Llana de Gathol (4 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Llana de Gathol
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Nunca he visto una gente tan cortés y considerada como los orovars, hasta es posible que resulte agradable el que uno de ellos te corte el pescuezo, creo que lo haría muy educadamente. Son el polo opuesto de sus enemigos hereditarios, los hombres verdes, porque éstos carecen de toda cortesía, consideración o amabilidad. Son fríos, crueles y despiadados brutos que no conocen el amor y cuyo único credo es el odio.

A pesar de todo, los fosos de Horz, no eran un lugar placentero. El polvo de los siglos yacía sobre una rampa por la que caminábamos. Desde su final, un corredor se extendía más allá de donde llegaba la luz de nuestras antorchas. Era un pasillo ancho, con puertas abiertas a ambos lados. Estos, me supuse, eran los calabozos donde los antiguos jeddaks habían confinado a sus enemigos, y así se lo pregunté a Pan Dan Chee.

–Probablemente -dijo-, aunque nuestros jeddaks nunca los han usado.

–¿Nunca han tenido enemigos? – pregunté.

–Por supuesto, pero consideraban una crueldad el encerrar hombres en agujeros tan oscuros como éste, así que los mataban inmediatamente si sospechaban que eran enemigos.

–¿Entonces por qué hay fosos aquí? – le interrogué.

–Oh, fueron practicados cuando la ciudad se edificó, tal vez hace un millón de años, quizá más. Dio la casualidad de que la fortaleza se construyó alrededor de la entrada.

Eché una ojeada a uno de los calabozos. Un desmoronado esqueleto yacía sobre el suelo, las enmohecidas cadenas que lo habían sujetado a la pared se hallaban esparcidas entre los huesos. En el siguiente calabozo había tres esqueletos y dos cajas de metal magníficamente entalladas. Cuando Pan Dan Chee levantó una de las tapas de las cajas, apenas pude reprimir un gesto de asombro y admiración. La caja estaba llena de magníficas gemas engarzadas con elaborada belleza; muestras de artes olvidados, la obra de un maestro en su oficio que había vivido hace miles de años. Creo que nada de lo que había visto antes me había impresionado tanto. Y era deprimente, porque estas joyas habían sido lucidas por bellas mujeres y valientes hombres que habían desaparecido en un olvido tan completo que ni siquiera quedaba memoria de ellos.

Mi abstracción se vio interrumpida por el ruido de evasivos pies a mi espalda. Me di la vuelta e instintivamente mi mano se dirigió hacia donde la empuñadura de una espada debería haber estado pero que, de hecho, no estaba. Frente a mí y listo para saltar, se encontraba el ulsio más grande que había visto en mi vida.

Estas ratas marcianas son unas criaturas fieras y asquerosas. Tienen numerosas patas, y carecen de pelo, su piel se parece repulsivamente a la de un ratón recién nacido, sus ojos son pequeños, están juntos, y se encuentran casi escondidos en carnosas y profundas aberturas. Pero lo más temible y repulsivo en ellos son sus fauces; cuando se abren dejan ver cinco afilados y puntiagudos dientes en cada mandíbula, cuya estructura ósea sobresale varias pulgadas de la carne semejando una putrefacta cara de la que ha desaparecido la mayor parte del rostro. Normalmente tienen el tamaño de terrier de Airdale, pero el bicho que saltaba hacia mí en los fosos de Horz aquel día, era tan grande como un puma joven y diez veces más feroz.

Cuando la criatura brincó hacia mi cuello, le di un fuerte golpe en un lado de la cabeza y la hice caer de lado, pero pronto se enderezó y se lanzó hacia mí de nuevo. Entonces Pan Dan Chee entró en escena. No le habían desarmado y con su espada corta cayó sobre el ulsio.

