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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

Lo mejor de mi (11 page)

BOOK: Lo mejor de mi
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—¿Qué quiere decir?

—Supongo que quería saber si este sitio me despertaría los mismos sentimientos, pero nunca llegué hasta aquí. No es que viera ni oyera nada raro en el camino, pero me daba miedo pensar que podría haber alguien rondando por el bosque, y mi imaginación… se encargaba del resto. Sabía que estaba completamente sola, y que, si me pasaba algo, nadie acudiría en mi ayuda, así que siempre daba media vuelta y regresaba a la casa de Tuck. Nunca llegué muy lejos.

—Hasta hoy.

—No estoy sola. —Ella estudió los remolinos en el agua, a la espera de ver volar un pez, pero no sucedió nada—. Cuesta creer que hayan pasado tantos años —murmuró—. Éramos tan jóvenes.

—No tanto. —La voz de Dawson era tranquila, y, sin embargo, a la vez irrebatible.

—Éramos un par de críos. En esa época no nos lo parecía, pero, cuando te conviertes en madre, tu perspectiva cambia. Quiero decir, Lynn tiene diecisiete años, y no puedo imaginar que sienta lo mismo que yo sentía por entonces. No tiene novio. Y si se escapara a hurtadillas por la ventana de su habitación en mitad de la noche, probablemente yo actuaría del mismo modo que mis padres.

—¿Si no te gustara su novio, quieres decir?

—Aunque pensara que fuera perfecto para ella. —Se volvió para mirarlo a los ojos—. ¿En qué estábamos pensando?

—No pensábamos —contestó él—. Estábamos enamorados.

Amanda se lo quedó mirando; sus ojos captaban los bellos destellos de la luna.

—Siento mucho no haber escrito ni tampoco haber ido a verte; en Caledonia, quiero decir.

—No pasa nada.

—Sí, sí que pasa. Pero te aseguro que pensaba en lo nuestro, en nosotros, todo el tiempo. —Alargó el brazo para acariciar el roble, como si esperara que el viejo árbol le insuflara coraje antes de continuar—. Pero cada vez que me sentaba a escribir, me quedaba paralizada. ¿Por dónde empezar? ¿Debía contarte cosas que atañían a mis clases y a mis compañeras de habitación? ¿O preguntarte qué tal te iba la vida? Me ponía a escribir, pero, cuando lo releía, no me parecía adecuado, así que rompía la hoja y me prometía a mí misma que volvería a intentarlo al día siguiente. Y un día daba paso a otro, y luego a otro… Y de repente, había pasado demasiado tiempo y…

—No estoy enfadado, ni tampoco lo estaba entonces.

—¿Porque ya me habías olvidado?

—No —contestó él—. Porque en esa época apenas me soportaba a mí mismo. Y para mí era muy importante saber que habías rehecho tu vida. Quería que disfrutaras de la clase de vida que yo jamás podría haberte dado.

—No hablas en serio.

—Hablo muy en serio —replicó él.

—Entonces es ahí donde te equivocas. Todas las personas nos arrepentimos de determinadas cosas de nuestro pasado, cosas que nos gustaría cambiar, incluso yo. Mi vida tampoco es que haya sido perfecta.

—¿Quieres hablar de ello?

Muchos años atrás, Amanda había sido capaz de contárselo todo a Dawson y, a pesar de que todavía no estaba lista, tenía la impresión de que solo era cuestión de tiempo que volviera a pasar. Aquella constatación la asustó, por más que admitiera que él había logrado despertar unos sentimientos en su interior que llevaban dormidos mucho tiempo, muchísimo.

—¿Te enfadarás si te digo que todavía no estoy lista para hablar de ello?

—No, por supuesto que no.

Ella le ofreció una parca sonrisa.

