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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (10 page)

BOOK: Los años olvidados
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Atravesando el salón, ignorante de la gente que circulaba por el recinto y de quienes estaban bailando, una intensa mirada que venía desde una silla junto a la pared del fondo dejó mudo el local a los oídos de Carlos, que únicamente oyeron la llamada de unos ojos fijos en él. Al mirarlos, maravillado de haberlos descubierto, se desviaron recatados, recogiéndose sobre ellos mismos, tímidos, pudorosos.

Esos ojos que su alma perseguía, tanto tiempo buscados y siempre ausentes, cuya realidad sólo parecía existir en el mundo idílico de Carlos, estaban allí, llenos de vida, diciéndole que, también ellos, habían encontrado en los suyos su propia identificación.

Se acercó y sacó a bailar a Rosa.

Blanca espuma que no se la traga el agua, que navega con las olas siguiendo sus ondulaciones, era Rosa conducida desde su cintura por el brazo de Carlos en los remolinos de un vals que les transportaba a un mismo cielo muy lejano del lugar en el que estaban.

Un ser alado carente de gravedad, pensó Carlos, era esa mujer en la que encontraba el complemento. La piel cálida de Rosa traspasaba su vestido, traicionando el silencio de sus labios para hablarle de emociones retenidas que pedían ser descubiertas.

Cada uno era el sol del otro que surgía de la oscuridad en la que se encierra el corazón cuando éste no ha encontrado aún a quien transmitir su luz. La semilla escondida de unos sentimientos que aguardaban el calor para poder florecer, comenzó a germinar en ese primer contacto.

El día de la petición de mano, Rosa le regaló un reloj y a ella Carlos una pulsera. Reunidos bajo el emparrado de la casa de Benito y Damiana, celebraron la futura unión de los novios y fijaron para tres meses más tarde la fecha de la boda.

Las formalidades de ese acto social obligado no tuvieron nada de ceremonioso. Una mesa revestida de un mantel blanco inmaculado con bandejas rebosantes de los embutidos que el tío Facundo siempre les mandaba del pueblo después de la matanza, un gran porrón de vino tinto en el centro y una botella de Moscatel para las mujeres al lado de un plato lleno de las riquísimas rosquillas que Damiana hacía como una experta repostera. Todo se desarrolló con la natural espontaneidad con la que siempre se expresa la gente sencilla, no educada para ocultar sus emociones como la clase burguesa. Aunque en los padres de Rosa se notaba cierta rigidez cuando fueron presentados a los de Carlos, bien por la poca costumbre de estar vestidos de fiesta o por la confusión de sentimientos ante la inminente boda de su hija, Rosa rompió la tensión enseguida yendo a besar a unos y a otros colmada de un amor que se le salía a borbotones por los ojos. Después les condujo cariñosa con sus brazos para que ellos también se abrazaran y que ese abrazo, derritiendo el hielo de un primer encuentro, dejara a la luz la transparencia de sus almas y comenzaran así a reconocerse como nuevos parientes que venían a integrarse en una misma familia. Tomando la iniciativa de una anfi- triona experimentada, revoloteaba alrededor de la mesa, siempre sonriente, invitándoles a comer y a que no se quedaran mirando embobados las bandejas esperando a que alguien empezara. Tales elogios vertía de las delicias expuestas que, al escucharla, la boca se hacía agua y en un instante todo el mundo había sucumbido a la tentación y empezaba a disfrutar de la merienda, dejando que sus manos fueran solas a buscar el antojo apetecible. Pasándose luego el porrón o llenando los vasitos floreados de vino dulce, y haciendo vibrar los racimos que pendían de la parra con la sonoridad de sus voces entrecruzadas en conversaciones ahora ya distendidas, daban la impresión de ser antiguos conocidos que se reunían después de una larga ausencia. Dieron cuenta de todo hasta que no quedó ni una miga y terminaron brindando por un futuro feliz augurado a los novios, que mantuvieron asidas sus manos y una mirada enamorada prendida, uno en los ojos del otro.

El cuidado que Rosa había puesto en ocuparse de que todos disfrutaran cautivó a Encarnación y Julián. Veían en la que pronto iba a ser su nueva hija a una mujer de corazón generoso, llena de alegría su alma y alentada por una vitalidad que removía en ellos la energía apaciguada que tuvieron en su juventud.

De vuelta a casa, Julián, del brazo de su esposa, permanecía callado escuchando los elogios que Encarnación seguía haciendo de Rosa. Realmente era una suerte, decía, que Carlos hubiese acertado en la elección de una mujer cuyo instinto natural la incluía en esa clase de personas que no necesitan del compromiso de una ideología o de un credo para reafirmar sus más puras convicciones.

