—¿Por qué tanta prisa?
—Porque el Gato ha recibido el mensaje de que la vida de su gatito mayor, enfermo de sabañones en los pies, corría peligro.
—¿Y han pagado la cena?
—¿Qué cree usted? Son personas demasiado educadas para hacer tal afrenta a su señoría.
—¡Lástima! ¡Me hubiera gustado tanto esa afrenta!… —dijo Pinocho, rascándose la cabeza.
Después, preguntó:
—¿Y dónde han dicho que me esperan esos buenos amigos?
—En el Campo de los Milagros, mañana, al despuntar el día. Pinocho pagó una moneda por su cena y la de sus compañeros, y partió.
Se puede decir que partió a ciegas, pues fuera de la hostería había una oscuridad tan grande que no se veía nada. En el campo no se oía moverse una hoja. Solamente algunos pajarracos nocturnos atravesaban el camino, de cerco a otro, y venían a golper con sus alas la nariz de Pinocho, el cual, retrocediendo de un salto, temeroso, gritaba: «¿Quién va?», y el eco de las colinas circundantes repetía, en lontananza: «¿Quién va?… ¿Quién va?… ¿Quién va?…»
Entonces, mientras caminaba, vio sobre el tronco de un árbol un animalito que relucía con una luz pálida y opaca, como una mariposa dentro de una lámpara.
—¿Quién eres? —preguntó Pinocho.
—Soy la sombra del Grillo-parlante —respondió el animalito con una voz muy débil, que parecía venir del más allá.
—¿Qué quieres de mí? —dijo el muñeco.
—Quiero darte un consejo. Retrocede y lleva las cuatro monedas que te han quedado a tu padre, que llora y se desespera porque no te ha vuelto a ver.
—Mañana mi padre será un gran señor, porque estas cuatro monedas se convertirán en dos mil.
—No te fíes, muchacho, de los que prometen hacerte rico de la noche a la mañana. Normalmente, o son locos o embusteros. Créeme, retrocede.
—Yo, sin embargo, quiero continuar.
—¡Es muy tarde!…
—Quiero continuar.
—La noche es oscura…
—Quiero continuar.
—El camino es peligroso…
—Quiero continuar.
—Acuérdate que los niños que pretenden obrar a su capricho y a su modo, tarde o temprano se arrepienten.
—Las historias de siempre. Buenas noches, Grillo.
—Buenas noches, Pinocho, y que el cielo te salve del rocío y de los asesinos.
Una vez dichas estas últimas palabras, el Grillo-parlante se apagó de golpe, como se apaga una vela a la que soplan, y el camino quedó más oscuro que antes.
Pinocho, por no haber dado crédito a los buenos consejos del Grillo-parlante tropieza con los asesinos.
—D
ESDE LUEGO —dijo para sí el muñeco, con- tinuando su viaje, nosotros, los niños, somos muy desgraciados. Todos nos gritan, todos nos reprenden, todos nos dan consejos. Si los dejáramos, a todos se les metería en la cabeza convertirse en nuestros padres y maestros; a todos, hasta a los Grillos-parlantes. Ya lo estoy viendo: ¡como no he querido hacer caso a ese pesado de Grillo, quién sabe cuántas desgracias me van a suceder, según él! ¡Hasta voy a encontrarme con los asesinos! Menos mal que yo no creo en los asesinos, ni he creído nunca. Para mí que los asesinos han sido inventados a propósito por los padres, para meter miedo a los niños que quieren salir por la noche. Y, además, aunque los encontrara aquí, en el camino, ¿me darían miedo? Ni soñarlo. Me encararía con ellos, gritando: «Señores asesinos, ¿qué quieren de mí? No olviden que conmigo no se juega. Conque, ¡sigan con sus asuntos y calladitos!». Ante estas palabras, dichas seriamente, me parece ver a esos pobres asesinos escapando, rápidos como el viento. Y en el caso de que fueran tan mal educados como para no escapar, escaparía yo, y así acabaríamos…
Pero Pinocho no pudo terminar su razonamiento, porque en ese momento le pareció oír a sus espaldas un levísimo crujir de hojas.
