Las puertas templarias (2 page)

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Authors: Javier Sierra

BOOK: Las puertas templarias
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El arrollador triunfo de aquella primera cruzada iba a resultar decisivo. Mucho más de lo que el Papa o los reyes europeos habían previsto.

Sea como fuere, sólo él y ocho hombres más, todos mucho mayores que Jean, recibieron el manto pálido que en adelante les distinguiría como los primeros guerreros del ejército más particular que vieran los siglos: el de los Pobres Caballeros de Cristo.

En Troyes, Jean conoció a Godofredo de Saint Omer —un gigante de barbas blancas y mirada cálida que ahora bajaba la vista mientras el conde le impartía su bendición—, a Andrés de Montbard —tío de otro adolescente que pronto despuntaría como un religioso feroz e implacable al que se conocería como Bernardo de Claraval y que terminaría en los altares—, a Foulques de Angers —un anciano saco de huesos que aún echaba fuego por los ojos— y a tantos otros guerreros de probado valor que le rodeaban en aquel lance.

También allí, en la misma capilla privada de Troyes, el joven Jean se tropezó por primera vez con un desigual grupo de soldados, la mayoría cruzados que ya habían cumplido el sueño de hincar su rodilla ante la tumba de Nuestro Señor Jesucristo, que también recibieron entonces sus mantos negros o de buriel en señal de pertenencia a la nueva milicia de De Payns.

Pero ¡cómo pasa el tiempo! ¡Y cuánto envidiaba ahora a aquellos hombres sin responsabilidad ni noción alguna de lo que estaba sucediendo!

Es conveniente repetirlo: siete largos años habían transcurrido ya desde esa remota ceremonia de admisión, escueta y prudente. El capellán de entonces, un hermano del caballero Hugo, bendijo los aperos de Jean de Avallon y le ungió con la señal de la cruz antes de recomendarle que rindiera todo su ser a la sagrada misión que, tarde o temprano, iba a encomendársele. Fue una «señal» más. De hecho, el joven caballero nunca terminó de entender aquello de la «sagrada misión» hasta que, recién comenzado el séptimo invierno de campaña en Jerusalén, durante las tareas de restauración de
Haram es-Sharif
o «el noble santuario» como llamaban los árabes al antiguo recinto del Templo de Salomón, un aviso sorprendió a los allá destinados.

Al de Avallon la noticia le llegó mientras desenterraba un enorme arcón de piedra cerca de la llamada Cúpula de la Cadena, unos metros al este de la impresionante mezquita conocida como La Roca. Trabajaba a destajo desde hacía meses despejando las antiguas cuadras del rey Salomón, pero llevaba casi tres semanas empeñado sólo en arrastrar aquel pesado cofre a la superficie.

Fue a primera hora de la mañana. Uno de sus sargentos, el responsable de la farmacia, un tal Renard, descendió al túnel para darle la nueva: «Mi señor —tosió bajo la nube de polvo que levantaron sus botas en el subterráneo—, nuestro maestre Hugo ha recibido un mensaje urgente desde Francia. Os ruega que acudáis cuanto antes al capítulo». «¿Sabéis de qué se trata?», preguntó el caballero. «No. Pero debe de ser algo grave. Acudid presto.»

Cuántos recuerdos.

Hugo de Payns, en efecto, a eso de la hora tercia
[4]
de aquel mismo día, celebró una reunión extraordinaria del capítulo en la antigua mezquita de Al Aqsa, donde su majestad Balduino II había tenido instalada su escuálida corte hasta hacía bien poco. Él era un hombre calculador, que disimulaba su ansiedad con un verbo pausado, padre de una gran familia y extraordinariamente leal a los suyos. No se anduvo, pues, con rodeos. En el interior de Al Aqsa, rodeado de columnas de mármol desnudas de casi seis metros de altura, y al amparo del eco de sus muros vacíos, informó a sus hombres que el conde de Champaña, otro Hugo de ilustre linaje que había financiado los primeros momentos de la nueva Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, estaba próximo a llegar a Jerusalén para unirse a su «cruzada secreta».