Fue una buena batalla. El ulsio era la bestia más feroz y tozuda que jamás había visto, y ofreció a Pan Dan Chee la lucha de su vida. Le había cortado dos de sus seis patas, una oreja, y la mayor parte de sus dientes antes de que la ferocidad de sus repetidos ataques se desvaneciera. El animal estaba casi hecho pedazos y, sin embargo, todavía ofrecía pelea. Yo sólo podía callar y observar, lo cual no me gusta hacer ante una lucha. Al fin sin embargo, acabó: el ulsio estaba muerto y Pan Dan Chee me miró y sonrió.

Buscaba a su alrededor algo con lo que poder limpiar su ensangrentada espada.

–Quizás haya algo en la otra caja -sugerí, y llegando hasta donde estaba, levanté la tapa.

La caja tenía unos dos metros y medio de largo, un metro y medio de ancho y medio de profundidad. En su interior yacía el cuerpo de un hombre, su elaborado correaje estaba incrustado de joyas. Llevaba puesto un casco totalmente cubierto de diamantes, uno de los pocos cascos que había visto en Marte. Las fundas de su espada larga, cota y de su daga aparecían decoradas de forma similar.

Había sido un hombre muy guapo y aún su cadáver lo era. Se conservaba de tal modo que, aparentemente, podría seguir estando vivo de no ser por la fina capa de polvo que cubría sus facciones. Cuando soplé y desapareció parecía estar tan vivo como tú o como yo.

–¿Enterráis a vuestros muertos aquí? – pregunté a Pan Dan Chee, pero negó con la cabeza.

–¡No! – replicó-. Puede llevar aquí un millón de años.

–Tonterías -exclamé-. Se habría secado y convertido en cenizas hace milenios.

–Eso lo ignoro -me respondió Pan Dan Chee-. Había montones de cosas que los antiguos sabían y que hoy día son artes perdidas. Sé que el del embalsamamiento era una de ellas. Existe la leyenda de Lee Um Lo, el más famoso embalsamador de todos los tiempos, que cuenta cómo su trabajo era tan perfecto que ni siquiera el mismo cadáver sabía que estaba muerto; y en varias ocasiones se levantaban y caminaban durante los servicios funerarios. El fin de Lee Um Lo llegó cuando la esposa de un gran jeddak se dio cuenta de que no estaba muerta y se reintegró a la vida junto al jeddak y su nueva esposa. Al día siguiente Lee Um Lo perdió la cabeza.

–Es una buena historia -dije riéndome- pero espero que este tipo esté muerto porque voy a desarmarle; me pregunto si hace un millón de años, soñó alguna vez que algún día iba a ceder sus armas a un guerrero de Barsoom.

Pan Dan Chee me ayudó a enderezar el cadáver y desprenderle de sus cintos. Mientras lo hacíamos ambos estábamos sorprendidos por lo lisa y flexible que era la textura de la carne y de su temperatura normal.

–¿Supones que podemos habernos equivocado? – le pregunté-. ¿Pudiera ser que no estuviera muerto?

Pan Dan Chee se encogió de hombros.

–El conocimiento de las artes de los antiguos quedan fuera del alcance del hombre moderno -dijo.

–Eso no nos ayuda mucho -observé-. ¿Crees que este hombre pueda estar vivo?

–Su cara estaba cubierta de polvo -repuso Pan Dan Chee- y nadie ha estado en estos fosos durante miles y miles de años. Si no está muerto, debería estarlo.

Le hice un gesto de asentimiento y me coloqué los fantásticos cintos a mi alrededor con no poco trabajo. Desenfundé las espadas y la daga y las examiné. Estaban tan brillantes y relucientes como el día que las pulieron por vez primera, y sus bordes estaban afilados. Una vez más, me sentía un hombre entero, ya que la espada es parte de mí.

Mientras nos adentrábamos en el corredor, observé una luz lejana. Desapareció, casi al instante.

–¿Viste eso? – pregunté a Pan Dan Chee.

–Lo vi -dijo, y su voz era indecisa-. No debería haber luces aquí, ya que no hay gente.

