellos y practicando el tiro al blanco en aquella angosta galería donde no había un mísero escondrijo. La imagen se formó con tanta fuerza en su mente que sintió el impulso de darse la vuelta para comprobar si los hombres de negro ya estaban justo detrás de ellos.
Madi empujó la puerta del final de pasillo, bajaron unos cuantos escalones más y llegaron a un nuevo rellano. En él había otra puerta, pero no era de madera como las demás, sino metálica, y tenía una barra horizontal.
Laura recordó que a aquellas barras las llamaban «antipánico», lo cual le resultó bastante irónico en la situación actual.
—Al otro lado hay un aparcamiento, seguro —dijo Madi.
Él mismo pegó la oreja a la puerta y escuchó durante unos segundos.
—Se oyen gritos —dijo.
—¿Hay zombis? —preguntó Noelia.
—Creo que sí.
—¡Virgencica! ¿Y ahora qué hacemos? —dijo Carmela.
Estaban entre la espada y la pared, comprendió Laura. Madi, sin inmutarse, apretó la barra antipánico y empujó la puerta. Después asomó la cabeza y el brazo que empuñaba el subfusil. Enseguida volvió a entrar.
—No veo nada. Pero los gritos no suenan dentro. Creo que es fuera, en la calle. Voy a encender la luz.
—¿Qué ocurre si está lleno de zombis? —preguntó Noelia.
Madi podría haber contestado: «Nos persiguen unos asesinos. No tenemos más remedio que arriesgarnos». Pero, en lugar de eso, lució una de sus deslumbrantes sonrisas y dijo:
—Fíate de mí, Noelia. No hay zombis.