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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (49 page)

BOOK: Las mujeres de César
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La
domus publica
era extremadamente vieja y nunca había sufrido ningún incendio. Generaciones de acaudalados pontífices máximos habían invertido en ella dinero y cuidados a raudales, aun a sabiendas de que todo bien mueble que dieran, desde mesas preciosas hasta canapés egipcios, no podría sacarse de allí luego para beneficio de sus familias o herederos.

Como todos los edificios del Foro de la primera época de la República, la
domus publica
se alzaba formando un extraño ángulo con el eje vertical del propio Foro, porque en la época en que éste se había construido todos los edificios sagrados o públicos tenían que estar orientados entre norte y sur; el Foro, un declive natural, estaba orientado de nordeste a sudoeste. Edificios posteriores se erigieron en la línea del Foro, lo cual hacía que el paisaje fuera más ordenado y atractivo. Como uno de los edificios mayores del Foro, la
domus publica
también llamaba la atención, aunque no alegraba la vista. En parte oculta por la Regia y por las oficinas del pontífice máximo, la alta fachada de la planta baja estaba construida a base de bloques de toba sin enlucir y dotada con ventanas rectangulares; el piso alto, añadido por aquel estrafalario pontífice máximo que había sido Ahenobarbo, era una
opus incertum
de ladrillo con ventanas de arco. Una desgraciada combinación que sería ampliamente mejorada —por lo menos desde el aspecto frontal desde la vía Sacra— por medio de la adición de un apropiado e imponente pórtico y un frontón de templo. O eso creía César, que decidió en aquel momento cuál iba a ser su aportación a la
domus publica
. Era un templo inaugurado, por lo tanto no había ninguna ley que le impidiera hacer lo que se le había ocurrido.

En cuanto a la forma, el edificio era más o menos cuadrado, aunque tenía a cada lado un saliente que lo hacía más ancho. Detrás del edificio había un pequeño precipicio de treinta pies de altura que formaba las gradas inferiores del Palatino. En lo alto de aquel precipicio estaba la vía Nova, una calle muy frecuentada llena de tabernas, tiendas e ínsulas; un callejón recorría la parte trasera de la
domus publica
y daba acceso a la infraestructura de edificios de la vía Nova. Todas estas instalaciones se alzaban muy por encima del nivel del precipicio, de manera que las ventanas traseras de las casas de la vía Nova tenían una maravillosa vista de lo que ocurría en los patios de la
domus publica
. Y además bloqueaban por completo el sol por las tardes en la residencia del pontífice máximo y de las vestales.

Las vírgenes habían aceptado, lo cual significaba que la
domus publica
, que ya tenía el inconveniente de su bajo emplazamiento, con toda seguridad sería un lugar frío para vivir. El pórtico Margaritaria, una galería comercial rectangular de gran tamaño situada más arriba en la falda de la colina y orientada hacia el eje del Foro, lindaba de hecho con la parte trasera, a la que le rebanaba una esquina.

No obstante, ningún romano —ni siquiera uno tan lógico como César— encontraba nada raro en aquellos edificios de peculiar forma, a los que les faltaba una esquina aquí, o les sobresalía una protuberancia allá; lo que podía construirse en línea recta se construía en línea recta, y lo que tenía que rodear los edificios adyacentes que ya estaban allí, o desviarse a causa de linderos tan antiguos que los sacerdotes que los habían establecido se habían guiado probablemente por el camino trazado por un pájaro saltarín, se construía dando un rodeo. Si uno consideraba la
domus publica
desde ese punto de vista, en realidad no era muy irregular. Sólo enorme, fea, fría y húmeda.

Su escolta de clientes se detuvo con pavoroso respeto cuando César se acercó a largos pasos a las puertas principales, construidas con bronce fundido que recubría unos paneles esculpidos en los que se contaba la historia de Cloelia. En circunstancias normales estas puertas no se utilizaban, pues ambos laterales del edificio tenían sus propias entradas. Pero aquél no era un día cualquiera. Aquel día el nuevo pontífice máximo tomaba posesión de sus dominios, y aquél era un acto revestido de gran formalidad. César golpeó con fuerza tres veces con la palma de la mano derecha en la hoja derecha de la puerta, la cual se abrió inmediatamente. La superiora de las vestales le franqueó la entrada y le hizo una profunda reverencia; luego cerró la puerta y dejó fuera a la horda de clientes que suspiraban y tenían los ojos llorosos, los cuales ahora se preparaban para una larga espera en el exterior, y empezaban a pensar en comida y cotilleos.

Perpenia y Fonteya llevaban ya algunos años retiradas; la mujer que era ahora la jefa de las vestales era Licinia, prima camal de Murena y prima lejana de Craso.

—Pero tengo intención de retirarme en cuanto me sea posible —le explicó ésta a César mientras lo conducía por la curva rampa central del vestíbulo hasta otro juego de hermosas puertas de bronce que había al final de la misma—. Mi primo Murena se presenta para el cargo de cónsul este año, y me ha rogado que me quede como vestal jefe el tiempo suficiente para ayudarle en su campaña de solicitud de votos.

