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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

Las amenazas de nuestro mundo (35 page)

BOOK: Las amenazas de nuestro mundo
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Es evidente que la Humanidad es menos móvil ahora de lo que solía ser antiguamente. En la época de la última era glacial, podían existir unos veinte millones de seres humanos en toda la Tierra; ahora existen cuatro mil millones, doscientas veces más que entonces. Es mucho más difícil mover cuatro mil millones de personas que veinte millones. Consideremos el cambio en los estilos de vida. En la época de la última era glacial, los seres humanos no estaban en modo alguno subordinados al suelo. Recogían y cazaban su alimento. Seguían la vegetación y los animales, y todos los lugares eran iguales para ellos mientras pudieran encontrar frutos, nueces, fresas y caza.

Desde la última era glacial los seres humanos han aprendido a ser granjeros y mineros. Las granjas y las minas no pueden transportarse. Tampoco pueden hacerlo las vastas estructuras que los seres humanos han construido, las ciudades, los túneles, los puentes, las líneas eléctricas, etc., etc. Nada de todo esto puede trasladarse; sólo puede abandonarse y construir nuevos modelos en otra parte.

Sin embargo, no hay que olvidar la lentitud con que los glaciares avanzan y retroceden, y, como resultado, la lentitud con que el nivel del mar desciende y se eleva. Habrá tiempo de sobra para realizar el traslado, sin desastre ninguno. Podemos imaginar a la Humanidad trasladándose despacio hacia el sur e invadiendo las plataformas continentales, y después hacia el interior y el norte de nuevo, una y otra vez, en lentas alternativas, mientras dure la presente configuración continental alrededor del Polo Norte. Sería una especie de espiración de 50.000 años, seguida por una aspiración de 50.000 años, y así sucesivamente.

No sería un movimiento constante, pues los glaciares avanzan con intervalos de retroceso parcial, y retroceden con intervalos de avance parcial; pero los seres humanos, con dificultad, imitarán esos avances y esos retrocesos en toda su complejidad, siempre que los avances y los retrocesos sean suficientemente lentos.

Con toda seguridad, las diferencias ambientales no se deben única y exclusivamente al avance de los glaciares. El retroceso de los glaciares desde la última era glacial no es absoluto. Queda la capa de hielo de Groenlandia, una reliquia no derretida de la era glacial. ¿Qué sucedería si, con un Gran Verano frente a nosotros, el clima continuara suavizándose y el hielo polar del norte se fundiera, incluyendo la capa de hielo de Groenlandia?

La capa de hielo de Groenlandia contiene 2,6 millones de kilómetros cúbicos (620.000 millas cúbicas) de hielo. Si ese hielo y otras capas menores en alguna de las otras islas polares se derritiera y se vertiera en el océano, el nivel del mar se elevaría unos 5,5 metros (17,5 pies). Esto resultaría penoso para algunas de nuestras zonas costeras, en especial para las ciudades bajas, como Nueva Orleáns, que quedarían inundadas por el mar. Pero si la fusión se realizaba con bastante lentitud, es de suponer que las ciudades costeras abandonarían poco a poco la zona costera y se retirarían a tierras más elevadas, fuera del desastre.

Supongamos que, por alguna razón, también la capa de hielo de la Antártida se fundiera. No es probable que suceda en el curso natural de las cosas, pues ha sobrevivido todos los períodos interglaciales del pasado, pero, ¡supongámoslo! Puesto que el 90 % del suministro de hielo de la Tierra se encuentra en la Antártida, si éste se derritiera, el nivel del mar se elevaría diez veces más de lo que lo haría la fusión del hielo de Groenlandia. El nivel del mar se alzaría unos 55 metros (175 pies) y el agua alcanzaría el piso decimoctavo de los rascacielos de Nueva York. Las orillas bajas de los continentes actuales quedarían bajo el agua. El Estado de Florida y muchos de los Estados del Golfo desaparecerían. Y lo mismo ocurriría con las islas Británicas, los Países Bajos, el Norte de Alemania, etc.

Sin embargo, el clima de la Tierra sería mucho más uniforme, y no existirían ni las zonas polares ni las zonas desérticas. El espacio disponible para la Humanidad sería tan amplio como antes y si el cambio se producía con la lentitud adecuada, incluso la fusión de la Antártida no sena terriblemente desastrosa.

No obstante, si la venida de la próxima era glacial o el derretimiento de la Antártida se posponen por algunas decenas de millares de años, es posible que no suceda nada de todo ello. La creciente tecnología de la Humanidad podría modificar, quizás, el estímulo de la era glacial y mantener constante la temperatura media de la Tierra, si así se desea.

Por ejemplo, podrían colocarse espejos cerca del espacio, fácilmente regulables, útiles para reflejar la luz del Sol, de la que carecería la Tierra normalmente, en la nocturna superficie terrestre; o podría reflejar la luz del Sol que normalmente alumbraría la superficie diurna de la Tierra, impidiendo que llegara a ésta. De esta manera la Tierra se calentaría ligeramente si los glaciares amenazaban, o se enfriaría si amenazara la fusión de hielo
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.

