Los almendros en flor (10 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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Iba a colaborar en calidad de voluntario no especializado, y la primera mañana, cuando aparecí rebosante de ánimos y entusiasmo, me pusieron bajo la tutela de Mati, una mujer bastante sexy que atendía el teléfono y la puerta. Mati fumaba un cigarrillo tras otro y hablaba con voz ronca y arrastrando las palabras, y, por la mirada de soslayo que me dirigió con sus sensuales ojos, supe que se estaba preguntando qué hacía un inglés de mediana edad en un sitio como aquél. Al fin concluyó que debía de ser una especie de criatura extraña y probó a hallar una forma de tratarme. Me hablaba despacio, pronunciando las palabras con cuidado y observándome con atención para comprobar si la había entendido.

Por lo general, no la entendía. El sistema que tenían, pues tenía que haber un sistema, era tan absolutamente incomprensible que, no importaba cuántas veces lo repitiera, seguía escapando a mi comprensión. En realidad, mi último «empleo serio» (sospecho que trabajar de granjero o escritor no puede considerarse serio) databa de muchísimo tiempo atrás, cuando con veintitantos años hacía turno de noche en una fábrica de sujetapapeles de Utrecht.

—Bueno —articuló Mati despacio—. Tu primera tarea será contestar el teléfono...

Exhalé un suspiro de alivio. Sin duda podría dar la talla como recepcionista. No le conté a Mati que una vez me pasé diez minutos tratando de llamar a España desde la casa de mi hermana en Londres, hasta que mi sobrino de cinco años me quitó el «teléfono» de las manos, apuntó a la tele y acto seguido cambió de canal.

—En primer lugar —continuó Mati—, debes averiguar si el interesado ya ha estado aquí antes, luego si tiene cita, en qué consiste su problema y, según lo que te diga, deberás hacer lo siguiente: si nunca ha estado aquí, se lo pasas a Juanma. Línea seis... a menos, claro, que sea su día de ilegales, entonces estará en la cuatro... Si no se encuentra en la oficina porque, digamos, se ha ido al juzgado, entonces le pasas la llamada a Inma, que estará en la línea de Juanma, o sea, en la cuatro, hasta la hora del café... Después deberás buscarla en su propia línea, que es la cinco, pero muchas veces no está, entonces debes llamar a Eduardo y preguntarle por ella. Eduardo es la línea dos, y es posible que tengas que apretar el botón más de una vez. ¿De momento bien?

Asentí con entusiasmo, aunque me había perdido muchos detalles.

—Bueno, todo eso en el caso de que el interesado no tenga cita previa. Y si tiene cita, debes comprobarlo en la agenda...

—¿Y cómo lo hago? —inquirí, suponiendo que debía hacer alguna pregunta inteligente.

Mati le dio una buena calada al pitillo y entornó los ojos.

—Les pides el nombre y luego compruebas si está en la agenda. Si está es que tienen cita, y si no, es que no la tienen. ¿Lo entiendes?

No estaba muy seguro, me parecía demasiado complicado.

—Porque hay quienes intentarán engañarte para que pienses que tienen cita cuando en realidad no la tienen...

—Qué bajo cae a veces la gente, ¿verdad?

Mati debió de pensar que era mejor ignorar ese comentario y, tras apagar el cigarrillo, abrió la puerta y encendió otro. Después de atender con calma a la nerviosa mujer senegalesa que apareció con un fajo de formularios, encendió un cigarrillo más y prosiguió con mi iniciación.

—Veamos, si cumplen con las dos condiciones de haber estado aquí antes y tener cita, debes averiguar qué desean. Si se trata de un problema legal, se ocupará Fátima, pero debes tener cuidado, porque muchas veces lo que parece un problema legal es en realidad un problema social. Nuestra asistente social es Erminia. Y sólo viene los lunes, miércoles y viernes. Comparte despacho con Eduardo, de modo que si la línea de él funciona es ahí donde la encontrarás.

Mientras hablaba, Mati abrió la puerta como respuesta a una serie de timbrazos vehementes y prolongados. Un grupo de peruanos entró en la pequeña habitación; llevaban ponchos de vivos colores y vaqueros y se hablaban a gritos en lo que me sonó a quechua.

Encendiendo otro pitillo, Mati rodeó el escritorio y se encaró con ellos, hablándoles en un tono firme y conciliador al mismo tiempo. Sonó el teléfono. Me dirigió una mirada elocuente por encima del hombro. Observé el aparato, que vibraba como si fuera una caja con una serpiente dentro. Pero no cabía la menor duda: Mati quería que contestara yo. Hasta entonces, me había limitado a abrir la puerta y recibir con cara de despiste a los diversos necesitados, procurando en vano captar alguna palabra de su nervioso discurso de presentación, y a continuación pasárselos con un suspiro de alivio a la omnicompetente Mati.

—Vamos, contesta —ordenó.

Levanté tímidamente el auricular.

—Hola —dije.

Nada, silencio.

—No es nadie, Mati —señalé, dando gracias a Dios, e hice ademán de colgar.