Se volvió a mirar y vio en la oscuridad a dos figuras negras, completamente encapuchadas en dos sacos de carbón, que corrían detrás de él a saltos y de puntillas, como si fueran dos fantasmas.
—¡Aquí lo tenemos! —se dijo; y, no sabiendo dónde esconder las cuatros monedas, se las escondió en la boca, precisamente debajo de la lengua.
Después trató de escapar. Pero aún no había dado el primer paso cuando sintió que lo agarraban por los brazos y oyó dos voces horribles y cavernosas, que le dijeron:
—¡La bolsa o la vida!
Pinocho, que no podía contestar a causa de las monedas que tenía en la boca, hizo mil gestos y pantomimas para dar a entender a los dos encapuchados, de los cuales no se veían más que los ojos a través de los agujeros del saco, que él era un pobre muñeco, y que no tenía en el bolsillo ni siquiera un céntimo falso.
—¡Vamos, vamos! ¡Menos cháchara y saca el dinero! —gritaban amenazadoramente los dos bandidos.
El muñeco hizo con la cabeza y con las manos un ademán como diciendo: «No tengo».
—¡Saca el dinero o date por muerto! —repitió el otro.
—Y después de matarte a ti, ¡mataremos también a tu padre!
—¡También a tu padre!
—¡No, no, no! ¡A mi pobre padre, no! —gritó Pinocho, con desesperado acento; pero, al gritar así, las monedas resonaron en su boca.
—¡Ah, tunante! ¡Conque te has escondido el dinero bajo la lengua! ¡Escúpelo ahora mismo!
Y Pinocho, como si no oyese.
—¡Ah! ¿Te haces el sordo? ¡Espera un poco, que te lo haremos escupir nosotros!
En efecto, uno de ellos aferró al muñeco por la punta de la nariz y el otro lo cogió por la barbillas empezaron a tirar descomedidamente, hacia un lado y otro, para obligarlo a abrir la boca; pero no hubo caso. La boca del muñeco parecía clavada y remachada.
Entonces el asesino más bajo de estatura sacó un gran cuchillo y trató de clavárselo a modo de palanca y de cincel, entre los labios; pero Pinocho, rápido como un relámpago, le enganchó la mano entre los dientes y, después de habérsela arrancado del mordisco, la escupió; figurénse su asombro cuando advirtió que, en vez de una mano, había escupido al suelo una zarpa de gato.
Animado por esta primera victoria, se libró por la fuerza de las uñas de los asesinos y, saltando el cerco del camino, empezó a huir a campo traviesa. Los asesinos corrían tras él como dos perros detrás de una liebre; y el que había perdido una pata corría con una sola pierna, y nunca se supo cómo se las arreglaba.
Tras una carrera de quince kilómetros, Pinocho no podía más. Entonces, viéndose perdido, trepó por el tronco de un altísimo pino y se sentó en lo alto de las ramas. Los asesinos trataron de trepar también, pero resbalaron a la mitad del tronco y, al caer al suelo, se despellejaron las manos y los pies.
No por ello se dieron por vencidos; más aún, recogieron un haz de leña seca al pie del pino y le prendieron fuego. En menos de lo que se tarda en decirlo, el pino empezó a arder y a quemarse como una candela agitada por el viento. Pinocho, al ver que las llamas subían cada vez más, y no queriendo terminar como un pichón asado, dio un buen salto desde la copa del árbol y se lanzó a correr a través de los campos y de los viñedos. Y los asesinos detrás, siempre detrás, sin cansarse nunca.
Entretanto, comenzaba a amanecer y seguían persiguiéndolo; de repente, Pinocho se encontró con un foso ancho y hondísimo, lleno de un agua sucia, de color café con leche, que le impedía el paso. ¿Qué hacer?