También podrían desarrollarse métodos para alterar el contenido de dióxido de carbono de la atmósfera terrestre, bajo control, permitiendo de este modo que el calor escapara de la Tierra si hay peligro de fusión del hielo, o conservando el calor si los glaciares amenazan. Por último, a medida que los pobladores de la Tierra se dispersan cada vez más por las colonias espaciales, las apariciones y desapariciones de los glaciares ya no tendrán tanta importancia para la Humanidad.

Resumiendo, las eras glaciales, tal como han ocurrido en el pasado, no serían catastróficas en el futuro, y quizá ni siquiera resultarían desastrosas. De hecho, hasta podrían evitarse, gracias a la tecnología humana.

Pero, ¿qué sucedería si los glaciares se aproximaran inesperadamente a velocidades sin precedentes, o si el suministro de hielo de la Tierra se fundiera de súbito y a una velocidad inaudita? ¿Y qué sucedería si todo eso ocurre antes de que estemos tecnológicamente preparados para ello?
En tal caso,
podríamos sufrir un gran desastre, y, quizá, casi una catástrofe. Existen ciertas condiciones en las cuales esto podría suceder, condiciones de las que me ocuparé más adelante.

XI. LA ELIMINACIÓN DEL MAGNETISMO
Rayos cósmicos

Aunque los diversos desastres en los que la Tierra se ha visto envuelta, desde las eras glaciales a los terremotos, nunca han bastado para borrar la vida de la superficie planetaria, según Cuvier y otros catastrofistas imaginaron hace un siglo y medio, se han producido unas cuasicatástrofes, ocasiones en que la vida ha sufrido un daño devastador. Al final del período pérmico, hace 225 millones de años, en un período de tiempo relativamente corto, pereció un 75 % de las familias de los anfibios y un 80 % de las familias de los reptiles. Fue un ejemplo de lo que algunas personas han llamado «una gran mortandad».

Seis veces más, a partir de entonces, parecen haber ocurrido estas grandes mortandades. Una entre ellas, más comúnmente conocida, se produjo al final del período cretáceo, hace 70 millones de años. En esa época se extinguieron por completo los dinosaurios, después de haber progresado durante 150 millones de años. Y lo mismo ocurrió a los grandes reptiles marinos, como los ictiosaurios y plesiosaurios, y a los pterosaurios voladores. Entre los invertebrados, se extinguieron las amonitas, un grupo muy amplio y próspero. De hecho, durante un período relativamente corto se extinguió hasta un 75 % de todas las especies animales que vivían en la época.

Es probable que tan grandes mortandades fuesen el resultado de algún cambio notable y bastante repentino en el ambiente; pero debió de ser un cambio que permitiera la supervivencia de un gran número de especies, y, hasta donde nosotros sabemos, escasamente afectadas.

Una explicación bastante lógica afecta los mares poco profundos que de vez en cuando invaden a los continentes, y de vez en cuando se retiran. La invasión puede ocurrir cuando la carga de hielo de las tierras polares es particularmente baja; y la retirada puede tener lugar durante los períodos de alzamiento de montañas cuando la altitud media de los continentes se eleva. En cualquier caso, los mares poco profundos que se adentran en tierra firme brindan un ambiente favorable para el desarrollo de un gran número de especies de animales marinos, y éstos, a su vez, ofrecen un suministro de alimento constante y abundante a los animales que viven en las orillas. Cuando los mares invasores se retiran, tanto los animales marinos como los terrestres que viven de aquéllos, mueren naturalmente.

En cinco de los siete casos de las grandes mortandades de los últimos doscientos cincuenta millones de años, al parecer hubo períodos de retirada del mar. La explicación también encaja en el hecho de que los animales marinos parecen estar más sujetos a grandes mortandades que los animales terrestres, y que el mundo vegetal no parece quedar afectado en absoluto.

Aunque la retirada del mar parece ser la solución más lógica y razonable al problema (y una solución tranquilizadora para los seres humanos que no viven en mares de tierras adentro y que viven en un mundo en el que no hay mares importantes de esta clase), se han ofrecido también muchas otras sugerencias para explicar las grandes mortandades. Una de esas explicaciones, aunque no muy probable, es extraordinariamente dramática. Y lo que es más, introduce un tipo de catástrofe que todavía no hemos considerado, y que podría constituir una amenaza para la Humanidad. Envuelve a la radiación del espacio que no proviene del Sol.

En los primeros años del siglo XX, se descubrió una radiación más penetrante y enérgica todavía que las radiaciones recientemente descubiertas producidas por los átomos radiactivos. En 1911, para comprobar si esta penetrante radiación procedía del suelo, el físico austríaco Víctor Francis Hesse (1883-1964) envió mecanismos detectores de radiación en globos que elevó hasta una altura de unos 9.000 m (5,6 millas). Esperaba confirmar que el nivel de radiación disminuía porque parte de él sería absorbido por el aire entre el suelo y el globo.

