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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (3 page)

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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Ha permanecido soltero toda su vida, y no es de temer que al cabo de ella haga la locura de casarse.

D. Juan Fresco es la providencia de toda su fresca y numerosa familia, si bien no parece hombre de mucha ternura de corazón. Jamás le oí, durante meses, recordar amores ni amistades, ni de América, ni de la India, ni de ninguna parte. A la única persona que recordaba a cada momento, con verdadera efusión de gratitud y cariño, era al cura Fernández, que murió en Málaga querido de todos, pobre porque daba de limosna cuanto tenía, y digno de ser canonizado, si hubiera sabido guardar mejor las que, valiéndonos de un galicismo, se llaman hoy
conveniencias
; pero como contaba chascarrillos poco decentes a veces, y había hecho la guerra, y había dado bromas como la que dio al obispo, y hasta más pesadas, era harto difícil la canonización.

A pesar de la idolatría que profesaba D. Juan a su tío, no me atrevo a afirmar que le imitase en punto a ser religioso y buen católico. D. Juan era positivista. Sólo daba crédito a lo que observaba por medio de los sentidos y a las verdades matemáticas. De todo lo demás nada sabía, nada quería saber, hasta negaba la posibilidad de que nada se supiese. Era, no obstante, muy aficionado a las especulaciones y sistemas metafísicos, y le interesaban como la poesía. Los comparaba a novelas llenas de ingenio, donde el espíritu, la materia, el yo, el no-yo, Dios, el mundo, lo finito y lo infinito, son las personas que la fantasía audaz y fecunda del filósofo baraja, revuelve y pone en acción a su antojo. D. Juan, no obstante, distaba mucho de ser escandaloso ni impío. Aunque para él no había ciencia de lo espiritual y sobrenatural, esto no se oponía a que hubiese creencia. Por un esfuerzo de fe, entendía D. Juan que podía el hombre ponerse en posesión de lo que el discurso no alcanza, y elevarse a la esfera sublime donde por intuición milagrosa descubre el alma misterios eternamente velados para el raciocinio.

Cuando yo estaba en Villabermeja, solía dar largos paseos por las tardes con D. Juan Fresco, viniendo luego a reposarnos los dos en un sitio llamado la Cruz de los Arrieros, a la entrada del lugar. Esta cruz de piedra tiene un pedestal, de piedra también, formado de gradas o escalones. Allí, al pie de la cruz, nos sentábamos ambos.

A veces nos acompañaba Serafinito, joven de 28 a 30 años, soltero, huérfano de padre y madre, bastante rico para lo que es la riqueza de los lugares, y muy dulce de carácter, aunque melancólico y taciturno.

Desde la Cruz de los Arrieros, sostenía D. Juan Fresco que se disfrutaba de la vista más hermosa del mundo. Yo me sonreía y le miraba con atención para ver si se burlaba al afirmar aquello. En su rostro no se notaba la más ligera señal de que hablase irónicamente o de burla. Era, sin duda, una alucinación patriótica.

Una tarde del mes de Septiembre, D. Juan, Serafinito y yo estábamos sentados al pie de la Cruz de los Arrieros. El sol se había ocultado ya detrás de los cerros que limitan la vista por la parte de Poniente, y había dejado el cielo, por todo aquel lado, teñido de carmín y de oro. Sobre los cerros que están a espaldas del lugar, y aún sobre el campanario, mientras que yacía en sombras todo el valle, daban aún los rayos oblicuos del sol, reflejando esplendorosamente en la pulida superficie de las peñas que coronan la cima de dichos cerros. Pocas y blancas nubes turbaban el limpio azul de la bóveda celeste, vagando a merced de un viento manso y arreboladas y luminosas con los reflejos del sol. La luna mostraba ya su rostro pálido, muy alto sobre el horizonte, y algunos luceros empezaban a columbrarse en la región más obscura del éter y más apartada del disco solar.

Por el lado por donde la vista, en este bajo suelo, podía espaciarse más, se espaciaba una legua. Los cerros terminan allí el horizonte. Paz suave reinaba por donde quiera.

Los olivares y las viñas cubren la mayor parte del terreno cultivable. Los peñascos áridos, que forman las cumbres, no tienen cultivo ni pueden tenerle. Las diversas heredades y haciendas están separadas entre sí, y de los caminos y veredas, por vallados de zarza-mora y pitas. Tal vez, en los terrenos más fértiles y húmedos, se muestran en estos vallados la madreselva, el granado y las mosquetas. En los sitios más resguardados del frío invernal, crece también y fructifica la higuera chumba.

Las hazas del ruedo y demás tierras de pan llevar estaban ya segadas, y sobre la negrura de la tierra amarilleaban el rastrojo, los cardos y toda la yerba seca, que el polvo y los ardores de la canícula habían hecho como yesca. En algunos puntos habían sido incendiados los rastrojos, y la llama corría formando una línea tortuosa, dejando negro el suelo en pos de sí, y levantando densa humareda.