«La sombra del Mal está más cerca que nunca de nosotros —sentenció el De Payns con un gesto severo, que denotaba lo delicado del momento. En realidad, leía del mensaje que acababa de recibir—. Nuestro amado conde está inquieto por ello; no duerme ni comulga en paz desde hace meses y ha tomado la dolorosa decisión de abandonar sus posesiones, esposa e hijos, para acompañarnos en nuestra primera batalla verdadera: la que estamos a punto de librar contra el más poderoso enemigo que existe sobre esta tierra.»

El anuncio del caballero De Payns, como tantas otras cosas que sucedieron entonces, pronto se revelaría rigurosamente exacto.

TEMPLUM DOMINI
[5]

La «Bestia», en efecto, se desencadenó la madrugada del 23 de diciembre del año del Señor de 1125. Pero su ira fue breve.

Vayamos por partes.

Antes del alba, y siguiendo las precisas instrucciones dadas por Hugo de Payns la noche precedente, los nueve de los mantos blancos se introdujeron en el recinto del Templo a través de la Puerta de los Algodoneros, abierta casi en el centro de su muro occidental. Desprovista de vigilancia alguna, la entrada de aquel grupo de nobles no llamó la atención de nadie.

Jerusalén, a esas horas, disfrutaba de sus únicos momentos de quietud del día. No había mercaderes en las esquinas, ni aguadores, panaderos o soldados. Es más, los templos y lugares de devoción estaban también cerrados a cal y canto como medida de seguridad contra mendigos y maleantes. La ciudad, pues, parecía tan vacía como el vecino valle de Josafat.

Se dirigieron a buen paso hacia las escaleras que ascienden hasta la plataforma donde se levanta la llamada Cúpula de la Roca, y sin apenas tiempo para echar un vistazo a los primeros destellos del sol que se clavaban sobre su cimborrio de cobre, treparon por ellas.

—¿Conocéis la leyenda árabe de este lugar, joven Jean?

Andrés de Montbard, el fornido guerrero borgoñón nacido en las mismas riberas del río Armancon, susurró su pregunta a Jean de Avallon mientras se aproximaban a la Puerta del Paraíso, al norte del recinto. El caballero, sorprendido, meneó la cabeza.

—¡Válgame Dios! —bramó el de Montbard, conteniendo su torrente de voz— ¿No habéis salido de vuestro agujero en todo este tiempo? Excavar y excavar, ¿a eso os dedicáis únicamente?

—No, pero...

—¡No hay excusas! Deberíais saber que el conde Hugo en persona, durante su primer viaje a Jerusalén con la cruzada de 1099, fue el único cristiano que se preocupó por averiguar qué había de verdad en la leyenda que decía que el profeta Mahoma había viajado hasta este preciso lugar en una sola noche. De eso sí habréis oído hablar, ¿verdad?

Jean de Avallon asintió.

La silueta rechoncha del borgoñón gesticulaba como un fauno chiflado a su alrededor. Caminando en cuclillas y silbando como una serpiente le explicó cómo los sarracenos creían que el Profeta llegó a Jerusalén volando desde La Meca a lomos de una burra mágica a la que llamó
Al-Baraq,
que quiere decir «relámpago». Una montura todopoderosa, de crines de fuego y ojos iridiscentes, enviada por Alá en persona.

—¿Un relámpago? —los ojos del joven se abrieron como platos.

—Bueno —tosió Montbard para aclarar la garganta igual que hacían los trovadores en Francia—, lo poco que sé es lo que rumoreaban los cruzados: que Mahoma se encontraba en aquel entonces en una situación muy delicada porque su esposa Khandiya acababa de morir y su tío Abu Taleb también. Al parecer, en medio de su dolor, una noche se le apareció el arcángel Gabriel vestido con una túnica de estrellas, invitándole a venir hasta aquí. ¿Qué os parece? Su piel centelleaba como el rayo y, como a la burra, era imposible mirarle a la cara sin quedarse ciego.

