Longitud (17 page)

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Authors: Dava Sobel

BOOK: Longitud
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15. En el patio del meridiano

“¿De qué sirven los polos norte y los

ecuadores,

los trópicos y las líneas meridianas?”

Tal gritaba el vigía; y así contestaba la

Tripulación:

“¡No son sino signos convencionales!”

 

LEWIS CARROLL, La caza del snark.

 

Me hallo en el meridiano principal del mundo, a cero grados de longitud, en el centro del tiempo y del espacio, literalmente en el lugar donde el este coincide con el oeste. El empedrado llega hasta el patio del antiguo Real Observatorio de Greenwich.

Por la noche, unas luces ocultas brillan a través de la línea meridiana, recubierta de cristal, como una grieta artificial en alta mar que dividiese el globo terráqueo en dos mitades iguales con toda la autoridad del ecuador. Para que resulte aún más vistoso después de anochecido, un rayo láser verde proyecta la visibilidad del meridiano unos dieciséis kilómetros, cruzando el valle hasta Essex.

Imparable como un superhéroe de cómic, la línea atraviesa los edificios cercanos. Se presenta como una banda de cobre sobre los suelos de madera de la Casa del

Meridiano, y después se convierte en una hilera de señales luminosas rojas que recuerdan el sistema de iluminación de la salida de emergencia de un avión. Fuera, donde el meridiano principal se desliza por el empedrado, hay franjas de cemento con letras en cobre y señales que anuncian los nombres y las latitudes de las grandes ciudades del mundo.

Una máquina estratégicamente emplazada me ofrece un papel en el que consta el momento —con una precisión de una centésima de segundo— en el que he traspasado el meridiano principal. Pero sólo se trata de una atracción secundaria, al bonito precio de una libra. La hora media de Greenwich, a la que todo el mundo ajusta su reloj, está indicada con mayor precisión, hasta la millonésima de segundo, en la Casa del Meridiano, en un reloj atómico cuya pantalla digital cambia con demasiada rapidez como para ser captada por el ojo humano.

Nevil Maskelyne fue quien llevó el meridiano principal a su actual situación, a unos once kilómetros del centro de Londres. Durante los años que vivió en el observatorio, desde 1765 hasta su muerte, en 1811, Maskelyne publicó cuarenta y nueve números del Almanaque náutico. Calculó todas las distancias entre la Luna y el Sol y viceversa que aparecen en el Almanaque desde el meridiano de Greenwich. Y así, comenzando con el volumen de 1767, los marinos del mundo entero que utilizaban las tablas de Maskelyne empezaron a calcular la longitud a partir de Greenwich. Con anterioridad, se conformaban expresando su posición en términos de grados al este o al oeste de cualquier meridiano que les pareciese conveniente. La mayoría se servía del punto de partida —«tres grados veintisiete minutos al oeste del Lizard», por ejemplo— o del de destino. Pero las tablas de Maskelyne no sólo hicieron viable el método de la distancia lunar, sino que convirtieron el meridiano de Greenwich en el punto de referencia universal. Incluso las traducciones francesas del Almanaque náutico conservaron los cálculos realizados por Maskelyne en Greenwich, a pesar del hecho de que las demás tablas del
Connaissance des Temps
considerasen el meridiano de París como el principal.

Con este homenaje a Greenwich, podría haber sido de esperar que los cronómetros hubieran tenido menos prestigio que el método de la distancia lunar para averiguar la longitud, pero en realidad ocurrió lo contrario. Los navegantes seguían necesitando hacer observaciones lunares de vez en cuando, con el fin de verificar los cronómetros. Si abrían las páginas adecuadas del Almanaque náutico, computaban la longitud del navío al este o al oeste de Greenwich, independientemente del punto de partida o de llegada. También los cartógrafos que realizaban travesías a tierras aún no registradas en los mapas dejaban constancia de la longitud de esos lugares siguiendo el meridiano de Greenwich.

En la Conferencia Internacional sobre el Meridiano, celebrada en Washington en 1884, los representantes de veintiséis países votaron a favor de que la práctica más extendida se hiciera oficial. Declararon el meridiano de Greenwich el meridiano principal en el mundo, decisión que no sentó demasiado bien a los franceses, que siguieron reconociendo el meridiano del observatorio de París, a más de dos grados al este de Greenwich, como línea de partida durante veintisiete años más, hasta 1911. Incluso entonces no hablaban directamente de la hora media de

Greenwich, sino de «la hora media de París, con un retraso de nueve minutos y veintiún segundos».

Dado que el tiempo es longitud y la longitud tiempo, el antiguo Real Observatorio es también el que atiende al momento en que cae la medianoche. El día comienza en Greenwich. Las zonas horarias de todo el mundo funcionan según un número legislado de horas de adelanto o de retraso respecto a la hora media de Greenwich (HMG; «Greenwich mean Time», GMT). La hora de Greenwich llega incluso hasta el espacio exterior: los astrónomos utilizan la HMG para cronometrar predicciones y observaciones, sólo que en los calendarios celestes se la llama hora universal.