—¡Una, dos, tres! —gritó el muñeco y, tomando carrera, saltó a la otra parte.
Y los asesinos saltaron también, pero no calcularon bien la distancia y, ¡cataplum!… cayeron justo en el medio del foso. Pinocho, que oyó la zambullida y las salpicaduras del agua, gritó mientras reía y segura corriendo:
—¡Buen baño, señores asesinos!
Y ya se fíguraba que se habían ahogado cuando, al volverse a mirar, advirtió que ambos corrían detrás de él, siempre encapuchados con los sacos y soltando agua como dos cestos desfondados.
Los asesinos persiguen a Pinocho y cuando lo alcanzan lo cuelgan de una rama de la Gran Encina.
P
INOCHO, YA SIN ÁNIMO, estaba a punto de arrojarse al suelo y darse por vencido, cuando, al girar los ojos en torno, vio blanquear en lontananza, entre el verde oscuro de los árboles, una casita blanca como la nieve.
—Si me quedara aliento para llegar hasta la casa, quizás estaría a salvo —se dijo.
Y, sin duda un minuto, continuó corriendo por el bosque con renovadas fuerzas. Y los asesinos, detrás siempre. Después de una desesperada carrera de casi dos horas, llegó jadeante a la puerta de la casita y llamó. No contestó nadie. Volvió a llamar con violencia, pues oía acercarse el rumor de los pasos y la afanosa respiración de sus perseguidores.
El mismo silencio.
Advirtiendo que el llamar no servía de nada, empezó, en su desesperación, a dar patadas y cabezadas a la puerta.
Entonces se asomó a la ventana una hermosa joven de cabellos azules y rostro blanco como una figura de cera, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, la cual, sin mover los labios, dijo con una vocecita que parecía llegar del otro mundo:
—En esta casa no hay nadie. Están todos muertos.
—¡Ábreme tú, por lo menos! —gritó Pinocho, llorando y suplicando.
—Yo también estoy muerta.
—¿Muerta? Y entonces, ¿qué haces en la ventana?
—Espero el ataúd que vendrá a llevarme.
Apenas dicho esto la niña desapareció y la ventana se cerró sin hacer ruido.
—¡Oh, hermosa niña de cabellos azules —gritaba Pinocho, ábreme, por caridad! Ten compasión de un pobre niño perseguido por los ases…
Pero no pudo acabar la palabra, pues sintió que lo aferraban por el cuello y oyó los consabidos vozarrones, que gruñían amenazadoramente:
—¡Ahora ya no escaparás!
El muñeco, viendo relampaguear la muerte ante sus ojos, fue acometido por un temblor tan fuerte que, al temblar, le sonaban las junturas de sus piernas de madera y las cuatro monedas que tenía escondidas bajo la lengua.
—Entonces —le preguntaron los asesinos—, ¿quieres abrir la boca, sí o no? ¡Ah! ¿No contestas?… Deja, deja: ¡esta vez te la haremos abrir nosotros!…
Y sacandos dos cuchillos muy largos, afilados como navajas de afeitar, ¡zas!…. le encajaron dos cuchilladas entre los riñones.
Por suerte el muñeco estaba hecho de una madera durísima y por tal motivo, las dos hojas, quebrándose, se hicieron mil pedazos y los asesinos se quedaron mirándose las caras, con el mango de los cuchillos en la mano.
—Ya sé —dijo entonces uno de ellos—, es preciso ahorcarlo. ¡Ahorquémoslo!
—¡Ahorquémoslo! —repitió el otro.
Dicho y hecho. Le ataron las manos a la espalda, le pasaron un nudo corredizo en torno al cuello y lo colgaron de la rama de un gran árbol, llamado la Gran Encina.
Luego se quedaron allí, sentados en la hierba, esperando que el muñeco muriera; pero, tres horas después, continuaba con los ojos abiertos, la boca bien cerrada, y pataleaba más que nunca.
