Legado (16 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
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—¿Qué heridas ha sufrido? —preguntó la mujer mayor, comprensiva. Se llamaba Sulamit Faye-Chinmoi. Menuda y delgada, de manos arrugadas y huesos que sobresalían bajo la tez marfileña, concentró su atención en Larisa, la frente fruncida de preocupación.

—Aflicción y conmoción —respondió Larisa—. Traición.

—Agotamiento —añadió Thomas—. Días sin comida.

—¿Tienes fuerzas suficientes para contar tu historia?

Larisa puso los ojos en blanco y apretó la mandíbula.

—Ya la he contado. Me duele repetirla una y otra vez.

—Lo comprendemos —dijo la mujer mayor—. ¿Me reconoces, Larisa Strik-Cachemou?

—No.

—Yo te casé con tu esposo hace diez años.

—Entonces te maldigo.

La mujer se quedó de una pieza.

—Deberíamos presentarnos formalmente —dijo. Uno por uno, los miembros de la junta de ciudadanos dieron su nombre y domicilio. El varón más joven, un hombre de caderas anchas y hombros estrechos, rostro arrugado de nariz grande y ojos profundos y penetrantes, dijo que era de Jakarta, servidor de Calcuta por intercambio. Se llamaba Terence Ry Pascal, y parecía particularmente interesado en mí.

—Por favor, cuéntanos tu historia —dijo un hombre alto de dedos largos, cabello espeso y negro y grandes ojos azules, Kenneth du Chamet, un granjero del sur de la ciudad—. Y recuerda que, según el credo del Hombre Bueno y la ley de Lenk, todo ciudadano que habla ante una junta legítimamente reunida se encuentra bajo juramento sagrado.

Una vez asumido el juramento, nadie se sentirá libre de mentir, recordé. Sentí una imprevista punzada de consternación ante la certeza de que violaría ese juramento.

Larisa presentó su testimonio lenta y dolorosamente. Se irguió varias veces en la silla mientras contaba que su esposo se había reunido con los brionistas y se había marchado con ellos dos temporadas antes. Habló de los botes que habían regresado y de los soldados brionistas —usó el viejo término despectivo, «soldaters», acuñado poco después de la Muerte, diez siglos atrás— y sus palabras silbaron como el aire de un globo que se desinfla. Débil y agotada, se derrumbó en la silla, el rostro demacrado y cubierto de lágrimas.

—El alcalde rechazó al representante del general Beys. Yo me oculté cuando vinieron. Sabía que harían cosas terribles.

Irguiéndose, contó que había registrado la aldea sin encontrar ningún superviviente, que se había vuelto a esconder, y que había ido hacia el río a esperar embarcaciones. Allí había encontrado a las últimas víctimas: Nkwanno, su prima Gennadia y los otros dos. Describió mi aparición en el muelle.

—Apareció de golpe. Todo lo que decía era mentira.

Preguntó con rabia por qué los botes no habían llegado antes.

—Porque sólo nos alarmamos cuando pasó un día y medio sin que tuviéramos respuesta a nuestros mensajes por radio —dijo Faye-Chinmoi con voz hueca—. Normalmente nuestros barcos van allí cada cinco días.

—Ya se lo hemos explicado —murmuró Thomas.

—¡No me tratéis como a una chiquilla! ¡Soy un ser humano pensante! —estalló Larisa.

Yo aparté los ojos, sonrojándome. Me mortificaba su angustia, todo aquel procedimiento. ¿Por qué esta gente me afectaba tanto? Me sentía como si estuviese asistiendo a la Recuperación, viendo una época pasada de la historia: la adolescencia de la humanidad con todas sus trampas y celadas.

—¿Y tu historia, ser Olmy? —preguntó Kenneth du Chamet—. Tu nombre y domicilio, por favor. Y recuerda...

—Asumo el juramento —declaré—. Mi nombre es Olmy Ap Datchetong, nacido en Jakarta.