—Entonces, ¿qué tal si disfrutamos de estos momentos tan especiales unos minutos más, tal y como solíamos hacer? Se respira tanta paz, aquí…

La luna había continuado su lento ascenso, iluminando el ambiente con un brillo etéreo; aparte de su resplandor, las estrellas titilaban débilmente, como pequeños prismas. Mientras estaban el uno junto al otro, Dawson se preguntó cuántas veces ella habría pensado en él a lo largo de aquellos años. Con menos frecuencia que él había pensado en ella, de eso estaba seguro, pero tenía la impresión de que los dos se sentían solos, aunque de formas distintas. Él era una figura solitaria en un vasto paisaje desolado, en cambio ella era una cara en medio de una innumerable multitud. Pero ¿acaso no siempre había sido así, incluso cuando eran un par de adolescentes? Eso era lo que los había unido, y de algún modo habían sabido encontrar la felicidad juntos.

En la oscuridad, oyó a Amanda suspirar.

—Será mejor que me marche —dijo ella.

—Lo sé.

Amanda se sintió aliviada con su respuesta, pero a la vez un poco decepcionada. Dieron la espalda al río y retomaron el camino hacia la casa en silencio, los dos perdidos en sus propios pensamientos. Una vez dentro, Dawson apagó las luces y acto seguido ella cerró la puerta con llave, antes de que los dos se dirigieran despacio hacia los coches. Él se desvió hasta el vehículo de Amanda y le abrió la puerta con cortesía.

—Te veré mañana en el despacho del abogado —dijo.

—A las once.

Bajo la luz de la luna, el pelo de Amanda era una cascada plateada. Dawson se contuvo para no deslizar los dedos por él.

—Lo he pasado muy bien esta noche. Gracias por la cena.

De pie, junto a él, Amanda tuvo el repentino y absurdo pensamiento de que quizás iba a intentar besarla. Por primera vez desde sus años en el instituto, notó que le faltaba el aliento bajo la atenta mirada de un hombre. Se volvió bruscamente antes de que él pudiera intentarlo.

—Me ha encantado verte, Dawson.

Se sentó al volante y suspiró aliviada al ver que él cerraba la puerta. Giró la llave y puso la marcha atrás.

Él se despidió con la mano mientras Amanda retrocedía y giraba el volante. Se quedó de pie, mirando cómo se alejaba por la carretera sin asfaltar; las luces rojas traseras traquetearon levemente hasta que el coche tomó una curva y se perdió de vista.

Dawson regresó al taller. Encendió el interruptor de la luz y, a medida que la bombilla desnuda cobraba vida sobre su cabeza, tomó asiento sobre una pila de ruedas. Todo estaba en silencio, nada se movía excepto una polilla que revoloteaba hacia la luz. Mientras el insecto chocaba una y otra vez contra la bombilla, Dawson reflexionó sobre el hecho de que Amanda hubiera seguido adelante con su vida. Fuesen cuales fuesen las congojas o problemas que ocultaba —y él sabía que estaban allí— había conseguido la clase de vida que siempre había querido. Tenía un marido, unos hijos y una casa en la ciudad, y sus recuerdos de los últimos años giraban en torno a esa realidad. Era tal como debería ser.

Allí sentado, en el taller de Tuck, Dawson supo que se había estado mintiendo a sí mismo al pensar que él también había seguido adelante con su vida. No era verdad. Siempre creyó que ella lo había olvidado, pero, unos minutos antes, Amanda se lo había confirmado. En lo más profundo de su ser, Dawson notaba como si algo se hubiera movido, se hubiera desprendido. Hacía muchos años que se había despedido de ella, y desde entonces había querido creer que había tomado la decisión correcta. Sin embargo, sentado allí solo bajo la silenciosa luz amarilla de un taller abandonado, ya no estaba tan seguro. La había amado una vez, y nunca había dejado de hacerlo, y el hecho de pasar unas horas con ella aquella noche no había cambiado aquella sencilla verdad. Pero cuando finalmente buscó las llaves de su coche, fue consciente de algo más, algo que no había esperado.

