Las Dos Sicilias (30 page)

Read Las Dos Sicilias Online

Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
12.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Gordon se adelantó y besó la mano de la condesa. Luego dijo:

—Tuve ocasión de conocer al coronel Rochonville poco antes de que fuera víctima de tan lamentable accidente. Acabo de enterarme, con disgusto, de que desde las seis de esta mañana hasta la una y media de la tarde estuvieron ustedes detenidos en la frontera. En realidad ocurrieron muchísimos incidentes lamentables que, con todo, por lo menos en parte no habrían acaecido si la gente no se hubiera sentido impulsada a corregir mis modestos esfuerzos en el terreno criminal.

A través de su serenidad oficial, se percibía, sin embargo, un tono amargo. Además no sonreía con expresión tan persuasiva como de costumbre.

—Lo cierto es —agregó— que me he presentado con el objeto de pedirles disculpas por el incidente sucedido en la frontera, que se debió al exceso de celo de uno de nuestros funcionarios. Primero me dirigí, naturalmente, a la casa de la condesa, donde no encontré a nadie, por lo que celebro doblemente encontrarla ahora aquí.

Parecía satisfecho de haber podido pronunciar aquellas palabras de color tan mundano. Luego prosiguió diciendo:

—En todo caso, di orden de ponerlos en libertad inmediatamente después de haberse establecido que el hombre a quien se tenía por el presunto capitán Gasparinetti fue muerto a balazos. Eso ocurrió exactamente a la una. Unos minutos después estaba yo en posesión de la noticia y no puede haber sido sino alrededor de la una y media cuando se les devolvió a ustedes la libertad.

Gabrielle se había puesto pálida como las paredes, pero Marschall no lo advirtió.

—Perdóneme usted —le dijo a Gordon—, pero el caso es que no comprendo absolutamente nada de lo que me dice. ¿Qué capitán Gasparinetti es ése que continuamente se está haciendo matar a balazos? Precisamente el cabo Slatin acaba de revelarme que Gasparinetti murió en San Petersburgo en 1916, y ahora viene usted declarándonos que lo mataron a la una de hoy. Esto último me parece imposible, pues no hace aún un cuarto de hora que el capitán Gasparinetti estaba aquí, y ahora son —agregó consultando su reloj— las cuatro y media.

—Me ha entendido usted mal, señor Marschall —dijo Gordon—, o, mejor dicho —se sintió obligado a corregirse—, yo mismo me expreso probablemente con alguna vaguedad. Quise decir que la persona con la cual los funcionarios de la frontera confundieron al presunto capitán Gasparinetti cometió la insensatez de pretender cruzar la frontera clandestinamente, en un lugar que, por cierto, estaba poco vigilado.

Pero como los guardias se encontraban prevenidos y como a pesar de las repetidas exhortaciones la referida persona no quiso detenerse, tuvieron que disparar contra ella... aunque yo había dado la orden expresa de que, en cualquier caso, sólo apuntaran a las piernas, orden cuyo cumplimiento era facilísimo pues, como ya dije, la cosa ocurrió a la una del mediodía, cuando la luz era excelente.

Evidentemente se complacía en aquella alusión al arte de la caza.

—Pero una de las balas lo alcanzó en la espalda, de manera que poco después murió. Las circunstancias siempre se las arreglan para echar a perder todos los casos, hasta los más claros. Ahora nos vemos privados, nada menos, que de todas las declaraciones del culpable, aunque, desde luego, aun sin tales declaraciones nos es posible reconstruir muchas cosas... lo cual hice personalmente ya desde tiempo atrás.

—Señor Gordon —dijo Marschall al cabo de un rato—, ¿quién es entonces la persona que mataron hoy?

—Su nombre —replicó Gordon— no le dirá a usted mucho. Si se hubiera llamado, por ejemplo, Deibel, o, si quiere usted, Urussov, y hubiera nacido en Schajtnask, en Siberia, tal vez pudiera usted hacerse una idea de quién era. Pero lo cierto es que tenía un nombre mucho más sencillo; se llamaba Alexeiev, desempeñaba un cargo en la corte y era teniente primero de los húsares de Grodno. Ciertamente que ustedes lo conocían mejor con el nombre de von Pufendorf.

