Acarició temerosa la fría superficie, preguntándose si se atrevería a llevar a cabo lo que se había propuesto.
No lo hagas
, le advirtió su ego.
Se incorporó y comenzó a buscar en la tapa del sarcófago algún resquicio que le permitiera moverla. Cuando encontró una muesca lo suficientemente grande para meter los dedos, tiró con todas sus fuerzas. Por descontado, la mole de piedra ni se movió, y Cris casi dio gracias al Cielo por ello.
¿Qué quieres encontrar? Deja las cosas como están.
Sí, era lo mejor. Olvidarse de lo que podría hallar en aquella tumba. ¿Qué otra cosa podía haber más que cenizas? Realmente… ¿qué pensaba encontrar dentro del féretro de un hombre desaparecido en el siglo XVI?
—¿Señorita Ríos?
Cristina dio un respingo. En su azoramiento, golpeó con el codo el candelabro, que se estrelló contra el suelo dela cripta sumiéndola en la más absoluta oscuridad. Ella ahogó un grito de pánico y retrocedió.
—¿Se encuentra bien, señorita Ríos?
La llamita de un encendedor iluminó ligeramente la estancia y el rostro agradable de Tyron Parnell, que la miraba con mucha atención.
Cris dejó escapar un largo suspiro.
—Señor Parnell. Me ha dado usted un susto de muerte.
—¿Qué demonios hace aquí abajo, en esta tumba? —El americano movió la pequeña llama en abanico hasta dar con el candelabro. Encendió un par de velas y lo levantó. La mortecina luz ahogó las sombras de la cripta. Los ojos de Tyron escrutaban los de Cristina—. ¿Se encuentra bien? Parece que hubiera visto un fantasma.
Cristina se mordió los labios para no lanzar una carcajada histérica y asintió. «¡Si tú supieras!», pensó…
—Perfectamente, gracias. Estaba… husmeando.
—Como yo. —Echó una ojeada alrededor—. ¿Ha encontrado algo interesante? ¿Qué buscaba?
El cuerpo de un hombre muerto hace siglos.
—Nada, en realidad. Sentí curiosidad por ver dónde estaba enterrado Lian Killmar. ¿Y usted?
—Un tesoro —respondió Parnell, con socarronería—. Antiguamente solían enterrar a las personas con alguno de sus más preciados objetos. ¡Qué sé yo! Una espada, una daga, un colgante…
¿Le tomaba el pelo? Estaban en una cripta, no en la tumba de un faraón egipcio. Y tampoco en un túmulo druídico.
—Tenemos una sala llena de armas —dijo Cristina, pasando a su lado, camino de las escaleras—, si quiere se la mostraré. O se lo pediré a la señora Kells. Estoy segura de que se la enseñará con mucho gusto. ¿Viene?
—Sí. ¡Sí, desde luego! Ni siquiera sé el motivo por el que bajé aquí. Vi la puerta de la capilla abierta y… ¡Este lugar es demasiado tenebroso! Debe de haber colecciones mucho más interesantes que ésta de cadáveres en piedra.
Dargo también estaba allí y le gustó muy poco el modo descarado con el que Parnell fijaba su atención en el trasero de Cristina. Cuando los dos intrusos salieron de la cripta, masculló una grosería. Avanzó por entre los sarcófagos donde descansaban los restos familiares, incluidos los de su esposa, su hijo y alguno de sus nietos, y se detuvo junto a su propia tumba.
Su rostro tallado en piedra.
Resultaba espantoso verse a sí mismo sobre la lápida.
Se observó durante un momento y luego, sobreponiéndose, pensó en el intento de Cristina por abrir la sepultura. ¿Qué esperaba encontrar? ¿La explicación a la locura de la que estaba siendo víctima? ¿Su cuerpo incorrupto?
El sabía muy bien que dentro de aquel ataúd de piedra no había nada. ¡Absolutamente nada! Estaba vacío. Completamente. Salvo por la armadura que había abandonado al salir de él para vagar por los siglos entre los muros de Killmarnock.
