Ahora o nunca. Tírate a la piscina, ¡ya!
Cristina cerró los ojos con más fuerza, incapaz de soportar un segundo más aquella avidez. Deseaba que él la besara. Quería saber lo que se sentía al ser besada por un fantasma, por alguien que no existía, que pertenecía al Más Allá. Necesitaba la boca de Dargo sobre la suya…
Como si él le hubiera leído el pensamiento, la mano derecha del fantasma se adueñó de su nuca y la atrajo hacia sí. Cristina quedó atrapada contra su pecho y, sin darle tiempo para reaccionar, él tomó su boca.
Podría haber estallado la tercera guerra mundial y Cristina Ríos no se habría enterado de nada. La boca de Dargo Alasdair, sexto conde de Killmar, abrasaba, lanzaba dardos encendidos a sus terminaciones nerviosas, rompía cualquier hechizo. Era evidente que ella no estaba besando al aire, a una ilusión, y sus sentidos se dispararon. Los labios de Dargo, gruesos, calientes y avasalladores, eran suaves como la seda, como ella soñó que serían. Un calor intenso bajó desde su boca al centro mismo de su ser, y su cuerpo reaccionó pegándose más al hombre, tan necesitado y sediento de caricias.
Dargo jugó con su boca durante una eternidad, y ella le respondía. Sus lenguas iniciaron una danza de cortejo, como áspides en celo.
—
Acushla
…
El apelativo cariñoso en gaélico, ahora, hizo que el cuerpo de Cristina se estremeciera.
Al instante siguiente, las manos de Dargo se detenían en los botones de su blusa, abriéndola, y ella, ya sin pudor, se encontró arrancando la camisa del cuerpo musculoso de él, arrojándola a un lado. Maravillada ante la visión de aquel trapecio perfecto de piel tostada y músculos fuertes, acarició con sus palmas abiertas los poderosos pectorales, los anchísimos hombros, los brazos. Volvió a los hombros y se relamió al juguetear con el vello que cubría su pecho y notar su suave tacto. Deslizó las manos acariciando sus costados hasta toparse con la tela que le impedía ir más allá.
Con las pupilas turbias de deseo, Dargo percibió que sus ceñidas calzas presentaban un abultamiento indecente entre los muslos. Aquella mujer iba a hacerlo estallar si no se detenía, pero ¡Dios Santo! ¿Cómo podría detenerse ahora?
Volvió a estrecharla con más fuerza, tomó de nuevo posesión de su boca y sus dedos emprendieron una batalla urgente con el cierre del sujetador. Cristina enroscó sus brazos alrededor de aquel cuerpo caliente y vibrante, dejando de lado cualquier amago de pensamiento que la hiciera dudar de aquella realidad. Espectro o no, Dargo era más real que el resto del mundo que la rodeaba, y ella lo necesitaba, le urgía tenerlo encima de ella, dentro de ella. La humedad que notaba ya entre sus muslos no era una ilusión, como tampoco lo era el juego de Dargo con su lengua, ahora en la ternilla de su oreja.
—Quítate este artilugio del diablo —pidió Dargo entre dientes, abandonando el intento de abrir el condenado broche del sujetador.
A Cristina no le dio tiempo a reír porque la boca de él la silenció antes de deslizarse sobre la parte superior de sus pechos. Con un rápido movimiento, ella tiró del corchete y la liviana prenda íntima quedó bailando sobre los globos gemelos. Dargo aferró el borde del sujetador con los dientes y tiró de él, y ella misma le facilitó la tarea deslizándoselo por los brazos. Con sus pechos al descubierto, Dargo la separó de él ligeramente, tomándola de los hombros. Sus ojos, inhumanos en su belleza, como dos gemas, centellearon de deseo al contemplarla.
—Dios… —gimió.
Con exquisito cuidado, la hizo recostar sobre las tablas del suelo, sin dejar de mirarla, de acariciarla con los ojos. Ella se dejó hacer. Se encontraba a medias entre la realidad y la fantasía. Estaba siendo seducida por un ser al que no sabía cómo catalogar. Dargo no existía, era un hombre que había vivido en el año 1535, que había muerto poco después, que estaba enterrado en la cripta de los sótanos del castillo, y sin embargo… Sin embargo estaba allí, con ella, haciéndola arder de lujuria, casi obligándola a suplicar que la tomase, besándola como nadie la había besado jamás, acariciándola de modo enloquecedor… ¡Si todo eso era un sueño, no deseaba despertar nunca!
Cristina estiró las piernas para que él le quitara los zapatos y las encogió cuando bajó la cremallera del pantalón y empezó a bajárselo. Se quedó embelesada ante el gesto asombrado de Dargo al descubrir el pequeñísimo tanga que cubría su pubis. Él echó los pantalones a un lado y se quedó sentado sobre sus talones, fija la vista en aquel diminuto trocito de tela. Se pasó la punta de la lengua por los labios, y Cristina gimió, metió los pulgares por el borde del tanga y se lo quitó. Con las piernas elevadas para deshacerse de la prenda, le regaló a Dargo una generosa visión de su trasero y el inicio de su valle más íntimo. Lo oyó soltar un taco.