—¿Von Pufendorf? —exclamó Marschall, mientras Gabrielle buscaba, tanteando, una silla.

—Sí —dijo Gordon—, pero, como ya dije, en realidad no se llamaba así. El verdadero von Pufendorf era otro. El verdadero Konstantin Ilich von Pufendorf se hacía llamar Gasparinetti.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Marschall—. O, mejor dicho, ¿cómo cree usted saberlo?

Por primera vez la sonrisa de Gordon mostró cierta expresión de suficiencia. Hasta aquel momento se había limitado a sonreír como un hombre de negocios que no concede ninguna importancia a que todo el mundo sepa cómo van sus asuntos, siempre, claro está, que éstos vayan bien.

—Mi oficio me obliga a saberlo todo, señor von Marschall —dijo—, pero esto vine a descubrirlo de manera relativamente sencilla. Yo había observado que todas las personas que se interesaban por la condesa —y así diciendo señaló con un ademán a Gabrielle— o que mantenían alguna relación interesante con ella, perdían la vida. Por eso saqué la conclusión de que el culpable de la muerte de los restantes, o dicho con otras palabras, el asesino, tenía que ser la única persona que, interesándose por la condesa, no había, sin embargo, perdido la vida.

Marschall lanzó una mirada a Gabrielle, pero ésta mantenía las manos sobre su rostro, por lo que el capitán se volvió nuevamente. Slatin, que no comprendía bien lo que se estaba diciendo, miraba perplejo a los presentes.

—El primero que perdió así la vida —prosiguió diciendo Gordon— fue Engelshausen. ¿Me permite preguntarle, condesa, si en aquel cuarto de la casa de los señores von Flesse, al que ustedes se retiraron, el señor Engelshausen le hizo una proposición matrimonial?

Apartándose las manos del rostro, Gabrielle fijó sus ojos en el comisario, como si no le percibiera con claridad.

—Sí —balbuceó por último.

—Bien —dijo Gordon—. Y el segundo que murió desdichadamente (como hubo de descubrirse) después de haber mantenido con usted una larga conversación, fue Fonseca.

—¿Verdaderamente se descubrió que murió? —preguntó Marschall, excitado.

—Sí, se lo encontró hace muy poco, en cierta casa de los suburbios, pero le ruego que no me pregunte en qué estado lo encontramos. El tercero fue el mayor Lukavski, que quedó herido cuando se batió con el presunto von Pufendorf. El cuarto fue el coronel Rochonville.

—¡Pero si el coronel murió en un accidente de tráfico!