Por lo que parecía, la cotilla de la señorita Ríos no acababa de creerse que sus encuentros eran con un espectro.
Miriam estrujaba su inmaculado delantal entre las manos.
—Nunca había pasado nada igual —afirmó por tercera vez.
Aceptó con una leve inclinación la taza de tila que Cristina le puso delante y bebió en sorbos cortos y frecuentes, cuidando de no derramar líquido. Y se encontró más relajada.
—Soy la responsable última del castillo. ¿Cómo voy a explicarle lo ocurrido al señor Watford?
—Usted no tiene la culpa, señora Kells —aseguró Parnell, acompañando sus palabras con unas suaves palmaditas en el brazo de la irlandesa—. Nada tiene que reprocharse.
—¡Pero está todo tan revuelto!
—¿Ha echado algo en falta?
—Un par de dagas. Muy valiosas. La daga verde de Niamb y la daga roja del Herrero. Esmeraldas y rubíes.
—¡Qué extraños nombres! —señaló Parnell.
—Cada una de ellas tiene su leyenda. Se dice que la verde perteneció a Niamb, una hermosa joven de cabellos largos y rubios, hija del rey Tír na nÓg. Se encontró con Oisín, el hijo de Finn mac Cumhall, lo sedujo, lo tomó por esposo y se lo llevó a la Tierra de la Juventud —explicó.
—¿Y cuál es la historia de la daga roja? —se interesó Cristina.
—Perteneció a CúChulaínn, uno de los grandes caballeros de la Rama Roja, que defendió el Ulster contra las tropas de Connaught. Con ella dio muerte al perro del Herrero, de ahí su nombre propio. —De pronto se echó a llorar—. ¡Perderé mi empleo si no se soluciona este asunto del robo!
—No diga tonterías, señora Kells —la calmó Cristina —. Usted no está contratada como guardia jurado, por Dios, sino como ama de llaves. ¡Ciertos objetos deberían estar bajo llave y no a la vista de todo el mundo! Cualquiera pudo sustraerlos.
Los ojos de Parnell relampagueaban de codicia.
—¡Joder, qué historia! —murmuró.
Se oyeron unos golpecitos discretos en la puerta y apareció Rob, que se hizo a un lado para dejar paso a un hombre bajo y grueso como el tronco de un árbol, con una gabardina parda y desgastada. Totalmente desprovisto de pelo, su cuero cabelludo brillaba como una bola de billar a la luz de las bombillas.
—Hemos terminado —dijo—. De momento.
—¿Tenemos alguna pista?
—No, señor… Parnell, ¿verdad? —El hombre se quitó las gafas y se puso a limpiarlas mecánicamente con un pañuelo arrugado que sacó de su bolsillo—. Resulta sorprendente, no obstante, que las cámaras no hayan grabado nada.
—¿Qué cámaras?
—Las que hay instaladas en la sala de armas. Las hemos revisado a fondo y no grabaron nada en absoluto. Se supone que esos dichosos aparatos son muy fiables, que se disparan en cuanto se produce algún movimiento en la sala, pero no han captado ni una sola imagen, salvo la de la propia sala… vacía. Y mis veinte años de experiencia como policía me han enseñado que los ladrones cada vez son más osados, pero es impensable que sus imágenes no queden registradas, sobre todo si se llevan objetos de incalculable valor, ¿no creen?
—¿Pudieron… desactivar esas cámaras? —preguntó Cristina—. ¿Trucarlas de algún modo, inspector?
—Pudiera ser. —Se encogió de hombros—. Pudiera ser.
Volvió a ponerse las gafas y miró detenidamente a cada uno. Miriam se encogió en su asiento y Parnell se removió inquieto. Únicamente Cristina permaneció estática, apoyada en el borde de la mesa.
