Las mujeres de César (122 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Los dos, novia y novio, tenían que llevar diez testigos, lo cual era una dificultad cuando se suponía que la ceremonia tenía que ser secreta. Pompeyo resolvió el dilema reclutando a diez clientes picentinos que estaban de visita en la ciudad, y César pudo contar con Cardixa, Burgundo, Eutico —hacía muchos años que todos ellos eran ciudadanos romanos— y las seis vírgenes vestales. Como el rito era
confarreatio
tuvo que hacerse un asiento especial juntando dos sillas y cubriéndolas con una piel de oveja; tanto el
flamen Dialis
como el pontífice máximo tenían que estar presentes, lo cual no fue problema, porque César era pontífice máximo y había sido
flamen Dialis
—no podía haber ningún otro hasta después de la muerte de César—. Y Aurelia, que era el décimo testigo por parte de César, actuó de
pronuba
, la dama de honor.

Cuando llegó Pompeyo vestido con la toga triunfal de color púrpura bordada en oro y la túnica triunfal con bordados de palmeras debajo de la toga, el reducido grupo suspiró sentimentalmente y lo acompañaron hasta el asiento de piel de oveja, donde ya estaba sentada Julia, cuyo rostro estaba oculto por el velo.

Acomodado al lado de ella, Pompeyo aguantó con resignación los pliegues de un enorme velo de color llama que ahora César y Aurelia tendieron por encima de las cabezas de ambos; Aurelia les cogió la mano derecha a cada uno y las ató con una correa de cuero color llama, que era lo que los unía en realidad. Desde aquel momento estaban casados. Pero uno de los pasteles sagrados hechos con espelta tenía que romperse, y el novio tenía que comerse una mitad y la novia la otra, mientras los testigos declaraban solemnemente que todo estaba en orden, que ahora eran marido y mujer.

Después de lo cual César sacrificó un cerdo en el altar y dedicó todas las partes suculentas a Júpiter Farreo, que era el aspecto de Júpiter responsable del crecimiento fructífero del trigo más viejo, y por ello, como el pastel nupcial de espelta se había hecho con eso, también era el aspecto de Júpiter responsable de los matrimonios fructíferos. Ofrecerle todo el animal complacería al dios y alejaría la mala suerte de casarse en mayo. Ningún sacerdote ni ningún padre había trabajado jamás tan duramente como César para exorcizar los malos agüeros de casarse en mayo.

El banquete fue alegre, el pequeño grupo de invitados estaba contento porque era evidente la felicidad de los novios; Pompeyo estaba radiante, no le soltaba la mano a Julia. Después fueron caminando desde la
domus
publica
hasta la extensa y deslumbrante casa de Pompeyo, situada en las Carinae, y Pompeyo fue apresurándose a ir delante para prepararlo todo mientras tres niños acompañaban a Julia y a los invitados de la boda. Cuando llegaron, Pompeyo estaba esperando en el umbral para traspasarlo con la novia en brazos; dentro estaban las cacerolas de fuego y agua, a las cuales la condujo él y estuvo contemplando a Julia mientras ésta pasaba la mano derecha por las llamas y luego por el agua sin herirse. Ella era ahora el ama de la casa, la que mandaba en el fuego y en el agua de Pompeyo. Aurelia y Cardixa, que sólo se habían casado una vez, la llevaron a la habitación en la que estaba la cama, la desnudaron y la pusieron en el lecho.