—¿Y cómo llegaste a Claro de Luna?

—Caminé. Estuve estudiando en la silva.

—Ser Thomas indica en su informe que afirmas haber estado dos años en la silva. ¿Es correcto?

—Sí.

—¿Enviado por qué institución?

—Fui por mi cuenta.

—¿Y estabas cualificado para llevar a cabo esa investigación? —preguntó Faye-Chinmoi.

Puse cara de desconcierto. No quería responder preguntas innecesarias.

—Tu educación.

—No veo qué importancia tiene.

La mujer miró a sus colegas, se inclinó hacia delante.

—Debes haber asistido a alguna institución después de la escuela Lenk.

—No. Soy independiente.

Pisaba terreno inseguro. ¿Cuánto había cambiado la sociedad divaricata desde la inmigración? ¿Aún eran tolerados los independientes, los que optaban por rechazar la educación formal?

—¿Presenciaste el ataque? —preguntó Faye-Chinmoi.

—No.

—¿Oíste lo que sucedía?

—Yo estaba a varios kilómetros del río.

Larisa se incorporó, y un mechón de pelo le cubrió los ojos.

—Estuvo en la silva unas horas como mucho. Vi que un reconocedor le tomaba una muestra. Y la llamó «bosque».

Du Chamet miró el cielo raso con exasperación.

—Debemos centrarnos en la aldea y en los episodios relacionados con el ataque —dijo.

Me interrogaron durante una hora más. Thomas escuchó atentamente mis respuestas, sin duda cotejándolas con las que le había dado a él.

—Tengo la sensación de que no nos dice toda la verdad —declaró Faye-Chinmoi al final—. Sin embargo, no existen pruebas que incriminen a nadie salvo a esos renegados, sean brionistas o no, y la única testigo ocular en ese sentido es ser Larisa Strik-Cachemou, y tal vez el tal Kimon Giorgios, si podemos encontrarlo. Entiendo que ser Olmy participó en la escaramuza habida con las naves brionistas, y que ayudó a salvar a la mayoría de los niños de la chalana que se hundía. Te expresamos nuestra gratitud, ser Olmy. Eres libre de irte, pero te pedimos que permanezcas en Calcuta y estés disponible para prestar testimonio nuevamente, hasta que te liberemos de esa obligación. Debemos mandar un informe por radio a Athenai y Jakarta. Estamos muy desperdigados en este planeta, en lo que a burocracia se refiere.

Larisa no me quitaba los ojos de encima.

—Creo —dijo Du Chamet— que tendremos que lograr ser más eficientes, y pronto. Éste es el noveno ataque contra Tierra de Elizabeth, y sin duda el más devastador, aunque el primero en nuestro distrito. Las ciudades de la costa norte han sufrido las incursiones más violentas. Son más accesibles que las ciudades y aldeas del Terra Nova.

Sulamit Faye-Chinmoi concluyó:

—Por primera vez tenemos prisioneros y podremos usarlos para negociar. No sé en cuánto nos beneficiará eso, pero si el general brionista Beys necesita niños tan desesperadamente, aún más debe necesitar soldados.

—¿Quién se quejará ante los brionistas? —preguntó Thomas.

Los ciudadanos se miraron, y al fin Du Chamet dijo:

—Me pondré en contacto con el administrador de distrito por medio de la radio del alcalde. Mañana embarcaremos a los prisioneros hacia Athenai.

Thomas me siguió hasta el pie de la escalera y la calle Mayor, que iba desde el río hasta el oeste de Calcuta. Vi postes altos en dirección al río, elevándose en una brecha entre una hilera de tiendas. Travesaños y cordajes cruzaban los postes. Comprendí que eran mástiles. Veleros en el puerto principal. Una cantidad bastante grande, a juzgar por el número de mástiles. Allí debía encontrarme con Randall. Por algún motivo desconocido aún para mí, algo instintivo, no quería explicárselo a Thomas.