—¿Y le dijo para qué quería llevárselo de La Meca?

—Deseaba mostrarle algo que le consolaría y le daría fuerzas para terminar con éxito su misión. Quería convencerle de que su esposa y su tío estaban más vivos que nunca, en el Paraíso. Y hasta dicen que Gabriel lo subió a lomos de
Al-Baraq
y lo acompañó sobre aquella prodigiosa montura justo hasta este templo.

—¿Éste?

Jean no salía de su asombro siguiendo las explicaciones del caballero.

—Así es, joven amigo —volvió a musitar—. Aquí le aguardaban Abraham, Moisés y Jesús para confirmarle que él, hijo predilecto del clan de los Hasim, era también el heredero legítimo de un largo linaje de profetas.

—Parecéis creeros esa historia a pies juntillas, Montbard.

El borgoñón, que aún hablaba en voz baja, como si temiera ser escuchado por el resto, se detuvo a pocos pasos de la escalera de acceso a La Roca para recuperar el resuello. Estaba demasiado gordo para hablar, saltar, actuar y caminar a la vez.

—¡Es glorioso! —jadeó—. ¡No sabéis nada! ¡No tenéis ni idea de la historia de este lugar pero estáis aquí, con nosotros! ¿Por qué se os reclutó?

Antes de que Jean de Avallon pudiera protestar siquiera a aquellos insolentes comentarios, Monfort le detuvo.

—¡No me lo digáis! Yo os lo explicaré todo. Que Mahoma viera o no en este templo a los patriarcas bíblicos y a Nuestro Señor realmente no nos incumbe. Lo que verdaderamente importa ahora, lo que interesó a nuestro señor conde, es lo que le ocurrió después al Profeta.

—¿Después?

—¡Pues claro! —bramó—. Tampoco oísteis nada de eso, ¿verdad?

Jean comenzaba a sentirse como un perfecto estúpido. ¿Por qué nadie le había puesto al corriente de aquellos retazos de historia de los que presumía Montbard? ¿Tenía acaso que ver con la discreción con la que se trataban entre sí los caballeros más veteranos? ¿Explicaba esa actitud la prohibición de que ningún caballero entrase solo en la Cúpula de la Roca sin autorización expresa de Hugo de Payns?

—Escuchadme bien —prosiguió Montbard en tono confidencial—. Dicen que alguien, desde el cielo, lanzó sobre La Roca que pronto veréis una escalera hecha por entero de luz, y que ésta se ancló sobre la que aquí llaman la piedra de
Yaqub
[6]
. Por ella Mahoma trepó a los cielos, los recorrió de arriba abajo, y se maravilló de lo grande y perfecta que es la creación de Dios.

—¿Y decís que partió desde aquí a semejante viaje?

—Así es.

—¿Y regresó?

—Sí, con gran sabiduría. Y muy equivocado tendría que estar, mi querido hermano, si algo relacionado con esa escalera no fuera la razón última por la que hemos sido convocados aquí por nuestro señor conde. Después de la cruzada, él regresó a Francia pero encargó a Hugo de Payns que siguiera indagando en esa leyenda y encontrara la escala.

Jean de Avallon subió de tres o cuatro zancadas las escaleras porticadas que los árabes llamaban
mawazen
(las balanzas) y alcanzó en un suspiro la Puerta del Paraíso. Bajo su impresionante dintel turquesa y negro, uno de los sargentos de la Orden le tendió una antorcha encendida. Y después, otra a Montbard. Los dos eran los últimos en llegar.

—¿La veis? —le increpó el borgoñón nada más penetrar en las penumbras de aquel impresionante recinto octogonal.

—¿A qué os referís?

—A La Roca. ¿Qué va a ser? La tenéis a vuestra izquierda. Este corredor columnado sólo es un deambulatorio que rodea al único pedazo del monte Moriah que está al descubierto. Para los judíos ésta es la roca primordial en torno a la que Dios creó el mundo; sobre ella Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac, y aquí mismo fue también donde su nieto Jacob tuvo su visión de la
Scala Dei
por la que vio ascender y descender miríadas de ángeles.