—Naturalmente que podría usted afirmar que también el quinto, el teniente primero Silverstolpe, murió de un envenenamiento de la sangre, y no violentamente. Sin embargo, estos dos casos, tanto el accidente del coronel como la muerte de Silverstolpe, encajan perfectamente con el fin trágico de Engelshausen, con la herida de Lukavski y con la desaparición de Fonseca. Me resultaría por cierto muy difícil explicarles por qué motivos llegué a tener la seguridad de que todos estos hechos guardaban entre sí una relación. Ignoro si saben ustedes que todos mis parientes, tanto paternos como maternos, son industriales. Ahora bien, suele considerarse a la gente de negocios como gente simple, lo cual, en términos generales, puede ser acertado. Pero, por extraño que parezca, he de confiarles que la existencia de un hombre de negocios de elevada categoría se acerca más a la de un augur que a la de un funcionario policial. Un hombre de negocios bien dotado, pero que gobierna sus asuntos guiándolos exclusivamente por las cosas que saltan a la vista (con lo que, por otra parte, mostraría no ser un hombre bien dotado), daría rápidamente en la bancarrota o, por lo menos, no obtendría ningún éxito extraordinario, como suele ocurrir con el común de los comerciantes. Pues quieran ustedes creerlo o no, sus hechos y operaciones se relacionan incomparablemente más con los inquietos sueños de sus noches que con las columnas de cifras que escribe su contador. La mejor prueba de esto la suministran las bolsas. Las bolsas conocen los acontecimientos aun mucho antes de que los reyes los presientan, y además creo que toda nuestra vida perecería si no existiera un encadenamiento ininterrumpido de felices azares y de inspiraciones fortuitas. En suma, que los singulares hechos que se produjeron en su regimiento se hallan sin duda ligados entre sí, pero, por qué ocurrió todo esto ahora, cuando ya no existe el regimiento, por qué no ocurrió cuando el regimiento aún existía es cosa que no sabemos. Mas, a la postre, ¿qué significa para las potencias superiores la existencia o la no existencia de una cosa? Tal vez existe aún lo que hace tiempo que ya no existe, o tal vez ya no existe desde hace mucho tiempo lo que todavía parece existir. De manera que no puedo explicarles a ustedes la razón por la cual esta catástrofe alcanzó a sus camaradas en un momento en que ya no eran camaradas propiamente dichos. Tal vez parecería más razonable que estos hechos hubieran ocurrido veinte años atrás, o aún más. Pero tal vez no podían ocurrir sino en una época en la que, por así decirlo, parecían estar suspendidos en el aire. Y tal vez todo esto (y llego a esta conclusión porque se trata de un regimiento muy célebre en otra época) sea la expresión de un destino que, de no haberse cumplido en ese regimiento, podía haber alcanzado a todo un ejército. Aquí sólo alcanzó a cinco oficiales. Pero, así y todo, los hechos pueden tener la misma significación. Porque, en efecto, ¿qué son, en el fondo, las dimensiones? El sentido de la migración de todo un pueblo puede encontrar lugar tal vez en la punta de un alfiler, así como el número de ángeles sobre el cual las especulaciones de la Edad Media nunca pudieron ponerse de acuerdo. Y lo que en otras circunstancias se habría decidido en un campo de batalla, asumió aquí la forma de una historia amorosa. Les bastará saber que yo tenía la certeza de que todos esos hechos estaban relacionados entre sí. Cinco hombres lo precedieron, señor von Marschall, y usted habría sido el sexto.

Marschall se sonrojó levemente y luego, al cabo de un rato, dijo:

—Señor Gordon, usted mismo, por así decirlo, admite que el accidente del coronel y la infección de Silverstolpe no tienen ninguna relación, en última instancia, con la muerte de los demás. Pero, dígame, ¿cómo cree usted que ese Alexeiev, o como quiera que se llame ese hombre, pudo haber dado muerte a Engelshausen? Ni siquiera estaba en casa de los Flesse.

—Se equivoca usted. Allí estaba.

—Pero tienen que haber advertido su presencia.

—Pues justamente no la advirtieron. Había tantos invitados aquella noche en la casa de los Flesse que, si alguien hubiera reparado en la presencia de Alexeiev, tenía que haber creído que éste era uno de los invitados, quienes no se conocían todos entre sí. Sencillamente, Alexeiev llegó a la casa de los Flesse como cualquier otro invitado. Las criadas abrían la puerta a todos los que llegaban. ¡Cómo podían saber exactamente quién estaba invitado y quién no lo estaba! De modo, pues, que entró en la casa. Claro está que se mantuvo oculto una vez dentro, y su escondite fue el dormitorio de la señora von Flesse. La pobrecita señora quedaría anonadada si supiera que...

—Pero, ¿con qué objeto habría hecho todo eso...? ¿Con qué motivo...?

—Señor Marschall, en definitiva nunca puede preguntarse a un hombre por qué motivos obra. Sencillamente obra... Y lo que llamamos motivos son, en realidad, siempre sólo pretextos. Últimamente tuve ocasión de echar una ojeada a cierto expediente que me enviaron del extranjero y del cual se deduce que bajo la superficie de ese hombre, superficie suficientemente amable para inclinar a la condesa a su favor... y bien, la mayoría de los seres humanos, señor von Marschall, es poseída, y cuando se hallan poseídos por las pasiones del corazón, entonces...

