Las mujeres de César (119 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Pompeyo se sentía mucho mejor; ya no le dolía tanto el insulto. Contempló con aprobación el peristilo, con aquellos fabulosos frescos de vírgenes vestales, el magnífico estanque y las fuentes de mármol. Lástima que no entrase allí más sol. Luego empezó a recorrer con la mirada los frescos que adornaban las paredes del comedor, que desarrollaban la historia de la batalla del lago Regilus, cuando Cástor y Pólux salvaron Roma.

Y justo cuando llegó con la mirada a la puerta, la diosa Diana entró en la habitación. ¡Tenía que ser Diana! La diosa de la noche iluminada por la luna, medio etérea, moviéndose con tal gracia y belleza plateada que no hacía ruido. La diosa doncella desconocida por los hombres, quienes la miraban y sufrían de tan casta e indiferente como era ella. Pero esta Diana, que ahora avanzaba por la sala, lo vio mirándola fijamente y se tambaleó un poco y abrió mucho los ojos azules.

—Magnus, ésta es mi hija Julia. —César indicó con un gesto la silla que estaba enfrente, al lado del canapé que ocupaba Pompeyo—. Siéntate, Julia, y hazle compañía a nuestro invitado. ¡Ah, aquí está mi madre!

Aurelia se sentó enfrente de César mientras algunos de los criados empezaban a servir la comida y otros colocaban copas y servían vino y agua. A las mujeres, observó Pompeyo, solamente se les servía agua.

¡Qué hermosa era! ¡Qué deliciosa, qué encantadora! Y después de aquella ligera vacilación que tuvo al verlo, ella se comportaba como lo haría un ser de ensueño, indicándole cuáles eran los platos que los cocineros hacían mejor, sugiriéndole que probase esto o aquello con una sonrisa que no contenía indicio alguno de timidez, pero que tampoco era sensualmente invitadora. Pompeyo se aventuró a preguntarle cómo pasaba ella su tiempo —¿a quién le importaba cómo empleara ella el tiempo de día… qué era lo que hacía durante las noches, cuando la luna cabalgaba en lo alto y la transportaba en su carroza hasta las estrellas?—, y ella le explicó que leía libros, iba a dar paseos o visitaba a las vestales o a sus amigas, respuesta que dio con una suave voz profunda, como alas negras que se batieran en un cielo luminoso. Cuando Julia se inclinó hacia adelante, él pudo ver cuán tierno y delicado era su pecho, aunque no pudo verle los senos. Tenía los brazos frágiles pero redondos, con un hoyuelo en cada codo, y la piel de alrededor de los ojos tenía un leve tono violeta, y el brillo plateado de la luna en cada párpado. ¡Qué pestañas tan largas y transparentes! Y unas cejas tan rubias que apenas se veían. No llevaba pintura, y aquella boca de color rosa pálido lo volvió loco de deseo por besarla, tan llena de pliegues, con surcos en las comisuras que prometían risa.

Por lo que a ellos dos atañía, César y Aurelia podían no haber existido. Hablaron de Homero y de Hesíodo, de Jenofonte y de Píndaro, y de los viajes de Pompeyo al Este; Julia estaba pendiente de las palabras de él como si tuviera el don de la palabra, como Cicerón, y lo acosaba con toda clase de preguntas acerca de todo, desde los albaneses hasta los lagos cercanos al mar Caspio. ¿Había visto él el monte Ararat? ¿Cómo era el templo judío? ¿De verdad caminaba la gente sobre las aguas del Palus Asphaltites? ¿Había visto alguna vez a una persona negra? ¿Cómo era el rey Tigranes?

¿Era cierto que las amazonas habían vivido en la antigüedad en el Ponto, en la desembocadura del río Termodonte? ¿Había visto él alguna vez a una amazona? Se decía que Alejandro el Grande había conocido a la reina de las Amazonas en algún punto del curso del río Jaxartes. ¡Oh, qué maravillosos nombres eran aquéllos: Oxo y Araxes y Jaxartes…! ¿Cómo había lenguas humanas capaces de inventar unos sonidos tan raros?