Medio siglo antes de que el mundo entero empezase a considerar Greenwich como punto de referencia, los funcionarios del observatorio proporcionaban señales visuales desde el techo de
Flamsteed House
a los barcos del Támesis. Cuando los capitanes de navío estaban anclados en el río, podían poner sus cronómetros en hora con la bola que caía todos los días a la una del mediodía.

Aun cuando los barcos contemporáneos funcionan con señales de radio y de satélite, la ceremonia de la bola continúa diariamente en el patio del meridiano, como ha ocurrido desde 1833. La gente la espera, como la hora de la merienda. Por eso a las 12.55 una bola roja un tanto abollada asciende hasta la mitad del mástil de la veleta. Allí se queda suspendida unos tres minutos, a modo de aviso. Después llega a la cúspide y espera otros dos minutos. Muchedumbres de escolares y de adultos cohibidos estiran el cuello para contemplar la bola, que se parece más que nada a una antigua campana de buzo.

Este acontecimiento, un tanto anacrónico, tiene su

encanto. El metal rojo se pone precioso al recortarse contra el cielo azul de octubre, cuando el fuerte viento del oeste arrastra las nubes plumosas sobre las torres gemelas del observatorio. Incluso los niños más pequeños se quedan quietos, boquiabiertos, a la expectativa.

A la una cae la bola, cual bombero que se deslizase por un poste muy pequeño. Nada en su movimiento sugiere la alta tecnología ni el cronometraje de precisión y, sin embargo, fueron esta bola y otras similares en los puertos de todo el mundo las que finalmente otorgaron a los navegantes la posibilidad de viajar con cronómetros sin tener que recurrir a las distancias lunares más de una vez cada varias semanas, cuando se encontraban en alta mar.

El lugar de honor de Flamsteed House, donde Harrison fue a buscar el consejo de Edmond Halley en 1730, lo ocupan sus relojes marinos, el H-1, el H-2 y el H-3, que llegaron a Greenwich de forma bastante deshonrosa cuando los recogieron bruscamente de la casa de su creador, el 23 de mayo de 1766. Maskelyne jamás les dio cuerda, ni cuidó de ellos después de haberlos puesto a prueba. Se limitó a guardarlos en un almacén lleno de humedad, donde quedaron olvidados el resto de su vida y otros veinticinco años después de su muerte. Cuando uno de los socios de John Roger Arnold, E. J. Dent, se ofreció a limpiarlos gratuitamente en 1836, la restauración requirió cuatro años de trabajo. Parte de la culpa del deterioro de los relojes se debía a las cajas, que no eran herméticas. Sin embargo, en cuanto Dent terminó de limpiarlos, volvió a ponerlos en las mismas cajas, abriendo las puertas a más desperfectos.

El capitán de corbeta Rupert T Gould, de la Marina de Guerra inglesa, se empezó a interesar por los relojes hacia 1920, y más adelante recordaba: «Estaban sucios, defectuosos y carcomidos, y sobre todo el Número 1 parecía como si se hubiese hundido con el Royal George y hubiese estado en el fondo del mar desde entonces. Estaba por completo cubierto con una pátina verde azulada, incluso en las partes de madera».

A Gould, hombre de gran sensibilidad, le impresionó de tal modo el estado de las máquinas que pidió permiso para restaurar las cuatro. Se ofreció a hacer el trabajo, que le llevó doce años, sin que le pagaran, y a pesar de no tener conocimientos de relojería.

«Pensé que, en ese sentido, Harrison y yo estábamos en la misma historia, comentó Gould con su característico buen humor, y que si empezaba a trabajar con el Número I, difícilmente podría estropearlo más de lo que ya estaba.» Y se puso manos a la obra con un cepillo normal y corriente, con el que quitó casi sesenta gramos de polvo y cardenillo del H-1.

Los trágicos sucesos de su vida privada endurecieron a Gould lo suficiente como para acometer la tarea para la que se había ofrecido. En comparación con la crisis psicológica que sufrió cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, que le excluyó del servicio activo, y de su matrimonio y posterior separación, cuyas desgracias aparecieron en The Daily Mail con tal detalle y tal sensacionalismo que perdió un nombramiento para la Marina, los años de reclusión espartana con aquellos antiguos relojes supusieron una magnífica terapia para Gould, que recobró la salud y la paz de espíritu.