Después de que las dos mujeres mayores se marcharon, la habitación quedó muy silenciosa; Julia se sentó en la cama y entrelazó las manos alrededor de las rodillas; una cortina de cabello le caía a cada lado de la cara. ¡Aquello no era un cubículo de dormir! Era más grande que el comedor de la
domus publica
. Apenas había alguna superficie que no tuviera un toque de dorado, la combinación principal de colores era el rojo y el negro, los cuadros de las paredes consistían en una serie de paneles que representaban a diversos héroes y dioses en actitud sexual. Estaba Hércules —que necesitaba ser fuerte para transportar el peso de su pene erecto— con la reina Omphale; Teseo con la reina Hipólita de las Amazonas

—aunque ésta tenía dos pechos—; Peleo con Tetis, la diosa del mar

—él le estaba haciendo el amor a una parte inferior femenina cuya mitad superior era una sepia—; Zeus atacando a una vaca de aspecto afligido —Io—; Venus y Marte colisionando como barcos de guerra; Apolo a punto de penetrar a un árbol que tenía un nudo parecido a las partes femeninas —¿Dafne?

Aurelia era demasiado estricta como para haber permitido semejante actividad pictórica en su casa, pero a Julia, una joven de Roma, ni le resultaban poco familiares ni la consternaba aquella erótica decoración. En algunas de las casas que solía visitar el erotismo no se limitaba en modo alguno a los dormitorios. De niña la hacían reír, un poco avergonzada, luego le había resultado imposible relacionar aquello en modo alguno con Bruto y ella; como era virgen, aquel arte la intrigaba y le interesaba sin que tuviera una auténtica realidad.

Pompeyo entró en la habitación con la
tunica palmata
y los pies descalzos.

—¿Cómo estás? —le preguntó con ansiedad mientras se acercaba a la cama con tanta cautela como un perro a un gato.

—Muy bien —repuso Julia con solemnidad.

—Hum,… ¿está todo bien?

—Oh, sí. Estaba admirando las pinturas.

Pompeyo se sonrojó e hizo un gesto con la mano.

—Es que no tuve tiempo de hacer nada al respecto. Perdona —dijo en un murmullo.

—Sinceramente, no me importa.

—A Mucia le gustaban.

Pompeyo se sentó en su lado de la cama.

—¿Tienes que volver a decorar tu dormitorio cada vez que cambias de esposa? —le preguntó ella sonriendo.

Aquello pareció tranquilizar a Pompeyo, porque le devolvió la sonrisa.

—Resulta prudente. A las mujeres les gusta poner un toque personal en las cosas.

—Eso haré yo. —Le tendió la mano—. No estés nervioso, Cneo… ¿quieres que te llame Cneo?

Pompeyo le cogió la mano con firmeza.

—Me gusta más Magnus.

Julia movió los dedos dentro de la mano de él.

—A mí también me gusta. —Se volvió un poco hacia él—. ¿Por qué estás nervioso?

—Porque todas las demás sólo eran mujeres —dijo él al tiempo que se pasaba la otra mano por el pelo—. Tú eres una diosa.

A lo cual ella no respondió; estaba llena por primera vez de conciencia de poder; acababa de casarse con un romano muy grande y famoso, y él le tenía miedo. Aquello era muy tranquilizador. Y muy bonito. La excitación empezó a surgir en ella de un modo delicioso, así que se tumbó sobre las almohadas y no hizo nada más que mirar a Pompeyo.

Lo cual significa que él tenía que hacer algo. ¡Oh, esto era tan importante! La hija de César, descendiente directa de Venus. ¿Cómo habría actuado el rey Anquises cuando el Amor se manifestó en persona ante él y le dijo que él le agradaba? ¿Habría temblado también como una hoja? ¿Se habría preguntado si estaría a la altura de semejante tarea? Pero luego recordó a Diana entrando en la habitación y se olvidó de Venus. Aún temblando, se inclinó hacia ella y retiró el tapiz que cubría la cama y la sábana de lino que había debajo. Y miró a Julia, blanca como el mármol con tenues venas azules, con miembros y caderas delgados, la cintura pequeña. ¡Qué hermosa!

—Te amo, Magnus —dijo ella con aquella voz ronca que él encontraba tan atractiva—, ¡pero soy demasiado delgada! Te desilusionaré.

