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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Llana de Gathol (2 page)

BOOK: Llana de Gathol
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Mientras flotaba perezosamente sobre la abandonada ciudad vi figuras moviéndose en una plaza que tenía debajo.

¡Así que Horz no estaba completamente desierta! Mi curiosidad aumentó; descendí un poco, y lo que vi borró los pensamientos de soledad de mi mente: un solitario hombre rojo se veía acosado por media docena de fieros guerreros verdes.

No buscaba aventuras, pero allí estaban, y ningún hombre digno de sus armas abandonaría a alguien de su raza en un caso tan extremo. Vi un lugar donde me era posible aterrizar, en una plaza cercana, y rogando para que los hombres verdes estuvieran demasiado ocupados con su acción para notar mi presencia, me dirigí rápida y silenciosamente hacia el lugar de mi aterrizaje.

II

Afortunadamente tomé tierra sin ser visto, oculto por una gran torre que se elevaba junto a la plaza que había elegido. Había observado que luchaban con espadas largas, así que desenfundé la mía mientras corría hacia donde tenía lugar la desigualdad pelea. El que el hombre rojo resistiera tan sólo unos instantes ante tal desventaja era una muestra de su habilidad con la espada, y esperaba que aguantase hasta que yo llegara; porque entonces tendría al mejor espadachín de todo Barsoom para ayudarle y la espada que había dado cuenta de miles de enemigos a lo largo y ancho de un mundo.

Encontré el camino desde la plaza en la que había aterrizado, pero sólo para verme frenado por una pared de quince metros en la que no se apreciaba abertura alguna. Indudablemente había una, lo sabía, pero mientras perdía tiempo en encontrarla mi hombre sería asesinado fácilmente.

El entrechocar de espadas, las imprecaciones, y los gruñidos de los combatientes me llegaban nítidamente desde el otro lado del muro que cortaba el paso.

Podía oír incluso la pesada respiración de los luchadores. Oí cómo los hombres verdes exigían la rendición de su adversario, y la desafiante respuesta de éste. Me gustó lo que dijo y la manera en que lo expresó, justo en la cara de la muerte. Mi conocimiento del comportamiento de los hombres verdes me aseguró que intentarían su captura con propósitos de torturarle mejor que matarle al instante, pero si iba a salvarle de tal destino tenía que actuar con rapidez.

Sólo había una manera de llegar hasta él, sin perder tiempo, y esa manera era practicable para mí gracias a la menor fuerza de gravedad de Marte y a mi gran fuerza y agilidad adquiridas en la Tierra. Simplemente saltaría espada larga en mano para colocarme junto al hombre rojo.

Cuando me lo propongo, soy capaz de saltar alturas increíbles. Quince metros no son nada para mí, pero esta vez calculé mal. Me encontraba a varios metros de la pared cuando tomé una corta carrerilla y salté. En lugar de caer en la parte superior del muro, como había planeado, la rebasé por completo pasando a unos cinco metros de altura sobre mi supuesto lugar de caída.

Debajo mío se hallaban los combatientes y aparentemente iba a aterrizar justo entre ellos. Estaban tan ocupados manejando sus espadas que no notaron mi presencia, por suerte para mí, ya que uno de los hombres verdes podría fácilmente haberme atravesado con su espada cuando caía.

El hombre a quien deseaba socorrer se veía duramente presionado. Resultaba evidente que los hombres verdes habían desechado la idea de capturarle e intentaban acabar con él, atravesándole con las espadas, cuando de pronto aparecí yo. Por una casualidad caí justamente sobre la espalda del hombre que iba a acabar con el guerrero rojo, y además caí con la punta de mi acero precediendo a mi cuerpo. Se le clavó en el hombro izquierdo y le atravesó hasta el corazón. Incluso antes de que cayera ya había plantado yo mis pies sobre sus hombros y tirando hacia arriba, desclavando mi espada de su espalda.

Durante un momento, mi súbita llegada les hizo descuidar su guardia, y en ese momento salté al lado del hombre rojo y afronté a sus restantes enemigos con mi espada manchada de la roja sangre del verde guerrero.

El hombre rojo me lanzó una rápida mirada, y al instante los hombres verdes que quedaban cayeron sobre nosotros. No hubo tiempo para pronunciar una sola palabra.

Uno de ellos lanzó una estocada hacia mí y falló. ¡Buen espadazo! Si hubiera acertado, tendría menos cabeza que un rykor. Fue una desgracia para él haber fallado, pues yo no lo hice. Corté horizontalmente con toda mi fuerza terrestre, que es grande en la Tierra e infinitamente mayor en Marte, su enorme cabeza. Mi espada larga, con un filo tan agudo como una cuchilla y de un acero que sólo Barsoom puede producir, pasó de lado a lado a través del cuerpo de mi antagonista, cortándole en dos partes.

–¡Bien hecho! – exclamó el hombre rojo, y de nuevo me inspeccionó con una rápida ojeada.

