Las mujeres de César (46 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—Pues sí, ¿por qué no?

Labieno miró atentamente a César. Aquel hombre tenía muchas cosas que le resultaban atractivas. Sin embargo, aquella vena de frivolidad que podía aflorar a la superficie a la menor provocación era, en opinión de Labieno, un fallo. Nunca se sabía en realidad hasta qué punto César hablaba en serio. Aunque en aquellos momentos el rostro de César parecía bastante serio. Y Labieno también sabía, como la mayoría, que las deudas de César eran apabullantes. Ser elegido pontífice máximo le permitiría reforzar su crédito con los usureros. Labieno dijo:

—Imagino que quieres que se apruebe lo antes posible una
lex Labiena de sacerdotiis.

—Sí. Si Metelo Pío llegase a morir antes de que se cambie la ley, el pueblo quizás decidiera no cambiarla. Tenemos que ser muy rápidos, Labieno.

—Ampio se alegrará de poder sernos de ayuda. Y también el resto del colegio tribunicio, te lo puedo decir de antemano. Es una ley que está absolutamente de acuerdo con la
mos maiorum
, y eso es una gran ventaja. —Los oscuros ojos de Labieno se pusieron a lanzar destellos—. ¿Qué otra cosa tienes en mente?

César frunció el entrecejo.

—Nada que haga temblar la tierra, desgraciadamente. Si Magnus volviera a casa todo sería más fácil. La única cosa que se me ocurre para crear revuelo en el Senado es proponer un proyecto de ley que restaure los derechos de los hijos y nietos de los proscritos de Sila. No conseguirás que se apruebe, pero los debates serán ruidosos y habrá una gran asistencia.

Aquella idea, evidentemente, resultaba atractiva; Labieno sonreía ampliamente cuando se puso en pie.

—Me gusta, César. ¡Es una oportunidad para tirarle a Cicerón de esa cola que menea con tanto garbo!

—No es la cola lo que importa en la anatomía de Cicerón —comentó César—. La lengua es el apéndice que hace falta amputarle. Te lo advierto, te convertirá en carne picada. Pero si presentas los dos proyectos de ley a la vez, con ellos desviarás la atención del que realmente quieres que se apruebe, y si te preparas con mucho cuidado quizás hasta puedas conseguir cierto capital político gracias a la lengua de Cicerón.

El Cochinillo estaba muerto. El pontífice máximo Quinto Cecilio Metelo Pío, hijo leal de Metelo el Meneítos y amigo leal del dictador Sila, murió apaciblemente mientras dormía a causa de un padecimiento que fue debilitándole y desafió todo diagnóstico. Lucio Tucio, el médico de Sila, un reconocido lumbrera de la medicina romana, le pidió permiso al hijo adoptivo del Cochinillo para hacer la autopsia.

Pero el hijo adotivo del Cochinillo no era ni tan inteligente ni tan razonable como su padre; Metelo Escipión, hijo biológico de Escipión Nasica y de la mayor de las dos Licinias de Craso el Orador —la más joven de ellas era su madre adoptiva, esposa del Cochinillo—, era famoso sobre todo, por su altivez y sentido de su aristocrática idoneidad.

—¡Nadie va a manipular el cadáver de mi padre! —repuso entre lágrimas sin dejar de apretarle convulsivamente la mano a su esposa—. ¡Irá a las llamas sin mutilar!

El funeral, naturalmente, se llevó a cabo a expensas del Estado, y fue tan distinguido como el difunto objeto del mismo. El elogio corrió a cargo de Quinto Hortensio, quien lo pronunció desde la tribuna una vez que Mamerco, padre de Emilia Lépida, esposa de Metelo Escipión, hubo declinado tal honor. Todo el mundo se hallaba presente, desde Catulo hasta César, desde Cepión Bruto hasta Catón; no fue, sin embargo, un funeral que atrajera a las masas.

Y al día siguiente a aquel en que el Cochinillo fuera entregado a las llamas, Metelo Escipión celebró una reunión con Catulo, Hortensio, Vatia Isáurico, Catón, Cepión Bruto y el cónsul
senior
, Cicerón.

