Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
Nuestra finca está situada en una escarpada ladera montañosa de una de las cimas menores de Sierra Nevada, entre matorrales silvestres y campos de almendros; desde ahí desciende hasta el valle de un río por un lado y hasta un despeñadero que cae a pique por el otro. Es un perímetro muy grande, de manera que me limité a vallar la parte del lecho del río para impedir que las ovejas lo vadearan y acabaran pastando en los huertos y campos de nuestros vecinos. En aquel tiempo, pocos se habrían molestado en levantar cercas, salvo para mantener a los jabalíes lejos de sus campos de maíz o alfalfa. En la parte inferior de la finca, el terreno es llano y lo atraviesa un sendero apto para transportar postes y alambre, de forma que me las apañé para levantar en sólo unos días una valla más o menos resistente y plantar unos cuantos somieres apropiadamente alpujarreños a modo de puertas.
Para mi gran sorpresa, la barrera pareció impresionar a las ovejas, que se mantuvieron alejadas de ella. Demasiado alejadas, de hecho, pues decidieron largarse ladera arriba y desaparecer más allá del límite superior de nuestro terreno para deambular por el monte que hay al pie de Sierra Nevada. De vez en cuando, me veía obligado a trepar hasta esas cimas menores, que llevan el acertado nombre de Peñones Tristes, para convencerlas de que bajaran. Acabé por resignarme a tener que vallar también esa ladera.
Resulta que la ladera que hay sobre nuestra finca no sólo es escarpada, sino que está formada por una roca irregular y apenas cubierta por cuatro dedos de mantillo. Se hacía difícil imaginar un lugar peor para clavar postes. Pero entonces yo era más joven, y la idea de crear los primeros cercados para ovejas de la Alpujarra me entusiasmaba. Así pues, puse manos a la obra con ahínco, cargándome al hombro cinco postes de hierro para tender penosamente la valla proyectada y clavar un poste cada media docena de pasos.
Era un trabajo muy pesado, que me dejaba deslomado, y fue volviéndose considerablemente más duro con cada viaje. Hacia el final del tercer día, me encontré con que tenía que escalar cuatrocientos metros casi en perpendicular con los postes antes de poder siquiera medir los pasos e ir dejándolos en el suelo. Al cabo de una semana, tenía los hombros en carne viva y los muslos duros como una piedra.
Luego vino la cuestión de hacer los agujeros para los postes, la mayoría de las veces en roca sólida. Eso me llevó una jornada entera y parte de la mañana siguiente. Entonces decidí que antes de ponerme a fijar los muelles para tensar los alambres me merecía un día libre.
Incluyendo ese día libre, me llevó dos semanas tender la valla desde la ladera junto a la casa hasta arriba y después a lo largo del límite superior de nuestro terreno. El decimoquinto día, con la intención de admirar mi obra, recorrí el lateral que había completado y el tramo superior y me senté en la maleza a contemplar la larga cuesta hasta el río por el lado sur de la finca. Era la ladera más escabrosa y tortuosa que había visto en mi vida; al mirarla, me pareció que lo hecho hasta entonces había sido como vallar un parque infantil. La observé largo rato, consideré el asunto unos instantes... y decidí no proseguir con aquel trabajo. Quizá a las ovejas tampoco les gustara el aspecto del terreno y se mantuvieran alejadas de esa parte de la finca.
Cuando Ana se enteró de que había vallado sólo dos lados del terreno y dejado el tercero al azar, me dirigió una mirada fulminante.
—Supongo que un cercado sin acabar no es un cercado de verdad, ¿no? —tuvo la temeridad de comentar.
En realidad tenía razón, pero cuando sugerí que a lo mejor le apetecía encaramarse allí arriba y acabarlo ella, no insistió.
Al día siguiente, las ovejas deambularon colina arriba, manteniéndose cerca de la valla, que observaron con cierta curiosidad. Cuando llegaron a la cumbre, rodearon el último poste de la cerca y continuaron su inspección, ahora deambulando ladera abajo por el otro lado. Entonces, al cabo de unos cincuenta metros, bajaron directamente por un escarpado barranco y salieron de la finca, para pasarse el resto del día deambulando por los cerros sobre el río Trevélez. Por supuesto, cuando volvieron por la noche no supieron cómo entrar. Había conseguido levantar una valla para que mis ovejas se quedaran fuera.
Ésa fue la recompensa por mis esfuerzos: pasarme un día durísimo reuniendo el rebaño y haciéndolas marchar otra vez montaña arriba para enseñarles cómo volver rodeando la valla. Sin embargo, a lo largo de las semanas y los meses siguientes, las ovejas les fueron cogiendo gradualmente el tranquillo a los límites de la finca y aprendieron a contentarse con quedarse dentro. Hoy en día, rara vez se aventuran por las montañas, y cuando lo hacen suelen encontrar el camino de vuelta utilizando las alambradas, más bien flojas ahora, de referencia visual un poco cutre. Han desarrollado, como suelen hacer las ovejas, ese curioso fenómeno que es la conciencia comunitaria del rebaño con respecto a los límites dentro de los cuales deben pastar.