—Quiero verte —le exigió ella, medio ahogada.
Dargo apretó las mandíbulas, y su poderoso cuerpo se puso rígido. Cristina tenía conciencia de que su osadía de hembra exigente del siglo XXI chocaba con la educación masculina del XVI, pero eso la divertía. Con toda seguridad, las mujeres con las que él había gozado en vida se habían mostrado sumisas y esperado que el varón tomase la iniciativa, pero los tiempos habían cambiado. Ella lo deseaba con desesperación, y le importaba un pimiento si su descaro le rompía los esquemas.
De repente Dargo, acaso adivinando o leyendo su pensamiento, se puso en pie con agilidad, la miró con intensidad y después se desprendió de las botas de caña alta. Con un guiño pícaro, remetió dos dedos bajo la cintura de las calzas y se las quitó, de modo que quedó cubierto solamente por una especie de taparrabos. Cristina tragó saliva al ver toda aquella piel desnuda y el abultado paquete e hizo un comentario sarcástico para aliviar su propia tensión.
—No es mucho mayor que mis braguitas.
Dargo, realmente divertido, se despojó de la última prenda que lo cubría con un simple tirón hacia un lado. Los ojos de Cristina se abrieron como platos cuando aquel miembro saltó hacia delante y hacia arriba, libre de todo confinamiento.
Ya quisieran los actores porno.
Ella suspiró con deleite y lo contempló a placer mientras él permanecía de pie, expuesto a su observación. Tenía un cuerpo magnífico, digno de ser plasmado en un cuadro o esculpido en una estatua de bronce o mármol. No había ni un gramo de grasa en aquel cuerpo de largas y poderosas piernas, estrechas caderas, vientre plano y pecho poderoso.
Era un espécimen único.
Disfrútalo, tonta.
Cristina levantó los brazos, invitándolo en silencio a acercarse.
Dargo no se hizo rogar. Deseaba tanto el abrazo del liviano cuerpo de una mujer, de aquella mujer en concreto, que padecía. El pene le dolía de tan duro como estaba, y elevó un agradecimiento silencioso a Dios por concederle otra oportunidad.
Se acostó al lado de Cristina. Las manos del fantasma recorrieron cada montículo y valle de su cuerpo. La aspereza de aquellas palmas fuertes se diluyó en el contacto delicioso de otra piel, que notaba ardiendo.
Dargo acarició, pellizcó, volvió a acariciar. Sedujo con el contacto de sus dedos y el calor húmedo de su boca. Se apoderó de los pezones, convertidos ya en duras puntas de diamante.
Cristina entregó su cuerpo a los dientes que mordían con delicadeza, a la experta mano que navegaba por su vientre y sus caderas hasta vararse en el epicentro de sus muslos. Se abrió para él. Se entregó como jamás lo hiciera antes.
Tenía los ojos fuertemente cerrados, como si así retuviese aquella placentera y ardiente sensación para que no desapareciera nunca, porque el subconsciente insistía en que era aberrante estar… estar haciendo el amor con un fantasma. Seguramente todo era una alucinación, fruto de su deseo insatisfecho. Hacía más de tres años que no se acostaba con nadie. Había tenido algunas experiencias sexuales, claro está. No era una mojigata, pero el sexo no ocupaba en su vida un grado de preeminencia. O quizá nunca encontró quien lo activara. Con Óscar ni siquiera lo había intentado. El era demasiado tradicional y estirado. Por eso ahora, cuando se sentía vibrar en aquel tobogán de pasión, se daba cuenta de que Óscar III, como solía llamarlo, no la había atraído nunca. Ella simplemente se había dejado llevar por la corriente. Había admitido que sus padres, y los de Óscar, decidieran que estaban hechos el uno para el otro y que debían, tarde o temprano, acabar en boda.
Dargo arqueó las piernas y se colocó sobre ella. Cristina abrió los ojos de repente, temerosa de que la realidad que vivía se fuera a escapar.
No. El estaba allí, a punto de hacerla suya con el mástil de su miembro, bogando para penetrarla. La calentura la envolvió, y sus manos apresaron aquellas nalgas masculinas. ¡Y qué nalgas, madre! Fantasma o demonio, daba lo mismo. Era Dargo, y ella lo deseaba con toda su alma. Por una vez, iba a hacer caso a su otro yo particular y aprovechar el momento.
—Ahora… —suplicó.
Dargo apoyó su frente en la de Cristina. Su cuerpo, tantas veces difuminado en la nada, estaba ahora duro como las paredes de un acantilado, y el sudor le bañaba los músculos, tensos bajo la luz que penetraba por las altas ventanas de saetera. Se sintió más vivo que cuando vagaba por los páramos irlandeses. Más humano que cuando cabalgaba sobre su montura y rendía pleitesía a la batalla y a la espada.
—
Acushla
—susurró con voz ronca—, espera un poco. Déjame disfrutar, mi amor. Hace casi quinientos años que se me perdió este momento…
Se recreaba en ella, en sus ojos hermosos, intrigantes y fascinantes. Ojos capaces de convencer a un asesino de que dedicara su vida al sacerdocio.
