Las mujeres de César (118 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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¡Oh, ojalá Pompeyo diera la impresión de encontrarse algo más a gusto! ¡Después de una carrera tan larga como la suya cualquiera pensaría que habría de saber que las cosas no siempre vienen rodadas! Todavía le queda mucho de bebé mimado. Quiere que todo sea perfecto. Espera conseguir aquello que quiere y además que lo apruebe todo el mundo.

—Depende de esta Cámara decidir qué rumbo debo tomar yo —continuó el cónsul
senior
—. Lo pondré a votación. Aquellos que opinen que debe cesar toda actividad a partir de ahora porque el cónsul
junior
se ha retirado a su casa a contemplar el cielo, por favor, que formen a mi izquierda. Los que opinen que, por lo menos hasta que los Quince entreguen su veredicto, el gobierno debería continuar normalmente que formen a mi derecha. No haré más apelaciones al buen sentido y amor a Roma. Padres conscriptos, que la Cámara se pronuncie ahora.

Fue una jugada calculada que el instinto le decía a César que no debía posponer; cuanto más reflexionasen las ovejas senatoriales acerca de la acción de Bíbulo, más probable era que tuvieran miedo de desafiarla. En cambio si actuaba ya, cabía una posibilidad.

Pero el resultado sorprendió a todos; casi el Senado entero pasó a la derecha de César, lo cual indicaba la ira que sentían aquellos hombres ante la caprichosa determinación de Bíbulo de derrotar a César, aun a costa de arruinar a Roma. Los pocos
boni
que se pusieron a la izquierda permanecieron allí de pie atónitos.

—¡Yo tengo que hacer una enérgica protesta, Cayo César! —gritó Catón mientras los senadores volvían a sus lugares.

Pompeyo, con el ánimo muy alto ante aquella rotunda victoria del buen sentido y el amor a Roma, se volvió contra Catón con las garras sacadas.

—¡Siéntate y calla, remilgado mojigato! —rugió—. ¿Quién te has creído que eres para erigirte en juez y en jurado? ¡No eres más que un ex tribuno de la plebe que no llegará nunca a ser siquiera pretor!

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —voceó Catón, que empezó a tambalearse como un mal actor atravesado por una daga de papel—. ¡Escuchad al gran Pompeyo, que fue cónsul antes de estar cualificado siquiera para presentarse a mero tribuno de la plebe! ¿Quién te has creído que eres tú? ¿Qué, ni siquiera lo sabes? ¡Pues permíteme que yo te lo diga! ¡Un anticonstitucional sin principios, un pedazo de arrogante no romano y caprichoso, eso es lo que tú eres! En cuanto a quién eres, eres un galo que piensa como un galo; un carnicero que es el hijo de un carnicero; un alcahuete que se la chupa a los patricios para que le permitan negociar matrimonios que quedan muy por encima de él; un chulo al que le gusta vestir bien para oír a la multitud extasiada y sentimental; un potentado del Este al que le gusta vivir en palacios; un rey que se pavonea; un orador capaz de dormir a un carnero en celo; un politico que tiene que contratar a políticos competentes; un radical peor que los hermanos Graco; un general que, en veinte años, no ha luchado en una batalla sin tener por lo menos el doble de tropas que el enemigo; un general que llega haciendo cabriolas y recoge los laureles cuando en realidad otros hombres, mucho mejores que él, han hecho todo el auténtico trabajo; un cónsul que tenía que consultar un libro de instrucciones para saber cómo actuar; ¡Y UN HOMBRE QUE EJECUTÓ A CIUDADANOS ROMANOS SIN JUICIO, POR EJEMPLO A MARCO JUNIO BRUTO!

La Cámara no pudo contenerse. Prorrumpió en vítores, chirridos, silbidos, gritos de júbilo; los pies aporreaban el suelo hasta hacer temblar el techo, las manos aplaudían como tambores… Sólo César supo el esfuerzo tan duro que tuvo que hacer para permanecer sentado impasible, con las manos caídas a los costados y los pies recatadamente juntos. ¡Oh, qué diatriba gloriosa! ¡oh, qué maestría! ¡Oh, haber vivido para oírla era un privilegio!

