Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
—Dios, te alabamos —respondieron los demás.
Mientras el capellán cerraba ceremoniosamente las escrituras y envolvía su libro en una tela de lino blanco inmaculado, el señor de la Champaña dio un paso adelante situándose en medio de la sala. Tras besar la cruz de plata que el cura llevaba colgada del cuello y doblar su rodilla frente a la custodia con el Cuerpo de Cristo que había ordenado bajar a la cueva poco antes, clavó su mirada en los caballeros.
—¿Veis esta losa de mármol en el suelo?
Bajo los pies de su señor se distinguía, efectivamente, una baldosa de veinte por veinte centímetros, muy pequeña, sin signo alguno grabado sobre ella.
—Es el lugar donde, según la Biblia, se posó la escala que vio Jacob —aclaró—. Exactamente el mismo punto sobre el que el rey David levantó el primer altar a Dios después de pecar gravemente de soberbia contra Él
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. Fue él el monarca que ordenó a Joab y todo su ejército que censaran a la población de Israel, desconfiando así de la promesa hecha por Yahvé a Jacob cuando le prometió que «tu descendencia será como el polvo de la tierra».
Hugo de Champaña miró los rostros serios de sus hombres y continuó.
—¿Es que no lo veis? Jacob primero y David después rezaron justo en este lugar, y fue aquí donde al padre del sabio Salomón se le apareció un ejército celestial que descendió por otra escala de luz y le mostró cómo debía ser el edificio que protegiera esta puerta de entrada a los cielos. ¡Estáis en la Puerta! ¡En el Umbral del Cielo! ¡En el
umbilicus mundi
que une este mundo con el otro!
—También Mahoma vio esa escala, señor... —Jean de Avallon, casi completamente oculto tras las anchas espaldas del flamenco Payen de Montdidier, se atrevió a interrumpir al conde.
—Así es, joven Avallon. Y en cierta medida, todos vosotros estáis aquí por esa razón. Cuando hace cuatrocientos años los sarracenos tomaron esta tierra y erigieron sobre la Roca de Moriah tan singular mezquita, sabían que estaban encerrando entre muros de piedra el secreto de la Escala. Fue durante el asedio de Antioquía, en el camino de Siria, cuando descubrí la terrible verdad...
—¿Terrible verdad? ¿A qué os referís, señor?
El conde Hugo volvió la cabeza, clavando su mirada en el gesto adusto de su fiel Godofredo. El gigante, con los brazos cruzados sobre el pecho como si fuera un Pantocrátor a punto de administrar justicia, le observaba expectante.
—Estuvisteis conmigo allá, ¿ya no lo recordáis?
—Claro, mi señor —protestó—. Pero no permanecí junto a vos todo el tiempo, porque dirigí uno de los escuadrones que vigilaron el sector oriental de la ciudad durante los nueve meses que duró nuestro sitio.
—Comprendo. Entonces faltasteis al parlamento que tuve con uno de los
sheiks
sarracenos que vinieron a negociar la paz con nuestras tropas. Se llamaba Abdul el-Makrisi y llegó a mi tienda acompañado de un viejo intérprete turco que nos explicó al príncipe Bohemundo y a mí lo peligroso que era que perseveráramos en nuestro asedio a su ciudad.
—¿Peligroso? ¿Osó amenazaros en vuestro propio terreno?
—No, mi fiel Saint Omer. Aquel sabio musulmán vino para advertirnos que Antioquía era una de las plazas fuertes que protegían la ruta hacia un lugar maldito que los cruzados debíamos evitar a toda costa. Se trataba de una de las siete torres que el mismísimo Diablo había hecho construir entre Asia y África, levantándolas en regiones tan remotas como Mesopotamia o las lindes de Nínive. El-Makrisi nos explicó que aquellas torres estaban en manos de los seguidores de cierto califa llamado Yezid, enemigo de su sultán, y abogados de la inocencia de Lucifer y su buena voluntad para con los hombres.
—¿Defendían a Lucifer?
—Aunque parezca increíble, así es. Los
yezidíes
creen que fue el único ángel con suficiente valor para cuestionar a un Dios colérico y justiciero como el de los judíos o el del Profeta.
—¿Y la «terrible verdad» de la que habláis?
—El-Makrisi nos reveló que una de esas torres de acceso al Infierno se erigió en Jerusalén, precisamente en este mismo lugar. Nos juró que los turcos tomaron la ciudad con la secreta intención de sellar esa entrada para siempre y auguró que si les echábamos de aquí, como sucedió, recaería sobre nosotros la responsabilidad de constituir una nueva estirpe de guardianes de la Puerta. De lo contrario, el Mal volvería a emerger por ella. Además, se nos dijo que al menos otras siete entradas se abrirían en Occidente, y que a nosotros nos correspondería sellarlas para siempre.
—¿Y qué pasó? —preguntó Jean de Avallon, que llevaba un rato escuchando sobrecogido.