—¿Adonde vamos ahora, ser Olmy? —preguntó.

—Se supone que debo quedarme aquí. Esa ha sido mi impresión.

Thomas cerró un ojo y se alisó la barba corta con su manaza.

—¿Pero qué harás aquí?

—Cuando esté libre, continuaré con mis estudios.

—¿Esperarás? ¿No desaparecerás en la silva?

—Pareces no estar satisfecho conmigo, ser Thomas, y no eres el único. Mi pobre madre tenía mayores aspiraciones para mí.

Thomas respondió a la ironía con una parca sonrisa.

—Mi madre quería que fuera granjero. Yo prefería cuidar a la gente, cerciorándome de que estuviera bien. Recientemente no lo he hecho. A decir verdad, ser Olmy, has demostrado más valor que yo. —Thomas se irguió y entrelazó las manos, estiró los brazos y se encogió de hombros—. Pórtate bien, ¿eh? Es todo lo que pido mientras estés aquí.

Le sonreí y le ofrecí la mano. Tal vez Thomas me gustaba por su suspicacia. Me recordaba a los instructores que había tenido en la Escuela de Defensa. Me estrechó la mano con firmeza.

—Me portaré bien —dije.

Thomas me siguió con la mirada. Cuando me había alejado unos metros, murmuró:

—No eres lo que dices ser, Olmy. No sé qué te propones, pero lo averiguaré.

Quería conocer mejor Calcuta antes de reunirme de nuevo con Randall. No creía que pudiera perderme en pleno día. Anduve por las calles adoquinadas, entre tiendas y casas pintadas de blanco, gris claro y amarillo, oliendo el polvo y el aroma de jengibre del lizbú. Caminé junto a una carretera larga y recta flanqueada por casas, estructuras bien mantenidas cuyos porches y terrazas habían adquirido el color del trigo a la intemperie, con capas de lizbú incrustadas en sencillos diseños florales.

No había indicadores ni mapas. Calcuta no estaba construida para forasteros. Almorcé en un restaurante pequeño y oscuro al final de la calle Mayor. La cocinera y camarera, una joven delgada que se contemplaba en la pequeña luna del establecimiento, me describió el menú: tres clases de pan que habían horneado esa mañana, cerezas de Liz y pasta de bejuco —ambas de epidéndridas, formas adenopbora y ampelopsis— y buñuelos fritos de algo que llamaban vellosa. Pedí buñuelos y pan y una cereza de Liz. Ella estudió mi billete un buen rato, frunció el ceño y fue a buscar mi comida.

El pan era como una esponja, pero sabía bien. La cereza de Liz era demasiado picante, con ese gusto agrio propio de todos los frutos de fítido. Algunos fítidos creaban paquetes nutritivos para los vástagos móviles en sus viajes largos, y solían tomarse como fruta en la Zona de Elizabeth. Las cerezas de Liz se contaban entre las más comunes. No eran muy nutritivas, pero contenían azúcares aprovechables, algunas vitaminas y pocos alérgenos y toxinas.

Después de comer me detuve en un pequeño parque a orillas del río y me senté en un banco de piedra. Saqué la pizarra de Nkwanno y regresé a la historia de los años posteriores al Cruce.

La historia continuaba:

Algunos de los que vinieron con Lenk a Lamarckia empezaron una importante conspiración. No se sabe cuándo comenzó, ni qué dimensiones tenía, pero se supone que se originó en Thistledown, y que quizá varios cientos de conspiradores se sumaron a la expedición secreta de Lenk. Veían Lamarckia como una oportunidad para ellos. Seguirían a Lenk, fingirían lealtad, pero tenían sus propios planes y objetivos.