Luego vio a Pompeyo y se le hundió el corazón. ¡Oh, dioses, el tonto se estaba tomando a pecho aquel histérico aplauso! ¿No lo comprendía aún? A ninguno de los presentes le importaba a quién iba dirigida ni cuál era el objetivo de aquella diatriba. ¡Pero era la mejor diatriba improvisada que se había hecho desde hacía años! ¡El Senado de Roma aplaudiría a un mono tingitano que le echara una reprimenda a un burro sólo con que lo hiciera la mitad de bien que Catón! Pero Pompeyo estaba allí sentado, más abatido de lo que debió estar cuando Quinto Sertorio le dio quince y raya en Hispania. ¡Derrotado! Conquistado por una lengua descarada. Hasta aquel mismo momento César no comprendió qué grande era la inseguridad y el ansia de ser bien considerado que había dentro de Pompeyo el Grande.

Hora de actuar. Después de disolver la reunión permaneció de pie en el estrado curul mientras los extasiados senadores salían hablando unos con otros excitadamente, la mayoría de ellos apiñados alrededor de Catón dándole palmaditas en la espalda y vertiendo elogios sobre su cabeza. Lo peor de todo era que Pompeyo estaba sentado en su silla con la cabeza gacha, y eso significaba que él, César, no podía hacer lo que sabía que era lo correcto: felicitar tan calurosamente a Catón como si hubiera sido un leal aliado político. Pero tuvo que poner cara de indiferencia por si Pompeyo lo veía.

—¿Has visto a Craso? —le preguntó Pompeyo con tono exigente cuando estuvieron solos—. ¿Lo has visto? —Había levantado la voz hasta convertirla en un chillido estridente—. ¡Poniendo a Catón por las nubes! ¿De qué parte está ese hombre?

—De nuestra parte, Pompeyo. Si te tomas la reacción de la Cámara hacia Catón como una crítica personal, es que no tienes la piel lo suficientemente curtida, amigo mío. El aplauso ha sido para un discurso magnífico, nada más. Normalmente Catón es un aburrimiento aplastante, que no hace más que perorar sin fin. Pero esto de hoy ha sido muy bueno en su estilo.

—¡Iba dirigido a mí! ¡A mí!

—Ojalá hubiera ido dirigido a mí —dijo César aguantándose el mal genio—. Tu error ha sido no unirte a los vítores. Así habrías salido del trance con deportividad. Nunca muestres debilidad en política, Magnus, no importa cómo te sientas por dentro. Se te ha metido debajo de la armadura y has permitido que todos lo vean.

—¡Tú también estás con ellos!

—No, Magnus, no estoy con ellos, como tampoco lo está Craso. Digamos que mientras tú andabas por ahí consiguiendo victorias para Roma, Craso y yo estábamos haciendo nuestro aprendizaje en la arena política. —Se inclinó, le puso una mano debajo del codo a Pompeyo y lo hizo ponerse en pie haciendo gala de una fuerza que Pompeyo no se hubiera esperado en un individuo tan delgado—. Ven, creo que ya se habrán ido.

—¡No podré aparecer en la Cámara nunca más!

—Tonterías. Estarás allí en la próxima reunión con la cara tan radiante como siempre; te acercarás a Catón, le estrecharás la mano y le felicitarás. Exactamente igual que haré yo.

—¡No, no, yo no puedo hacerlo!

—Bueno, no convocaré al Senado hasta dentro de varios días. Cuando tengas que hacerlo, estarás preparado. Ahora ven a mi casa y cena conmigo. Si no, te irás a esa enorme casa vacía de las Carinae sin mejor compañía que tres o cuatro filósofos. Verdaderamente, deberías volver a casarte, Magnus.

—Ya me gustaría, pero no he visto ninguna mujer que me guste. No es tan urgente una vez que un hombre tiene un par de hijos y una hija que redondean la familia. ¡Además, mira quién va a hablar! Tampoco hay ninguna esposa en la
domus publica
, y ni siquiera tienes un hijo.

—Un hijo me gustaría, pero no es necesario. Tengo suerte con mi única hembra, mi hija. No la cambiaría ni por Venus y Minerva juntas, y no lo digo sacrílegamente.