—No hicimos caso. Tras algunas deliberaciones, tomamos Antioquía gracias a un traidor que nos tendió cuerdas y escalas desde una de sus almenas, y una vez dentro dimos muerte a todos y cada uno de sus habitantes. La justicia divina se impartió durante veinticuatro horas, sin interrupción ni piedad. Nuestras espadas no distinguieron entre ancianos, mujeres, niños o soldados, y al final del segundo día toda la sangre turca de Antioquía corría por sus calles. Y con ella los detalles sobre las Torres del Diablo de las que sólo conseguimos averiguar que formaban sobre la tierra la figura del Gran Carro celestial
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.
—¿Y después?
—Después vinimos a Jerusalén y comprobamos que, en efecto, el aviso de El-Makrisi era real. La terrible verdad estaba viva. ¡Viva! ¿Lo entendéis?
El conde cerró los ojos antes de continuar.
—Fue al llegar a este lugar cuando comprendí la responsabilidad que había caído sobre mí. También fue un 23 de diciembre, como hoy, cuando aquí abajo decidí fundar la Orden a la que pertenecéis y asumir la responsabilidad que adquirí al desoír a aquel sabio
sheik.
—Entonces —le atajó Godofredo—, en realidad nuestra misión no es la de guardar los caminos de los peregrinos, sino proteger la Puerta que hay al final de éste.
—Las Puertas, Godofredo. Las Puertas.
Jean de Avallon y los ocho hombres que estuvieron con el conde de Champaña esa madrugada en la cueva de La Roca, jamás terminaron de entender lo que sucedió a continuación. Fue algo que, sólo cuando pudieron reflexionar sobre ello lejos de Jerusalén y embarcados en las misiones que se les asignó, aceptaron como un hecho minuciosamente planeado por su señor.
Ocurrió así: Tras sus parcas explicaciones sobre la ubicación de las Torres del Diablo, el señor de la Champaña, solícito, ordenó a su capellán que avisase a algunos sirvientes a los que había apostado cerca del cubículo santo. Les dio algunas indicaciones precisas que ninguno escuchó y regresó después con sus caballeros para seguir con el oficio sagrado.
Así, mientras los guerreros atronaban la estancia entonando
Spiritus Domini Replevit Orbem Terrarum
(El espíritu del Señor impregna toda la Tierra), media docena de mancebos vestidos con ropa de vivos colores dispusieron junto a cada uno de los guerreros hermosas copas de piedra. Vertieron en ellas un vino fresco y aromático, y después se retiraron discretamente escaleras arriba.
—Bebed la Sangre de Cristo, hermanos, y juramentaos contra el Maligno ofreciendo vuestros filos a la protección de la Escala de Dios —dijo el conde alzando su copa y rozándola contra el techo bajo de la cueva.
Los caballeros imitaron el gesto. Tocaron piedra con piedra y bebieron tres, quizá cuatro veces más de aquel licor dulce. Después se dejaron inundar por una extraña sensación de bienestar que manaba de sus propias entrañas.
Gondemar de Anglure fue el primero en notar la bofetada de calor al ascender hasta el nivel de La Roca. Cuando abandonó la cueva había amanecido ya, pero aquel antiguo escribano salido del convento de Claraval para empuñar la espada, tembló de sorpresa. No sabría cómo describirlo con palabras; fue como si una de aquellas lenguas de fuego de las que hablaban los Evangelios en el episodio de Pentecostés acabara de posarse sobre su cabellera nada más emerger al recinto de la cúpula. Su vello se erizó, sus músculos perdieron súbitamente toda la fuerza y una especie de nube densa nubló sus sentidos.
Sin saber cómo ni por qué, su mente se iluminó. El entorno era hiperreal, lleno de contrastes y matices que jamás había visto. Después, una extraordinaria claridad se abrió paso entre sus confusas ideas, y hasta aquellos ininteligibles grabados en árabe que poblaban las paredes enjoyadas de la mezquita comenzaron a cobrar sentido para él. En cuestión de segundos, cada palabra, cada frase extraída del Corán y grabada en piedra, era misteriosamente comprendida por su mente.
¿Qué prodigio era aquél?
De rodillas, con los ojos fijos en el tambor que rodeaba la cúpula, e invadido de una gratitud sin límite, Gondemar comenzó a recitar maravillado:
—¡Oh, María! —bramó—. En verdad, Dios te anuncia la buena noticia de su Verbo. Su nombre es el Mesías Jesús, hijo de María, considerado en este Mundo e ilustre en el otro, y uno de los próximos a Dios...
—¡Es la
Sura
tercera! —asombrado, Hugo de Payns comenzó a notar que él también estaba a punto de perder el equilibrio.
—¿La
Sura
? —preguntó otro.
Su duda recibió una respuesta mecánica, insulsa, poco antes de que el senescal del conde cayera violentamente sobre sus rodillas.
—Tercer libro del Corán, versículo 40, hermano...