Se puso de pie y apagó la luz. Acto seguido, enfiló hacia su auto sintiéndose extrañamente abatido. Después de todo, una cosa era ser consciente de que sus sentimientos hacia Amanda no habían cambiado, y otra cosa diferente era enfrentarse al futuro con la certeza de que siempre estaría enamorado de ella.

6

L
as cortinas en la pensión eran muy finas, por lo que la luz del sol despertó a Dawson apenas unos minutos después de que despuntara el día. Se dio la vuelta, con la esperanza de poder conciliar el sueño de nuevo, pero no lo logró. Por las mañanas, le dolía todo el cuerpo, especialmente la espalda y los hombros. Se preguntó cuántos años más podría seguir trabajando en la plataforma petrolífera; su cuerpo acumulaba un excesivo desgaste y, cada año, sus lesiones parecían ir en aumento.

Agarró la bolsa de lona y sacó la ropa deportiva, se vistió y bajó las escaleras silenciosamente. La pensión era tal y como había imaginado: cuatro habitaciones en el piso superior, con una cocina, el comedor y una sala de estar en la planta baja. Los propietarios, como era de esperar, tenían la casa decorada al estilo náutico, con veleros de madera en miniatura encima de las mesas y cuadros de goletas colgados en las paredes. Sobre la chimenea, había un vetusto timón, y en la puerta, clavado con chinchetas, un mapa del río con sus canales.

Los propietarios todavía no se habían despertado. Cuando Dawson llegó la noche anterior, le comunicaron que habían dejado las flores que había encargado en su habitación, y que el desayuno se servía a las ocho. Le quedaba bastante rato antes de la reunión con el abogado para hacer todo lo que se proponía.

En el exterior, la mañana despuntaba resplandeciente. Sobre el río planeaba una fina capa de bruma como si fuera una nube baja, pero, por encima, el cielo brillaba con un azul intenso y despejado en todas direcciones. El aire ya era cálido, presagio de un día caluroso. Dawson hizo rotaciones de hombros durante unos minutos y empezó a correr antes de salir a la carretera. Necesitó unos minutos antes de que su cuerpo empezara a sentirse más flexible y adoptara un ritmo cómodo.

La carretera estaba tranquila cuando entró en el pequeño núcleo de Oriental. Pasó por delante de dos tiendas de antigüedades, una ferretería y unas cuantas agencias inmobiliarias; en el lado opuesto de la calle, el bar Irvin ya estaba abierto; había un puñado de coches aparcados delante del establecimiento. Por encima del hombro, vio que la niebla sobre el río había empezado a disiparse; respiró hondo, solazándose con el intenso aroma a pino y a sal. Cerca del puerto deportivo, pasó por delante de una bulliciosa cafetería. Al cabo de unos minutos, cuando ya no sentía el cuerpo entumecido, fue capaz de incrementar el ritmo de sus zancadas. En el puerto, las gaviotas volaban en círculos y llenaban el aire de graznidos mientras la gente cargaba las neveras portátiles en los veleros. Dawson dejó atrás una rústica tienda donde vendían cebo para pescar.

Pasó por delante de la primera iglesia bautista y admiró los vitrales, intentando recordar si se había fijado en ellos de niño. Entonces llegó a la puerta del bufete de Morgan Tanner. Sabía la dirección y se fijó en la placa situada en el diminuto edificio de ladrillo encastrado entre una droguería y una tienda de numismática. En la placa también se podía leer el nombre de otro abogado, aunque no parecían compartir el mismo bufete. Se preguntó por qué Tuck había elegido a Tanner. Hasta la llamada, nunca había oído el nombre de aquel individuo.

Cuando Dawson llegó al otro extremo del núcleo de Oriental, abandonó la carretera principal y se perdió por las calles aledañas, corriendo sin un destino en particular.