—He oído el rumor de que César piensa proponerse a sí mismo como candidato a pontífice máximo —dijo el afligido hijo con los ojos enrojecidos, pero ya sin lágrimas.

—Bueno, en realidad eso no es ninguna sorpresa —intervino Cicerón—. Todos sabemos quién tira de los hilos de Labieno en ausencia de Magnus, aunque en este momento no estoy seguro siquiera de que a Magnus le interese quién sea el que tire de los hilos de Labieno. La elección popular para escoger a los sacerdotes y a los augures no puede beneficiar a Magnus, mientras que a César le da la oportunidad que nunca hubiera tenido cuando el Colegio de los Pontífices elegía a su propio pontífice máximo.

—En realidad nunca eligió a su propio pontífice máximo —le dijo Catón a Metelo Pío—. El único pontífice máximo de la historia que no fue elegido, tu padre, fue nombrado personalmente por Sila, no por el colegio.

Catulo tenía otra objcción que hacer en contra de lo que había dicho Cicerón.

—¡Qué ciego puedes estar acerca de nuestro querido y heroico amigo Pompeyo Magnus! —espetó a Cicerón—. ¿ Crees que eso no es una ventaja para Magnus? ¡Venga ya! Magnus suspira por ser sacerdote o augur. Podría conseguir lo que anhela por medio de una elección popular, pero nunca mediante cooptación interna de ninguno de los dos colegios.

—Mi cuñado tiene razón, Cicerón —dijo Hortensio—. La
lex Labiena de sacerdotiis
le conviene muchísimo a Pompeyo Magnus.

—¡Que se pudra la
lex Labiena
! —gritó Metelo Escipión.

—No malgastes tus emociones, Quinto Escipión —le dijo Catón con voz ronca y átona—. Estamos aquí para decidir cómo impedir que César presente su candidatura.

Bruto estaba sentado; la mirada le iba de una a otra de aquellas caras enojadas, perplejo al no saber por qué le habían invitado a él a semejante reunión de personas mayores y de categoría. Se imaginaba que ello formaba parte de la guerra sin cuartel que el tío Catón libraba contra Servilia para controlarlo a él, Bruto, una guerra que, a medida que él se iba haciendo mayor, le asustaba y le atraía cada vez más. Desde luego, se le pasó por la cabeza la idea de que quizás, y gracias a su compromiso con la hija de César, aquellos hombres lo hubieran llamado con intención de hacerle preguntas acerca de César; pero a medida que avanzaba la conversación y nadie recurría a él para pedirle información, se vio obligado finalmente a llegar a la conclusión de que su presencia allí se debía única y exclusivamente a que ello servía para fastidiar a Servilia.

—Podemos asegurar tu elección en el colegio como pontífice ordinario fácilmente —le dijo Catulo a Metelo Escipión—, y convencer a cualquiera que se sienta inclinado a levantarse contra ti de que no lo haga.

—Bueno, supongo que eso ya es algo —dijo Metelo Escipión.

—¿Quién piensa presentarse en oposición a César? —preguntó Cicerón, otro miembro de aquel grupo que no sabía bien por qué lo habían invitado. Suponía que se debía a Hortensio, y que su función quizás fuera la de hallar alguna artimaña que pudiese impedir la candidatura de César. El problema era que él sabía muy bien que no cabía artimaña alguna. La
lex Labiena de sacerdotiis
no había sido redactada por Labieno, de eso estaba seguro. Su redacción llevaba el sello propio de la habilidad. Era hermética.

—Yo me presentaré en oposición a César —dijo Catulo.

—Yo también —afirmó Vatia Isáurico, que había estado callado hasta aquel momento.

—Entonces, como sólo diecisiete de las treinta y cinco tribus votan en las elecciones religiosas —intervino Cicerón—, tendremos que amañar los sorteos para asegurarnos de que vuestras dos tribus salgan elegidas, pero que no sea elegida la de César. Eso aumentará vuestras posibilidades.