Por el contrario, resultó que la intensidad de la radiación penetrante se incrementaba con la altura, de modo que resultó evidente que procedía del universo exterior, o Cosmos. De aquí proviene el nombre «rayos cósmicos» que se dio a la radiación en 1925, por el físico americano Arthur Andrew Millikan (1868-1953). En 1930, el físico americano Arthur Holly Compton (1892-1962) pudo demostrar que los rayos cósmicos eran partículas muy energéticas, de carga positiva. Ahora entendemos cómo se originan los rayos cósmicos.

El Sol, y probablemente todas las estrellas, sufren unos procesos lo bastante potentes para arrojar partículas al espacio. Estas partículas son, en su mayor parte, núcleos atómicos. Dado que el Sol está formado principalmente de hidrógeno, los núcleos de hidrógeno, que son simples protones, constituyen las partículas más corrientes. Otros núcleos más complejos existen en cantidades inferiores.

Estos protones de energía y otros núcleos que el Sol lanza en todas direcciones, constituyen el viento solar al que me he referido con anterioridad.

Cuando en el Sol se produce una actividad especialmente enérgica, las partículas son arrojadas al espacio con mayor fuerza. Cuando en la superficie del Sol se producen «brotes» intensos de luz, en el viento solar se incluyen partículas muy cargadas de energía que pueden alcanzar los límites más bajos de las energías relacionadas con los rayos cósmicos. (Se les conoce como «rayos cósmicos blandos».)

Otras estrellas envían también vientos estelares, y las que son más masivas y más calientes que el Sol mandan vientos más ricos en partículas a los niveles de energía de los rayos cósmicos. Las supernovas especialmente lanzan enormes riadas de rayos cósmicos energéticos.

Las partículas de los rayos cósmicos, con su carga eléctrica, describen una trayectoria curva al cruzar un campo magnético. Cada estrella posee un campo magnético, y la galaxia, como conjunto, también posee el suyo. Por tanto, cada partícula de rayo cósmico sigue un complicado camino curvo y en el proceso es acelerada por los campos magnéticos por los que atraviesa, con lo cual aumenta todavía más su energía.

Finalmente, todo el espacio interestelar dentro de nuestra galaxia es rico en partículas de rayo cósmico que vuelan en todas direcciones según los giros y las vueltas que les haya hecho seguir el campo magnético por el que han cruzado. La casualidad puede hacer que un porcentaje muy pequeño de estas partículas llegue hasta la Tierra, y así sucede, en efecto, desde todas las posibles direcciones.

Por tanto, aquí tenemos un nuevo tipo de invasión del espacio exterior que todavía no habíamos considerado. He señalado anteriormente las pocas probabilidades que existen de un encuentro entre el Sistema Solar y alguna estrella, o de que penetraran en nuestro sistema pequeños fragmentos de materia procedentes de otros sistemas planetarios. Después, he mencionado las partículas de polvo y átomos de las nubes interestelares.

Examinaremos ahora las invasiones del espacio, más allá del Sistema Solar, del más diminuto de todos los objetos materiales: las partículas subatómicas. Hay tantas y están distribuidas tan densamente a través del espacio, y viajan a unas velocidades tan próximas a las de la luz, que la Tierra se halla expuesta constantemente al bombardeo de estas partículas.

Sin embargo, los rayos cósmicos no dejan una huella visible en la Tierra, por lo cual no nos damos cuenta de su llegada. Únicamente los científicos, con sus mecanismos especiales de detección, pueden percibir los rayos cósmicos, desde hace dos generaciones tan sólo.

Tengamos en cuenta que han estado cayendo sobre la Tierra a través de toda la historia planetaria y la vida en este planeta no parece haber empeorado por su causa. Tampoco los seres humanos parecen haber sufrido por tal motivo en el curso de su historia. Por tanto, al parecer podrían ser eliminados como origen de una catástrofe… pero no podemos hacerlo.

Para saber la razón de ello, examinemos la célula.

ADN y mutaciones

Cada célula viva es una diminuta factoría química. Las características de una célula determinada, su forma, su construcción, sus habilidades, dependen de la naturaleza exacta de los cambios químicos que se producen dentro de ella, la velocidad media de cada uno, y el modo en que todos ellos están relacionados. Tales reacciones químicas normalmente procederían con lentitud y casi de manera imperceptible si las sustancias que componen las células y participan en las reacciones se mezclaran simplemente. Para que las reacciones procedan a una velocidad rápida y regulada suavemente (como se ha observado proceden y como es necesario para que la célula se mantenga viva), estas reacciones han de tener lugar con la ayuda de ciertas moléculas complicadas llamadas «enzimas».

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