Dargo sonrió. Era gratificante. La risa de Cristina le agradaba tanto como su malhumor. Al menos, la joven parecía haber perdido el sentido del miedo.
—¡Oh, Señor! —siguió ella, ahora mirándolo de frente, sin temblar—. Oh, Señor, esto es como para escribir una novela.
Dargo se acomodó en el borde de la cama y esperó a que el ataque de hilaridad fuera remitiendo. Cristina se acercó a los ventanales, dándole confiadamente la espalda, secándose las lágrimas con la manga, y Dargo supo que había ganado la primera batalla. A lo largo de aquellos casi quinientos años, se había aparecido ocasionalmente a algunas personas que trabajaban en el castillo y sabía muy bien que ella estaba haciéndose a la idea de que aquello que pasaba era real y no una pesadilla.
Con un suspiro de aceptación, Cristina se volvió hacia él. Reconoció que era un hombre…, un fantasma atractivo. Muy atractivo. ¡Dios!, era el hombre más atractivo que había conocido.
¡Está como un queso!
—¿Qué es lo que quieres?
—Charlar.
—Mantener una conversación civilizada, ¿no? —se burló ella, para su propio asombro—. Imagino que los muertos no tienen una conversación muy amena, claro. Por eso buscas a un vivo.
Dargo se reía y a ella se le paró el corazón al mirarlo. Fantasma o no, espectro o zombi, fruto de su mente o real, aquel hombre era lo más lujuriosamente tentador que ella hubiera visto en su vida.
—Hace más de ochenta años que no hablo con nadie.
—La señora Kells dice haberte visto antes.
—Miriam es un encanto de mujer, pero me temo que no está preparada para conversar con un espectro.
Cristina volvió a ser víctima de la risa. Ya no era humor. Era aceptación. Se reía de sí misma. Cuando consiguió calmarse un poco, avanzó hacia él y hasta se atrevió a sentarse al otro lado de la cama.
—Y yo sí estoy preparada. ¿Es eso?
—Dímelo tú.
—Imaginemos que admito que eres real. —Él hizo un gesto con la boca, dando por sentado que ella ya lo había admitido—. Aún no las tengo todas conmigo, no creas. Esto contraviene todas las leyes físicas.
—Las leyes están hechas para contravenirlas.
—Admitamos también eso. Que estoy dispuesta a hablar, si es eso lo que deseas. Pero que te quede una cosa bien clara: no quiero que vuelvas a entrar en mi habitación sin permiso.
—Lo prometo.
—Y quiero saber todo cuanto se refiere a la maldición.
—Poco más hay que contar.
—¿Escuchaste nuestra conversación? —se alarmó ella—. ¡Por supuesto que sí! ¡Qué estupidez la mía! Supongo que puedes estar en cualquier lugar sin que te vean, escuchar detrás de las paredes o sentarte tranquilamente en la misma habitación en que los vivos estén conversando, o durmiendo, o… ¡Glorioso! Lo que hubiera dado Mata-Hari por tener tus poderes.
—¿Mata-Hari?
—Fue una espía. Pero olvídalo. ¿De qué hablaríamos tú y yo? ¿De las delicias del siglo XVI? —se burló—. ¿De la moda de las damas en tu época? ¿Tal vez de las guerras contra Inglaterra?
—De música, de pintura, de cine…
—¿Cine?
—Suelo ver la televisión de los criados en la cocina. Te aseguro que desde hace más de veinte años he visto muchas historias de las que proyectan por ese artilugio.
—¡Oh, Dios, esto no puede estar pasando! —volvió a reír Cristina, dejándose caer de espaldas sobre el colchón—. ¡Es una locura!
—Tú pareces saber de pintura —aventuró Dargo—. Podría mostrarte algunos cuadros embalados en el desván. Pura historia de Killmarnock. Cuadros que nadie ha visto desde hace muchos, muchos años, que casi nadie sabe que existen.
Cristina se mostró interesada en el acto. Por fin hablaban de algo sugestivo. Se incorporó y lo miró fijamente. Fuese Dargo un fantasma o no, si le mostraba cuadros antiguos acaso ella pudiera encontrarse con alguna primicia. ¡No caería esa breva! Y eso formaba parte de su trabajo también.
—Quiero dormir —dijo resueltamente, levantándose—. Hasta las diez de la mañana por lo menos. ¡Y sin que se me moleste! —enfatizó—. Como abra los ojos y te encuentre a los pies de mi cama, te juro que, por muy espectro que seas, te enviaré definitivamente al otro barrio.
—¿A qué barrio? —preguntó él, totalmente perdido.
—Quiero decir que te mataré del todo.
Una carcajada satisfecha del fantasma resonó en la habitación. Él se puso de pie con agilidad y le lanzó un beso con los labios.
—Frente a mi cuadro. Mañana, a las once. Dulces sueños,
acushla
.
Luego, desapareció en un parpadeo.