—¿Desilusionarme? —Pompeyo la miraba ahora fijamente a la cara mientras se le disipaba el terror que sentía de desilusionarla a ella. ¡Qué vulnerable! ¡Qué joven era! Bueno, ya vería ella hasta qué punto lo desilusionaba.

La parte externa de un muslo era lo que le quedaba más cerca a Pompeyo; llevó los labios hacia allí, y notó que la carne de Julia saltaba y se estremecía. Sintió que Julia le tocaba el cabello, y él, con los ojos cerrados, apoyó la mejilla en la pierna de ella y se subió poco a poco a la cama. Una diosa, una diosa… Besaría hasta el último pedacito de ella con reverencia, con un deleite casi insoportable, a aquella flor inmaculada, aquella joya perfecta. Las mechas de plata caían por todas partes, y le ocultaban los pechos. Mechón a mechón, Pompeyo las fue retirando, las colocó alrededor de ella y contempló, embelesado, los suaves y pequeños pezones de un color rosa tan pálido que se le fundían con la piel.

—¡0h, Julia, Julia, te amo! —exclamó—. ¡Mi diosa, Diana de la luna, Diana de la noche!

Ya habría tiempo de ocuparse de la virginidad. Hoy ella no conocería otra cosa que no fuera el placer. Sí, primero el placer, todo el placer que él pudiera proporcionarle con los labios, la boca y la lengua, con las manos y con su propia piel. Que ella supiera lo que el matrimonio con Pompeyo el Grande le depararía siempre: placer, placer y placer.

—Hemos establecido un hito —le dijo Catón a Bíbulo aquella noche en el peristilo de la casa de este último, donde estaba sentado el cónsul
junior
contemplando el cielo—. No sólo han repartido Campania e Italia como si fueran potentados del Este, sino que además ahora sellan sus impíos lazos con hijas vírgenes.

—¡Estrella fugaz, cuadrante izquierdo inferior! —le dijo Bíbulo al escriba que estaba sentado a cierta distancia de él esperando pacientemente para escribir los fenómenos estelares que su amo viera, con la luz de su diminuta lámpara enfocada sobre la tablilla de cera. Luego Bíbulo se levantó, dijo las plegarias que daban por concluida una sesión de contemplación del cielo y condujo a Catón al interior.

—¿Por qué te sorprende que César venda a su hija? —quiso saber Bíbulo, que no se había molestado en preguntarle a uno de los más empedernidos bebedores de Roma si quería agua en el vino—. Yo me había preguntado cómo lograría atar a Pompeyo a él. ¡Estaba seguro de que lo haría! Pero ésta es la mejor manera y la más inteligente. Se dice que ella es absolutamente exquisita.

—¿Tú tampoco la has visto?

—Nadie la ha visto, aunque sin duda eso cambiará. Pompeyo la exhibirá como un trofeo. ¿Qué edad tiene, dieciséis?

—Diecisiete.

—A Servilia no puede haberle hecho ninguna gracia.

—Oh, César también supo cómo arreglarlo con ella de un modo muy inteligente —dijo Catón mientras se levantaba para volver a llenar la copa— Le regaló una perla que vale seis millones de sestercios… y le pagó a Bruto los cien talentos de la dote de la muchacha.

—¿Dónde te has enterado de todo eso?

—Me lo ha dicho Bruto cuando ha ido a verme hoy. Por lo menos ésa es una buena cosa que César ha hecho por los
boni
. De ahora en adelante Bruto estará firmemente en nuestro bando. Incluso va anunciando que en el futuro no será conocido como Cepión Bruto, sino como Bruto.

—Bruto no nos será ni mucho menos de la misma utilidad que lo que una alianza matrimonial le proporcionará a César —dijo Bíbulo con aire lúgubre.

