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Authors: Dava Sobel

Longitud (16 page)

BOOK: Longitud
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Sin embargo, la vida marítima del K-2 incluye algunas de las travesías más famosas en los anales de la navegación. El reloj corrió una aventura con una expedición al polo norte, pasó varios años en América del Norte, luego se encaminó a África y abordó al Bounty, bajo las órdenes del capitán William Bligh. El mal carácter del capitán pertenece a la leyenda, pero según cuenta cierta historia, cuando se produjo el motín en su barco, en 1789, la tripulación se marchó con el K-2. Fue retenido en la isla de Pitcaim hasta 1808, fecha en que lo compró el capitán de un ballenero y lo lanzó a nuevas aventuras.

En 1774 Kendall fabricó otro reloj, todavía más barato (sin los diamantes en esta ocasión), que vendió al Consejo por £ 100. El K-3 no se portó mejor que el K-2, pero pasó a formar parte del tercer viaje de Cook en el
Discovery
. (Por cierto, Bligh fue oficial navegante a las órdenes de Cook en este viaje. Y aunque mataron a Cook en Hawai, Bligh llegó a gobernador de Nueva Gales del Sur, Australia, donde le encarcelaron los amotinados de la Rebelión del Ron.)

Ninguna de las innovaciones de Kendall pudo compararse con su obra maestra, la copia que realizó con el K-1. Al cabo de poco tiempo dejó de probar nuevas ideas, ya superado por otros con mucha mayor inventiva que él. Uno de ellos era el relojero Thomas Mudge, con tienda en Fleet Street, que en su juventud había sido aprendiz de George Graham el Honrado. Al igual que Kendall, Mudge asistió al desmantelamiento del H-4 en

casa de Harrison. Más adelante, divulgaría por indiscreción aquellos detalles en el transcurso de una cena con Ferdinand Berthoud, aunque juró no haberlo hecho con mala intención. Mudge tenía merecida reputación de buen artesano y comerciante decente. Construyó su primer reloj marino en 1774, incorporando y mejorando muchas de las ideas de Harrison. Envidiablemente ejecutado por dentro y por fuera, el cronómetro de Mudge llevaba una clase especial de corona y un estuche dorado de ocho lados con la esfera llena de filigranas de oro. En 1777 hizo otros dos, llamados «verde» y «azul», idénticos salvo por el color de los estuches, para que compitieran por el resto de £ 10.000 del premio de la longitud.

Mientras probaba el primer cronómetro de Mudge en Greenwich, Nevil Maskelyne dejó que se parase, involuntariamente, y al cabo de otro mes rompió, sin querer, el muelle real de la máquina. Muy contrariado, Mudge pasó a ocupar el lugar de Harrison como adversario de Maskelyne. Los dos mantuvieron un fuerte intercambio de opiniones hasta que Mudge cayó enfermo, a principios de la última década del siglo xviii. Desde entonces su hijo Thomas, que era abogado, continuó la disputa, en parte mediante la publicación de opúsculos, y obtuvo 3.000 libras del Consejo de la Longitud a modo de reconocimiento por las aportaciones de su padre.

Mientras que Kendall y Mudge construyeron tres relojes marinos cada uno durante toda su vida, y Harrison cinco, John Arnold realizó varios centenares, y de alta calidad. Quizá su prodigiosa producción fuera aún mayor de lo que se sabe, ya que, mercader astuto, a veces grababa «Número 1 » en un reloj que no era en absoluto

el primero de su clase en una línea de productos concreta. El secreto de la rapidez de fabricación de Arnold radicaba en que distribuía el grueso del trabajo rutinario entre varios artesanos y él sólo hacía las partes difíciles, sobre todo la meticulosa regulación.

A medida que aumentaba su buena estrella, empezó a extenderse el uso de la palabra cronómetro para designar el reloj marino. Jeremy Thacker había acuñado el término en 1714, pero éste no se hizo popular hasta 1779, cuando apareció en el título de un opúsculo de Alexander Dalrymple, de la East India Company
, Some Notes Useful to Those Who Have Chronometers at Sea
(Notas útiles para quienes utilizan cronómetros en el mar).

«La máquina empleada para medir el tiempo en el mar se denomina aquí cronómetro, [ya que] una máquina tan valiosa merece ser conocida con un nombre y no con una definición», explica Dalrymple.

Los tres primeros cronómetros portátiles de Arnold, que entregó al Consejo de la Longitud, viajaron, como el K-1, con el capitán Cook. El trío arnoldiano fue en la travesía de 1772-1775 a la Antártica y al Pacífico sur. Las «vicisitudes de los climas», como definía Cook la variación global de los elementos atmosféricos, hicieron que los relojes de Arnold funcionaran mal. Cook declaró que no le habían impresionado lo más mínimo las máquinas a bordo de sus barcos.

El Consejo dejó de financiar a Arnold; pero esta circunstancia, en lugar de desanimar al joven relojero, le espoleó hacia nuevas ideas, todas las cuales patentó y mejoró constantemente. En 1779 causó sensación con un cronómetro de bolsillo, llamado Número 36. Era suficientemente pequeño como para llevarlo en un bolsillo,

cosa que hicieron Maskelyne y sus delegados durante los trece meses de prueba de su exactitud. De un día para otro no adelantaba ni atrasaba más de tres segundos.

