¡Lástima!
, oyó decir a la voz,
el tío era realmente guapo.
Con puntualidad irlandesa, Miriam entró en la biblioteca al tiempo que el reloj de cuco marcaba las cinco en punto.
—Buenas tardes, señorita. Venga conmigo, por favor.
Miriam echó a andar aprisa y Cris la siguió entre recelosa e intrigada.
En el exterior, la tormenta estalló de modo repentino. El agua azotó las ventanas y los muros y las luces comenzaron a parpadear, amenazando con apagarse y provocándole a Cristina un espasmo de frío.
Recorrieron la galería, atravesaron un vestíbulo y llegaron a unas escaleras estrechas que subían al piso superior. El ama de llaves abrió una puerta, presionó el interruptor de la luz y se internó por un pasillo que desembocaba en otra galería ancha, de unos seis metros de pared a pared, con ventanales góticos y vidrieras de color caramelo. Una larguísima alfombra roja amortiguaba los pasos de ambas. Flotaba un ligero olor a moho, como si el lugar no se ventilara con frecuencia.
Las luces titilaron de nuevo y se apagaron durante unos segundos. Las dos mujeres permanecieron inmóviles hasta que la luz regresó y luego reanudaron la marcha en silencio. El corazón de Cristina latía a más pulsaciones de las normales. Un sexto sentido le decía que aquella excursión iba a depararle nuevas sensaciones.
Un trueno ensordecedor estremeció hasta los muros del castillo y ella esperó que dispusieran de un generador de emergencia. Después de lo sucedido, se sentía incapaz de deambular por el castillo en completa oscuridad o alumbrándose con el mechero.
Un candelabro sería romántico
, oyó decir a la voz.
Aunque no era el momento más propicio para pararse a contemplar obras de arte, Cristina no pudo dejar de sentirse atraída por las pinturas que colgaban en las paredes. Pura deformación profesional. Cuadros enmarcados, seguramente familiares, de los Killmar. Damas con elegantes atuendos luciendo antiguas joyas, caballeros con armadura, hombres ataviados para la caza y con su presa abatida a los pies… No se entretuvo con los óleos, pero indudablemente los marcos, por sí solos, valían una fortuna.
Distraída como iba, casi chocó con Miriam, que se había detenido frente a una de las pinturas. Estaban en un rellano medio circular, y la escasa luz que el día tormentoso y gris permitía filtrarse por los ventanales, combinada con la iluminación mortecina y amarillenta de un único aplique, creaba un ambiente lúgubre.
Miriam le indicaba con la barbilla un óleo de unos dos metros de alto por cuatro de ancho.
Cristina se situó a su lado.
Era un cuadro espléndido que representaba a un grupo familiar. El caballero, colocado a la izquierda, sentado en un elegante sillón rojo, lucía una barba recortada y cuidada, algo canosa, y ropa formal. A su lado, una mujer hermosísima que Cris identificó de inmediato con la estatua de la cripta, la puso alerta. Un joven rubio, sonriente, con un brazo sobre los hombros de una niña de unos diez años, encantadora con su vestido blanco y su tocado azul y, cerrando el grupo, un hombre de…
Otro trueno retumbante hizo que ambas se sobresaltasen, y la luz se apagó dejándolas inmersas en la oscuridad. Un relámpago que destelló poco después encontró a Cris con la vista en el cuadro todavía. Ella sintió que se mareaba cuando sus ojos se clavaron en el rostro de aquel hombre. Alto, moreno, de ojos color esmeralda. Vestía calzas negras, camisa blanca, altas botas negras… Cristina dejó de respirar.
La fantasmal luz del rayo se evaporó y las envolvió la más completa oscuridad.
—Señora Kells… Es… —soltó Cris en un gemido agónico.
—Sí, señorita —asintió Miriam, buscando su mano en las tinieblas y apretándosela con fuerza—. Dargo Alasdair, sexto conde de Killmar. Año 1532.