Julián, a pesar de estar completamente de acuerdo con las conclusiones a las que había llegado su mujer, después de ese primer encuentro con la prometida de su hijo, continuaba refugiado en su silencio y solamente respondía asintiendo con un gesto de cabeza. Una punzada traicionera que sintió de repente, en el momento del brindis, continuaba fustigando el pulso de su corazón. Ya le había ocurrido otras veces, pero ahora la opresión en el pecho y el dolor, mucho más intenso, le obligaban a caminar con dificultad.

Esa noche, a la fiesta se unió el drama.

Carlos recibía agradecido el calor de la mano de Rosa mientras sus ojos permanecían clavados en el cadáver de su padre, revestido con el mandil de la logia atado a la cintura. La temperatura exterior de ese mes de junio no conseguía caldear la habitación en la que la frialdad de la muerte imponía su presencia, con tal protagonismo, que todos los presentes quedaban reducidos a simple comparsas. La atmósfera gélida creada por el cuerpo inerte de Julián, ponía de relieve la única realidad con existencia propia, prefigurada de antemano en un horizonte oculto, siempre visto muy lejano, que indiferente al amor, a los ideales perseguidos, a la lucha incesante del ser vivo por su evolución, sólo espera su hora para reunir amanecer y ocaso en un mismo punto y acabar de golpe con todas las esperanzas. Todos los hermanos masones habían acudido y allí estaban, de pie, llenando la estancia con la tristeza reflejada en la gravedad de sus rostros.

Se hubiese dicho una estatua sentada en una silla junto a la cabecera de la cama, tan inmóvil y rígida se mantenía Encarnación, a no ser por las lágrimas silenciosas que vaciaban gota a gota la fuente de un amor acumulado toda una vida, condenado ahora a ser sólo un recuerdo.

El mismo día del entierro de Julián, Encarnación renunció al uso de su mano izquierda, herméticamente cerrada desde entonces, conformando un puño parecido a un muñón, como si la aparente carencia de ese miembro correspondiera a la verdadera amputación que había sufrido con la muerte de su compañero. En esa mano, aprisionaba celosamente el reloj de bolsillo de su marido, supliendo así, de forma sólo comprensible para ella, la ausencia del ser querido que la había abandonado. Únicamente se desprendía de ese sagrado fetiche en el momento de su aseo personal o para darle cuerda y no detener el paso del tiempo que la acercaba inexorablemente a un hipotético reencuentro en el más allá. Pero una vez cumplidas esas rutinas, volvía a encerrar su tesoro en ese cofre hecho de su propia carne del que sus dedos eran la llave. Seguramente encontraba alivio a su soledad en el contacto ininterrumpido de ese objeto, todavía cargado de las vibraciones de quien fuera el gran amor de su vida y en el que coexistían sin diferenciarse los recuerdos del pasado y el anhelo de un futuro que se aproximaba a medida que avanzaban las manillas del minutero.

El nacimiento de Mario el mismo mes, aunque no día, de la muerte de Julián un año antes, despertó a Encarnación del letargo en el que se había sumido por su propia voluntad.

Recluida en sí misma, se había limitado a cubrir las necesidades de su cuerpo pero su alma, acostumbrada a luchar, se rebelaba contra la impotencia de la resignación. Sentada de la mañana a la noche en la habitación de Julián, con la mirada navegando en la barca de Caronte, o arrastrando sus pasos para ir a su habitación, siempre muda y mano izquierda crispada, su manifiesta renuncia al vivir de cada día había conseguido crear a lo largo de esos meses un ambiente turbio de permanente tristeza que, enquistado ya en la atmósfera y en las paredes de la casa, convertía a ésta en un sepulcro cerrado al mundo exterior.

Lo mismo que el ojo, una vez acostumbrado a la oscuridad, encuentra claridad en donde antes no existía, así, Carlos y Rosa, instalados allí después de su boda, habían terminado por adaptarse a convivir en la penumbra creada por la actitud pertinaz de Encarnación.

La llegada de Mario fue un soplo de aire fresco que regeneró por completo la situación en la que vivían enclaustrados. Las risas del recién nacido rasgaron los crespones de un luto del que no parecían tener intención de despojarse y ahuyentaron para siempre de la casa, y sobre todo de sus mentes, el fantasma de Julián.

—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo un día Encarnación, como si tal decisión fuera el resultado de un largo proceso de reflexión ya madurado.

Con el silencio de quien camina por un claustro, la meditación a la que se había entregado toda esa tarde había acompañado sus pasos desde su dormitorio hasta la puerta del cuarto de estar. Allí, sin atravesar el umbral, erguida como hacía mucho tiempo que no se la había visto y con una determinación en la mirada que no dejaba dudas del convencimiento que la albergaba, su voz había roto el entramado de su pensamiento con esa frase contundente.

Rosa, que acababa de dar el pecho a Mario, tras ocultar su seno, se estaba abotonando el vestido mientras Carlos acostaba en la cuna al niño que se había quedado dormido con la última succión. Los dos la miraron asombrados y casi con sobresalto por su inesperada aparición repentina y sin ruido en el quicio de la puerta.