Qué espectáculo. Uno tras otro, los caballeros fueron dándose cuenta del prodigio que estaba produciéndose a su alrededor, y contagiados por un repentino fervor místico, se arrodillaron alrededor de Gondemar. Pero éste no estaba sumergido en trance alguno, ¡leía! Y Hugo, con los ojos húmedos, murmuraba casi imperceptiblemente aquellos mismos versos, siguiéndolos con la mirada alrededor de todo el perímetro de la bóveda filigranada. Era un milagro.
El conde fue el último en postrarse.
Lo increíble, no obstante, llegó instantes después. Un temblor persistente, acompañado de un zumbido parecido al que causarían cien mil abejas danzando alrededor de su reina, se extendió por todo el recinto. Venía de ninguna parte y de todas a la vez, pero tamizó la atmósfera del lugar haciéndola casi tangible.
Nadie permaneció ajeno a aquella mutación. Imposible. Desde el suelo, un estremecimiento agudo atravesó las botas de tafilete de los guerreros, y ascendió vertiginosamente por sus calzas hasta apoderarse de cada una de sus extremidades. Era un temblor constante, que encrespó sus cabellos y les hizo sentir un fuerte cosquilleo por todo el cuerpo.
Ninguno se movió.
No podían.
Y tampoco los sirvientes o los sargentos que habían sido apostados en varios de los rincones del octógono.
Después, sin anunciarse, llegó la luz. Un fogonazo fuerte, casi sólido, estalló frente a ellos, en la misma vertical de La Roca. Fue en un abrir y cerrar de ojos. El tiempo suficiente para que el zumbido se intensificara hasta el dolor y los congregados cayeran al suelo retorciéndose de angustia.
Duró poco. Como mucho, lo que se tarda en contar hasta diez. Y después, cuando el tormento se esfumó, un denso silencio se apoderó del lugar.
—¿Lo... visteis?
El conde fue el primero en quebrar aquella calma.
—Era una escala —murmuró uno de ellos.
—No. Ésa es la fuerza del Maligno. Sólo quien disponga de la coraza de la fe, resistirá... y vencerá. Ahora que ya lo sabéis, ¿deseáis aún continuar en esta Orden?
Jean, todavía encogido de dolor a pocos pasos del acceso al subterráneo, fue el primero en asentir.
Conmovido, el señor de la Champaña se acercó hasta él y, agachándose hasta colocarse a su altura, le murmuró en voz baja algo al oído:
—En ese caso, mi fiel Jean de Avallon, vos buscaréis las puertas de Occidente y sellaréis cada una de ellas con un templo. Serán obras tan magníficas, tan perfectas, que jamás dejarán entrever lo que ocultan. Y no os preocupéis, yo os serviré de guía.
Jean, con los ojos enrojecidos y húmedos, miró al frente, hacia La Roca ahora oscura y vacía. Meditó las palabras del conde, y tras guardárselas en el corazón, acertó a asentir en voz alta y clara, para que todos le oyesen.
—Acepto de buen grado vuestras órdenes, mi señor —dijo balbuceando—, y las acataré aunque en ello me vaya la vida. Ahora que he visto la
Verdad,
que Nuestra Señora proteja tan sagrada misión, amén.
—Amén —respondieron cuantos le oyeron, sin saber a qué.
Allí estaba otra vez.
El ERS-1
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se balanceó suavemente sobre su costado izquierdo, orientando de nuevo los paneles plateados hacia la tranquila superficie del planeta azul. Obedecía así a la última instrucción electrónica enviada desde la Tierra apenas unas décimas de segundo antes.
Su carcasa dorada centelleó mientras un silencio de espanto, el mismo que tantos astronautas han intentado describir al regreso de sus paseos espaciales, arropaba toda la maniobra como un manto protector.
La recreación por ordenador de aquel instante no dejaba lugar a dudas: con una majestuosidad envidiable, el satélite, dócil, acababa de inclinar veinte grados el eje del cajón rectangular que sujetaba sus delicados instrumentos. Sólo los paneles lisos de cerámica estampados con el emblema de la Agencia Espacial Europea, se contrajeron ligeramente extendiendo aquella ligera sacudida por todo el ingenio.
A las 13.35, hora GMT en punto, todo estaba otra vez dispuesto para que el «baile» se repitiese.
Quien más quien menos cruzó los dedos.
Pese a que la operación marchaba según el programa previsto por el equipo del profesor Monnerie, los técnicos sabían que aquél era el momento más delicado de toda la misión. Y se notaba. Una espesa nube de nicotina había engullido hacía un buen rato los monitores desde donde se seguía el ajuste orbital del satélite. De hecho, fue aquella niebla informe y seca lo primero que Michel Témoin respiró nada más entrar a la Sala de Control.
Allá dentro parecía de noche. El anfiteatro de tres gradas que rodeaba la gran pantalla mural desde la que se dominaban las órbitas del resto de satélites de la Agencia, estaba más atiborrado que de costumbre. Con las luces atenuadas, los monitores de las consolas encendidos y los miles de teclas multicolores resplandeciendo a la vez, el lugar parecía a punto de hervir.