Parece bastante normal que más de la mitad del tiempo que dedicó Gould a la reparación, siete años, según sus cálculos, recayeran sobre el H-3, el reloj que le costó más tiempo a Harrison. De hecho, los problemas de Harrison engendraron los de Gould: «El Número 3 no es únicamente complicado, como el Número 2. Además, es abstruso. Contiene varios dispositivos únicos, que no se le ha ocurrido utilizar a ningún relojero y que Harrison inventó porque trataba sus problemas mecánicos como ingeniero, no como relojero», dijo Gould en una reunión de la Sociedad para la Investigación Náutica celebrada en 1935. En más de una ocasión comprobó que «se habían dejado
in situ
restos de algún dispositivo que Harrison había probado y después desechado». Tuvo que meterse muy a fondo en el asunto para encontrar los elementos que realmente merecía la pena que se salvaran.

A diferencia de Dent, que se limitó a limpiar las máquinas y a lijar los bordes de las piezas rotas, Gould quería que los relojes volvieran a funcionar a la perfección.

En el transcurso de su trabajo, Gould rellenó dieciocho cuadernos con meticulosos dibujos hechos a tinta de colores y complejas descripciones, mucho más claro que lo que había hecho Harrison. Eran para su uso personal, para que le sirviesen de guía en las múltiples repeticiones de operaciones sumamente difíciles, y también para librarse de repetir errores tan inútiles como costosos. Quitar o reemplazar el escape del H-3, por ejemplo, normalmente llevaba ocho horas, y Gould tuvo que hacerlo al menos cuarenta veces.

En relación con el H-4: «Tardé tres días en aprender cómo separar las manecillas. Más de una vez pensé que estaban soldadas».

Aun cuando el H-1 fue el primero que limpió, fue el

último que restauró. Esto le salió bien, porque en esta máquina faltaban tantas piezas que tuvo que servirse de la experiencia con los otros relojes para manejar bien el H-1: «No tenía barrilete del muelle, ni cadenas, ni escape, ni espirales del volante, ni espirales de limitación, ni engranaje... Cinco de cada veinticuatro ruedas antirrozamiento habían desaparecido, al igual que muchas piezas del complicado sistema de compensación de la cuerda, y la mayoría de las demás no funcionaban bien. En cuanto a las piezas más pequeñas —tornillos, pivotes, etcétera—, prácticamente no quedaba nada».

No obstante, la simetría del H-1, y la decisión de Gould, permitieron que reprodujese muchas de las piezas que faltaban basándose en las que quedaban.

«Lo peor fue lo último —confesó—. Ajustar las piezas pequeñas de acero a las espirales del volante, proceso que sólo puedo describir como si alguien tratase de enhebrar una aguja clavada en la tabla posterior de la plataforma de un camión desde una bicicleta. Terminé este trabajo, con un vendaval que arrojaba la lluvia contra las ventanas de mi desván, hacia las cuatro de la tarde del 1 de febrero de 1933, y cinco minutos más tarde, el Número 1 empezó a funcionar por vez primera desde el 17 de junio de 1767, con un intervalo de 165 años.»

Gracias a los desvelos de Gould, el reloj sigue funcionando en la actualidad, en la galería del observatorio. Los relojes restaurados de John Harrison constituyen su monumento conmemorativo, al igual que la catedral de San Pablo para Christopher Wren. Aunque los restos mortales de Harrison están enterrados a unos kilómetros al noroeste de Greenwich, en el cementerio de St. Johns Church, en Hampstead, junto con los de su segunda esposa y los de su hijo, William, su mente y su corazón están allí.

El conservador del Museo Marítimo Nacional que está actualmente a cargo de los relojes se refiere a ellos diciendo «los Harrison», como si se tratara de una familia, no de un conjunto de objetos. Para abrir las cajas en las que están expuestos y darles cuerda todos los días por la mañana se pone guantes blancos, antes de que empiecen a llegar los visitantes. Cada cerradura necesita dos llaves que funcionan al unísono, como para una caja de seguridad actual y los controles que se utilizaban en el siglo xvIII.

Lo que requiere el H-1 es un tirón en los eslabones de latón. El H-2 y el H-3 son más complicados: hay que darles la vuelta con una llave. El H-4 hiberna, inamovible e intocable, emparejado de por vida con el K-1 en la cueva transparente que comparten.

Enfrentada con estas máquinas por fin, tras haber leído infinitos relatos sobre su construcción y sus múltiples pruebas, tras haber visto todos los detalles de sus interiores y sus exteriores, me sentí conmovida. Estuve deambulando entre ellas durante horas enteras, hasta que me llamó la atención una niña de unos seis años cubierta de rizos rubios y que mostraba una banda protectora sobre el ojo izquierdo. Contemplaba una película que se repetía automáticamente sobre el mecanismo del H-1, una y otra vez: a ratos la miraba con atención, mientras que en otras ocasiones parecía partirse de risa. La niña no podía quitar las manos de la pantalla, aunque su padre intentaba sujetarla. Con el permiso del padre, le pregunté qué era lo que tanto le atraía de la película.

—No lo sé —me contestó—. Sólo que me gusta.

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