S
e despertó poco antes de las diez de la mañana, completamente despejada y lúcida, como si hubiera dormido veinte horas seguidas. A pesar de que solía levantarse temprano, se quedó acostada un rato más con la vista en el alto techo, repasando lo sucedido y preguntándose, por enésima vez, si su cabeza funcionaba como debiera. Tenía claro, sin embargo, que la noche anterior no había vivido un sueño. La experiencia podía adjetivarse de mil y un modos: de extraña, increíble, insólita e inadmisible, pero había sido tan auténticamente real que daba miedo.
Los ventanales filtraban unos rayos de sol mortecinos, pero al menos no llovía, y Cris se alegró por ello. Decidió que resolvería aquel galimatías más tarde. Se desperezó, fue al baño, llenó la bañera de agua caliente, agradeciendo aquella comodidad que en tiempos de Dargo no existía, y su recuerdo la animó del todo. En su mente se dibujó aquel cuerpo espléndido de fuertes músculos, su piel bronceada, sus ojos verdes, su boca. La verdad es que el chico no tenía desperdicio, pensó con mohín pícaro, dejándose abrazar largamente por el agua espumosa.
Se ajustó una falda amplia y larga hasta media pierna, una blusa negra y zapatos cómodos. A punto de salir recordó que iban a subir a un desván, de modo que cambió la falda por el pantalón vaquero descolorido y se puso un jersey de lana por si en el desván hacía frío. Cuando bajó al pequeño comedor, parecía haberse quitado un gran peso de encima. Tal y como dijera Miriam Kells, aceptar la presencia de Dargo la hacía sentirse más ligera, distinta del resto. Especial.
La irlandesa estaba ocupándose de las vituallas del castillo, por lo que no la vio aquella mañana. Cristina lo agradeció. No tenía idea de cómo encararse con ella y explicarle lo sucedido la noche anterior.
Untó un par de tostadas con mantequilla y se sirvió una generosa taza de café. Cuando se disponía a atacar la primera, se abrió la puerta y por ella asomaron una cabellera castaña y el rostro de un hombre guapo.
—¿Queda café? —preguntó.
Cristina se lo quedó mirando, preguntándose quién era. Alto, elegante, con un jersey de cuello alto color beige, unos pantalones negros entallados y zapatos italianos, dueño de unos primorosos ojos azules, una abundante cabellera castaño claro, una sonrisa encantadora y un cuerpo que haría volver la vista a más de una que se cruzase con él por la calle. Se llenó una taza de café y se sirvió un par de cucharones de huevos revueltos en un plato que depositó sobre el inmaculado mantel blanco, sentándose frente a ella.
—Buenos días. Imagino que usted es la señorita Ríos —dijo, extendiendo la mano por encima de la mesa—. Mi nombre es Tyron. Tyron Parnell. Estoy encantado de ser su compañero de estancia.
Cristina estrechó aquella mano grande, de largos dedos. El apretón fue fuerte y sincero, y ella se encontró sonriéndole al sujeto, que parecía realmente divertido.
—¿Compañeros de estancia? —preguntó, dando un mordisco a su tostada.
—Llegué anoche. A una hora intempestiva, debo reconocerlo. Siento admitirlo, pero me perdí, seguramente por no interpretar bien las indicaciones. Este castillo está condenadamente retirado y el señor Watford no fue demasiado explícito en cuanto a su ubicación. —Bebió un poco de café e hizo una mueca de desagrado—. Esta pócima sería capaz de resucitar a un muerto.
—¿Muy fuerte para usted?
—Un poco, sí. —Dejó la taza a un lado.
—La culpa es mía —confesó Cristina—. Me gusta el café bien cargado, y me temo que la cocinera lo prepara a mi gusto.
—No importa. Tampoco soy un devoto del café.
—De modo que va a pasar unos días en Killmarnock.
—Me han concedido ese honor, sí —asintió él. Luego afirmó con seriedad—: Me he enterado del accidente del conde. Una lástima.
—¿Lo conoce?
—No he tenido el placer. Solicité su permiso para alojarme unos días en el castillo y avanzar en algunas de mis investigaciones. —Como ella enarcaba las cejas a modo de pregunta, explicó—: Hasta hace dos años me ganaba la vida planificando edificios. Demasiados planos y demasiados ladrillos. Me ahogaba. Abandoné el despacho en el que trabajaba en Manhattan y me vine a Europa a estudiar lo que siempre deseé: los druidas. Y mis pasos me trajeron a Killmarnock.
—Entiendo.
Tyron fijó en ella sus ojos azules, con una mirada tan intensa que Cristina se vio forzada a desviar la suya hacia su plato.
—Es usted preciosa, si me lo permite.
Por fortuna para ella, la insistente musiquilla de su móvil le permitió evadir el inesperado cumplido que la ruborizó. Pulsó el botón de responder y atendió la llamada.
—Discúlpeme. Dime.
Al otro lado, desde Madrid, la voz de Óscar le llegaba un poco distorsionada.
—Todo bien, sí. ¿A Kyoto? ¿Qué diablos vas a hacer a Kyoto? —Asintió—. Ni se te ocurra, odio las vajillas japonesas. —Silencio—. Sí, ya sé que a tu madre le encantan.
—Un nuevo silencio—. De acuerdo. Está bien, un kimono, sí. ¿Verde? Me parece estupendo, Óscar. Pásalo bien. Un beso.