Entre tanto, Arnold siguió afinando su pericia en la producción a gran escala. Abrió una fábrica en Well Mall, al sur de Londres, en 1785. Su competidor, Thomas Mudge, hijo, también intentó dirigir una fábrica, con treinta imitaciones de los cronómetros de su padre. Pero Thomas era abogado, no relojero, y ninguno de los relojes que salieron de sus manos podía compararse con los tres originales del padre en cuanto a exactitud. Y sin embargo, un cronómetro de Mudge costaba dos veces más que uno de Arnold.

Arnold lo hacía todo metódicamente. Obtuvo su reputación cuando tenía poco más de veinte años con un maravilloso reloj en miniatura, de un diámetro de poco más de 1,25 centímetros, engastado en un anillo que le regaló al rey Jorge III en 1764. Se casó después de haberse solucionado la vida como constructor de relojes marinos. Eligió a una mujer que no sólo disfrutaba de buena posición económica, sino que además estaba bien preparada para mejorar su negocio y su vida familiar. Lo invirtieron todo en su único hijo, John Roger Arnold, que también intentó ampliar la empresa familiar. John Roger estudió relojería en París, con los mejores maestros elegidos por su padre, y cuando pasó a ser socio de plenos derechos, en 1784, la empresa cambió de nombre: Arnold e Hijo. Pero el padre siempre fue el mejor relojero de los dos. Su cabeza bullía con nuevos métodos de fabricación, y al parecer los empleó todos en sus cronómetros. La mayoría de sus mejores creaciones eran hábiles simplificaciones de objetos que ya había

adelantado Harrison, pero de una forma más compleja. Arnold encontró su mayor competidor en Thomas Earnshaw, que anunció la era del auténtico cronómetro moderno. Earnshaw redujo la complejidad de Harrison y la fecundidad de Arnold a un cronómetro esencial, casi platónico. Y algo igualmente importante: llevó una de las mejores ideas de Harrison a escala reducida gracias a un cronometrador que no necesitaba aceite.

A Earnshaw le faltaba la finura y el sentido comercial de Arnold. Se casó con una mujer pobre, engendró demasiados hijos y gobernó tan mal sus asuntos financieros que tuvo que cumplir una temporada en prisión, por deudas. Sin embargo, fue él quien transformó el cronómetro, que pasó de ser una curiosidad a un artículo producido en cadena de montaje. Seguramente sus propias necesidades económicas le servirían de inspiración: manteniéndose fiel a un solo diseño básico (a diferencia de Arnold, que era incluso un poco demasiado inventivo), Earnshaw transformaba uno de los cronómetros de su propia creación en unos dos meses, con lo que tal cronómetro se revalorizaba.

Además de rivales comerciales, Arnold y Earnshaw se hicieron enemigos declarados en una disputa por sus derechos de autoría sobre el elemento clave del cronómetro, llamado escape con fiador de muelle. El escape constituye el núcleo mismo de todo reloj: suspende y reanuda alternativamente el movimiento a un ritmo que impone el regulador del reloj. Los cronómetros, que aspiran a marcar el tiempo con precisión, se definen por el trazado del escape. Harrison había utilizado el de «saltamontes» en los relojes marinos grandes, volviendo después a una inteligente modificación del antiguo escape

de rueda catalina con el H-4. Mudge obtuvo aclamación pública gracias al escape de áncora, que habría de aparecer en casi todos los relojes de pulsera y de bolsillo del siglo XX, entre otros el famoso Ingersoll, el reloj original de Mickey Mouse, y los primeros Timex. Arnold parecía totalmente satisfecho con su escape con fiador de pivote hasta que se enteró de la existencia del escape de resorte de muelle, en 1782. Fue un momento decisivo para él, al advertir que sustituyendo los pivotes por un muelle eliminaría el problema de lubricar esa parte de la maquinaria.

Arnold no pudo echarle un vistazo al escape de Earnshaw, pero inventó su propia versión, y a continuación se precipitó a patentarla, con bocetos. Earnshaw, que no tenía dinero para patentar sus inventos, tenía al menos pruebas de la paternidad de los relojes que había construido para otros, así como del trato al que había llegado con un relojero ya bien establecido, Thomas Wright.

La reyerta entre Arnold y Earnshaw polarizó a toda la comunidad de relojeros londinenses, por no hablar de la Royal Society y el Consejo de la Longitud. Ambas partes del conflicto y sus respectivos defensores gastaron grandes cantidades de tinta y de bilis. Se presentaron suficientes pruebas para confirmar que Arnold había conseguido información sobre uno de los relojes de Earnshaw antes de presentar su patente, pero ¿quién podía asegurar que no hubiera ideado antes su propio mecanismo? Arnold y Earnshaw nunca llegaron a resolver sus diferencias a satisfacción de ninguno de los dos. Más aún: la diferencia continúa en nuestros días entre los historiadores, que siguen intentado encontrar pruebas y definirse por una u otra parte.