—De momento, no. Pero tengo esperanzas en cuanto a Bruto ahora que se ha liberado de su madre. La lástima es que no quiere oír una palabra en contra de la chica. Le he ofrecido a mi Porcia una vez que ella tenga edad para casarse, pero la ha rechazado. Dice que no va a casarse nunca. —Se bebió el resto del vino; luego Catón se dio la vuelta con las manos apretadas alrededor de la copa—. ¡Marco, me dan ganas de vomitar! ¡Ésta es la maniobra política más aborrecible y hecha con más sangre fría que he oído nunca! Desde que Bruto vino a verme he intentado mantener la mente clara, he intentado hablar de un modo racional… ¡pero ya no puedo más! ¡Nada que yo haya hecho nunca iguala esto! ¡Y a César le será útil, eso es lo peor!

—¡Siéntate, Catón, por favor! Ya te he dicho antes que le será útil a César. ¡Cálmate! No lo derrotaremos despotricando ni demostrando el asco que nos produce este matrimonio. Continúa como empezaste, racionalmente.

Catón se sentó, pero no antes de servirse un poco más de vino. Bíbulo puso mala cara. ¿Por qué bebería tanto Catón? Y no es que eso pareciera debilitarle; quizás fuera su manera de conservar las fuerzas.

—¿Te acuerdas de Lucio Vetio? —preguntó Bíbulo.

—¿El caballero al que César hizo golpear con las varas y luego regaló sus muebles a la escoria?

—El mismo. Ayer vino a verme.

—¿Y? —Ódia a César —dijo Bíbulo con actitud meditabunda.

—No me sorprende. El incidente hizo de él un hazmerreír.

—Me ofreció sus servicios.

—Eso tampoco me sorprende. Pero, ¿de qué puede servirte?

—Para meter una cuña entre César y su nuevo yerno.

Catón lo miró fijamente.

—Imposible.

—Estoy de acuerdo en que el matrimonio dificulta la cosa, pero no es imposible. Pompeyo es muy receloso de todo el mundo, incluido César. A pesar de Julia —dijo Bíhulo—. Al fin y al cabo, la chica es demasiado joven para ser un peligro de por sí. Agotará al Gran Hombre, entre sus exigencias físicas y las inevitables rabietas que cogen las hembras inmaduras. En particular si logramos animar a Pompeyo a que desconfíe de su suegro.

—La única manera de conseguirlo es haciendo creer a Pompeyo que César tiene intención de asesinarlo —dijo Catón volviendo a llenar la copa.

Esta vez fue Bíbulo quien se quedó mirándolo fijamente.

—¡Eso no lo haríamos nunca! Yo me refería a crear entre ellos cierta rivalidad política.

—Podríamos, claro que sí —dijo Catón asintiendo con la cabeza—. Los hijos de Pompeyo no son lo bastante mayores para sucederle en la posición que ocupa, pero César sí. Ahora que la hija de César está casada con él, muchos de los clientes de Pompeyo y de sus partidarios pasarían a César si él muriese.

—Sí, así sería probablemente. Pero, ¿cómo te propones meterle esa idea en la cabeza a Pompeyo?

—A través de Vetio —dijo Catón sorbiendo el vino más lentamente, que ya estaba empezando a hacerle efecto, puesto que era capaz de pensar con lucidez—. Y de ti.

—No sé adónde quieres ir a parar —dijo el cónsul junior.

—Antes de que Pompeyo y su nueva esposa se marchen de la ciudad, te sugiero que lo mandes llamar y le adviertas de que hay una conspiración en marcha para matarlo.

—Puedo hacer eso, sí. Pero, ¿por qué? ¿Para asustarlo?

—No, para alejar de ti las sospechas cuando salga a la luz el complot —dijo Catón sonriendo de un modo salvaje—. Un aviso no asustará a Pompeyo, pero lo predispondrá a creer que hay una conspiración.

—Ilumíname, Catón. Me gusta cómo suena esto —dijo Bíbulo.

Un Pompeyo idílicamente feliz se proponía llevar a Julia a Ancio a pasar lo que quedaba de mayo y parte de junio.

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