Y el seco y pragmático Pompeyo, con aquel estilo tan lacónico y su escasa educación, se alegró profundamente de que su vida en el Este y Teófanes le hubieran iniciado en la afición a la lectura; pronunció palabras de las que no era consciente de que su mente hubiera asimilado, y expresó pensamientos que no había comprendido que pudiera tener. Habría preferido morir antes que decepcionar a aquella exquisita joven que le miraba el rostro como si fuera la fuente de toda sabiduría y la cosa más hermosa que ella nunca hubiera contemplado.

La comida permaneció en la mesa mucho más tiempo del que el atareado e impaciente César solía tolerar, pero cuando empezó a hacerse de noche en el peristilo le hizo una casi imperceptible señal con un movimiento de cabeza a Eutico y reaparecieron los criados. Aurelia se levantó.

—Julia, es hora de que nos vayamos —dijo.

Embebida en la conversación acerca de Esquilo, Julia se sobresaltó y volvió a la realidad.

—Oh,
avia
, ¿ya? —preguntó—. ¡Cómo ha pasado el tiempo!

Pero, según observó Pompeyo, Julia no dio la impresión de no querer marcharse ni de palabra ni por la expresión, y no pareció que le sentase mal la conclusión de lo que, según le había dicho ella, era una ocasión especial; a Julia no se le permitía estar en el comedor cuando su padre tenía invitados, pues todavía no había cumplido dieciocho años.

Se puso en pie y le tendió la mano a Pompeyo de un modo amistoso, esperando que él se la estrechase. Pero Pompeyo, aunque no era muy dado a ese tipo de cosas, le cogió la mano como si pudiera romperse en fragmentos, se la llevó a los labios y la besó suavemente.

—Gracias por tu compañía, Julia —le dijo al tiempo que le sonreía y la miraba a los ojos—. Bruto es una persona muy afortunada. —Y cuando las mujeres ya se habían marchado, le dijo a César—: Bruto es realmente un tipo afortunado.

—Eso creo yo —dijo César sonriendo, porque algo le estaba pasando por la cabeza a él.

—¡Nunca he conocido a nadie como ella!

—Julia es una perla que no tiene precio.

Después de lo cual no parecía que quedase mucho por decir. Pompeyo se despidió. —Vuelve pronto, Magnus —le dijo César a la puerta.

—¡Mañana si quieres! Tengo que ir a Campania pasado mañana, y estaré ausente por lo menos ocho días. Tenías razón. No se puede vivir de una manera satisfactoria con sólo tres o cuatro filósofos por compañía. ¿Por qué crees que los tenemos en nuestras casas?

—Para tener una compañía masculina inteligente que no es probable que seduzcan a la mujer de la casa y se conviertan en sus amantes. Y para conservar puro nuestro idioma griego, aunque me han dicho que Lúculo se cuidó de introducir unos cuantos solecismos gramaticales en la versión griega de sus memorias para satisfacer a los
literati
griegos que no quieren creer que ningún romano hable y escriba griego perfectamente. En lo que a mí respecta, nunca me he sentido tentado de adoptar la costumbre de tener filósofos en mi casa. Son unos parásitos.

—¡Tonterías! Tú no los tienes porque eres un gato montés. Prefieres vivir y cazar solo.

—Oh, no —dijo César suavemente—. Yo no vivo solo. Soy uno de los hombres más afortunados de Roma, pues vivo con una Julia.