—Siento haber tenido que fisgonear las habitaciones de la servidumbre y las suyas, pero ustedes comprenderán mis motivos.
—Desde luego, inspector —aceptó el americano—. Sólo espero que no me hayan desordenado demasiado mis cosas.
—Encontrará todo como estaba —gruñó el policía—, se lo aseguro.
—Muy agradecido.
—Mis hombres y yo nos vamos. Si alguno de ustedes recuerda algún detalle, por pequeño que parezca, les agradeceré que me avisen. La señora Kells sabe dónde encontrarme. Y usted, Miriam, deje de poner esa cara de víctima, nadie va a culparla del robo —sonrió a la mujer. Su rostro, tosco y grave desde que hiciera su aparición, se tornó más dulce y agradable, haciéndolo parecer más joven—. Si todos los dispositivos de seguridad que su patrón tiene instalados no han sido capaces de detectar a un ladrón, dígame qué podría haber hecho usted para evitar que se llevasen esas malditas dagas. ¡La mayor parte de los objetos debería estar en un museo!
—Pero el señor Watford…
—El señor Watford comprenderá que ha sido un caso de mala suerte. Sin duda, en este lugar, casi todo es capaz de despertar los más bajos instintos. Y esto parece obra de profesionales, no me cabe la menor duda.
O de fantasmas
, le dijo a Cris su voz.
Miriam logró sonreír cuando el policía se despidió con un gesto seco y salió del estudio. Tyron se levantó y se fue derecho hacia el estante de las bebidas.
—Necesito un trago. Los sabuesos me ponen de pésimo humor.
—Sólo hacen su trabajo.
—Pero miran a todo el mundo como si llevara tatuada la culpabilidad en la frente —farfulló—. Su trabajo es encontrar al que robó esas armas, no mirarnos de arriba abajo como si fuéramos los ladrones. ¿Alguien quiere una copa? —Sin esperar respuesta sirvió tres generosas cantidades de whisky y entregó dos a las mujeres—. Además, ¿qué pensaba? ¿Qué habíamos escondido las armas en nuestras habitaciones? ¿Debajo de la cama? ¡Por Dios crucificado!
—Tienen un valor incalculable.
—¡No tanto, señora, como para poner en duda mi reputación! Provengo de una familia decente y acomodada desde hace muchas generaciones. Y de todos modos, ¿dónde diablos puede uno vender ese tipo de objetos? Se supone que serán rastreados.
Cristina apuró su copa y estiró sus músculos agarrotados. Habían permanecido en el estudio toda la tarde, mientras la brigada de policías revolvía el castillo de cabo a rabo en busca de una pista. Reconocía que había dudado de Parnell y quizá de algún criado durante los primeros momentos de confusión, cuando Miriam dio la voz de alarma, pero luego desechó sus sospechas.
Las afirmaciones del inspector no dejaban lugar a dudas. ¡Nada! ¡Las cámaras de seguridad no habían captado nada! ¡Ni una sombra! ¿Sombra…? Y entonces se le ocurrió. Se preguntó a qué diablos estaba jugando ahora Dargo, al robar sus propias armas.
Cuando se retiraron a dormir, en cuanto Cristina entró en su habitación, lo invocó.
Dargo no hizo acto de presencia.
En ropa interior, pero con la gruesa bata de baño y zapatillas, ella buscó una linterna y se encaminó hacia la galería del cuadro familiar, decidida a hurgar un poco más en el pasado.
Movió los resortes a ambos lados del cuadro, dejó al descubierto el pasadizo secreto que Dargo le mostrara y, después de asegurarse de que la entrada volvía a quedar cerrada tras ella, lo recorrió, ascendiendo hasta llegar al desván. La angostura le provocó cierto grado de claustrofobia.
Dargo tampoco estaba allí. Al menos no se materializó, ni acudió a su nueva llamada.
Enojada con él y consigo misma, rebuscó en el mueble antiguo donde encontrara el poema escrito por el fantasma, como si una mano invisible la guiase, intuyendo que, tal vez, daría con algo que la ayudaría a comprender aquel misterio.