Licinia era una mujer llana y agradable, aunque no lo suficientemente fuerte como para cumplir con el cargo de forma adecuada, César lo sabía. Como pontífice había tenido trato con las vestales adultas durante años, y como pontífice había deplorado el destino que les tocó desde el día en que Metelo Pío el Cochinillo se había convenido en su
paterfamilias
. Primero Metelo Pío se había pasado diez años luchando contra Sertorio en Hispania, después había regresado mucho más envejecido de lo que le correspondía de acuerdo con su edad y no estaba de humor para preocuparse de seis mujeres a las que se suponía que había de proteger, supervisar, instruir y aconsejar. Y tampoco había servido de mucha ayuda su esposa, una mujer triste y pesimista. Y, tal como suelen ocurrir las cosas, ninguna de las tres mujeres que sucesivamente habían sido jefa de las vestales pudieron arreglárselas sin una firme guía. En consecuencia, el Colegio de las Vírgenes estaba en decadencia. Oh sí, el fuego sagrado se atendía rigurosamente, y las distintas festividades y ceremonias se habían llevado a cabo como era debido. Pero el escándalo de las acusaciones de impureza que les había hecho Publio Clodio todavía flotaba como un manto sobre las seis mujeres a las que se consideraba que habían de ser la personificación de la buena suerte de Roma, y a pesar de no ser ninguna de ellas lo bastante mayor como para estar en el colegio cuando aquello había ocurrido, no habían logrado salir del trance sin terribles cicatrices.

Licinia golpeó tres veces la puerta derecha con la palma de la mano derecha, y Fabia les franqueó la entrada al templo con una profunda reverencia. Allí, dentro de aquellas puertas sagradas e imponentes, las vírgenes vestales se habían reunido para saludar a su nuevo
paterfamilias
en el único terreno dentro de la
domus publica
que era común para los dos grupos de inquilinos.

Así que, ¿qué fue lo que hizo el nuevo
paterfamilias
? ¡Pues les dedicó una alegre sonrisa, muy poco religiosa, y se puso a caminar en medio de ellas en dirección a un tercer juego de puertas dobles que estaba situado en el extremo del fondo del escasamente iluminado salón!

—¡Fuera, chicas! —les dijo por encima del hombro.

En el helado recinto del jardín peristilo César halló un lugar resguardado donde tres bancos de piedra se alineaban uno al lado de otro en la columnata; luego —al parecer sin esfuerzo— levantó uno de los bancos y lo colocó mirando de frente a los otros dos. Se sentó en aquel banco con su hermosa toga a rayas escarlatas y púrpura, bajo la cual llevaba ahora la túnica de pontífice máximo, también a rayas de colores escarlata y púrpura, y con un desenfadado movimiento de la mano les indicó a las vestales que se sentasen. Se hizo un aterrorizado silencio durante el cual César repasó con la mirada a sus nuevas mujeres.

Objeto de las amorosas intenciones tanto de Catilina como de Clodio, Fabia era considerada la virgen vestal más linda desde hacía generaciones. Como era la segunda en veteranía, sucedería a Licinia cuando esa señora se retirase, lo que sucedería a no tardar. No tenía una perspectiva muy satisfactoria como superiora de las vestales; de haber estado el colegio inundado de candidatas cuando ingresó en él, no la habrían admitido de ninguna manera. Pero Escévola, que era el pontífice máximo en aquella época, no tuvo otra opción que reprimir su opinión de que se admitiera a una niña fea, y no le quedó más remedio que aceptar a aquella encantadora vástaga —aunque ahora enteramente adoptiva— de una de las más antiguas Familias Famosas de Roma, los Fabios. Extraño. Ella y Terencia, la esposa de Cicerón, eran hijas de la misma madre. Pero Terencia no poseía nada de la belleza ni de la dulzura de carácter de Fabia; aunque era con mucho la más inteligente de las dos. En el momento presente Fabia tenía veintiocho años, lo cual significaba que el colegio la conservaría durante ocho o diez años más.

Luego había dos de la misma edad, Popilia y Arruntia, ambas acusadas de impureza por Clodio, mencionando a Catilina. ¡Eran mucho más feas que Fabia, gracias a los dioses! Cuando las sometieron a juicio el jurado no tuvo dificultad para encontrarlas completamente inocentes, aunque entonces no tenían más que diecisiete años. ¡Una preocupación! Tres de aquellas seis vestales actuales se retirarían con un espacio de tiempo de dos años entre una y otra, lo cual dejaba al nuevo pontífice máximo la tarea de buscar tres nuevas pequeñas vestales que las sustituyesen. Sin embargo, para eso faltaban diez años. Popilia, desde luego, era prima cercana de César, mientras que Arruntia, de familia menos augusta, casi no tenía ningún lazo de sangre con él. Ninguna de las dos se había recuperado nunca del estigma de la supuesta impureza, lo cual hizo que estuvieran muy unidas y llevasen una vida muy retirada.

Las dos sustitutas de Perpenia y Fonteya eran aún niñas de edad muy parecida, once años.

