Lo que me queda por vivir (27 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

BOOK: Lo que me queda por vivir
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—Mira —me vuelve a decir al oído—, cuando estaba en el pasillo esperando a que me dejaran entrar me he encontrado a esos amigos de tus padres, Marina y Eduardo, ¿sabes quién te digo?

—Marina, sí.

—No me ha quedado más remedio que darles una explicación. Ellos están esperando a un familiar. No sé si cuando salgamos estarán aún fuera, creo que no, pero, por si acaso, les he dicho que ingresaste por una gastroenteritis.

Abro los ojos y le miro. No comprendo muy bien qué es lo que me está pidiendo.

—¿Sabes lo que te estoy diciendo?

—Sí, Marina y Eduardo —repito.

—Puede que te los encuentres un día de estos por el barrio. Les he dicho que has tenido una infección. Voy a por el agua.

Mi campo de visión comienza a ampliarse. Estoy en una gran sala pintada de un verde escolar, algunos enfermos dormitan en las camillas próximas. Otros están medio sentados, retorciéndose, quejándose. Algunos van vestidos con ropa de calle. Me palpo el cuerpo. Debajo de la sábana sólo tengo el sujetador y las bragas. Marina y Eduardo. Les voy a decir que he ingresado por una gastroenteritis. Pero yo no estoy aquí por eso, aunque sienta una especie de quemazón ahora en el vientre. No recuerdo cómo he venido ni recuerdo haberme subido a ningún coche.

Se me acerca una doctora. Una doctora que me acaricia el brazo mientras me habla.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta a la vez que lee la ficha.

—Tengo muy seca la garganta —le digo con una voz gruesa, que no reconozco como la mía.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—Estás pasando una mala época, ¿verdad?

Le digo que sí con la cabeza.

—El hombre que estaba contigo es tu marido…

—Sí. Bueno, lo era. Se fue hace una semana.

—Me ha dicho que tenéis un hijo.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Se llama Gabriel. Tiene cinco años, pero es… —la hinchazón de la garganta se me hace cada vez más insoportable—… es un niño muy maduro.

—¿Dónde está ahora?

—Ahora… —comienzo a pensar. ¿Dónde estaría?, siento la angustia del vacío de la memoria. No sé en qué mes vivo o en qué momento de día estoy.

—Hoy es martes.

—¿Por la mañana?

—Por la mañana, sí.

—Entonces está en la guardería.

La imagen de Alberto viniendo esa misma mañana a recogerlo a casa se hace de pronto evidente. El timbre, el niño desayunando aún. Lento y somnoliento, jugando sin muchas ganas con un muñeco de Bola de Dragón en la mano. Su padre, sentado en el brazo del sofá, sin mirarme, sin mirarnos.

—¿Te gustaría que no te encontrara hoy a la salida?

—No, no… —y sigo diciendo que no con la cabeza.

—Mira, tengo que escribir algo en este informe. Si escribo que lo que buscabas era descansar y que desapareciera un estado de ansiedad que no te dejaba ni respirar podrás irte a casa. ¿Eres consciente de lo que te digo?

La miro a los ojos. Su mano ha tomado la mía. Me agarra con firmeza, como si en cualquier momento fuera a tirar de mí forzándome a levantarme de la camilla. Me gustaría que fuera mi madre o que se hiciera cargo de mí de alguna manera, que me mandara a dormir cuando debo hacerlo, a casa cuando ya no hay nada que hacer en la calle, que me obligara a comer lo que hay en el plato afeándome ese ayuno con el que tantas veces me castigo, camuflándolo ante los demás como falta de hambre; que me dijera los sábados, por ejemplo, esos sábados tan espaciosos en los que no sé cómo coño ordenar el tiempo, qué es lo que debo hacer desde que me levanto hasta que me acuesto, que me enseñara a estar sola, a saber soportar la ausencia del niño sin tener por ello que negar la maternidad, o a sobrellevar esos atardeceres de diario en los que no tengo más compañía que su poderosa presencia.

Cómo se hace para pedir ayuda, para contarle a alguien que un desgarro interior no te deja dormir, cómo se llega a comprender que hay amores que han caducado, que prolongarlos es pudrirlos, cómo aprende uno a defenderse, a tener dignidad y no desear la compañía de quien sabes de antemano que te destruye, cómo distinguir entre amor y obsesión, por qué luchar por lo que ya no te pertenece, cómo se hace para estar triste sin humillarse, cómo aprender a comportarse correctamente, de tal manera que no tengas que pasar la vida rumiando errores que duelen más que por su gravedad por la cantidad de veces que los has repetido.

Quiero que sea mi madre, sí, quedarme aquí, como en un internado o una escuela, con un horario estricto, iluminada por ese verde escolar, protegida por la temperatura hospitalaria. Aquí, reeducándome bajo su tutela severa pero afectuosa.

—Casi nadie quiere morirse. ¿Tú querrías quedarte ingresada en la planta psiquiátrica?

—No, no quiero.

—Eres muy joven.