Acuciado por Maskelyne, el Consejo de la Longitud declaró en 1803 que los cronómetros de Earnshaw funcionaban mejor que todos los que se habían probado hasta entonces en el Real Observatorio. Por fin Maskelyne había conocido a un relojero que le caía bien, aunque no sabemos el motivo. Fuera como fuese, el director del observatorio pensó que su habilidad merecía su consejo y su apoyo para que se iniciasen obras de reparación en el reloj del observatorio, situación que se prolongó durante más de una década. No obstante, Earnshaw, que se definía a sí mismo como «de carácter irritable», le dio su merecido a Maskelyne por lo que éste esperaba de «los mecánicos». Por ejemplo: combatió la prueba decretada por Maskelyne, de un año de duración, para certificar el funcionamiento de los cronómetros, y consiguió que se redujera a seis meses.

En 1805, el Consejo de la Longitud concedió a Thomas Earnshaw y a John Roger Arnold (su padre había muerto en 1799) la misma cantidad, 3.000 libras, exacta mente la cuantía que había ido a parar a los herederos de Mayer y de Mudge. Earnshaw se indignó, y así lo hizo saber, porque pensaba que merecía algo más. Por suerte para él, por entonces se estaba ganando bien la vida.

Los capitanes de la East India Company y de la Marina de Guerra inglesa se atropellaban en las fábricas de cronómetros. Cuando el enfrentamiento entre Arnold y Earnshaw llegó al punto culminante, hacia la década de 1780, los precios habían descendido hasta unas £ 80 por un cronómetro de Arnold y unas 65 por otro de Earnshaw. Los cronómetros de bolsillo podían comprarse a menor precio. Aun cuando los marinos tenían que pagarlo de su propio bolsillo, la mayoría lo hacía de buena gana. Los diarios de navegación de la época lo confirman, porque empiezan a mostrar referencias diarias a cálculos de la longitud por medio de relojes. En 1791, la East India Company distribuyó nuevos diarios de navegación entre los capitanes de sus naves comerciales, con páginas impresas que contenían una columna especial para la «longitud por cronómetro». Muchos capitanes continuaron trabajando con la distancia lunar, cuando se lo permitía el cielo, pero la credibilidad del cronómetro fue creciendo. En pruebas de comparación, los cronómetros demostraron una precisión mucho mayor que las tablas lunares, sobre todo por su mayor facilidad de uso. El engorroso método lunar, que requería una serie de observaciones astronómicas, consultas de las efemérides y cálculos correctivos, abría muchas puertas al error.

En los albores del siglo XIX la Armada se había hecho con un buen almacén de cronómetros en Portsmouth, en la Academia Naval, donde los capitanes podían solicitarlos cuando fueran a iniciar una travesía desde ese puerto. Pero con una oferta escasa v una demanda elevada, muchas veces se encontraban con que estaban agotadas las reservas, por lo que los compraban de su propio peculio.

Arnold, Earnshaw y muchos coetáneos suyos vendieron cronómetros en Inglaterra y en el extranjero, a las fuerzas navales, a la marina mercante e incluso a vates de recreo. De este modo, el censo internacional de relojes marinos ascendió de uno en 1737 a aproximadamente cinco mil en 1815.

Cuando se disolvió el Consejo de la Longitud, en 1828, en revocación del Decreto de la Longitud entonces vigente, su principal deber, irónicamente, consistía en supervisar las pruebas de cronómetros y la asignación de los mismos a barcos de la Marina de Guerra inglesa. En 1829, el hidrógrafo de la Armada (cartógrafo jefe) pasó a encargarse del tema. Se trataba de una tarea importante, pues suponía vigilar el ritmo de funcionamiento de las nuevas maquinarias y la reparación de las antiguas, así como proceder al transporte de los cronómetros por tierra, desde la fábrica hasta el puerto y viceversa, algo muy delicado.

No era extraño que un barco llevara dos o incluso tres cronómetros, de modo que unos se compensaran con los otros. En los grandes buques hidrográficos podían contarse hasta cuarenta cronómetros. Existen testimonios de que cuando el Beagle zarpó en 1831, con la intención de fijar las longitudes de tierras lejanas, iba cargado con veintidós cronómetros. La mitad había sido proporcionada por el Ministerio de Marina, mientras que otros seis pertenecían al capitán, Robert Fitzroy, y el resto eran préstamos. En esta travesía del Beagle viajó el joven naturalista Charles Darwin, que entonces empezó a conocer la flora y la fauna de las islas Galápagos.

En 1860, cuando la Marina de Guerra contaba con menos de doscientos buques en todos los mares, tenía casi ochocientos cronómetros. Ya era costumbre utilizarlos. La inmensa viabilidad del producto de John Harrison había quedado demostrada hasta tal punto que la reñida competencia que en su día desató sencillamente desapareció. Al cabo de poco tiempo, el cronómetro pasó a ser algo cotidiano, como cualquier objeto esencial, y su polémica historia, junto al nombre de su inventor, quedó en el olvido.

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