—Para que haya línea tienes que apretar la tecla verde.

Lo hice y pillé por la mitad una exaltada diatriba en hausa, o quizá fuera suahili; en cualquier caso, poseía las inconfundibles tonalidades del continente africano. No entendí ni papa. La voz se interrumpió un instante para tomar aliento.

—¿Le importaría repetir lo que ha dicho, por favor... en español?

Mi interlocutor soltó un juramento que yo no había oído en la vida y se puso a hablar en otra lengua. Ésa me sonaba más —parecía árabe egipcio con algo de portugués—, pero seguía sin entender.


Vous parlez français?
—A eso se le llamaba solucionar problemas sobre la marcha.

Oí entonces un francés fluido pero absolutamente incomprensible, casi tan malo como el mío.

—¿Tiene cita concertada?


Oui... oui... oui!

Ahora sí que iba por buen camino. Aun así, se oía muy mal, y me rodeaba un murmullo de voces estridentes.

—Dígame su nombre. —Fruncí el entrecejo y agucé el oído pegado al auricular al tiempo que me tapaba con un dedo el otro—. Perdone, ¿puede repetirlo, por favor?

Lo intentamos de nuevo: pronunció unas palabras que me sonaron más a un poema que a un nombre propiamente dicho.

—¿Le importaría deletrearlo? —Me saqué el dedo de la oreja y hojeé la agenda.

Unos estudiantes marroquíes se apiñaban alrededor de dos mujeres rumanas de mediana edad a fin de mirar un plano de la ciudad que colgaba de la pared. Las rumanas insultaban a los jóvenes por empujarlas.


Quoi?
—dijo mi interlocutor, incrédulo.

—Que lo deletree... ya sabe, las letras.

Sólo entonces comprendí que era una petición ridícula, pues, fuera cual fuese la lengua a la que pertenecía ese nombre, era más que probable que se escribiera con alfabeto árabe o mediante algún desconcertante sistema ideográfico. Pero como Mati ya había resuelto las cosas con el contingente andino, me quitó el auricular de las manos y, con una sonrisa indulgente, lo solucionó todo en menos que canta un gallo.

No había hecho muy buen papel, y me quedé un poco cabizbajo. Mati fue amable conmigo, pero advertí un leve paternalismo en su sonrisa. «Caray —me dije—, si ni siquiera soy capaz de colaborar contestando el teléfono, ¿para qué sirvo? ¿Dónde me van a poner?»

De esa guisa seguí un rato más, abriendo la puerta y contestando al teléfono cuando no había ningún otro a mano. Pero las cosas no mejoraron mucho, y a la hora de comer fui a buscar a Charo, que dirige el tinglado y, con tranquilidad y aplomo, se las ingenia para que todo funcione sin salirse de madre. Es una mujer de gran carisma y encanto, y junto con Mati constituye el mayor atractivo de Granada Acoge, al punto de lograr que abogados, asistentes sociales e intérpretes jóvenes y brillantes renuncien a su tiempo libre por la causa. Supongo que Che Guevara tenía un magnetismo similar, aunque seguramente no irradiaba tanta calidez femenina.

Me senté ante el escritorio de Charo, como si ella fuera la dulce y guapa directora del colegio y yo un alumno desastroso, aunque unos cuantos años mayor que ella.

—Me temo que no he sido muy útil —admití—. Creo que no estoy hecho para ser telefonista.

Charo me miraba con curiosidad, tratando de desentrañar qué me pasaba por la cabeza. Una de mis pesadillas más recurrentes consiste en pensar que las mujeres se diferencian de los hombres en muchos aspectos terroríficos, siendo el peor que pueden leerte los pensamientos, y que no importa lo unido que llegues a estar con una mujer o lo íntima que sea vuestra relación: ella jamás traicionará a su hermandad de féminas para decirte la verdad. Lo sé porque le he planteado muchas veces el tema a Ana, y nunca ha servido de nada. Esa terrible sospecha nunca me ha abandonado y nunca me abandonará. Es uno de los motivos por los que me gustaría ser mujer durante una semana...

—Me encantaría seros útil, de verdad —farfullé—. Pero si ni siquiera soy capaz de cumplir la función más básica de la asociación... En fin...

—En fin —repitió ella arrellanándose en la silla—. ¿Sabes que tenemos una revista? Has dicho que eres escritor...

—Bueno, sí... —dije con una sonrisa de modestia.

Sonó el teléfono. Charo contestó.

—Es para ti, Cristóbal...

—¿Para mí?

—Sí... —Me tendió el auricular.

Lo miré aterrorizado. Dios mío, antes de repetir la desastrosa escena anterior delante de Charo prefería que se me tragara la tierra.

—Vamos, cógelo. Es Mati.

Sentí una oleada de alivio.

—Hola, Mati.

—¿Hablas alemán, Cristóbal?

—Un poco. ¿Por qué?

—Vente para acá, tengo un trabajito para ti.