Con el rabillo del ojo atrapé una imagen momentánea de mi desconocido camarada, y en él vi a un experto espadachín. Me sentía orgulloso de pelear al lado de tal hombre. Para entonces habíamos reducido el número de nuestros antagonistas a tres. Retrocedieron unos pasos bajando sus espadas para tomarse un respiro. Yo ni necesitaba ni deseaba tomarme un descanso, pero observando a mi compañero vi que estaba exhausto; así que bajé mi espada yo también y esperé.

Fue entonces cuando pude fijarme bien en el hombre a quien había ayudado; y me llevé también una sorpresa: no era un hombre rojo, sino blanco, si es que alguna vez he visto alguno. Su piel estaba bronceada debido a su exposición al sol, como la mía, y eso al principio me confundió. Pero ahora veía que no tenía nada de marciano rojo. Sus correajes, sus armas, todo en él era diferente a lo que yo había visto en Marte.

Llevaba la cabeza cubierta, y eso es bastante raro en Barsoom. Su casco consistía en una banda de cuero que le recorría la cabeza de derecha a izquierda y una segunda que iba de la cara hasta la nuca. Estas bandas estaban detalladamente ornamentadas con bordados y joyas con metales preciosos. En el centro de la pieza que cruzaba su frente había añadido un macizo pedazo de oro con forma de cabeza de lanza con la punta hacia arriba, bellamente tallado y llevaba un extraño dispositivo rojo y negro.

Entre los atavíos de su cabeza se distinguía una melena de pelo rubio, cosa aún más sorprendente de ver en Marte. Al principio llegué a la conclusión de que debía ser un thern de las lejanas tierras polares; pero descarté ese pensamiento una vez que pude darme cuenta de que el pelo era suyo. Los thern son completamente calvos y llevan grandes pelucas amarillas.

También observé que mi compañero era extremadamente apuesto, por no decir bello de no ser por la feminidad que dicha palabra conlleva, y no había nada femenino en la forma de luchar de aquel hombre o en los fuertes juramentos que profería cuando le dirigía la palabra a un adversario. Nosotros, los guerreros, no somos muy dados a charlar, pero cuando sientes que tu sable parte un cráneo en dos pedazos o se hunde en el corazón de un enemigo entonces, algunas veces, no puedes evitar un juramento en tus labios.

Pero tenía poco tiempo para alabar a mi acompañante porque nuestros tres enemigos nos encimaban de nuevo. Supongo que luché ese día como siempre he luchado, tan bien como lo hice en esa ocasión. No presumo de mi habilidad en el combate, porque me parece que mi espada es inspirada por otra mente ajena a mí; ningún hombre podría pensar tan deprisa como se mueve mi acero, siempre al punto exacto y al tiempo exacto, como anticipándose al próximo movimiento de un adversario. Forma una red de metal a mi alrededor que pocos hombres han atravesado. Llena los ojos del enemigo de desconcierto, de dudas su mente y de miedo su corazón. Me imaginé que gran parte de mi triunfo se debe al efecto psicológico que mi esgrima ejerce sobre mis antagonistas.

Al mismo tiempo mi compañero y yo acabamos con sendos adversarios, y el guerrero que quedaba optó por huir.

–¡No le dejes escapar! – gritó mi camarada de armas mientras saltaba en su persecución al mismo que pedía ayuda en voz alta, algo que no había hecho cuando había estado tan cerca de la muerte ante las seis puntas de seis espadas.

Pero… ¿quién esperaba que respondiese a su llamada en esa ciudad muerta y desierta?, ¿por qué pedía ayuda cuando el último de sus enemigos huía desesperadamente? Yo estaba hecho un lío, pero una vez inmerso en aquella extraña aventura creí que lo menos que podía hacer era llegar a su final, así que yo también salí en persecución del fugitivo hombre verde.

Cruzó el solar donde habíamos luchado y se metió por un camino que describía un gran arco y que le condujo a una ancha avenida. Le seguía de cerca, sin perderle de vista a él ni al guerrero verde. Entré en la avenida donde vi por lo menos un centenar de guerreros que salían de un edificio cercano. Eran hombres blancos y de rubios cabellos y vestían como mi combativo compañero, a quien se unían en persecución del hombre verde. Iban armados con arcos y flechas; enviaron una andanada de proyectiles tras el fugitivo enemigo a quien no podían dar caza quedando pronto fuera del alcance de sus armas.

El espíritu de aventura es tan fuerte en mí que a menudo me dejo llevar por él, a pesar de los dictados de mi sentido común. Aquella situación no era asunto mío; había hecho ya todo, e incluso más de lo que podría esperarse de mí, y sin embargo salté a espaldas de uno de los thoats que quedaban y salí en persecución del guerrero verde.

III

Hay dos especies de thoats en Marte: el pequeño; una raza comparativamente dócil, empleada por los marcianos rojos que bordean los grandes canales de irrigación; y las grandes e indomables bestias que los guerreros verdes usan exclusivamente como cabalgaduras de guerra.

