—¡Lárgate! ¡Márchate y déjame en paz!
—
Acushla
…
—¡No existes! —le gritó ella—. ¡No existes! ¡Sólo eres producto de mi mente!
—Chsss. —Dargo trató de serenarla, sufriendo por no poder acunarla ni acariciar realmente su cabello revuelto, abarcarlo de veras con sus dedos. Su llanto le hacía más daño que la daga que acabó con su vida—. Acaso éste sea nuestro
ceannuidhe
, nuestro destino.
Poco a poco, el llanto de Cristina remitió, y ella quedó desmadejada. Como una beoda, se incorporó y se apartó de él. Se sentó en un travesaño de la escalera de mano.
Él seguía imaginando que la acomodaba en su regazo, como a una niña, sin dejar de acariciarle el cabello y darle besos en la frente. Sus ojos verde musgo, enrojecidos por el llanto, le parecieron tan hermosos a Dargo que apenas resistió el deseo de besarle los párpados. Le sonrió con amargura.
—Si no estuviera ya maldito por la falta cometida en vida, debería estarlo ahora por haberte hecho esto,
acushla
.
—¿No me estoy volviendo loca? —preguntó ella con una vocecita que hizo que al fantasma se le encogiera el corazón—. ¿De veras ha pasado lo que creo que ha pasado?
—Mi mente lo ha provocado.
—¿Tu mente? ¿Quieres decir que tu deseo por sí solo ha sido capaz de hacerme llegar al orgasmo? ¡Eso no es posible!
—Ni siquiera yo estoy muy seguro de lo sucedido, amor. Si tuviera la
iuchair
, la llave, para librarte de esto, lo haría, aunque muriera mil veces o hubiera de estar vagando por toda la eternidad.
—De modo que todo ha sido una alucinación.
—¿Acaso puede ser otra cosa? —repuso él, resuelto, con su alma a punto de estallar en mil pedazos—. ¿No es una alucinación que un hombre del siglo XVI, muerto en batalla, te pueda hacer el amor?
Algo se derritió en el interior de Cristina al escucharlo. El sufrimiento de él era tan patente, tan intenso, que ella quedó atrapada en un vínculo de unión hacia él, como jamás lo había estado respecto a un ser vivo. Desconocía el motivo por el que el destino la había elegido a ella para aquella experiencia inusitada, inexplicable, pero lo cierto era que estaba en aquel castillo, que la atraía irremediablemente un hombre de una época anterior y que lo sentía vivo, caliente y deseable. Intentó acariciarle el rostro suavemente. Tuvo una sensación, como si algo cálido resbalase entre sus dedos, pero no consiguió tocarlo. Veía un rostro duro, hermético, de guerrero de otra época, curtido en batallas cruentas de las que ella sólo había oído hablar o leído en libros de historia. Un ser con un alma agonizante por una maldición. Los viejos relatos de fantasmas le vinieron a la mente por unos instantes. ¿Habría algo de cierto en ellos?
¿Por qué, si no, había ella encontrado a Dargo? ¿Acaso no era una prueba viviente del mundo inabarcable de los muertos?
—Tengo hambre —soltó, obligándose a regresar a la realidad—. ¿Tú comes?
A Dargo le agradó el modo en que ella era capaz de recuperar la cordura y le dedicó una sonrisa que la hizo olvidarse de la comida y pensar en comérselo a él. Dargo no contestó, pero se levantó y caminó hacia la salida del desván.
—No es mi intención que mueras de inanición,
acushla
, aunque bien sabe Dios que si de mí dependiera no te dejaría salir de aquí en siglos.
—¿Hasta el fin de tu maldición?
—Y mucho más.
—¿Es eso una promesa? —Le habría encantado abrazarse a su cuello.
Dargo se inclinó sobre ella y la besó en la boca. Lenta, embriagadoramente, hasta dejarla sin aliento. Cris no sabía si era realidad o entelequia, pero disfrutó aquel beso como ningún otro.
—Si un fantasma puede prometer —le oyó decir con voz ronca—, yo te prometo que mi amor durará lo que dure la eternidad.
Se sintió transportada. Nadie le había dicho jamás nada tan hermoso y se sintió desvalida como una criatura, pequeña y frágil. Pero también poderosa. Su presencia era un resorte que la impulsaba. No respondió. No podía hacerlo. ¿Cómo prometer amor a un ser que ni siquiera existía? Se dejó llevar por la fuerza sobrenatural de su fantasma a través del pasadizo. Y en aquella ocasión ni siquiera notó el frío del túnel porque estaba arropada por el calor de su cuerpo.
P
or la noche, en el silencio de su alcoba, Cristina comenzó a escribir un diario. Pretendía anotarlo todo, cada segundo, cada experiencia. Si después, cuando todo acabara, su mente enfebrecida olvidara sus encuentros con Dargo, aquellas notas constituirían la prueba de que había sucedido.
Lo necesitaba para mantener la cordura.
Y como cabecera escribió: «Hoy me ha besado un fantasma.»
—Hoy no la vi en todo el día. ¿Dónde estuvo, señorita?
La pregunta de Miriam la hizo volver en sí.