No había dormido bien. Se había pasado toda la noche pensando en Amanda y en la familia Bonner. En la cárcel, aparte de Amanda, no había podido dejar de pensar en Marilyn Bonner. Ella había testificado en la audiencia. Su testimonio sirvió para enfatizar que no solo le había arrebatado al hombre que amaba y al padre de sus hijos, sino que además había destruido por completo su vida. En un tono desgarrador, declaró que no tenía ni idea de cómo iba a mantener a su familia, o qué iba a ser de ellos. Por lo visto, el doctor Bonner no tenía contratado ningún seguro de vida.

Finalmente, Marilyn Bonner perdió su casa. Se marchó a vivir con sus padres, en el viejo rancho, pero no tuvo una vida fácil. Su padre ya se había retirado y sufría una fase incipiente de enfisema. Su madre tenía diabetes. Los pagos por arrendamiento de la finca se comían casi todos los ingresos que obtenían de los campos de cultivo. Dado que sus padres necesitaban atención con dedicación casi exclusiva entre los dos, Marilyn solo podía trabajar media jornada. Con su pequeño salario y la paga de la seguridad social de sus padres, apenas alcanzaba para cubrir los gastos, y a veces ni eso. El destartalado rancho donde vivían se caía a trozos y se empezaron a demorar en los pagos de los terrenos arrendados donde tenían los campos de cultivo.

Cuando Dawson salió de la cárcel, la situación para la familia Bonner era desesperada. Él no lo supo hasta que se presentó en el rancho para pedir disculpas seis meses más tarde. Cuando Marilyn abrió la puerta, Dawson apenas la reconoció; su pelo se había vuelto gris y tenía la piel cetrina. Ella, en cambio, lo reconoció de buenas a primeras y, antes de que él pudiera decir ni una sola palabra, le gritó que se marchara o llamaría a la policía; en pleno ataque de histeria, le soltó que le había destrozado la vida, que había matado a su marido, que ni siquiera tenía dinero para reparar las goteras del techo ni para contratar a los albañiles que necesitaba, y que los banqueros amenazaban con arrebatarles los campos de cultivo. Le dijo que nunca más se acercara a su casa. Dawson se fue, pero un poco más tarde, aquella misma noche, regresó al rancho, estudió la estructura decadente y se paseó entre las hileras de manzanos y melocotoneros. A la semana siguiente, después de recibir la paga de Tuck, fue al banco y ordenó que prepararan un cheque a nombre de Marilyn Bonner por prácticamente la cantidad entera de la paga, junto con todo lo que había ahorrado desde que había salido de la cárcel, y que se lo enviaran a la viuda sin ninguna nota adjunta.

Desde entonces, la vida de Marilyn había mejorado sustancialmente. Cuando sus padres fallecieron, heredó el rancho y los campos de cultivo. A pesar de que le costó mucho salir adelante, poco a poco fue capaz de devolver los pagos atrasados por los terrenos arrendados y llevar a cabo las reparaciones necesarias. En la actualidad, era la propietaria de aquellos terrenos, y no debía nada a nadie. Después de que Dawson se marchara del pueblo, Marilyn inició un negocio de venta de mermeladas caseras por correo. Con la ayuda de Internet, su negocio había crecido hasta el punto de que ya no estaba asfixiada por las facturas. A pesar de que no se había vuelto a casar, llevaba casi dieciséis años saliendo con Leo, un contable de la localidad.

En cuanto a sus hijos, Emily, después de graduarse por la Universidad de Carolina del Norte, se marchó a vivir a Raleigh, donde trabajaba de encargada de unos grandes almacenes, y se preparaba, probablemente, para algún día hacerse cargo del negocio de su madre. Alan vivía en la finca familiar, en un bungaló prefabricado que le había comprado su madre, y no había ido a la universidad, pero gozaba de un trabajo estable y, en las fotos que Dawson recibía, siempre parecía feliz.

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