Siento el absurdo de su frase, la frase tantas veces pronunciada por alguien maduro como una poderosa razón para la resistencia. La frase me ofende. La joven que soy yo no tiene conciencia, como jamás la ha tenido ningún joven, de estar disfrutando del regalo de la juventud. La juventud se vive sin saber qué significa, eso forma parte de su esencia. Y tal es la ignorancia en la que vive la juventud su propia condición que, en ocasiones, como es mi caso, lo que quema la sangre es la impaciencia por un futuro que no acaba de llegar. A mis veintisiete años siento que no puedo esperar más. A los veintisiete años estoy tan derrotada como una vieja prematura.

—Querías descansar, ¿verdad?

—Sí, quiero descansar.

—Te dejo aquí la dirección de un amigo mío. Puedes llamarle de mi parte. No es caro, y te ayudará mucho.

—Gracias.

—Estoy segura de que tienes en la vida más cosas de las que ahora ves.

Me pasó la mano por la cara. Se iba a ir ya. Me miró fijamente. Sus ojos reflejaban el afecto generoso de quien se ha propuesto salvar la vida de una desconocida.

—No sé qué es lo que tengo que hacer —le digo. Quiero que me lo diga antes de que se marche y la pierda para siempre.

—¿Ahora?

—No, en general. No sé qué es lo que debo hacer.

—No hay un plan. Y si lo hay, muchas veces no sirve. Puedes aprender a organizarte la vida, a estar sola, a criar a tu hijo, a acabar lo que has empezado, pero… vivir, vivir, sólo se vive por gusto. No he conocido a casi nadie que quiera morirse.

Mira otra vez la ficha que cuelga a los pies de la camilla. Me observa y vuelve a acercarse.

—El año pasado, cuando te escuchaba todas las mañanas en la radio del coche, de camino al hospital, pensaba en tu suerte. Te oía reírte, hablar con tus compañeros, hacer bromas. Eras el primer ser humano que escuchaba antes de entrar aquí.

Me recuesto hacia un lado. La conciencia de lo ocurrido me empieza a presionar el pecho.

—Toda aquella alegría que yo escuchaba no se puede fingir, está en ti. Aunque no lo creas ahora, sigue ahí, en algún lugar de tu conciencia, créeme. Descansa un rato antes de marcharte.

Me quedé adormilada, adormecida aún por el efecto de las pastillas, disfrutando de ese limbo transitorio que me libraba de lo que sin poder evitarlo vendría después, la misma vida. Me recordaba ahora escribiendo la carta. Recordaba la carta, ahí, sobre el mueble de la entrada, me veía tumbada en el sofá, como si no fuera yo la que de manera incongruente hubiera deseado morir sin morir del todo. Me recordaba esperando desesperadamente a que volviera y de manera gradual estar sintiendo que ese deseo se iba aplacando, que era igual de firme pero ya no dolía.

Él debía venir a casa después de dejar al niño en la guardería para que habláramos del asunto. El «asunto» era el empeño con que él me había propuesto una vez más que intentáramos volver a vivir juntos, su victoria al conseguirlo y mi derrota al ver cómo desde el primer día ya quiso irse de nuevo. Idas y vueltas sobre las que yo ya no hablaba con nadie, prisionera de mis propios errores, víctima por voluntad propia.

Recordaba su voz, en el ascensor o en el coche: «¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me haces esto?», mientras yo me vencía a un lado y a otro en el asiento, como un muñeco de trapo, por sus acelerones y sus frenazos. Recordaba un golpe contra la ventanilla por el que sólo empecé a sentir dolor aquella tarde, cuando ya se había producido un enorme círculo negro alrededor del ojo derecho. Recordaba haber pensado, como se piensa dentro de los sueños: ojalá muramos los dos ahora mismo, antes de llegar al hospital.

Me incorporé para beber el agua que me había traído. «Me parece que ya tenemos que irnos», dijo.

Creo que el pequeño salto que tuve que dar para que mis pies tocaran el suelo fue el mayor acto de coraje que he tenido en mi vida. Él me quiso agarrar del brazo para ayudarme, pero yo me zafé de él y bajé sola. El conjunto de bragas y sujetador morado me daban la absurda apariencia de estar en bikini. No tuve vergüenza, como hubiera tenido en otras circunstancias. Me vestí lentamente: las mallas negras con el vestido minifaldero a juego, los aros grandes que alguien me había quitado y dejado en la silla. Salimos de la sala de urgencias y le dije que antes de irnos quería ir al baño, no quería salir a la calle sin mirarme al espejo. Estaba débil, algo borracha, pero el espejo me devolvió una imagen conocida, la de cuando me levantaba a las tres y media de la mañana y disimulaba la palidez con algo de maquillaje. ¿Era ésa la cara de alguien que había estado a punto de morir? Me di un poco de color con la brocha, me pinté los labios de rojo furioso y me recogí el pelo con la coleta alta y voluntariamente desmadejada que me gustaba llevar entonces.