La viña, que es el plantío que allí más abunda, verdeaba aún cubierta de pámpanos lozanos. Estaban ya vendimiando, y por varias sendas y caminos venían al lugar carros y reatas de mulos con el último acarreo de uva de aquel día, que había de quedar amontonado en los lagares para empezar a pisar a la madrugada siguiente. Volvían asimismo a descansar de sus trabajos los vendimiadores, y de vez en cuando se oía una canción alegre, cantada en coro, o se escuchaba allá a lo lejos una copla de playeras con que distraía sus pesares un arriero que tornaba solo con su recua de alguna expedición, o un gañán que volvía de arar con los bueyes o las mulas uncidas aún al arado.

En las cañadas hay arroyos, cuyas orillas están cubiertas de mimbrones, álamos blancos y negros, adelfas, juncos, mastranzos y otras yerbas de olor. Hay asimismo ocho o nueve huertecillos, que no tiene el mayor una fanega de tierra; pero esta tierra está bien aprovechada, y se alzan en ella nogales gigantescos, higueras pomposas, que dan los más dulces higos que se comen en el mundo, y otra multitud de frutales.

El arroyo más caudaloso de la cercanía está a un cuarto de legua de la población, y las mozas que iban allí a lavar, volvían también, terminada ya su faena, con el lío de ropa lavada puesto sobre la cabeza, y con la alegría de la juventud en el alma y el donaire y el brío campesino en todos los gallardos y libres movimientos del cuerpo, bien dibujadas sus formas robustas y elegantes bajo los pliegues de las breves y ceñidas enaguas de percal o del más ceñido y corto refajo de amarilla bayeta antequerana.

D. Juan Fresco contemplaba toda esta escena como en éxtasis, y se ratificaba más y más en que Villabermeja y sus alrededores eran lo mejor del mundo. Creció su entusiasmo, recordando los mejores años de su vida, al ver cierta polvareda que se levantaba en el camino principal. A poco se empezaron a oír mil regocijados gruñidos en todos los tonos, desde el más tiple al más bajo, y luego se distinguió una floreciente piara de cochinos de todas edades y de ambos sexos, guiada por un hábil zagalón de catorce a quince años. Cada vecino del lugar, cada bermejino, tenía alguna dulce prenda en aquella piara; tenía el futuro regalo suyo y de toda su familia entre aquellos sabrosos mamíferos, que habían de convertirse en jamón, tocino, morcillas, longaniza, lomo en adobo, manteca y otros artículos, custodiados en la despensa y preparados para todo evento digno de celebrarse y para cualquier día en que acude un huésped a la casa o repican recio e importa echar el bodegón por la ventana.

Bastaba el zagalón para ser capitán de aquella tropa, cuya disciplina era admirable. Ningún cerdo se descarriaba jamás. No bien llegaban todos a las primeras casas, tocaba el pito el zagalón, y la piara se dispersaba en seguida, trotando y galopando cada uno de los que la componían y cruzando calles y callejuelas hasta meterse en la casa de su amo, saltar por el zaguán y la cocina baja, sin cuidarse de no echar a rodar cualquier trasto que encontrase por medio, y parar sólo en el corral, donde nunca faltaba su pocilga o lagareta.

Pasado un poco el éxtasis de D. Juan, no pude menos de decirle:

—Confieso con franqueza que cada día me maravillo más del sincero entusiasmo que tiene usted por Villabermeja. Se comprende que por ser el pueblo de Vd. le guste más que ningún otro, que viva Vd. en él contentísimo, que prefiera esta rustiquez a todos los esplendores y a todas las elegancias de Madrid o de París. Lo que no se comprende es la ceguedad con que un hombre, que no es como muchos bermejinos que jamás salieron de aquí, sino que ha visto las más bellas comarcas del globo, se empeñe en sostener que este paisaje es superior en hermosura a todo lo que ha visto.

—¿Qué quiere Vd., amigo mío? —contestó don Juan Fresco—. Yo no digo que esto sea mejor que todo, sino que tal me lo parece. Mis viajes y mis estudios, y el haber visto la bahía de Río-Janeiro, y las costas fertilísimas que la circundan, y sus lagos interiores, y las cien islas de la bahía enorme llenas de perenne verdura, y sus sierras gigantescas, y sus florestas seculares, y sus bosques fragantes de naranjos y limoneros, y el haber vivido en la orillas feraces del Ganges y del Brahmaputra con sus pagodas, palacios y jardines, y el haber visitado las márgenes del golfo de Nápoles tan risueño y lleno de recuerdos clásicos, no destruyen en mí la arraigada condición del bermejino, quien jamás cree ni confiesa que haya nada más bello, ni más fértil, ni más rico que su lugar y los alrededores de su lugar. ¿Qué me importa a mí que el horizonte sea aquí mezquino? Mejor: más allá de ese horizonte pongo con la imaginación lo que se me antoja. Si quiero ver en realidad, no ya lo grande, sino lo infinito, ¿no me basta con alzar los ojos al cielo? ¿Desde qué punto penetra más la vista en las profundidades de sus abismos, que desde aquí, donde el aire es diáfano y puro, y rara vez las nubes se interponen entre mis ojos y las más remotas estrellas? Además, aunque sea pequeña la extensión de tierra que abarco con los ojos, ¿no la agranda el conocerla toda punto por punto y el poblarla de memorias y de casos, mil veces más interesantes para mí que los de Rama, Crishna y Buda en la India, y los de Eneas, Ulises y las Sirenas en Nápoles? ¿Qué encanto no tiene el poder exclamar como exclamo: cuantos olivos se divisan por toda aquella ladera los he plantado yo mismo; todo aquel viñedo es también creación mía; aquella casería colorada es la de mi amigo Serafinito y sé cuántas tinajas de vino da cada año; más allá, blanquean las tierras de la capellanía de usted que son algo calizas; aquel huerto le tuvo arrendado mi madre y allí pasé algunos de los mejores años de mi niñez? ¿Ve Vd. aquel cañaveral, que está en medio del huerto, a orillas del arroyo?— Y D. Juan Fresco señalaba con el dedo.