Colgó y dejó el móvil sobre el mantel. Se quedó mirando el artefacto, preguntándose si Óscar era idiota o tomaba clases nocturnas. ¡Una vajilla japonesa! ¿Es que pretendía completar el ajuar?
—Disculpe. ¿Su marido, quizá?
La pregunta de Parnell la hizo parpadear.
—No. Aún no.
Con suerte, no lo será nunca
, le advirtió la voz interior que la martirizaba.
Decídete de una vez y dile que habéis terminado.
—No pretendo entretenerla. —Se levantó—. Tengo que empezar a trabajar.
—En el castillo encontrará una biblioteca espléndida. Sin duda le aportará información sobre su tema.
—Si me indica dónde…
Cristina consultó su reloj de pulsera. Las diez cincuenta y cinco. Se levantó.
—Lo lamento de veras, señor Parnell, pero tengo una cita… —sonrió enigmáticamente— dentro de cuatro minutos. No se preocupe. Encontrará personal que le guíe. —Recogió el móvil y la carpeta en la que pensaba tomar sus apuntes, le dedicó una inclinación de cabeza al hombre y se dirigió hacia la salida.
—¿La veré a la hora de la comida?
—No lo sé aún. Que encuentre lo que busca —le deseó.
Tyron volvió a sentarse una vez que ella se hubo ido, con gesto serio. Una mujer espléndida, se dijo. Sería fantástico tener un escarceo con ella en el tiempo libre que le dejara la búsqueda que lo había llevado hasta allí. ¡Fantástico, desde luego!
Cristina avanzó a toda prisa por el pasillo y al llegar a las escaleras subió los escalones de dos en dos. Saludó a un par de sirvientes con los que se encontró y siguió hasta el lugar de su cita. Cuando alcanzó la puerta de acceso a la galería de pintura de la familia Killmar, aminoró el paso. Recordó de pronto que la puerta no estaba abierta cuando Miriam la acompañó hasta allí, pero en ese momento la encontró entornada. Al parecer, Dargo le facilitaba las cosas.
Por un lado estaba ansiosa de volver a encontrarse con el fantasma, y por otro… Un escalofrío la recorrió desde la base del cuello hasta los talones.
Cerró la puerta a sus espaldas y recorrió el tramo de galería hasta el rellano, donde colgaba el gigantesco cuadro familiar. Se hallaba desierto. La decepción se apoderó de ella. Caminó de un lado a otro, esperando por espacio de unos minutos, y luego se debatió entre la frustración, que la impulsaba a irse, y su propio deseo de quedarse. Acabó por sentarse en el suelo, en una esquina y, por un momento, le entraron ganas de llorar. Mil y una ideas la acuciaron durante aquel espacio de tiempo en el que aguardó a que él apareciera. Estaba confusa. En realidad, confiaba en que pasaría algo tan espectacular como lo de la noche anterior. ¡Por fuerza debía de estar perdiendo el juicio! Si tuviera que dar explicaciones a alguien ¿qué le diría? ¿Que estaba esperando a un espectro? ¿Que se había citado con el fantasma del castillo? Se sintió patética.
Dargo la sorprendió lanzando miradas furiosas al retrato que lo representaba junto a su familia.
—¿Quién es ese individuo? —preguntó a modo de saludo.
Cristina dio un respingo e intentó levantarse con tanta rapidez, abrazada como estaba a su móvil y su bloc de notas, que perdió el equilibrio y a punto estuvo de darse de narices contra el suelo. Algo evitó la caída y ella se aferró a lo que parecía un brazo que le rodeaba la cintura. La sacudió una emoción tan fuerte que el aire escapó de sus pulmones dejándola sin aliento, pero ella no se movió, sino que alzó su rostro para verse reflejada en aquellos ojos verdes que parecían dos gemas brillantes. Dargo desprendía un aroma increíblemente atrayente. Una mezcla de cuero y sándalo. ¿Los fantasmas tenían olor? Quizá fuera un muerto viviente, pero la fuerza que emanaba de él parecía más humana que cualquier otra cosa en el mundo, y el calor que irradiaba su cuerpo, o su espíritu, o lo que demonios fuese que componía aquel conjunto musculoso, le infundieron una profunda sensación de seguridad.
Sin embargo, Dargo no la estaba tocando, aunque ella percibía una energía extraña que la rodeaba, protegiéndola. Sin ser consciente de lo que hacía cerró los ojos y se creó la ilusión de estar recostada contra su pecho. Notó en su espalda los músculos fuertes y desarrollados, y dudó, una vez más, si él era de veras o era un ser que no existía y, por tanto, todo aquello no era sino otro sueño, o el mismo que se repetía con variaciones.
Dargo no respiró siquiera. No la abrazó más que con la imaginación, aunque ansiaba hasta el infinito estrechar contra sí su carne. El perfume que despedía la joven, a áloe y flores frescas, le nubló los sentidos. Sólo se atrevió a posar sus labios en sus cabellos para besárselos ligeramente, en tanto su cuerpo, de cintura para abajo, respondía a la proximidad cimbreante, caliente y enloquecedora de aquel talle femenino.