—Está comprometida con el joven Cepión Bruto, ¿verdad?

—Sí.

Cuando entraron en la domus publica , el anfitrión se ocupó de instalar a Pompeyo en la mejor silla que había en el despacho y de ponerle el vino al alcance de la mano; luego se excusó para ir a buscar a su madre.

—Tenemos un invitado a cenar —dijo César asomando la cabeza por la puerta de Aurelia—. Se trata de Pompeyo. ¿Podéis reuniros Julia y tú con nosotros en el comedor?

Ni un destello de emoción cruzó por el rostro de Aurelia. Dijo que sí con la cabeza y se levantó del escritorio. —Desde luego, César.

—¿Nos avisarás cuando esté la cena?

—Naturalmente —dijo Aurelia; y se alejó con pasos ligeros hacia la escalera.

Julia estaba leyendo y no oyó entrar a su abuela; por principio Aurelia nunca llamaba, pues pertenecía a esa escuela de padres que consideraban que los jóvenes deberían ser entrenados para continuar comportándose con propiedad aunque se encuentren a solas. Ello enseñaba autodisciplina y cautela. El mundo podía ser un lugar cruel; a un niño le iba mejor si estaba preparado para ello.

—¿Hoy no está Bruto?

Julia se levantó, sonrió, suspiró.

—No,
avia
, hoy no. Tiene una especie de reunión con los directores de sus negocios y creo que los tres van a cenar después en casa de Servilia. A ella le gusta enterarse de lo que pasa, aunque ahora ya permite que Bruto se ocupe de sus asuntos.

—Bueno, eso le gustará a tu padre.

—¿Oh? ¿Por qué? Creí que le caía bien Bruto.

—Le cae muy bien, pero hoy ha traído a un invitado a cenar con nosotros, y quizás quieran conversar en privado. A nosotras no se nos permite quedarnos en cuanto se haya retirado la comida, pero a Bruto no podrían hacerle eso, ¿no te parece?

—¿Quién es? —preguntó Julia, a quien en realidad eso no le interesaba.

—No lo sé, no me lo ha dicho. —Hmm, esto va a ser difícil, pensó Aurelia. ¿Cómo la convenzo para que se ponga su túnica más atractiva sin descubrir la estratagema? Se aclaró la garganta—. Julia, ¿te ha visto
tata
con el vestido nuevo de tu cumpleaños?

—No, creo que no.

—Entonces, ¿por qué no te lo pones ahora? ¿Y las joyas de plata que te regaló? ¡Qué inteligente fue al regalarte plata en lugar de oro! No tengo ni idea de quién está con él, pero es alguien importante, así que le gustará que las dos estemos lo más guapas posible.

Parecía que todo aquello no había sonado demasiado forzado; Julia simplemente sonrió y asintió.

—¿Cuánto falta para la cena?

—Media hora.

—¿Qué significa exactamente para nosotros que Bíbulo se haya retirado a su casa a contemplar el cielo? —le preguntó Pompeyo a César—. Por ejemplo, ¿podrían ser invalidadas nuestras leyes el año que viene?

—No las que habíamos ratificado antes de hoy, Magnus, así que Craso y tú estáis a salvo. Es mi provincia la que corre gran peligro, pues tendré que utilizar a Vatinio y a la plebe, aunque la plebe no está sometida a restricciones religiosas, así que dudo mucho de que el hecho de que Bíbulo se dedique a comtemplar el cielo pueda hacer que los plebiscitos y las actividades de los tribunos de la plebe parezcan sacrílegos. No obstante, tendríamos que defenderlo en juicio, y depender del pretor urbano.

El vino, el mejor de César —y el más fuerte—, estaba empezando a devolverle el equilibrio a Pompeyo, aunque su ánimo seguía bajo. La
domus publica
favorecía a César, reflexionó Pompeyo, todos aquellos colores oscuros y profundos, así como los suntuosos adornos dorados. Nosotros, los rubios, estamos más favorecidos contra fondos así.

—Desde luego, ya sabes que tendremos que legislar otra ley de tierras —dijo bruscamente Pompeyo—. Yo voy y vengo de Roma constantemente, así que he visto por mí mismo cómo les va a los comisionados. Necesitamos el Ager Campanus.