Estas criaturas miden cinco metros de altura hasta el hombro, tienen cuatro patas a cada lado y una cola ancha y aplanada, más grande en su extremo que en su nacimiento, que llevan erecta horizontalmente mientras corren. Sus bostezantes bocas dividen sus cabezas desde el hocico hasta el largo y macizo cuello. Sus cuerpos, cuya parte superior es de un color pizarra oscuro y extremadamente lisa y brillante, están completamente desprovistos de pelo. Sus vientres son blancos y sus patas pasan gradualmente del color pizarra de sus cuerpos a un amarillo vivo en los pies, que están abundantemente acolchados y sin uñas.

El thoat del hombre verde tiene la más abominable tendencia de todas las criaturas que he visto, sin exceptuar a los propios hombres verdes. Pelean continuamente entre ellos y pobre del jinete que pierda el control de su terrible montura; sin embargo, y aunque pueda parecer paradójico, se les monta sin riendas o brindas y sólo se les controla por medios telepáticos, lo cual, para mi fortuna, aprendí hace años cuando era prisionero de Lorquas Ptomel, jed de los tharcanos, una horda de marcianos verdes.

La bestia a cuya espalda iba montado era un demonio salvaje, creo que sentía aversión por mí, probablemente a causa mi olor. Intentó desmontarme, y al no conseguirlo echó hacia atrás sus enormes y abiertas fauces en un esfuerzo por agarrarme.

Hay, debo mencionar, un método auxiliar de control para cuando estas horribles bestias se ponen insoportables; que adopté en alguna ocasión, ganándome, con muy mala gana por su parte, la aprobación de los fieros tharks verdes, por controlar los thoats utilizando la paciencia y el cariño. Pero en aquellos momentos tenía poco tiempo para practicar esos sistemas ya que mi enemigo corría presuroso a través de la ancha avenida que conducía a las antiguas puertas de Horz y a los vastos fondos del mar muerto que quedaban más allá. De modo que me puse a golpear con fuerza la cabeza y el morro de la bestia con la empuñadura de mi espada hasta que la hice entrar en razón; entonces obedeció mis órdenes telepáticas, y salimos en su persecución a gran velocidad.

Era un thoat muy rápido, de los más rápidos que había conducido, y además llevaba menos peso que la bestia a la que queríamos alcanzar, así que pronto redujimos la distancia que me separaba del huidizo hombre verde.

Le alcanzamos en el mismo borde de la llanura sobre la que se construyó la ciudad; allí paró, giró su montura y se aprestó para la batalla. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de la maravillosa inteligencia de mi cabalgadura: casi sin que yo le dirigiera, se situó en la posición correcta para darme ventaja en el salvaje duelo, y cuando al cabo yo había conseguido una clara superioridad en la lucha, casi desmontando a mi rival, mi thoat se lanzó como un diablo enloquecido hacia la cabalgadura del guerrero verde, mordiéndole el cuello con sus poderosas mandíbulas mientras intentaba hacerla caer de rodillas con el peso de su salvaje asalto.

En ese momento fue cuando di el golpe de gracia a mi abatido y sangriento adversario, y, dejándole donde había caído, regresé para recibir los aplausos y los parabienes de mis nuevos amigos.

Rondarían la centena, y estaban esperándome en lo que en apariencia había sido una vez un mercado de la milenaria ciudad de Horz. No sonreían; parecían tristes y, mientras desmontaba, se congregaron a mi alrededor.

–¿Ha escapado el hombre verde? – preguntó uno de ellos, cuyos adornos y metales lo acreditaban como jefe.

–No -respondí-, está muerto.

Una gran exclamación de alivio salió de un centenar de gargantas. No comprendía porqué sentían tanto consuelo porque un simple hombre verde hubiera muerto.

Me dieron las gracias, formando un corro a mi alrededor mientras lo hacían, y sin embargo estaban serios y tristes. De repente, me di cuenta de que aquellas personas no eran amistosas, lo supe instintivamente, pero demasiado tarde. Se apretaban contra mí desde todos los lados de manera que no pudiera levantar ni siquiera un brazo y después, a una voz de su jefe, fui desarmado.

–¿Qué significa esto? – pregunté-. Por mi propia voluntad ayudé a uno de los vuestros que de otra manera habría sido asesinado. ¿Así me lo agradecéis? Devolvedme mis armas y dejadme marchar.

–Lo siento -dijo el que había hablado al principio-, pero no podemos hacer otra cosa. Pan Dan Chee, a quien ayudaste, ha implorado para que te permitiéramos seguir tu camino, pero esa no es la ley de Horz. Debo llevarte ante Ho Ran Kim, el gran jeddak de Horz. Allí todos suplicaremos por ti, pero nuestras súplicas no tendrán valor. Al final serás destruido. La seguridad de Horz es más importante que la vida de cualquier hombre.

–¡No estoy amenazando la seguridad de Horz! – repliqué-. ¿Porqué iba yo a ser un peligro para una ciudad muerta, que por otro lado carece absolutamente de importancia para el imperio de Helium, al servicio de cuyo jeddak, Tardors Mors ostento los correajes de un guerrero?

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