Aburrido al fin de esperar, se volvieron a Pinocho y le dijeron, riendo burlonamente:
—Adiós, hasta mañana. Esperamos que cuando volvamos aquí mañana tendrás la amabilidad de estar bien muerto y con la boca abierta de par en par.
Y se fueron.
Entretanto se había levantado un impetuoso viento que, soplando y rugiendo rabiosamente, azotaba de aquí para allá al pobre ahorcado, haciéndolo oscilar tan violentamente como el badajo de una campana que llama a una fiesta. Este bamboleo le ocasionaba agudísimas contracciones y el nudo corredizo, apretándose cada vez más a la garganta, le cortaba la respiración.
Poco a poco se le iban apagando los ojos; y aunque sentía acercarse la muerte, seguía esperando que de un momento a otro pasara un alma caritativa y lo ayudara. Pero cuando, espera que te esperarás, vio que no aparecía nadie, le vino a la mente su pobre padre… y balbuceó, casi moribundo:
—¡Oh, papá! ¡Si estuvieras aquí!
No tuvo aliento para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas y, dando una gran sacudida, se quedó tieso.
La hermosa joven de los cabellos azules hace recoger al muñeco, lo pone en la cama y llama a tres médicos para saber si está vivo o muerto.
M
IENTRAS EL POBRE Pinocho, colgado por los asesinos de una rama de la Gran Encina, parecía ya más muerto que vivo, la hermosa joven de los cabellos azules se asomó a la ventana y, apiadada ante la visión de aquel infeliz que, suspendido por el cuello, bailaba con las ráfagas del viento, juntó tres veces las manos y dio tres palmaditas.
A esta señal se oyó un gran ruido de alas, que se batían precipitadamente, y un enorme Halcón vino a posarse en el alféizar de la ventana.
—¿Qué ordenas, mi graciosa Hada? —preguntó el Halcón, bajando el pico en señal de reverencia (pues hay que saber que la niña de los cabellos azules era una bondadosa Hada que vivía desde hacía más de mil años en las cercanías de aquel bosque).
—¿Ves aquel muñeco que cuelga de una rama de la Gran Encina?
—Lo veo.
—Vuela hacia allá inmediatamente, rompe con tu pico el nudo que lo tiene suspendido en el aire, y pósalo delicadamente sobre la hierba, al pie de la Encina.
El Halcón salió volando y volvió dos minutos después, diciendo:
—Ya está hecho lo que me has ordenado.
—¿Cómo lo has encontrado? ¿Vivo o muerto?
—A primera vista parecía muerto, pero no debe de estar aún muerto del todo, porque apenas he desatado el nudo corredizo que le apretaba el cuello, ha dejado escapar un suspiro.
Entonces el Hada dio dos palmadas y apareció un magnífico perro de aguas, que caminaba erguido sobre las patas de atrás, como si fuera un hombre.
El Perro de aguas estaba vestido de cochero, con librea de gala. Tenía en la cabeza un sombrero de tres picos, galoneado de oro, y una peluca blanca con rizos que le bajaban por el cuello; vestía una levita de color chocolate, con botones de brillantes y dos grandes bolsillos para guardar los huesos con que lo regalaba su ama, un par de pantalones cortos de terciopelo carmesí, me- dias de seda y zapatos escotados, y llevaba detrás una especie de funda de paraguas, toda de raso azul, para meter el rabo cuando empezaba a llover.
—¡Aprisa, Medoro! —ordenó el Hada al Perro—. Haz enganchar en seguida la más hermosa carroza de mi cuadra y toma el camino del bosque. Cuando llegues a la Gran Encina encontrarás, tendido en la hierba, a un pobre muñeco, medio muerto. Recógelo con cuidado, pósalo delicadamente sobre los cojines de la carroza y tráemelo aquí. ¿Entendido?