Permanecimos con la mirada fija en el pasillo esperando que la luz se repitiera. No lo hizo, pero en la lejanía se escuchó una risotada cuyo eco recorrió el corredor.

VI

Pan Dan Chee me miró.

–¿Qué puede haber sido eso?

–A mí me pareció una carcajada -repliqué.

Pan Dan Chee meneó la cabeza.

–Sí -asintió-. ¿Pero cómo puede haber risa donde no hay nadie para reír?

Pan Dan Chee estaba perplejo.

–Quizás los ulsios de Horz hayan aprendido a reír -sugerí con una sonrisa.

Pan Dan Chee hizo caso omiso de mi locuacidad.

–Vimos una luz y oímos una carcajada -dijo pensativamente-. ¿Qué significado tiene eso para ti?

–El mismo que para ti -dije-. Hay alguien aquí abajo, en los fosos de Horz, además de nosotros.

–No veo cómo pueda ser eso posible -argüyó.

–Investiguémoslo -le sugerí.

Avanzamos con las espadas desenfundadas, porque no conocíamos la naturaleza o el temperamento del propietario de aquella risotada, y por otro lado siempre existía la posibilidad de que un ulsio pudiera saltar desde uno de los calabozos y nos atacara.

El corredor era recto durante un tramo, y después comenzaba a curvarse. Había ramificaciones e intersecciones pero continuamos por lo que creíamos que era el pasillo principal. No volvimos a ver más luces ni a oír más carcajadas. No había otro sonido en todo aquel vasto laberinto de pasajes que el débil tintineo producido por nuestros metales, el ruido ocasional de nuestros pies y los ligeros murmullos del roce de nuestros correajes.

–Es inútil buscar más allá -dijo al fin Pan Dan Chee-, será mejor que empecemos de nuevo.

En ese momento no tenía intención alguna de volver hacia mi muerte; deduje que la luz y la risa indicaban la presencia del hombre en estos fosos. Si los habitantes de Horz no sabían nada sobre ellos es que entonces debían entrar a los fosos desde el exterior de la fortaleza, lo cual significaba una vía de escape para mí. Por consiguiente, no deseaba volver sobre nuestros pasos; así que sugerí que descansáramos un rato y discutiéramos nuestros futuros planes.

–Podemos descansar -dijo Pan Dan Chee-, pero no tenemos nada que discutir. Ho Ran Kim ya ha trazado nuestro futuro.

Penetramos en una celda que no contenía ningún recuerdo de alguna pasada tragedia, y, después de colocar una de nuestras antorchas en una abertura de la pared, nos sentamos en el duro suelo de piedra.

–Puede que tus planes hayan sido hechos en tu lugar por Ho Ran Kim -le dije-, pero yo hago mis propios planes.

–¿Y son…? – preguntó.

–No me seduce volver para ser asesinado. Voy a buscar la manera de salir de estos fosos.

Pan Dan Chee movió su cabeza apenado:

–Lo siento -me dijo- pero vas a regresar para afrontar tu destino conmigo.

–¿Qué te hace pensar eso?

–Porque yo tendré que llevarte. Sabes bien que no puedo permitir que un extranjero escape de Horz.

–Eso significa que tendremos que luchar hasta que uno de los dos muera, Pan Dan Chee -afirmé-, y no deseo matar a alguien a cuyo lado he combatido y a quien he aprendido a admirar.

–Yo también siento lo mismo, John Carter -dijo Pan Dan Chee-. Tampoco yo deseo matarte; pero debes comprender mi situación: si no vienes conmigo voluntariamente, tendré que acabar con tu vida.

Intenté disuadirle de su terca postura, pero continuaba firme en sus ideas. Desde luego Pan Dan Chee me caía bien, y la idea de matarle me estremecía, ya que sabía que debería hacerlo. Era un espadachín excelente, pero ¿qué oportunidad tendría contra un maestro en esgrima de dos mundos? Perdonadme si eso parece vanidoso de mi parte, porque aborrezco la presunción. Sólo expongo lo que es un hecho. Soy indiscutiblemente, el mejor espadachín que ha existido.