Tenía que haber una clave para salvarlo de su agonía, para romper su maldición. ¿Tal vez estuviera en el robo de aquellas dagas? Ella había sido elegida para encontrarla, estaba convencida. Por algún extraño guiño del destino, había sido designada para salvar un alma errante. Todo aquello resultaba ridículo, pero no iba a renunciar a su propósito. Estaba dispuesta a pasarse allí toda la noche en caso necesario, hasta encontrar algo, aún no sabía bien qué.
Había sido indecisa en algunas ocasiones a lo largo de su vida, pero ésta no iba a ser una de ésas. A fin de cuentas, no tenía sueño ni nada mejor que hacer.
Registró el ático de arriba abajo. Si Dargo había robado las dagas, ¿qué mejor lugar para esconderlas que su refugio? Pero después de casi una hora se dio por vencida.
Lo que sí encontró fue otra carpeta. Tan deteriorada como la anterior, acaso más, olvidada en el fondo de un pequeño arcón.
Colocó la linterna en el borde, de modo que la luz se proyectase directamente sobre la carpeta, y la abrió. Actas levantadas hacía cientos de años, contratos de arrendamientos de tierras, facturas de compraventa de ganado. Tres actas de matrimonio…
Y un pergamino muy ajado, enrollado y sujeto con un cordel. Cuando quiso desatarlo, el cordel se pulverizó en sus manos. Otro poema, se dijo en cuanto echó un vistazo a los trazos fuertes y seguros.
Pero aquél no había sido escrito por Dargo sino por Augustus Killmar. Al menos, la firma así lo atestiguaba. Estaba escrito y fechado el 22 de diciembre del año del Señor 1535.
El sol se nubla cuando tú apareces.
La luna empalidece cuando sales.
Las estrellas no sirven sino para adornar tus cabellos.
Tú eres mi universo,
mi firmamento,
mi vida.
¡Qué bonito! Un poema de amor escrito para una mujer del pasado por un hombre que, sin duda, la adoraba. Una oda olvidada bajo capas de polvo que deleitaría los oídos de cualquier mujer del siglo XXI. Ella no era especialmente romántica, pero los versos le parecieron hermosos en su sencillez, sin florituras. El eterno poema en que el amante compara a su amada con los astros… Se preguntó cómo habría sido la existencia de aquellas personas, de los padres de Dargo. Aquel escrito demostraba que estaban profundamente enamorados y que su matrimonio, lejos de los contratos por interés de aquella lejana época, había sido por amor. Con seguridad, si podía fiarse del retrato familiar, el cariño había sido la pauta dominante en aquella unión. Hasta aquella fatídica noche de la masacre en que Augustus maldijo a su primogénito.
Dargo había heredado, al morir su padre, los castillos, las tierras con sus habitantes, ganado y joyas, pero de nada le servía todo aquello a un fantasma… El asunto de las dagas le volvió de pronto a la cabeza, y con él su malhumor.
¡Debía tener unas palabras con él por hacerle pasar tan mal rato a Miriam!
Cerró la carpeta y, con ella debajo del brazo y la linterna en ristre, abandonó el desván.
Horas después, seguía sin conciliar el sueño.
Desazonada, acabó por levantarse. El frío se había adueñado de la habitación al apagarse la chimenea. Se anudó la bata, se calzó las zapatillas y salió a la galería. El castillo estaba sumido en sombras, y un silencio de ultratumba lo envolvía todo, pero después de haber estado hablando con el mismísimo fantasma de Killmar y haber hecho el amor con un hombre de otro siglo, ni la oscuridad ni el silencio afectaban ya a Cristina. Con paso vivo descendió las escaleras en dirección a las cocinas, escuchando el leve golpeteo de las zapatillas sobre las alfombras. Acaso un vaso de leche caliente la ayudaría a dormir.