—Los recuerdos —continuó— deben guardarse en el corazón. De nada sirve vivir con los muertos. Hacerlo es querer atravesar una frontera que únicamente la muerte puede franquear. Su mundo no es el nuestro.

Avanzó y fue a sentarse en una silla.

—Yo misma he sido una muerta viviente. He vagado por tierra de nadie empeñada en transformar la ausencia de quien ya no volverá nunca, en presencia inexistente. Creía que maldiciendo el destino y rebelándome contra él podría cambiarlo, vencerlo, robarle al ser que me había sido arrebatado. ¡Ilusa de mí! Creyendo ser la más fuerte, sólo demostraba mi debilidad dejándome vencer por el dolor de mi soledad.

Se acercó a su nieto y lo cogió con mucho cuidado en sus brazos. Rosa, inquieta por si se despertaba, hizo ademán de retenerla pero detuvo su gesto y permaneció callada.

—Tú eres la vida y tu llegada me ha llenado de esperanza. Gracias a ti —continuó diciendo Encarnación besándole suavemente en su tierna cabecita de bebé— he podido despojarme del manto de tinieblas en el que había decidido envolverme y la energía que me animaba antes, tanto tiempo apagada, ha comenzado a fluir de nuevo y me vivifica. He resucitado de entre los muertos. No quiero que crezcas en esta casa. Yo la he llenado de tristeza.

Volvió a dejar al niño en la cuna.

El placer del sueño apacible de Mario se hizo sentir en el suave sonido casi musical que emitió su garganta.

Encarnación sonrió.

—¡Eso es! Disfruta, mi pequeño. ¡Ojalá puedas disfrutar siempre como lo haces ahora y nunca conozcas la pena que doblega el cuerpo y consume el alma!

Rosa fue a abrazar a su suegra y lo mismo hizo Carlos, encantados de ver que al fin había salido del laberinto en el que estaba perdida.

Aquella noche, la conversación les hizo olvidar la cena. Cuando se acostaron su traslado a otro piso ya estaba completamente decidido. Tardaron casi un año en encontrarlo.

VII

El olor penetrante del aire causaba un picor en la nariz a quienes llegaban a la calle de las Almas, que es donde comenzaba el barrio del Mercado, y se acentuaba a medida que se descendía hacia el río cuya viscosa superficie verdusca recogía los detritus de la fábrica de productos químicos erigida en su orilla. Sin embargo, los que vivían allí no daban muestras de que esa desazón les importara demasiado y salvo algún estornudo repentino como el provocado por el rapé que se aspiraba antaño, nunca se les veía arrugar sus caras con gesto de rechazo tal como hacían los transeúntes ocasionales. Diríase que, a fuerza de respirar ese oxígeno contaminado, se hubiera creado en los tabiques de sus narices y en sus propios pulmones una costra protectora parecida al sarro de las tuberías. Sin embargo, en cuanto se salía a la avenida que marcaba la frontera de este barrio con el resto de la ciudad el aire volvía a ser puro y no se apreciaba ningún signo de polución. Resultaba curioso constatar la existencia, más aparente que real, de esa barrera divisoria de dos núcleos con atmósferas tan diferentes.

En el número treinta y cuatro de la calle de las Almas, una antigua cochera, seguramente casa de postas, convertida más tarde en una simple herrería con vivienda en donde se calzaba a los caballos y que en los últimos lustros había terminado siendo la taberna «La Herradura», cerrada ya y olvidada hacía al menos dos años, un pedazo de cartón clavado de un martillazo y escrito con mano torpe decía: «Se alquila». Sus grandes puertas de madera llenas de nudos y herrajes, envejecidas por las muchas intemperies, algo carcomidas pero todavía consistentes, cuyas hojas se habían abierto para dar paso a varias generaciones de los más diversos personajes, tenían el aspecto de dos guardianes imponentes condenados a ser testigos mudos con sus venas secas llenas de recuerdos incrustados.

Si Rosa, esa tarde, no hubiese ido a comprar al Mercado Central en cuyos bajos, una vez al mes, parte de la mercancía de los puestos de la planta comercial se vendía más barata, y si al salir con su bolsa cargada no se hubiera encontrado con una patrulla de guardias de asalto que acechaban en actitud intimidatoria al grupo de manifestantes que bajaba por la avenida, no se habría encaminado a la calle de las Almas para refugiarse ante un enfrentamiento que se preveía inminente.

La salida del mercado, repleto de clientela ese día, era un hormiguero de gente que corría en todas las direcciones para no verse involucrada en la refriega que no iba a tardar en hacerse realidad. Una pobre mujer que en su precipitación se había caído de bruces, lloraba desconsolada ante su botella de aceite rota por la mitad. Puesta de rodillas, sin importarle que una de ellas sangrara, empapaba con un pañuelo el aceite derramado y lo escurría en lo que quedaba del recipiente, como si de un precioso elixir se tratase.

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