La cual subió a sus habitaciones exaltada y exhausta; sentía vivo en la mano el contacto de aquel beso de Pompeyo. Allí estaba el busto de Pompeyo en el estante; se acercó a él, lo bajó y lo tiró al cubo de basura que había en un rincón. La estatua no era nada, ya no la necesitaba ahora que había visto, había conocido y había hablado con el hombre auténtico. Era bastante alto, aunque no tanto como
tata
. Tenía unos hombros muy anchos y todo él era muy musculoso; mientras estaba reclinado en el canapé, su vientre permanecía tenso, no tenía una de esas barrigas propias de hombres de mediana edad que le estropeara la figura. Su rostro era maravilloso, con los ojos más azules que ella hubiera visto nunca. ¡Y qué pelo! Oro puro, en grandes cantidades. Cómo se lo peinaba desde la frente formando un tupé. ¡Qué guapo! No como
tata
, que era un romano clásico, sino bastante más interesante porque resultaba más fuera de lo corriente. Como a Julia le gustaban las narices pequeñas, no encontró nada que criticar en aquel órgano de Pompeyo. ¡Y también tenía las piernas bonitas!

La siguiente parada fue ante el espejo, un regalo de
tata
que
avia
no aprobaba, porque estaba montado sobre un pedestal encima de un pivote giratorio, y su elevada superficie de plata pulida reflejaba de la cabeza a los pies al que allí se miraba. Se quitó toda la ropa y se sometió a examen. ¡Demasiado delgada! ¡Apenas tenía pechos! ¡Ni hoyuelos! En vista de lo cual prorrumpió en llanto, se arrojó sobre la cama y estuvo llorando hasta que se quedó dormida, con la mano que él había besado debajo de la mejilla.

—Ha tirado el busto de Pompeyo —le dijo Aurelia a César a la mañana siguiente.

—¡Edepol! Yo creía que le gustaba de veras.

—Tonterías, César, es una excelente señal! A ella ya no le satisface una réplica, quiere al hombre de verdad.

—Qué alivio. —César cogió la copa de agua caliente con jugo de limón y dio un trago con una expresión que parecía de alegría—. Hoy viene otra vez a cenar, utilizó un viaje a Campania que tiene que emprender mañana como excusa para volver tan pronto.

—Hoy se completará la conquista —dijo Aurelia.

César sonrió.

—Yo creo que la conquista se completó en el momento en que ella entró en el comedor. Hace años que conozco a Pompeyo, y está tan enganchado al anzuelo que no ha notado siquiera el pincho. ¿No te acuerdas del día en que llegó a casa de tía Julia para pedir a Mucia?

—Sí. Lo recuerdo muy bien. Apestaba a perfume de rosas y parecía tan tonto como un potro en un sembrado. Ayer no se comportó así, ni mucho menos.

—Ha crecido un poco. Mucia era mayor que él. La atracción no es la misma. Julia tiene diecisiete años, y él ya tiene cuarenta y seis.

—César se estremeció—. ¡Mater, eso son casi treinta años de diferencia! ¿Estoy actuando con demasiada sangre fría? No quisiera ver a Julia desgraciada.

—No lo será. Pompeyo parece poseer el don de agradar a sus esposas mientras continúa enamorado de ellas. Nunca dejará de estar enamorado de Julia, pues ello representa para él la juventud perdida. —Aurelia se aclaró la garganta y se puso un poco roja—. Estoy segura de que eres un espléndido amante, César, pero vivir con una mujer que no sea de tu propia familia te aburre. A Pompeyo le gusta la vida de casado… siempre que la esposa se ajuste a sus ambiciones. No puede poner las miras en nadie por encima de una Julia.

No parecía querer mirar a nadie más elevada que una Julia. Si algo salvó la reputación de Pompeyo después del ataque de Catón, fue el resplandor que Julia le infundió mientras se paseaba por el Foro aquella mañana, después de haber olvidado por completo que había resuelto no volver a aparecer en público. Por el contrario, anduvo de acá para allá hablando con todo el que se presentaba, y era tan evidente que no le importaba la diatriba de Catón que muchos decidieron que la reacción del día anterior había sido solamente la impresión. Hoy no quedaba nada de rencor ni de vergüenza.