–Bien -le dije-, no tenemos por qué matarnos ahora mismo, así que disfrutemos de nuestra mutua compañía un poco más.

Pan Dan Chee esbozó una sonrisa.

–Será un gran placer -dijo.

–¿Qué te parece si jugamos al jetan? – le pregunté-. Nos ayudará a pasar el tiempo entretenidos.

–¿Pero como vamos a jugar si no tenemos tablero ni piezas?

Abrí la bolsa de cuero que todos los marcianos suelen llevar, y saqué un pequeño tablero plegable de Jetan con todas sus piezas, un regalo de Dejah Thoris, mi incomparable compañera. Pan Dan Chee se sentía intrigado por ello, ya que es una maravillosa y bella obra hecha a mano. El más grande artista de Helium había diseñado las piezas, talladas bajo sus directrices, por dos de nuestros mejores escultores. Todas las piezas de guerreros, padwars, dwars, panthans y jefes, estaban modeladas con un gusto exquisito y mostraban con detalle las características de los combatientes marcianos. Una de las princesas era una bella miniatura magníficamente conseguida de Tara de Helium, y la otra princesa era Llana de Gathol.

Estoy sumamente orgulloso de poseer este juego de jetan, y, como las figuras son tan diminutas, siempre llevo conmigo una pequeña pero poderosa lupa, no sólo para mi personal disfrute, sino también para el de otros. Se la ofrecí entonces a Pan Dan Chee, quien examinó las figuras minuciosamente.

–Extraordinario -dijo-. Nunca he visto nada tan bonito.

Había examinado una figura mucho más tiempo que el resto y la sostenía en su mano como si se resistiera a devolverla.

–Qué exquisita imaginación debió tener el artista que creó esta figura, porque no debió haber tenido modelo de una belleza tan fantástica; tal belleza es imposible que exista en Barsoom.

–Todas esas figuras representan personas reales -le dije.

–Quizás las otras -repuso- pero no ésta. No es posible que una mujer tan bella puede ser real.

–¿Cuál es? – le pregunté, y me la pasó.

»Ésta -le respondí- es Llana de Gathol, la hija de Tara de Helium, mi hija. Vive de veras y ésta es una excelente imagen suya. Por supuesto nunca podrá hacerla justicia ya que no es capaz de reflejar ni el ánimo ni y el encanto de su personalidad.

Volvió a coger la figura y la observó durante un buen rato con la lupa, después la colocó de nuevo en la caja.

–¿Jugamos? – le pregunté.

Movió la cabeza y dijo:

–Sería un sacrilegio jugar con la figura de una diosa.

Metí las piezas en la pequeña caja, que al mismo tiempo hacía las veces de tablero, y la introduje en mi bolsa. Pan Dan Chee guardaba silencio. La luz de la única antorcha proyectaba nuestras largas y oscuras sombras sobre el suelo.

Las antorchas de Horz eran algo nuevo para mí. Son muy ingeniosas. Tienen forma cilindrica y poseen un núcleo central que reluce brillantemente con una luz fría cuando es expuesto al aire, lo cual se consigue volviendo una tapa sujeta por medio de bisagras y empujando hacia arriba; cuanta mayor es la porción expuesta, más intensa es la luz.

Pan Dan Chee me contó que habían sido inventadas hacía siglos y que la luz así producida llevaba consigo tan poca pérdida de materia que eran prácticamente eternas. El arte de obtener el núcleo central se perdió en la lejana antigüedad y ningún científico desde entonces ha sido capaz de analizar su composición.

Pasó un buen rato antes de que Pan Dan Chee hablara de nuevo, entonces se levantó. Parecía cansado y triste.

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