Jean resopló de asombro.

—Lo que ignoro —titubeó Montbard— es por qué lleva tantos años cerrado este lugar a nuestros caballeros...

—Es más hermoso de lo que imaginaba.

—Lo es.

Mientras el eco de sus últimas palabras se diluía entre los pliegues del mármol y la pedrería circundante, Hugo de Payns, a la cabeza del grupo, hizo un exagerado ademán indicándoles dónde estaba el punto de destino. Situado en el flanco sureste de La Roca, la meta era un tosco agujero practicado en el suelo en el que apenas se dejaban ver unos peldaños excavados a cincel, sin pulir. Los escalones se perdían tierra adentro, y al fondo, al final de lo que parecía un breve y estrecho corredor, se intuía una acogedora luminosidad anaranjada.

Lo atravesaron sin pensar.

Al otro extremo, de pie, los esperaba impaciente el conde de Champaña. De unos cincuenta años bien cumplidos, rasgos severos, ojos marrones y una prominente nariz ganchuda que se encorvaba sobre sus barbas grises, Hugo de Champaña vestía un jubón y calzas inmaculadamente blancos.

—Pasad, pasad hermanos al interior de la cueva primigenia, al
axis mundi
de la cristiandad —les exhortó—. Dejad fuera vuestros prejuicios, y permitid que el espíritu de la Verdad os penetre.

Junto a él, también de pie, uno de los capellanes de su séquito sostenía un voluminoso ejemplar manuscrito de la Biblia. Era un mozo joven, con el pelo cortado según las exigencias del Cister, y al que ninguno de los caballeros había visto antes en la Casa de la Orden o en los capítulos de aquellos días.

Cuando Hugo de Payns entró tras Jean de Avallon en la cripta inacabada, el clérigo supo que la ceremonia debía empezar.

—Estamos todos —asintió el conde—. El sabio, el ingenioso, el astuto, el audaz, el temeroso de Dios, el loco, el generoso, el mago y el ignorante. Procedamos, pues, a abrir el camino hacia el Altísimo.

Y dicho esto, alzó el índice de su mano derecha dando a entender al clérigo que la ceremonia debía empezar.

—Lectura del sagrado
Libro del Génesis,
capítulo vigésimo octavo —dijo, mientras los caballeros se santiguaban mecánicamente—: «Jacob salió de Berseba y marchó a Harrán. Llegado a cierto lugar, pasó allí la noche porque el sol habíase ya puesto. Tomó al efecto una de las piedras del lugar, se la colocó por cabezal y se tendió en aquel sitio. Luego tuvo un sueño y he aquí que era una escala que se apoyaba en la tierra y cuyo remate tocaba los cielos, y ve ahí que los ángeles de Elohim subían y bajaban por ella».

Andrés de Montbard guiñó un ojo a Jean, que se había acomodado justo en el lado opuesto adonde se encontraba él. Pronto supo por qué.

—Proseguid, padre —ordenó el conde.

—He aquí, además, que Yahvé estaba en pie junto a ella y dijo: «Yo soy Yahvé, Dios de tu padre Abraham y Dios de Isaac. La tierra sobre la que yaces la daré a ti y a tu descendencia, y será tu posteridad como el polvo de la tierra, y te propagarás a poniente y oriente, a norte y mediodía, y serán benditas en ti y tu descendencia todas las gentes del orbe. Mira, Yo estaré contigo y te guardaré dondequiera que vayas y te restituiré a esta tierra, pues no te he de abandonar hasta que haya cumplido lo que te he prometido». Jacob se despertó de su sueño y exclamó: «¡Verdaderamente Yahvé mora en este lugar y yo no lo sabía!». Y cobrando miedo, dijo: «¡Cuan terrible es este sitio; no es ésta sino la Casa de Elohim y ésta la Puerta del Cielo!». —Y añadió—: Palabra de Dios.

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