—A mí no me parecen bien los sobornos —dijo Catón—, pero creo que por esta vez no nos queda más remedio que hacerlo así.

—Se dió la vuelta hacia su sobrino—. Quinto Servilio, tú eres con mucho el hombre más rico de todos los que nos encontramos aquí. ¿Estarías dispuesto a poner dinero para una causa tan buena?

A Bruto le brotó de pronto un sudor frío. ¡Así que aquél era el motivo! Se humedeció los labios; le dio la impresión de que estaban dándole caza.

—Tío, me encantaría ayudarte —repuso con voz temblorosa—. ¡Pero no me atrevo! Mi madre controla mi dinero, no yo.

La espléndida nariz de Catón se hizo más estrecha, los orificios nasales se convirtieron en dos ranuras.

—¿A los veinte años de edad, Quinto Servilio? —le preguntó a gritos.

Todas las miradas se posaron en él, asombradas; Bruto se encogió en la silla.

—¡Tío, por favor, intenta comprenderlo! —lloriqueó.

—Oh, ya lo comprendo —dijo Catón lleno de desprecio; y deliberadamente le volvió la espalda—. Parece, pues —añadió dirigiéndose al resto de los presentes—, que tendremos que sacar el dinero para los sobornos de nuestras propias bolsas. —Se encogió de hombros—. Como sabéis, la mía no es muy gruesa. Sin embargo, daré veinte talentos.

—Yo, en realidad, no puedo permitirme aportar nada —dijo Catulo con aire desgraciado—, porque Júpiter Optimo Máximo se me lleva hasta el último sestercio que me sobra. Pero de alguna parte sacaré cincuenta talentos.

—Yo otros cincuenta —ofreció secamente Vatia Isáurico.

—Yo, también cincuenta-dijo Metelo Escipión.

—Y yo, otros cincuenta —añadió Hortensio.

Ahora Cicerón comprendió perfectamente por qué estaba allí, y dijo con voz muy bellamente modulada:

—El estado de penuria de mis finanzas es lo suficientemente bien conocido como para que yo crea que esperáis de mí otra cosa que no sea un violento ataque de discursos contra los electores. Servicio que con muchísimo gusto prestaré.

—Entonces sólo queda decidir cuál de vosotros dos se presentará como oponente de César —concluyó Hortensio con voz tan melodiosa como la de Cicerón.

Pero al llegar a este punto la reunión se atascó; ni Catulo ni Vatia Isáurico estaban dispuestos a ceder en favor del otro, porque cada uno de ellos creía ciegamente que debía ser él el próximo pontífice máximo.

—¡Qué estupidez! —ladró Catón furioso—. Acabaréis por dividir los votos, y eso aumentará las posibilidades de César. Si uno de vosotros se presenta, es una batalla directa. Si sois dos se convierte en una batalla a tres bandas.

—Yo me presentaré —dijo Catulo con terquedad.

—Y yo también —insistió Vatia Isáurico beligerante.

Al llegar a este punto la reunión se disolvió. Magullado y humillado, Bruto dirigió sus pasos desde la suntuosa morada de Metelo Escipión hacia el apartamento, exento de toda pretensión, de su prometida en Subura. Realmente no había ningún otro sitio adonde quisiera ir, pues tío Catón se había marchado apresuradamente como si su sobrino no existiera, y la idea de irse a casa con su madre y con el pobre Silano no le atraía lo más mínimo. Servilia le sacaría a la fucrza todos los detalles referentes a dónde había estado, qué había hecho, quién estaba allí y qué se proponía el tío Catón; y su padrastro simplemente se quedaría allí sentado como un muñeco de trapo al que le faltase la mitad del relleno.

Su amor por Julia crecía con el paso de los años. No dejaba de maravillarse ante la belleza de la muchacha, su tierna consideración hacia los sentimientos de él, su bondad, su viveza. Y su comprensión. ¡Oh, qué agradecido se sentía por esto último!

Así que fue a Julia a quien le soltó la historia de la reunión en casa de Metelo Escipión, y ella, persona queridísima y muy dulce, le escuchó con lágrimas en los ojos.