E
ra incapaz de evitar que la taza, de fina porcelana, golpeteara contra el platillo.
Incapaz de pensar con lógica.
Incapaz de pensar, simplemente ¡coño!, ni siquiera como una demente. Sus neuronas debían de haber quedado reducidas a papilla, demasiado fundidas para devolverle la cordura.
Hasta su voz interior enmudeció después de la asombrosa y escalofriante experiencia de ver retratado al hombre que se le apareciera en su alcoba la noche anterior. ¡Porque era él, joder! ¡Era para acabar como una cabra!
Se refugiaron en el gabinete, a salvo de miradas curiosas y oídos indiscretos. La luz había regresado casi de inmediato después de que el relámpago iluminase la figura de Dargo Alasdair Killmar, aunque verse arropada por cientos de vatios no relajó sus nervios en tensión. La señora Kells había pedido un servicio de tila para ambas, y desde hacía un buen rato ambas permanecían en el más absoluto silencio. Miriam temía decir algo que arrojara más dudas sobre un asunto tan disparatado y Cristina tenía un nudo marinero en las tripas y otro en la garganta que le impedían casi respirar.
—No puedo creerlo —musitó.
Miriam acabó su infusión y se acarició el entrecejo con un dedo. Lo que Cristina vio en sus ojos la sobresaltó una vez más.
—No puedo creerlo —repitió—. ¡Los fantasmas no existen!
—Éste sí, querida.
Cristina se levantó y se acercó al ventanal ojival. En el exterior, el tiempo se había calmado. La tormenta dejó paso a un claroscuro que un sol pálido disputaba a unas nubes negras, como si ahora, después de iluminar la fantasmal estancia donde colgaba su cuadro, no tuviera razón para continuar azotando los muros del castillo. El patio a sus pies estaba desierto y encharcado, oscuro y frío como un cementerio. Cris se preguntó si, en realidad, no habría ido a parar a uno, porque ¿qué hacía si no un aparecido paseándose por las habitaciones como si tal cosa?
—Estamos en el siglo XXI, Miriam —dijo, sin mirarla, como si la afirmación lo explicara todo.
—Y siguen practicándose exorcismos —repuso el ama de llaves.
Ahora parecían más calmadas, como si estuvieran intercambiando opiniones sobre alguna receta de cocina, sobre los precios del mercado o sobre el último CD de Von Karajan.
Cristina no podía creer que estuviera pasándole aquello. ¡Simplemente, esas cosas no sucedían! En las películas sí, claro. Y en las novelas. Pero ella no era la protagonista de un filme de terror de Karloff ni la heroína de un relato de Stephen King. Su mente se negaba a admitir lo que había visto. Se negaba a admitir lo que Miriam Kells trataba de hacerle comprender. ¡Por Dios bendito, era absurdo! ¡Fantasmas en aquella época! Debía de tratarse de una confabulación para volverla loca. Hasta se le ocurrió que quizás Óscar tenía algo que ver con aquel escabroso asunto. Seguramente no deseaba casarse con ella, tenía una amante y había empleado buena parte de su dinero en contratar a un par de buenos actores que…
Deja de pensar estupideces, chica.
—¿Cuándo lo vio usted? —preguntó.
Miriam suspiró profundamente.
—La primera vez, hace unos años.
—¿Dónde?
—En el patio de las columnas.
—¿Le habló?
Una risa inquieta se extendió por el gabinete. Una risa que le puso a Cris los pelos de punta.
—Si lo hubiera hecho en aquel momento, yo no estaría aquí, sino encerrada y con una camisa de fuerza. Únicamente lo vi. A medias. Su imagen no era nítida del todo —explicó—. Parecía como si… como si se estuviera desvaneciendo, como si fuese…
—Evanescente.
—Sí. Después tuve que superar el miedo que me infundía el saber que vivía en un castillo encantado… —Se rió como si se mofara de sí misma—. Lo siento, pero la conversación me parece sacada de un cuento.