Salí del baño. Él estaba sentado, esperándome. Después de este viaje ya no cabían más regresos. Los dos habíamos sentido la necesidad de forzar nuestra actuación al límite, llevarla hasta lo patético para que no cupiera la menor duda de que era una función agotada. Todos los números posibles estaban hechos. En mi caso, sabía que me costaría recuperarme de este final. Perdonármelo. Se puede llamar final si se ve con la perspectiva del tiempo, pero no en el presente de aquella mañana de últimos de agosto. En aquel presente el tiempo transcurría muy despacio. Salimos del hospital, nos montamos en el coche. Se abrochó el cinturón de seguridad, me lo abroché yo. La que podía haber muerto en su casa esa misma mañana y el que podía haber muerto en accidente de coche por conducir temerariamente a fin de que la muerte de su mujer no recayera sobre su conciencia, los dos, se abrochaban el cinturón.

Quedaban meses, años, para ir reconstruyéndose, recogiendo los pedazos de quien yo había sido antes. Ese mediodía comimos juntos y, como si hubiéramos decidido ya olvidar que la muerte había estado a punto de arañarnos a los dos, hablamos de esas otras cosas de las que hablan los que saben que no deben rozar ningún asunto personal. Me dejó en la puerta de casa, me preguntó si creía que estaría bien para ir a recoger al niño y yo le dije, «Sí, claro», como si me estuviera recuperando del cólico del que unos días después hablaría con Marina, cuando me la encontrara en la parada de autobús.

Esa misma tarde iría a recoger a Gabi. Primero vería el hormigueo de las cabezas de todos los niños y luego distinguiría la suya, tan única. Me agacharía para abrazarle y en el abrazo estarían contenidos la emoción de verlo, de que pudiera verme y el tremendo remordimiento. Sus palabras, tan ajenas a lo que bullía en mi interior, pondrían límite a los pensamientos negros: sus quejas, sus requerimientos, sus caprichos. Yo mantendría más que otras tardes mi mejilla pegada a la suya, a su mejilla fresca y mullida, rica en olor a niño y a escuela. Él se abandonaría a ese abrazo sin dejar de pedirme algo, algo que habría estado deseando todo el día, un bollo, un muñeco o quedarse un rato a jugar en la calle, algo que imaginaba en su cabeza cuando en la mía no había más que la espesura del desvanecimiento.

Llegaría septiembre, con su renovada energía escolar y la melancolía de los últimos días amarillos del verano, y tras ir a los almacenes para comprar el nuevo babi, la mochila y los lápices de niño parvulario, volveríamos a casa, con la mano en la frente para impedir que un viento violento e inesperado nos metiera la arena del parquecillo en los ojos. Mi falda se hincharía como un globo y, luego, la fuerza del aire la subiría para arriba como un paraguas vuelto del revés. Y entonces descubriría en los ojos del niño qué es lo que ocurre cuando en una mente, que aún bascula entre lo mágico y lo real, se presenta el temor de que su madre sea arrancada de la tierra y se aleje en el cielo hasta desaparecer, como el globo que se le escapa a uno de la mano.

Fue un final lento, no el de mi juventud, que he tenido la sensación de disfrutar mucho después, sino el de aquella mi vejez prematura, el de aquellos años en que, incapaz de disfrutar del presente, malgastaba el tiempo esperando algo.

Los recuerdos de aquella absurda espera se me confunden como si fuera incapaz de establecer un orden temporal. Tras aquella mañana hospitalaria, que ahora volverá a su condición de recuerdo secreto, me veo muchas mañanas dejando al niño a primera hora en la guardería, eligiendo siempre el camino que a él le gustaba, el paseo de las Cacas, un pasadizo en el que hacían tantos perros sus necesidades que había que estar atento, sortearlas, casi andar a saltos para no pisar alguna. Me veo paseando y paseando, cruzándome medio Madrid abstraída con mi walkman, escuchando un disco que entonces me separaba los pies del suelo,
The Heart of a Saturday Night
, de Tom Waits.

Leaving my family, I’m leaving my friends

My body’s at home but my heart’s in the wind

Where the clouds are little headlines on a new front page sky

Tears are salt water and the moon’s full and high
[3]

Iba cantando aquella canción sin apenas mover los labios pero transportada, tranquilizada y mecida por ella, borrando el sonido bronco de la ciudad y dejando mi corazón en el viento, donde las nubes son pequeños titulares en la portada del cielo, las lágrimas agua salada y la luna está llena y alta. Nada como la música da sentido a aquellos años, reconozco las voces que me acompañaron entonces más que los rostros y los nombres de gente con la que trabajé, salí o a la que besé.

Me quedaba mucho para encontrar cierta serenidad en mi ánimo. Multitud de visitas al psicólogo, que me diagnosticó depresión y me medicó, aunque yo, con el tiempo, he llegado a tener la certeza de que la mía fue una pena de orfandad que llevaba arrastrando desde hacía muchos años y que una separación sentimental, que para cualquiera hubiera sido previsible y aceptable, a mí me provocó un pánico atroz.

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