—Incluso Metelo Escipión tuvo que sufrir cierto grado de supervisión paterna —le dijo ella cuando Bruto terminó de contárselo—, y los demás son ya demasiado viejos para recordar cómo eran las cosas cuando vivían en casa con el
paterfamilias
.

—Silano no me preocupa —dijo Bruto, malhumorado, mientras luchaba contra las lágrimas—. ¡Pero le tengo un miedo tan terrible a mi madre! El tío Catón no le teme a nadie, y ése es el problema.

Ninguno de los dos tenía la menor idea de la relación existente entre el padre de Julia y la madre de él, como tampoco tenía ni idea, por supuesto, el tío Catón. Así que Julia no tuvo reparos en comunicarle a Bruto su desagrado por Servilia, y dijo:

—Lo comprendo muy bien, querido Bruto. —Se estremeció y se puso pálida—. Servilia no tiene compasión alguna, ni es consciente de su fuerza y de su poder para dominar. Creo que es lo bastante fuerte como para mellar las tijeras de Átropos.

—Estoy de acuerdo contigo —convino Bruto dejando escapar un suspiro.

Era hora de animarlo, de hacer que se sintiera mejor consigo mismo. Mientras sonreía y alargaba una mano para acariciarle los rizos negros que le llegaban hasta los hombros, Julia dijo:

—Opino que tú la manejas de una forma fantástica, Bruto. Te quitas de su camino y no haces nada que la moleste. Si el tío Catón tuviera que vivir con ella, comprendería mejor tu situación.

—El tío Catón ya vivió con ella —le indicó Bruto con aire lúgubre.

—Sí, pero cuando tu madre era una niña —dijo Julia sin dejar de acariciarle.

El contacto de la muchacha despertó en Bruto el impulso de besarla, pero no lo hizo; se contentó con acariciarle el dorso de la mano cuando Julia se la retiró del cabello. No hacía mucho que Julia había cumplido trece años, y aunque su feminidad se ponía de manifiesto ahora por dos exquisitos y puntiagudos bultos dentro del seno del vestido, Bruto sabía que ella aún no estaba preparada para los besos. Además él estaba imbuido de un sentido del honor que procedía de sus lecturas de escritores latinos conservadores, como Catón el Censor, y era de la opinión de que estaba mal estimular una reacción física en la muchacha, reacción que acabaría por hacerles incómoda la vida a ambos. Aurelia confiaba en ellos y nunca supervisaba sus encuentros, por lo tanto él no podía aprovecharse de aquella confianza.

Desde luego habría sido mejor para ambos si lo hubiera hecho, porque entonces la creciente aversión sexual de Julia hacia él habría salido a la superficie a una edad lo suficientemente temprana como para que la rotura del compromiso fuera un asunto más fácil. Pero como Bruto no la tocaba ni la besaba, Julia no encontraba ninguna excusa razonable para acudir a su padre y suplicarle que la liberase de lo que ya sabía que iba a ser un matrimonio espantoso, por mucho que se esforzase en ser una esposa obediente.

¡El problema era que Bruto tenía tantísimo dinero! Ya era bastante feo ese asunto cuando se firmó el compromiso, pero era cien veces peor ahora que él había heredado también la fortuna de la familia de su madre. Como todo el mundo en Roma, Julia conocía la historia del Oro de Tolosa, y lo que habían adquirido con ello los Servilios Cepiones. El dinero de Bruto sería de gran ayuda para su padre, César, de eso no cabía duda. Avia decía que era su deber como hija única hacer que la vida de su padre en el Foro fuera más prestigiosa, hacer que aumentase su
dignitas
. Y sólo había un modo de que una muchacha pudiera hacer eso: tenía que casarse con alguien que tuviese tanto dinero e influencia como fuera posible. Puede que Bruto no fuera la idea que las chicas tenían de la dicha marital, pero en lo referente al dinero y a la influencia no tenía rival. Por eso ella estaba dispuesta a cumplir con su deber y a casarse con un hombre que ella, sencillamente, no deseaba que le hiciera el amor.
Tata
era más importante.

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