Al llegar a Lamarckia, la conspiración no tenía fuerza. Sus miembros y facciones no se ponían de acuerdo sobre metas específicas. Pensaban que Lamarckia les pertenecería, pero nadie podía decidir de qué injerto nacería el nuevo árbol. Lo que se decidió desde un principio, al parecer, fue que Lenk no era adecuado para gobernar.

A los pocos años del Cruce, la mayoría de las ramas desistieron de sus ambiciosos planes, desalentadas por la extrema dificultad de mantener conspiraciones dentro de una conspiración mucho más amplia y dividida.

La última rama, y la más persistente, fue la más clandestina. Pues pronto surgió una facción que no tenía la menor inclinación naderita. Tecnófilos y aristocráticos, los urbanistas siguieron a una persuasiva mujer llamada Hezebia Hoagland, la cual profesaba en secreto creencias geshels. Hoagland creía en la necesidad del control femenino de la tecnología. «Sólo por medio del conocimiento pueden las mujeres elevarse sobre el patriarcado», proclamó. «Los naderitas, y sobre todo los divericatos de Lenk, han tratado de devolvernos a la servidumbre patriarcal, de mantenernos continuamente encintas para poblar un nuevo mundo con bebés en las condiciones más primitivas imaginables, lo que va totalmente en contra de aquello que postulaba su presunto mentor, el Hombre Bueno Nader. Nader era, por supuesto, un hombre...”

Hoagland, con setenta, y siete seguidores —veinte hombres y cincuenta y siete mujeres—, cruzó a Hsia por el Mar de Darwin. Allí, en una costa escabrosa, hallaron una bahía relativamente segura y fundaron un asentamiento en condiciones mucho más toscas y primitivas que las de Jakarta o la recién fundada Calcuta. Al principio el asentamiento se llamó Godwin.

En Godwin las condiciones mejoraron rápidamente, y la tasa de crecimiento de la población dobló la de los asentamientos de Tierra de Elizabeth. Algunos han dicho que los godwinianos se adueñaron de equipo médico avanzado que había entrado de contrabando —o de los recursos para construir dicho equipo—, lo cual permitía la gestación ex útero.

Pronto las esperanzas de muchos desesperados se volcaron hacia Godwin, una tierra dorada allende los mares, donde las condiciones —se decía— eran ideales, donde nadie moría de inanición, y donde la armonía tecnológica con los vástagos de Hsia se había logrado sin depredar los vástagos. Se sostenía que vastas extensiones de tierra no usadas por los ecoi eran «cedidas» para el cultivo humano, y «sembradas» con cereales de crecimiento rápido.

En esa época se habían desbrozado sembrados en Tasman, y Hábil Lenk había desplazado su gobierno al recién fundado puerto de Athenai para supervisar la producían de alimentos. Pero el atractivo de Hsia y Godwin era inmenso. Cuatrocientas cinco mujeres y noventa y tres hombres surcaron el Mar de Darwin, lo que causó una. crisis en Calcuta y Jakarta.

Las ramas restantes al fin se unieron al mando de un líder fuerte y capaz nacido en Lamarckia, llamado Emite Brion. Ex ecólogo con formación agrícola, Brion demostró desde su juventud un notable talento para convencer y organizar. Esto llamó la atención de los asistentes de Lenk, quienes sin embargo no pudieron conquistarlo para la causa de Lenk. Algunos dicen que presionaron a Brion y que provocaron su resentimiento.

A los veinte años lamarckianos, Brion viajó secretamente (algunos dicen que disfrazado de mujer) a Godwin.

Aparté los ojos de la pizarra y miré a una familia triádica que paseaba por el parque: dos padres con sus respectivas esposas, tres niñas y dos chiquillos, y dos adolescentes, un varón y una muchacha. La mayoría de los adultos llevaba prendas de colores apagados con fajas o bufandas llamativas, y la mayoría de los niños llevaba ropa de juego alegre y raída.

Sentí añoranza de los parques de Thistledown, y me pregunté si alguna vez sería padre en una tríada, o si tendría hijos.

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