Un par de días después de que Antonia volviese de Holanda, me la encontré andando por la carretera de regreso del pueblo. Se la reconoce desde cierta distancia por su silueta menuda y coronada por un gran sombrero flexible. Me indicó que me parara a charlar un rato y, sonriendo y entornando los ojos, me preguntó:
—¿Has visto a Domingo?
—No, hoy no —contesté, y mirando hacia el otro lado del río añadí—: ¿No es ese que está en la roca bajo esas cañas, hablando con Jesús?
Durante las dos últimas décadas, Jesús Carrasco ha atravesado los campos de olivos para traer a sus trescientas cabras a pastar en nuestro valle, y en las raras ocasiones en que sus caminos se cruzan, él y Domingo se detienen para ponerse al día de los cotilleos de la zona.
—Sí —contestó Antonia—. Tiene algo que enseñarte, un regalo que le he traído de Holanda. Hacía mucho tiempo que lo planeaba.
—Ahora mismo voy a que me lo enseñe —prometí, sonriendo a mi vez; no tenía ni idea de a qué se refería, pero se la veía tan satisfecha consigo misma que me contagió su entusiasmo.
Cuando me acerqué a Domingo, Jesús y su rebaño se alejaban ya cerro arriba, las cabras brincando delicadamente de roca en roca. El caballo de Domingo, atado a una mata de hierbajos, mordisqueaba con deleite una zarza, y su dueño estaba sentado en una roca, con la vista alzada hacia el cerro. Escuchaba los cencerros de su rebaño, distinguiéndolos del tintineo orquestal de las cabras de Jesús; una vez que te acostumbras a ellos, cada juego de cencerros resulta tan clara y sutilmente distinto como el canto de los pájaros.
Me senté a su lado.
—¿Quieres ver algo bueno? —me preguntó sin dejar de mirar el cerro.
—No me importaría —respondí, impasible como un lugareño—. Siempre es agradable ver algo bueno. ¿De qué se trata?
Domingo hizo caso omiso de la bromita y señaló hacia arriba. El cerro, escarpado y rocoso, está cubierto por la maleza que crece en esa parte de Andalucía: matorrales bajos de genista y
anthyllis
, y retama alta y rala. Distinguir el nutrido rebaño de Domingo entre tanto matorral y desde el otro lado de la ladera era casi imposible. Pero oía sus cencerros, que respondían a algún tipo de movimiento coordinado, y de vez en cuando vislumbraba un grupito de ovejas, meciéndose como caballitos de balancín en el tortuoso sendero que lleva hasta el puente. No tardaron en aparecer las primeras, descendiendo al galope en una nube de polvo, y luego otra y otra más, hasta que poco a poco el rebaño entero nos rodeó, con su dulce olor a lana caliente y romero, tosiendo y tirándose pedos con profusión. Finalmente, llegaron las rezagadas, seguidas por los infames perros de Domingo:
Mora
, con sus ojos de loca;
Curro
, con sólo tres patas, y varios chuchos más sin nombre. Después venía algo que nunca habría esperado ver entre el bestiario salvaje de Domingo: un precioso border collie blanco y negro. El perro avanzó despacio, agazapado entre el rebaño, y se detuvo junto a nuestra roca, donde alzó la mirada hacia su amo.
—A esto me refería —dijo él acariciando la cabeza del perro—. Se llama
Chica
.
Yo estaba perplejo, en parte por las muestras de cariño que prodigaba al perro —Domingo siempre había considerado sus perros un mal necesario, más que posibles mascotas—, y en parte por el hecho de que, años atrás, disconforme con la manera en que su variopinta manada de chuchos manejaba a las ovejas, yo me había ofrecido a conseguirle un perro pastor de verdad en Gran Bretaña. Pero Domingo, siempre feroz defensor de su independencia, se había negado, alegando que podía apañárselas perfectamente con los que tenía.
Resistí la tentación de recordárselo y me limité a preguntarle de dónde había sacado ese nuevo perro.
—Me la ha traído Antonia de Holanda —explicó—. Tenía planeado hacerse con ella desde que conoció a su madre el año pasado, pero quería que fuera una sorpresa. —
Chica
le puso las patas delanteras en la rodilla y lo miró con adoración, y él continuó—: Voy a adiestrarla. Nunca he visto un perro tan inteligente y con tantas ganas de trabajar. Será increíble con las ovejas.
—Bueno, Domingo, enhorabuena. Es una verdadera belleza.
A partir de entonces, casi nunca veía a Domingo sin
Chica
trotando a su lado. Y al cabo de unos tres meses, al volver de un viaje a Londres, me los encontré a los dos, rodeados por las ovejas, sentados junto al puente. Domingo había visto mi coche y me estaba esperando. Me hizo señas de que me acercara.
—Todavía es pronto y no ha practicado mucho, pero mira —dijo.
Unas cuantas ovejas empezaban a cruzar el puente, probablemente con la idea de probar los olivos de Juan Barquero a espaldas de Domingo. Él emitió un silbido grave y chasqueó la lengua. Luego señaló a las ovejas recalcitrantes con la cabeza.