El ama de llaves había decidido servir la cena en persona a sus dos invitados. En ese momento, ponía frente a ella un plato de salmón asado con una patata cocida al limón y tomates cherry. Aunque las comidas seguían siendo elaboradas y exquisitas, Cristina no había probado bocado del entrante y atacó con deleite. Pero en realidad no estaba en aquel comedor, sino algunos metros más arriba, en el ático del castillo, aferrada a la presencia de Dargo.
Miriam estaba pendiente de ella. Pero también Parnell, de un modo que no le pareció tan inocente como por la mañana.
—Trabajando, señora Kells.
—La busqué por todas partes. Me asustó.
—¿Por qué?
—Este castillo es muy antiguo, y no todos los lugares se encuentran en las mejores condiciones. Bien podría haberse hecho daño. ¿Tuvo algún problema?
La miraba fijamente, y Cris supo a qué se refería. Se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—Ninguno, señora Kells. Me entretuve entre algunos cuadros antiguos, eso es todo.
—Todos son antiguos.
—Con la firma de Lian Killmar.
Miriam perdió el color y la bandeja del servicio vibró entre sus manos imperceptiblemente.
—¿Valiosos? —preguntó, tratando de reponerse, dando la espalda a Parnell.
—He de evaluarlos con detenimiento, pero seguramente no tendrán mucho valor —mintió, sin saber a ciencia cierta el motivo.
Miriam asintió, se excusó y desapareció del comedor. Parnell se apresuró a servir más vino a la muchacha, que había consumido ya dos copas.
—Disculpe. ¿En algún sótano? —preguntó con una sonrisa que, en otras circunstancias, habría acelerado el corazón de Cris.
—¿Cómo?
—Los cuadros. ¿Quizás en algún sótano?
—No exactamente —repuso. Podía haberle dicho que los había encontrado en un desván del castillo, pero no quería que alguien más conociese el lugar secreto que Dargo y ella compartían. Aquel sitio sería, en adelante, su refugio. El refugio de su adorado fantasma.
Tyron no pareció molesto por lo escueto de su respuesta. Muy al contrario, hizo chocar su copa con la de ella y sonrió de modo encantador.
—Si por casualidad encontrara información sobre los druidas en ese lugar me lo diría, ¿verdad? Libros antiguos o algo así. Lo que sea me vendrá bien.
—¿No encontró nada en la biblioteca?
—¡Fascinante lugar! Sí, por supuesto, encontré textos muy antiguos, verdaderas joyas. Pero todo es poco. Es mi sueño, ya sabe.
Cristina reflexionó. Parnell la trataba con delicadeza y compañerismo, mientras que ella apenas había mostrado una actitud agradecida. Se obligó a ser amable.
—Le prometo que si cae algo en mis manos, lo pondré a su disposición.
—Es usted una buena chica. ¿Quiere casarse conmigo? Tengo treinta años, soy atractivo, como puede ver, y tengo dinero. Un partido estupendo.
Cristina alabó su sentido del humor y sus picardías. Era agradable que alguien la ayudara a evadirse de su experiencia personal.
Sin embargo, a Dargo, casi cubierto por pesados cortinajes al otro extremo del comedor, no le hicieron mucha gracia las bromas del americano. ¿Estaba siendo celoso? Hizo un esfuerzo por relajarse y, algo después, su cuerpo se desvanecía en la nada, como si jamás hubiera estado allí.
Cualquier noticia sobre el estado del conde llegaba puntualmente al castillo a instancias de su abogado, el señor Watford. Los sirvientes rumoreaban allá donde se encontraran, en las galerías, en las escaleras, en el cobertizo, preguntándose qué pasaría si el lord moría. ¿Quién se haría cargo de sus posesiones? ¿Perderían el empleo? ¿Qué sería de ellos? La salud del conde no les importaba demasiado, pues se había granjeado su desprecio a pulso a lo largo del tiempo, pero la situación a la que podía llegarse si faltaba quien pagaba sus sueldos los tenía a todos sobre ascuas.
Cristina, en cambio, no pensaba en él. Desde el día en que Dargo la guíara al ático, subía a él cada mañana después de desayunar. Aquella parte del castillo representaba algo así como esa tosca cabaña sobre la copa de un árbol que siempre deseó de niña y jamás pudo tener. Se sentía cómoda entre el polvo que cubría tantos objetos olvidados y no paraba de asombrarse con cada descubrimiento que hacía: una vieja vasija, o un talismán, o cubiertos de plata ennegrecidos le confirmaban la idiotez del actual conde de Killmar. Eran casi todos objetos de museo que no debían estar relegados al olvido. Luego se acordaba de Dargo y de sus insinuaciones sobre extraños fenómenos y sonreía.
Las pinturas de Lian eran fabulosas. Después de una semana de arduo trabajo consiguió catalogarlas por temas. Había de todo un poco: paisajes, granjas, puestas de sol, algún retrato de campesinas rechonchas de colorado rostro que parecían reír, divertidas, ante quien las inmortalizó en su momento, hacía ya más de cuatro siglos. Gente que había vivido, amado, tenido hijos seguramente y muerto hacía mucho, mucho tiempo.