—Y los terrenos públicos de Capua. Sí, ya lo sé.

—Pero Bíbulo lo hace inútil.

—Puede que no, Magnus —dijo César tranquilamente—. Si lo redacto como una ley suplementaria adjunta a la ley original será menos vulnerable. Los comisionados y los hombres del comité no cambiarían, pero eso no es ningún problema. Ello significaría que veinte mil de tus veteranos pueden ser instalados allí durante este año, más cinco mil romanos del proletariado que serán la levadura del nuevo pan de la colonización. Y con la misma rapidez deberíamos ser capaces de instalar a veinte mil veteranos más en otras tierras. Lo cual nos deja con tiempo suficiente para desahuciar de sus terrenos a lugares como Aretio, y así ejercer mucha menos presión sobre el Tesoro para comprar tierras privadas. Ese es el argumento que tenemos para coger el
ager publicus
de Campania, el hecho de que el Estado ya es dueño de esas tierras.

—Pero entonces dejará de percibir las rentas —dijo Pompeyo.

—Cierto. Aunque tú y yo sabemos que las rentas no son tan lucrativas como deberían ser. Los senadores se muestran reacios a pagar.

—Y también las esposas de senadores con fortuna propia —dijo Pompeyo con una sonrisa.

—¿Ah, sí?

—Terencia. No quiere pagar ni un sestercio de renta, aunque tiene arrendados bosques enteros de robles para los cerdos. Muy provechoso. ¡Es dura como el mármol, esa mujer! ¡Oh, dioses, me da lástima Cicerón!

—¿Y cómo consigue ella salirse con la suya?

—Calcula que hay algún bosquecillo sagrado en alguna parte de sus tierras.

—¡Qué pájara más lista! —dijo César al tiempo que se echaba a reír.

—No está mal, pues el Tesoro no se está portando bien con el hermano de Cicerón, Quinto, ahora que va a regresar de la provincia de Asia. —¿En qué sentido? —Insiste en pagarle su último estipendio en
cistophori
.

—¿Y qué hay de malo en eso? Son de buena plata, y valen cuatro denarios cada uno.

—Siempre que consigas que alguien te los acepte —dijo Pompeyo riendo entre dientes—. Yo traje conmigo bolsas, bolsas y más bolsas de ellos, pero nunca pensé que fueran a pagarle a la gente con ellos. ¡Ya sabes lo recelosa que es la gente en lo referente a monedas extranjeras! Le sugerí al Tesoro que los fundiera y los convirtiera en lingotes.

—Eso significa que el Tesoro no le tiene simpatía a Quintó Cicerón.

—Me pregunto por qué.

En aquel momento Eutico llamó a la puerta para decir que la cena estaba servida, y los dos hombres recorrieron la corta distancia que los separaba del comedor. A menos que se utilizasen para acomodar a un grupo de personas más numeroso, cinco de los canapés estaban retirados para que no estorbasen; el canapé que quedaba, con dos sillas colocadas enfrente, al otro lado de una mesa larga y estrecha, a la altura de la rodilla, estaban situados en la parte más bonita de la sala, con vistas a la columnata y al peristilo principal.

Cuando César y Pompeyo entraron, dos sirvientes les ayudaron a quitarse las togas, que eran tan enormes y entorpecían tanto que con ellas puestas era completamente imposible reclinarse. Las doblaron cuidadosamente y las pusieron a un lado mientras los hombres se sentaban en el canapé, y se quitaban los zapatos senatoriales, con sus hebillas en forma de media luna, en espera de que los mismos dos sirvientes les lavasen los pies. Pompeyo, naturalmente, ocupó el
locus consularis
, uno de los extremos del canapé, que era el sitio de honor. Apoyaron la mitad del vientre y la mitad de la cadera izquierda, así como el brazo izquierdo y el codo en un cojín cilíndrico. Como tenían los pies en el borde de atrás del canapé, el rostro les quedaba por encima de la mesa, y todo lo que había en ella bien al alcance de la mano. Les presentaron palanganas para que se lavasen las manos y paños para secarse.

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