Una de ellas era una Junia, hermana de Décimo Bruto e hija de Sempronia Tuditani. El motivo por el que había sido ofrecida al colegio a la edad de seis años no era ningún misterio. Sempronia Tuditani no podía soportar una rival en potencia, y Décimo Bruto estaba saliendo ruinosamente caro. La mayoría de las niñas llegaban bien provistas económicamente por parte de sus familias, pero Junia no tenía dote. Sin embargo, no fue un problema insuperable, pues el Estado siempre estaba bien dispuesto a contribuir con la dote de aquellas niñas cuyas familias no proporcionaran una. Sería muy atractiva cuando los dolores de la pubertad se le pasasen; ¿cómo podrían arreglárselas aquellas pobres criaturas en un entorno tan restringido y faltas de una madre?

La otra niña era una patricia procedente de una antigua familia, aunque algo venida a menos, una Quintilia que estaba muy gorda. Tampoco tenía dote. Aquello era indicio, pensó César con pesar, de la reputación que actualmente tenía el colegio: nadie que pudiera dotar a una niña lo suficientemente bien como para encontrarle un marido razonable estaba dispuesto a entregarla a las vestales. Y eso resultaba caro para el Estado, y también traía mala suerte. Desde luego les habían ofrecido a una Pompeya, a una Luceya, incluso a una Afrarúa, a una Lolia y a una Petreya; Pompeyo el Grande estaba desesperado por atrincherarse, sus partidarios picentinos y él dentro de las más reverenciadas instituciones romanas. ¡Pero incluso enfermo y viejo como había estado, el Cochinillo no había querido aceptar a ninguna de aquella calaña! Era preferible con mucho hacer que el Estado les proporcionase una dote a niñas con antepasados adecuados; o por lo menos con un padre que se hubiera ganado la corona de hierba, como Fonteya.

Las vestales adultas conocían a César casi tan bien como él las conocía a ellas, conocimiento adquirido en su mayor parte por la asistencia a banquetes oficiales y a actos celebrados dentro de los colegios sacerdotales; no se trataba, por lo tanto, de un conocimiento amistoso ni profundo. Algunas de las fiestas privadas que se celebraban en Roma podían degenerar en asuntos de demasiado vino y demasiadas confidencias personales, pero eso nunca sucedía con las fiestas religiosas. Los seis rostros que se hallaban vueltos hacia César contenían… ¿qué? Eso llevaría tiempo averiguarlo. Pero el carácter jovial y alegre de César había hecho que ellas perdieran un poco el equilibrio. Aquello era deliberado por parte de él; no quería que lo dejasen fuera de sus vidas ni que le ocultasen cosas, y ninguna de aquellas vestales había nacido siquiera cuando había habido por última vez un pontífice máximo joven en la persona del famoso Ahenobarbo. Era, pues, esencial hacerles creer que el nuevo pontífice máximo sería un
paterfamilias
a quien podían recurrir con toda confianza. Nunca habría una mirada salaz por parte de él, nunca la excesiva familiaridad ni el riesgo de que él fuera a tocarlas, nunca una insinuación por parte de él. Pero, por otra parte, tampoco habría, ni falta de comprensión, ni una excesiva actitud de guardar las distancias, ni ningún apuro.

Licinia tosió con nerviosismo, se humedeció los labios y se aventuró a hablar:

—¿Cuándo vendrás a vivir aquí,
domine
?

Desde luego, César era realmente el señor de las vestales, y ya tenía decidido que era conveniente que ellas se dirigieran siempre a él como tal. Él podía llamarlas chicas, pero ellas nunca tendrían ninguna excusa para considerarlo a él su hombre.

—Quizás pasado mañana —dijo César con una sonrisa al tiempo que estiraba las piernas y suspiraba.

—Quérrás que te enseñemos todo el edificio.

—Sí, y mañana otra vez, cuando traiga a mi madre.

Ellas no habían olvidadó que César tenía una madre altamente respetada, y no ignoraban todos los aspectos de la estructura de su familia, desde el compromiso de su hija con Cepión Bruto hasta las dudosas personas con quienes su casquivana esposa se relacionaba. La respuesta de él les indicó claramente cuál sería la jerarquía: su madre primero. ¡Eso era un alivio!

—Y tu esposa? —le preguntó Fabia, que privadamente consideraba a Pompeya muy hermosa y encantadora.

—Mi esposa no importa —repuso César con frialdad—. Dudo que la veáis nunca, pues lleva una ajetreada vida social. Pero lo que sí es seguro es que a mi madre le interesará todo. —Dijo esto último con otra de aquellas maravillosas sonrisas; se quedó pensando unos instantes y luego añadió—:
Mater
es una perla que no tiene precio. No le tengáis miedo, y no temáis hablar con ella. Aunque yo sea vuestro
paterfamilias
, hay rincones en vuestras vidas que preferiréis comentar con una mujer. Para eso hasta ahora habéis tenido, o bien que ir fuera de esta casa, o confinar tales conversaciones a hablar entre vosotras.
Mater
es una fuente de experiencia y una mina de sentido común. Bañaos en la una y ahondad en la otra. Ella nunca chismorrea, ni siquiera conmigo.

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