—¿Quieres decir que… —Cris se atragantó con la risa—… que no has echado un polvo en quinientos años?
Sin poder remediarlo, estalló en carcajadas y su cuerpo se sacudió bajo el de él.
Aun presa de la calentura, Dargo se dio cuenta de que no era para menos. Cualquier otra mujer estaría ya loca de atar, a ciencia cierta, sin saber si realmente lo había visto u oído. Cristina no sólo lo había aceptado como a un ser navegante entre dos mundos, sino que se le estaba entregando.
De una sola acometida entró en ella. La risa histérica de Cristina cesó como por ensalmo en cuanto ella notó su invasión. Bizquearon sus ojos, y sus uñas se aferraron a las nalgas. El miembro de Dargo era tan grande y duro que ella se sintió completamente llena, plenamente mujer. Su vagina se contrajo alrededor del falo, absorbiéndolo, estrujándolo en su túnel hambriento.
El ritmo sincopado que bailaron juntos a partir de ese momento los transportó a otro mundo, acaso al mundo del que venía él y del que jamás debió salir. Dargo embestía frenético, impulsando su cuerpo, más vibrante que nunca, al calor del cuerpo de ella, su razón para sentirse realmente vivo, su fuego para derretir el hielo de su propia muerte, para relegar a la nada el hastío insalvable del espectro que vaga entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Y ella lo siguió en cada embestida, replicando con la pelvis a cada embate, con el aguijón de sus uñas en la espalda, apremiándolo a llevarla a un climax que ya vislumbraba.
Llegó como un torrente, impetuoso y sin freno. El coro en su garganta fue el eco de cada espasmo. Laxa, dejó que su cuerpo flotara. Sus manos, inertes, cayeron a sus costados. Una película de sopor invadió sus párpados, y la respiración se fue ralentizando junto con su corazón, que desaceleraba con cada latido.
¡Hija de mis entretelas, esto sí que ha sido un polvo!
Entreabrió los ojos y se encontró sola, tumbada en el suelo polvoriento, desnuda. En el claroscuro del desván buscó a Dargo, pero había desparecido, y se apoderó de ella el desamparo de la soledad entre sollozos.
Lentamente, como una sonámbula, se incorporó y una vergüenza repentina la embargó. Todo le daba vueltas y vueltas, como a un borracho. Había conseguido un orgasmo tan brutal que le temblaban hasta las manos. Sin duda debía de haber perdido la razón, pero su mente se negaba a admitir lo que sus miembros delataban. Mecánicamente, buscó sus ropas y se vistió, con una comezón que la corroía por dentro. ¿Cómo había dado con la entrada a aquel desván? Le resultaba inexplicable, pero lo cierto era que había pasado por la puñetera entrada del túnel secreto, subido a aquella parte del castillo y encontrado un montón de pinturas excelentes que ahora podía contemplar a su antojo, desparramadas en torno a ella. Su mente, con seguridad obnubilada por los extraños acontecimientos, había hecho el resto y se había imaginado que gozaba con el fantasma del conde Dargo Killmar, revolcándose como una puerca sobre un suelo con el polvo por colchón. Nunca su imaginación la había llevado tan lejos ni una masturbación la había elevado tan alto.
Y dolía. ¡Vaya si dolía comprobar que todo había sido fruto de su mente!
Mordiéndose los nudillos para no estallar en sollozos, se agachó para recoger su libreta.
Lo vio al erguirse.
Su corazón dejó de latir.
Ya no le cupo duda de que estaba realmente como una cabra. Sus alucinaciones regresaban, volvían a asaltarla de forma cruel. ¡Maldito fuese Dargo y aquel endemoniado castillo encantado! ¿Por qué no podía olvidarse de él? ¿Por qué se negaba a admitir, de una vez por todas, que él no existía, que había muerto hacía casi cinco siglos?
Sacudió la cabeza con fuerza para despejarse. Pero seguía viéndolo. Y las piernas le flaquearon porque Dargo, que se encontraba en el extremo más alejado del desván, aparentemente abstraído en una de las saeteras, se volvió hacia ella y la observó con una mirada cargada de tristeza.
—¿Dargo?
El avanzó hacia ella. Con paso felino de guerrero. Con porte de señor feudal de aquella época. Con su enorme atractivo masculino…
Cristina empezó a notar que se caía, que el suelo estaba cada vez más cerca. Su locura estaba llegando al cénit.
Dargo había soñado, del mismo modo que soñara ella. Y continuó haciéndolo al sujetarla entre sus brazos antes de que se golpeara contra el suelo. Cristina se dejó abrazar sollozando, hundiendo el rostro en su pecho, empapándolo con sus lágrimas al tiempo que sus pequeños puños le golpeaban los hombros con una fuerza fruto de la desesperación. Dargo había disfrutado en su propio ser el sueño erótico de ella. Había gozado del acto de amor junto a Cristina, aunque para él no se había llegado a consumar, salvo en la imaginación. Pero el alma de ambos había estado unida por unos momentos sublimes, en una cópula tan real que sólo el cielo sabía el valor de tal regalo.