Julia ocupaba todo el interior de los ojos de Pompeyo; su imagen se reflejaba en todos los rostros que éste miraba. Niña y mujer en una sola. Y también diosa. ¡Tan femenina, con unos modales tan hermosos, nada afectada! ¿Le habría gustado él a la muchacha? Parecía que sí, aunque nada en su conducta podía interpretarse como una señal, como una seducción. Pero ella estaba prometida con Bruto, que no sólo era inexperto, sino además francamente feo. ¿Cómo podía soportar una criatura tan pura e inmaculada todos aquellos asquerosos granos? Hacía años que estaban prometidos, naturalmente, así que no había sido ella quien había elegido ese matrimonio. En términos sociales y políticos era una unión excelente. Y también estaban los frutos producto del Oro de Tolosa.

Y aquella tarde, después de la cena en la
domus publica
, Pompeyo tuvo en la punta de la lengua pedírsela a César en matrimonio, a pesar de Bruto. ¿Qué le hizo contenerse? Aquel viejo temor a rebajarse a los ojos de un noble tan patricio como Cayo Julio César. El cual podía entregar a su hija en Roma a quien quisiera. Y se la había entregado a un aristócrata de influencia, riqueza y linaje. Los hombres como César no se paraban a pensar qué pudiera sentir la muchacha, o a tener en cuenta lo que ella desease. Lo mismo, suponía Pompeyo, que le ocurría a él. Su propia hija estaba prometida a Fausto Sila solamente por un motivo: Fausto Sila era producto de la unión entre un patricio, Cornelio Sila —el más grande que había habido en la familia—, y la nieta de Metelo Calvo, el Calvo, hija de Metelo Dalmático, que primero había sido esposa de Escauro, príncipe del Senado.

¡No, César no desearía romper un contrato legal con un Junio Bruto adoptado por los Servilios Cepiones para entregar a su única hija a un Pompeyo de Picenum! A pesar de morirse de ganas de pedirla, Pompeyo nunca la pediría. Así que sintiendo un amor tan profundo como el océano e incapaz de sacarse a aquella diosa de la cabeza, Pompeyo partió para Campania por asuntos propios del comité de tierras y no logró casi nada. Ardía por ella; la deseaba como no había deseado a nadie antes en toda su vida. Y el día después de su regreso a Roma asistió a una nueva cena en la
domus publica
.

¡Sí, ella se alegró de verle! En aquel tercer encuentro ya habían llegado a la etapa en que Julia le tendía la mano esperando que él se la besase ligeramente, y se sumían inmediatamente en una conversación que excluía a César y a su madre, los cuales evitaban mirarse a los ojos para que no les diera la risa. La cena fue transcurriendo hacia su fin.

—¿Cuándo te casas con Bruto? —le preguntó entonces Pompeyo en voz baja.

—En enero o en febrero del año que viene. Bruto quería casarse este año, pero
tata
le dijo que no. Tengo que tener cumplidos los dieciocho.

—¿Y cuándo cumples dieciocho?

—En las nonas de enero. —Estamos a principios de mayo, así que faltan ocho meses.

A Julia le cambió la expresión del rostro, y una mirada de desconsuelo le asomó a los ojos. Pero pudo responder con absoluta compostura.

—No es mucho tiempo.

—Amas a Bruto?

Aquella pregunta provocó un pequeño pánico interior, que se reflejó en la mirada de Judia, porque ésta no podía —¿no podía?— mirar hacia otra parte.

—Él y yo somos amigos desde que yo era pequeña. Aprenderé a amarle.

—¿Y si te enamoras de otro?

Julia parpadeó para borrar lo que parecía ser humedad que le empañaba los ojos.

—No puedo permitir que eso ocurra, Cneo Pompeyo.

—¿No crees que podría ocurrir a pesar de las resoluciones que tú tomes?

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