—Desde luego que lo parece. Pero mire, señora Kells, soy una persona sensata y… —
Ja, sensata.
Su voz interior.— …moderna. Quiero decir que no soy dada a la lectura de novelas de misterio ni a ver películas de terror, ni sigo programas de sucesos paranormales. Me muevo en el mundo actual y trabajo con ordenadores, y uso teléfonos móviles, y tengo un televisor de plasma, así que…
—Los fantasmas no tienen cabida en su mundo. ¿Es eso lo que quiere decir?
—¡Exactamente! Tiene que tratarse de una broma. Dígame que es una broma y yo lo entenderé y… —Al ver que Miriam negaba con la cabeza, exclamó—: ¡Por Dios santo, los fantasmas no existen!
El ama de llaves suspiró ruidosamente.
—Creo que eso ya lo ha dicho muchas veces. Pero ¿juraría que no lo ha visto?
Cristina se disponía a replicar, pero enmudeció. Aquella mujer no mentía. Creía realmente que en el castillo de Killmarnock habitaba un espectro. No estaba mintiendo, ni era partícipe de una broma. Simplemente, creía, sin más.
—Miriam. —Dejó la taza con cuidado sobre el pequeño mantel blanco y se acercó al ama de llaves, colocándose en cuclillas frente a ella—. Miriam, seamos lógicas.
—¿Lógicas? ¿Qué lógica podemos aplicar a lo que le ha pasado?
—¡Santa Madre de Dios, yo ni siquiera soy creyente! —estalló la joven.
—Sin embargo, nombra a Dios, a la Virgen y a los santos con demasiada frecuencia.
Cristina se levantó, irritada, más consigo misma que con la mujer. Buscó sus cigarrillos y encendió uno.
—¿Eso le calma los nervios?
—No. Sí. ¡No lo sé! ¿Quiere uno?
—Creo que me vendría mejor un Whisky. En ese armario, por favor.
Cristina extrajo una botella y dos vasos y sirvió una generosa cantidad para cada una. Entregó a Miriam el suyo y se acomodó en el borde de la mesa. De un solo trago ingirió más de la mitad del contenido.
—Vaya con cuidado, señorita, es de los fuertes.
—No lo suficiente para asimilar lo que usted quiere que asimile. —Tomó otro trago—. Pero hábleme de él.
Miriam se recostó en el sillón que ocupaba. Su mirada se perdió en un punto fijo y empezó a hablar dando vueltas al vaso entre sus venosas manos.
—Cuando lo vi por primera vez, perdí el conocimiento. La impresión fue terrible, para qué voy a mentirle. Luego, poco a poco, comprendí que no había sido una visión, de que mi mente no estaba trastornada. Con discreción, hice averiguaciones sobre lord Killmar. Sobre el actual lord Killmar, quiero decir. Él ni siquiera estaba en Irlanda cuando sucedió, de modo que no me quedó más remedio que admitir que la persona a quien vi no era él. —Bebió un sorbo.
—¿Un hermano, tal vez?
—El señor es hijo único —negó Miriam—. Ni siquiera tiene un primo que se le parezca, sólo un par de parientes que, por lo que yo sé, viven en Australia. No ponga esa cara, sé lo que está pensando. Le aseguro que registré todo el castillo a conciencia. Hasta me atreví a fisgar en la sala privada de milord. Quise convencerme, de todos modos, de que había sido una ilusión mía. Hasta que lo vi por segunda vez. Entonces supe que todo era cierto, que existía.
—Miriam, cuando morimos…, morimos, y eso es todo.
—Entonces ¿cómo explicaría lo que ha visto?
—El hombre que entró en mi habitación era tan real como usted y yo.
De real, no tenía nada.
No sé… Se difuminaba en el aire.
Se evaporó, recuerda, delante de tus narices
¡No atravesaba los muros, maldita sea!
Pero se evaporó en el aire.
—Sin hacer caso a su voz interior, trató de calmarse—.