—Sí le veo —contestaba yo.

—Pues allí tuve yo la primera revelación de la belleza artística, la inspiración primera, mi mayor triunfo y la satisfacción del amor propio más pura, más completa y más sin pecado que he tenido en mi vida.

—¿Cómo fue eso? —preguntó Serafinito.

—El cañaveral —respondió D. Juan—, está ahora como a principios del siglo presente, cuando tenía yo diez años o menos. Yo era entonces tan ignorante que más no podía ser; no sabía leer ni escribir ni tenía idea cierta de nada. Me figuraba el cielo como una media naranja de cristal, donde estaban clavadas las estrellas a manera de clavos, y por donde resbalaban la luna, el sol y algunos luceros, movidos por ángeles u otras inteligencias misteriosas. En el seno de la tierra suponía yo un espacio infinito, unas cavernas sin término, un abismo sin límites, lleno de diablos y condenados; y más allá de la bóveda celeste, otro infinito de luz y de gloria, poblado de santos, vírgenes y ángeles, y donde había perpetua música, con la que se deleitaban el Padre eterno y toda su corte. Según la creencia general de los de mi pueblo, estaba yo persuadido de que precisamente en cima de Villabermeja, que es donde más se eleva la bóveda azul, estaba el trono de la Santísima Trinidad. La música celestial era allí mejor que en ningún otro confín de los cielos; y yo me recogía en el silencio de las siestas, y me retiraba al cañaveral, y cerraba los ojos y reconcentraba todos mis sentidos y potencias, a ver si lograba oír algo de aquella música, que no imaginaba muy distante. A tal extremo llegó mi entusiasmo que pensé oírla algunas veces. Yo era aficionadísimo a la música, y si mi manía de ver mundo y mi vida agitada de marino y de comerciante lo hubieran consentido, quizás hubiera sido un excelente artista. Lo cierto es que un día corté una caña de cañaveral, hice varios canutos, y a fuerza de pruebas y tentativas, ya horadando con mi navajilla los canutos de un modo, ya de otro, acerté a dar su justo valor a cada nota, y logré formar una acordada y sonora flauta, con la que tocaba cuantas canciones había oído, y muchas sonatas que se me figuraba que no había oído jamás en el mundo, porque las inventaba yo mismo o eran como reminiscencias vagas de la música del cielo que había logrado oír en mis arrobos. Mi invención de la flauta y mi habilidad para tocarla fueron muy celebradas en todo el lugar y me valieron un millón de besos de mi pobre madre. Consideren ustedes ahora si, teniendo éstos y otros recuerdos aquí, no me han de parecer Villabermeja y sus alrededores más hermosos que todas las zonas habitables del globo terráqueo.

Nada tenía que replicar a esto Serafinito, más convencido que el propio D. Juan de todas las excelencias de Villabermeja. Sólo yo replicaba, pero D. Juan Fresco me sellaba los labios con nuevos argumentos, en los que aparecía un carácter poético que jamás había yo sospechado en aquel hombre.

En vista de esto, di otro giro a la conversación, diciendo a D. Juan:

—No quiero disputar más con Vd., y doy por valederas y firmes las razones que alega, a pesar de ser tan sofísticas. De lo que me permitirá Vd. que hable es de la extrañeza que me causa ver a Vd. lleno de un sentimentalismo tan subido de punto y de tantas ilusiones poéticas, impropias de un positivista.

—Paso por lo del sentimentalismo —replicó don Juan—. Jamás he presumido de tener el alma de alcornoque, si bien no me jacto tampoco de tierno de corazón. En lo que no convengo es en lo de las ilusiones. En mi vida tuve ilusiones, ni quise tenerlas, ni me he lamentado de esta falta, ni he llorado el haberlas perdido. Nada me repugna tanto como las ilusiones.

—¿Cómo que no tiene Vd. ilusiones? ¿Pues acaso no se apoya un poco en ilusiones su amor de Vd. a este lugar?

—No se apoya este amor en ilusiones, sino en realidades. Discutir sobre esto sería, con todo, volver al tema de la primera disputa, y no quiero volver. Quiero, sí, demostrar a Vd. que no tengo ilusiones y que importa no tenerlas: que no hay mal mayor que tener ilusiones.

—Pues qué —dijo entonces Serafinito—, será un absurdo lo que dice el poeta:

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