Así, de pronto me hallaba recorriendo con sigilo las salas del hospital Virgen de las Nieves en busca de una chica alemana llamada Lotta, que había sufrido un accidente y no hablaba ni una palabra de español. Me sentía bastante importante: me habían encargado una misión que podía cumplir.

Encontré a Lotta en una sala de la segunda planta. Parecía una enorme muñeca de porcelana, con la cabeza hinchada y vendada, y estaba tendida en la cama mirando por la ventana con cierta agitación. Me dijo que se encontraba bien, pese a la fractura en el cráneo, pero que estaba preocupadísima por su perro. Al parecer, viajaba por España con su perro haciendo autostop, y una noche, de pronto, el animal había echado a correr detrás de un gato. Debido al tirón, ella había caído sobre el murete de un puente y a continuación había aterrizado en el lecho seco del río. El perro había salido en persecución del gato, y cuando Lotta recobró el conocimiento no había ni rastro de él.

El accidente había tenido lugar a unos cien kilómetros hacia el nordeste, pero la habían traído al hospital de Granada para ver si podían recomponerle la cabeza, que había recibido un buen leñazo. Eso no parecía preocuparla, ni siquiera cuando le conté, traduciendo las palabras de un joven y encantador doctor, que quizá hiciera falta una operación para dejarle los ojos a la misma altura.

—Tengo que recuperar a mi perro —insistió.

En la misma sala, al otro lado del pasillo, había una niña triste y callada, enchufada a una serie de goteros y aparatos electrónicos. Junto a la cama estaba sentada su madre, una campesina muy menuda. Llevaba allí tres días con sus noches, me dijo. Ocurre a menudo en los hospitales españoles, que uno se convierta en el enfermero de un familiar ingresado. Aquella mujer era la esencia misma de la ternura y la atención y, como si no tuviera bastante con consolar a su pobre hija, se preocupaba mucho por Lotta. Al llegar yo se abrió una vía de comunicación que liberó todo un torrente de inquietud. Me dijo que para ella había sido una tortura ver a la pobre Lotta tan mal y lejos de su madre, y no haber podido brindarle unas palabras de consuelo.

Lotta dijo que la mujer no había parado de hablarle, pero como ella no entendía ni jota de español, la comunicación se había visto limitada a cariñosos apretones de mano. Por lo visto, Lotta se había puesto a ladrar y había logrado transmitir la idea del perro, pero para Angustias, que era como se llamaba la mujer, seguía siendo un misterio el papel que desempeñaba el perro en aquel drama. Con permiso de Lotta, puse al corriente a Angustias de la situación de Lotta, y a ésta del diagnóstico de la hija de Angustias, una clase de hepatitis, pero que al parecer experimentaba una lenta mejoría.

También a Lotta iban a llegarle buenas noticias. Un enfermero del pequeño centro médico de Cuevas del Campo, donde la habían atendido al principio, había encontrado al perro esperando a las puertas del lugar y se lo había llevado a su casa. Le aseguró que estaría encantado de quedarse al animal hasta que Lotta estuviese lo bastante recuperada para el viaje de vuelta. Esa noticia la tranquilizó tanto que prometió que de momento no iba a pedir el alta.

Cuando regresé a Aguas de Cartuja ya era la hora de comer y Granada Acoge había cerrado. Encontré al personal en el bar cercano, formando un corrillo en torno a Charo y Mati. Charo me indicó que me acercara y, cuando le conté mis andanzas de esa mañana, volvió a sugerirme que escribiera algo para su revista.

Le prometí pensarlo. Luego me fui a casa y lo pensé. Si algo me había impresionado de aquellos chicos marroquíes era su capacidad para soportar las privaciones de su viaje a pie a través de las montañas, sin apenas comida y agua, y con sólo unas maltrechas zapatillas de deporte. Decidí seguir la misma ruta que ellos y escribir un artículo sobre la experiencia para la revista de Charo. Me emocioné mucho con la idea y, para que la empresa tuviera al menos cierta apariencia de autenticidad, resolví calzarme un viejo par de zapatillas baratas, quizá hasta chancletas, y meter lo estrictamente necesario en una pequeña bolsa de deporte; en resumen, el uniforme del inmigrante pobre marroquí.

—Es una gran idea, Chris. Quizá podrías venderle el artículo a un periódico y recaudar más fondos —me animó Charo—. Y piensa en lo bien que te lo pasarás escribiendo algo distinto de esas comedietas tuyas llenas de ovejas y loros.

El viaje que los inmigrantes marroquíes y africanos realizan por el sur de España es un verdadero infierno. Quizá a ellos no les parezca nada del otro mundo, dado que algunos vienen de Ghana o Sierra Leona. Sin embargo, recorrer más de trescientos kilómetros a través de terreno montañoso como ilegal y siempre alerta por si aparece la policía no se parece en nada a un paseo dominical, como unos días más tarde me encontré explicándole a Michael Jacobs.

—Creo que voy a pasar de purismos y abandonar la idea de las chancletas —musité, reflexionando sobre los detalles—. Las chancletas son terribles en la montaña.

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