Chica
salió disparada como un rayo, rodeó el rebaño y descendió por la ribera para cruzar el río, por lo que tuvo que nadar un poco. A continuación, subió al puente por el otro extremo y se enfrentó a las infractoras. Éstas la miraron y regresaron hacia el rebaño.
Chica
avanzó en silencio por el puente y se tendió en él, y ahí se quedó, con la cabeza entre las patas, observando a las ovejas y mirando de vez en cuando a Domingo en busca de su aprobación.
Me quedé estupefacto, tanto por las aptitudes de Domingo como adiestrador como por la perra en sí. También sentí cierta nostalgia de mi anterior vida de pastor en Inglaterra. Andar por un campo de suaves colinas y, con una simple orden en voz baja, mandar a tu perro a buscar un rebaño de ovejas que pastan a lo lejos son experiencias maravillosas donde las haya. Nuestros perros,
Big
y
Bumble
, son dos mascotas buenas y leales, pero no sirven para dirigir a las ovejas. Les falta profesionalidad, se excitan demasiado. No es culpa de ellos: no están hechos para ese trabajo; además, con un rebaño pequeño y acostumbrado a entrar y salir del establo mañana y noche, no hay muchas ocasiones para que se luzcan.
Mi hija Chloé es ya una adolescente, lo que acarrea todo un nuevo paquete de rompecabezas y enigmas. Mi cerebro se ve sometido a un ejercicio constante, pensando en formas de mantener abiertas las líneas de comunicación. Ya no le leo en voz alta, y es algo que echo mucho de menos. Tampoco invento historias para ella. Hubo un tiempo en que lo que más le gustaba eran esos relatos, y es probable que aún le gusten, pero no es fácil crear una historia para una adolescente. Sería demasiado esperar, por supuesto, que le gustase la misma música que a mí, aunque coincidimos en algún grupo. De vez en cuando, sin embargo, aparece algo en lo que me parece posible que tengamos un interés compartido. Una mañana de verano, le pregunté muy tímidamente qué pensaba sobre participar en una caza de ranas.
—¿Una qué? —preguntó, alzando la vista de la trilogía fantástica en la que tenía inmersa la nariz.
—Una caza de ranas... ya sabes, bajar hasta el río y coger unas cuantas ranas.
—Pero ¿para qué?
Frunció el entrecejo. Después de todo, esa mañana hacía calor y bajar hasta el río implicaba que luego tendríamos que subir a pleno sol.
—Hoy vamos a ver a John y Giuliana, y necesitan unas ranas para su estanque.
—¿Y dónde las encontraremos?
—Ahí abajo, en la laguna de detrás de la presa. Parece un sitio estupendo para esa misión.
—Bueno, vale —respondió, animándose—. Voy a cambiarme, un momento.
Mientras Chloé improvisaba un atuendo para la ocasión y yo reunía el equipo apropiado —un cubo y un par de cazamariposas, un sombrero para el sol, una bolsa para meter higos—, el corazón me brincaba en el pecho.
Mi hija abrió la marcha y, con
Big
haciendo piruetas de excitación y levantando el polvo del camino, nos dirigimos río abajo. Hacía meses que no llovía y el Trevélez había quedado reducido a un hilillo de agua rojiza; hacía mucho que la escasa nieve caída en las montañas se había fundido, de modo que el río discurría por profundos manantiales acuíferos. Pero justo debajo de nuestra finca, el Trevélez confluye con el Cádiar, y éste, en su tortuoso recorrido al pie de la Contraviesa, aún tenía un buen caudal de aguas claras. Nos detuvimos en una punta de tierra a observar los dos ríos, que fluyen por separado un trecho, con las aguas rojizas del río de alta montaña por encima del Cádiar, hasta que por fin las rocas y los rápidos consiguen mezclarlos.
Me recordó una fotografía que había visto en un
National Geographic
que mostraba la confluencia del Yangtzé con el río Min en Chongqing. Asumiendo mi papel paternal, tuve ganas de compartir ese conocimiento con Chloé.
—Esto parece una versión en miniatura de los ríos de Chongqing, donde el Min confluye con el Yangtzé —le dije—. La presa que hay allí es una de las mayores obras de ingeniería que...
—¡Papá, ahí hay una rana! ¡Rápido, cógela!
Me abalancé con el cazamariposas, pero se escapó.
Advertí que la nebulosa conexión que estaba haciendo con la ingeniería hidráulica china no inspiraba en absoluto a Chloé, así que me concentré en la tarea que tenía entre manos. Aquel sitio estaba a rebosar de ranas que brincaban, chapoteaban y se zambullían para huir de la atención que nosotros, los cazadores, les dedicábamos. En tierra, esos bichos inspiran un poco de lástima, con sus ridículos e inadecuados medios de locomoción; imagínense cómo tiene que ser que cada paso que uno da consista en un arco de unos diez metros en el aire con resultado impredecible. Sin embargo, y por suerte para las pobres ranas, en el agua se lucen de lo lindo; al fin y al cabo, son anfibias.