—Pero, ¿cómo pudo dar muerte a Engelshausen de modo tan increíble...? Por casualidad tuve ayer ocasión de ver a alguien con suficiente fuerza en las manos para doblar monedas. Pero no era ese von Pufendorf, sino Gasparinetti. Debido a su nerviosismo, dobló unas cuantas piezas de
pengoes
que había sobre la mesa, las dobló por completo y lo hizo sin esfuerzo aparente. De manera que si usted dice que él...

—Sí —dijo Gordon—, Gasparinetti es precisamente von Pufendorf, como ya les dije a ustedes. Alexeiev no tenía semejante fuerza en las manos.

—Entonces, ¿cómo pudo...?

—Desde luego que no solamente con las manos. Ignoro si estuvo usted alguna vez en casa de la señora von Flesse. Pero de haber estado allí sin duda habrá notado que la señora hizo instalar chimeneas para reemplazar las viejas estufas, idea verdaderamente desdichada, pues las chimeneas humean mucho y calientan poco. También nosotros tenemos en Carintia una vieja chimenea que, cuando se enciende, se convierte en el espanto de la casa. Además, las chimeneas exigen un equipo especial: una pala para cenizas, un atizador y una pinza, instrumentos todos de mango lo más largo posible. Cuando usted, condesa, dejó a Engelshausen para comunicar a su padre que el teniente los llevaría a su casa en coche, Alexeiev entró en la habitación, saliendo del dormitorio de la señora von Flesse. Engelshausen ni siquiera reparó en el intruso. Permanecía sentado en el diván, esperando a que usted regresara. Probablemente deseaba volver a exponerle su proposición de matrimonio... que usted, sin duda, no había tomado demasiado seriamente, ¿no es así?

—Sí —asintió Gabrielle turbada.

—Y evidentemente usted aprovechó el ofrecimiento que le hizo Engelshausen de llevarlos en su coche como pretexto para abandonar la habitación, donde no tenía usted la menor intención de volver...

Gabrielle se quedó mirándolo fijamente, pero no respondió palabra.

—Lo cierto es que si usted no tomó muy seriamente la proposición matrimonial de Engelshausen, Alexeiev, en cambio, la tomó demasiado seriamente. Llevando en la mano una de las pinzas de la chimenea se aproximó a espaldas de Engelshausen, cogió su cabeza con las pinzas y... perdone usted, condesa, se la retorció sosteniendo las pinzas por ambos extremos. Y como por ambos lados disponía de una palanca de casi una vara de largo, los huesos del cuello cedieron inmediatamente. Luego arrojó las tenazas en la chimenea del cuarto rojo, donde se encontraron dos, en tanto que en el dormitorio de la señora von Flesse no había ninguna, llegó hasta el vestíbulo, tomó el sobretodo y el sombrero y fue el primer invitado, en todo lo demás, sin embargo, semejante a cualquier otro de los visitantes, que abandonó la casa.

Los tres que lo escuchaban no apartaban de Gordon sus miradas.

—El muerto presentaba, por lo demás, las huellas de las tenazas en el rostro. En conjunto, pues, era una solución horrible pero no carente de elegancia al problema de asesinar a un hombre en medio de una reunión de treinta o cuarenta invitados sin llamar la atención de ninguno de ellos. Todo esto por lo menos nos permite deducir lo que pasaba por el alma del asesino.

Other books

Under a Broken Sun by Kevin P. Sheridan
Tales From Firozsha Baag by Rohinton Mistry
Mine to Keep by Sam Crescent
Fire Fire by Eva Sallis
The Apartment: A Novel by Greg Baxter
Dark Briggate Blues by Chris Nickson
Hiding From the Light by Barbara Erskine
Return of the Bad Boy by Paige North