Dargo aparecía cuando ella menos lo esperaba, irritándola a veces con sarcásticos comentarios.
—Siglo XVI —musitó Cris con detenimiento ante un lienzo recién desembalado que representaba a una pareja de campesinos desbrozando la tierra.
—Del XV —la corrigió el fantasma a su espalda.
—Imposible. Estos óleos habrían perdido…
—Del XV —insistió Dargo. Se acomodó sobre un viejo baúl, abrió las piernas y apoyó los antebrazos en ellas—. Idigor McMallaghan.
—¿Quién demonios era Idigor McMallan?
—McMallaghan —rectificó él. Cristina estuvo en un tris de saltar sobre él y comérselo a besos—. Fue un hombre perseverante. Por lo que sé, pintó un centenar de cuadros antes de acabar ése. Dicen que no consiguió pintar bien más que uno. Justo ése. Alguien de mi familia lo compró. Colgaba en la biblioteca cuando yo era un crío. Jamás me gustó.
Cristina lo apoyó en la pared y se levantó, limpiándose las manos en sus vaqueros.
—Está claro que no sabes un carajo de pintura, chico. Es único. Y vale una fortuna.
—¿De cuánto sería la fortuna?
—Sacarías, como mínimo, unos dieciocho o veinte mil euros —aventuró ella, rotundamente, volviendo a echar una ojeada al óleo—. Eso tirando por lo bajo.
—Es una buena cantidad.
—Si te decidieras a poner en venta muchos de los cachivaches que están aquí medio perdidos, podrías invertir en… —Se quedó callada al oírlo reír y se sonrojó ligeramente—. Acabo de decir una tontería.
—Totalmente,
acushla
. Un fantasma no invierte. Ni vende. —Y tras un largo silencio, añadió—: En realidad, ni siquiera debería estar aquí, hablando contigo y calculando precios.
Cristina lo observó atentamente y lo que vio en el rostro del fantasma hizo que el corazón se le encogiera. No era solamente tristeza lo que percibió en sus ojos, sino algo mucho más profundo, algo que la obligó a acercarse y abrazar al aire, aunque su piel se le erizó al notar su calor. Siempre que Dargo estaba cerca fluía aquella calidez extraña, que parecía extenderse para protegerla de todo y de todos. Los cuentos que le habían contado cuando era pequeña decían siempre que las estancias donde aparecían espectros se encontraban heladas, acaso porque el ser llegado del Más Allá arrastraba consigo el frío de la muerte. Con Dargo ocurría todo lo contrario. Emanaba un calor tan humano que parecía estar vivo.
—Quieres marcharte, ¿no es verdad? —preguntó ella, besando los negros y largos cabellos.
—Llevo deseándolo casi quinientos años. —Su voz fantasmagórica, apenada y suave, golpeó a Cris en el alma—. Pero no puedo hacerlo. —Sus ojos verde esmeralda permanecían fijos en los de ella—. No puedo hacerlo hasta encontrar la reliquia y hasta que alguien…
Cristina le tapó la boca.
—Podría ayudarte. En realidad, eso es lo que esperas de mí, ¿no es cierto? Por eso te me apareciste, porque crees que soy la persona indicada a través de la que encontrarás la clave de la maldición.
Dargo apretó las mandíbulas y se puso de pie, haciéndola a un lado. Caminó hacia el extremo más alejado del desván, allí donde se detenía otras veces para mirar al exterior, como el pájaro en su jaula que respira el aire pero no puede abrazarlo.
Cristina admiraba aquella estampa. No había dejado de hacerlo desde la primera vez que lo vio. Si ahora, en el siglo XXI ofrecía un aspecto espléndido, encerrado entre cuatro paredes, ella podía imaginarlo en su tiempo, ataviado con su atuendo de guerra, empuñando una poderosa espada y enfrentándose a sus enemigos, cabalgando por praderas y turberas, al mando de sus huestes, que lo habrían seguido a ciegas. Un ser digno de perdurar en la memoria de un pueblo. Su estatura y arrogancia hacían de él un ser fascinante, y sus rasgos, aristocráticos y duros, ponían al galope su corazón como si de un potro desbocado se tratara. Cada movimiento, cada flexión de sus músculos, cada expresión y cada sonrisa la conquistaban. Y si causaba aquel efecto ahora, que no era más que un espectro llegado del Otro Lado, ¿qué no habría sido estando vivo?
—¿Tuviste muchas mujeres?
Dargo la miró con una ceja enarcada y la ironía flotando entre sus labios, haciéndola enrojecer.
Eso es
, la reprendió su voz particular,
pregunta más idioteces, cariño
.
—¡Cállate!
Las largas piernas de Dargo lo acercaron de nuevo hasta ella. Sus ojos refulgían divertidos.
—¿Te contesto o me callo? ¿O acaso vuelves a hablar sola?
—No hace falta que contestes —gruñó, dándole la espalda.
Sus fuertes manos se posaron con delicadeza sobre sus hombros, y ella volvió a sentir aquella descarga. Y el aliento de Dargo junto a su oreja le inyectó otra dosis de deseo.