—¿Pretende usted que crea que un espectro, salido de quién sabe dónde, se coló en mi cuarto? ¿Con qué fin? ¿Acaso su fantasma es tan educado que vino a darme las buenas noches?
—Yo no pretendo que crea nada, querida. —Miriam se incorporó cansinamente, como si hubiera envejecido de repente veinte años—. Pero él existe. No me pregunte cómo es posible, no lo sé, como no lo sabe usted tampoco. Hay hechos que la razón niega y la realidad confirma. Éste es uno de ellos.
—¡De acuerdo! Pongamos que existe una fuerza extraordinaria en el castillo. Pongamos, inclusive, que hay una presencia que no podemos explicar. Todos sabemos o hemos oído hablar de lugares en los que se han detectado fenómenos extraños. Mesas que se movían, luces que se encendían y apagaban, señales inexplicables en las paredes. He leído en algún artículo que al hacer una fotografía aparecía una figura duplicada en el espejo. Hace unos años, en Madrid, algunos expertos estudiaron fenómenos paranormales en el palacio de Linares… ¡Pero todo tiene una explicación lógica! ¡Esos fenómenos y presencias tienen una base científica, Miriam! ¡Por todos los infiernos, el hombre ha llegado a la Luna y estamos enviando sondas a Marte!
—¿Y…? —Al ver que la joven parecía haber acabado con sus argumentos, el ama de llaves sonrió con tristeza—. Todas esas cosas me las dije yo misma. Y seguí viendo a lord Killmar. Pero hay sucesos que ni siquiera los científicos pueden explicar, señorita. Y ahora debe disculparme. Estoy cansada y he tenido un día ajetreado, de modo que, si no le importa, voy a reposar un poco —dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Se va a la cama? —saltó Cristina—. ¿Cómo puede hacerlo después de…?
La tranquilidad de la señora Kells la impacientó.
—Espero que no tenga miedo de un fantasma que, según afirma usted misma, no existe.
Cristina se puso rígida. Se estaba quedando sin argumentos. Enarbolaba la bandera de la modernidad por un lado, y por otro, daba la impresión de ser una niña asustada con el cuento del coco.
—Por descontado que no tengo miedo —mintió.
Miedo no
, matizó su otro yo,
más bien terror.
—Entonces, la veré más tarde.
Cuando Miriam se hubo ido, Cristina se apresuró a servirse otro Whisky doble. Se sentó en el rincón más apartado del gabinete, entre la mesa de caoba y la pared, encogió las piernas y se abrazó las rodillas mirando la puerta obsesionada. Ya no tenía a nadie a quien hacer partícipe de sus recelos, y un frío horrible le recorrió la médula espinal.
—No seas idiota, por el amor de Dios —se regañó—. Debe de haber una explicación para todo esto que se me escapa.
Es verdad que te repites.
—¡Me repito, sí! —se contestó a sí misma—, pero me niego a creer en apariciones. Me niego a creer que un maldito fantasma esté rondando dentro de los muros de este castillo, por muy castillo irlandés que sea, por mucha maldición que haya y muchas leyendas que circulen sobre ese condenado Conde Errante. ¡Me niego a convertirme en un flan tembloroso!
Muy decidida, como si su afirmación le hubiera dado bríos para superar tan inquietante y angustiosa experiencia, se levantó, dejó el vaso y se fue directa a la puerta. Sin llegar a ella, volvió sobre sus pasos, tomó la botella de Whisky y luego salió resueltamente del gabinete. En cuanto lo hizo, se arrepintió. Las nubes, espesas y negras, se habían vuelto a apoderar de Killmarnock, y en la galería penumbrosa, sólo unas luces aquí y allá ahuyentaban las sombras. El pasillo que debía recorrer le pareció infinito. Tragó saliva, echó los hombros hacia atrás y levantó el mentón, decidida a llegar a su habitación a paso tranquilo. Iba a encerrarse y a tirar la llave.