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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (8 page)

BOOK: Los años olvidados
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El brillo vidrioso en los ojos de Don Antonio y la saliva que humedecía su labio inferior caído sobre la barbilla más desparramado que nunca, presagiaban lo inevitable.

La oficina de Don Antonio Blasco Molinero, «Comerciante», como figuraba en la placa clavada en su puerta, estaba en un quinto piso sin ascensor. Al entrar, un triste banco de madera sin respaldo y un perchero-árbol decoraban un desangelado vestíbulo con desconchones en sus paredes, desde el que partía un pasillo bastante siniestro, no pudiendo saberse si era corto o muy largo pues se perdía en su propia oscuridad. Una puerta daba acceso a un despacho de geometría irregular con su mesa y sillón pertinentes delante de una ventana con los visillos corridos. Una silla para el visitante. El viejo entarimado de esa habitación mostraba una ligera rampa y todos los muebles tendían a inclinarse hacia un lado dando la impresión de que de un momento a otro iban a deslizarse por el cuarto. Pero misteriosamente permanecían en su sitio y todo quedaba en una falsa ilusión óptica. Un armario que llegaba casi hasta el techo con una cuña de madera introducida en uno sus dos lados para rectificar el desnivel del suelo y así mantenerlo derecho, cubría una de las paredes; pegado a la otra, podía verse un sofá desgastado, muy raído pero presumiendo aún en la parte exterior de sus brazos de que una vez había sido de cuero. Todo el piso estaba pintado de un tono verde que a Mario le dio repelús.

Cuando entraron, Don Antonio, sin soltar a Mario ni un momento, le desembarazó de la cartera y le llevó directamente al sofá.

—¿Tienes sed? ¿Quieres un vaso de agua? —le preguntó.

Pura fórmula. La premura del padre de su amigo Pedro Blasco era tal que antes de que respondiera ya le había lanzado sobre el sofá. Cayó cuan largo era con el peso de Don Antonio casi aplastándole. La pequeña estatura de Mario desaparecía bajo ese cuerpo que le agobiaba y apenas le dejaba respirar.

Las manos de Don Antonio obedecieron, fanáticas, las órdenes de un cerebro cegado por un deseo obsesivo que buscaba materializarse abriéndose paso sin control capaz de frenarlo. Manos insistentes, codiciosas, resueltas a remover, incansables, una tierra sin cultivar. Placer aberrante de quien, con frenética labor, busca vencer la resistencia del terreno virgen con el que se encuentra hasta conseguir agrietarlo, romperlo y horadarlo. Fuego devorador, fuego profanador que no sirve para la forja, fuego aniquilador que una vez cumplida su misión se eleva triunfante mostrando su poder con impúdica arrogancia.

Desde su posición, Mario, mirada circunspecta, se preguntaba a qué podría saber su cara para que la lengua de Don Antonio la lamiera de esa forma desenfrenada. Cuando esa lengua entraba en su boca, cobraba un tic de mete y saca, igual que el lagarto cazando moscas estudiado en la clase de Historia Natural. Era una lengua áspera, escamosa y puntiaguda que casi pinchaba. Cuando, en su afán, se confundía de orificio y le entraba por la nariz, Mario apretaba su boca con asco tratando de apartarla del acoso.

Esas manos invasoras se multiplicaban. Nunca habría imaginado que tuviese tantas. Las sentía en sus piernas, en sus muslos, en su pecho, en el cuello, en la nuca, en su vientre y en lo bajo de su espalda. Todo al mismo tiempo. Recorrían su cuerpo entero con tal rudeza y ardor tan torpe que resultaban insoportables. Le molestaban menos las que agarraban su sexo y sus nalgas aunque las hubiera preferido menos bruscas, más acariciadoras.

Las piernas de Don Antonio tampoco paraban. Las juntaba, las separaba, subían por los aires, las catapultaba, permanecían un momento pegadas al cuerpo de Mario completamente estiradas, adoptando una rigidez de muerte aparente y luego, impulsadas por un movimiento reflejo, las contraía hincándole las rodillas en las ingles. Mario, dolorido por el golpe inesperado y cada vez más incómodo, se debatía en vano. Su recurso de apoyar las manos contra el pecho del padre de su amigo Pedro Blasco y empujarlo con fuerza para separar esa mole de su cuerpo, falló.

Los movimientos compulsivos de Don Antonio, acordes con la acción de su lengua, manos y piernas, a punto estuvieron de provocar que Mario saliese despedido del sofá. No hubo suerte. A Mario bien le habría gustado desembarazarse de ese edredón húmedo, tocado por un rayo, que le manoseaba. Intentó ayudar. Esfuerzo inútil. Una fiera jamás deja escapar su presa. Impotente, asumió la situación.

El asalto al que se estaba entregando Don Antonio no guardaba relación con el modo con el que inició sus maniobras pegado a la espalda de Mario en el tranvía. Aquel momento había producido en Mario una excitación tan grata que él mismo quiso intensificarla colaborando de manera espontánea. Había sido el motor de la ensoñación explosiva que tuvo después en la cama y sobre todo le había llevado al descubrimiento de su propia identidad sexual. Así es que, cuando le conducía cogido del hombro a su oficina, había creído adivinar sus intenciones, y a pesar de que iba con miedo no pudo reprimir que tal presentimiento se reflejara en su entrepierna. En el fondo, deseaba vivir una primera experiencia de relación sexual con un hombre, aunque mucho mejor hubiera sido tenerla con su amigo Ángel Robles.

Ahora Mario estaba decepcionado. Nada correspondía a lo que había imaginado.

El repentino gemido, iniciado en su vientre y roto en la garganta, grito de pasión liberada, emitido por Don Antonio, ojos desorbitados a punto de salirse de sus cuencas, sacó a Mario de sus reflexiones.

La expresión de esa cara contraída mostraba asombro en un gesto incrédulo ante el hecho de haber conseguido saciar su deseo depredador.

Mario, hundido en el sofá, sintió una gran soledad, un gran vacío. Durante el tiempo del acoso, él no había existido, solamente había sido un objeto en el que buscar satisfacción. Le entraron ganas de llorar amargamente ante la realidad de una experiencia que soñaba hubiera sido muy diferente. No obstante, un sentido analítico y observador le llevaba a mirar fríamente ese cuerpo y esa cara distorsionada que mostraban una imagen patética del padre de su amigo Pedro Blasco, siempre tan impecable ante la gente. Sintió asco y desprecio.

Sus reflexiones fueron interrumpidas por el cuerpo de Don Antonio que cayó sobre él desplomándose como un saco vacío. Permaneció así unos minutos y luego se levantó.

Puesto en pie, su figura desmadejada, con el escaso pelo de su cabeza completamente alborotado, vista al contraluz de la ventana, mostraba la silueta de un payaso. Acomodó sus pantalones ayudándose de una flexión de piernas sincronizada con un profundo suspiro gutural.

—¡Cojonudo! —profirió, dejando irrumpir esa grosería con la misma vulgaridad con que jura un carretero y la prepotencia de aquellos guardia civiles que Mario había visto un día persiguiendo a un hombre y que al detenerlo también se habían desahogado con ese mismo vocablo.

Don Antonio retiró el sudor que cubría su frente con la palma de su mano y prosiguió utilizando el dorso para restregarse la boca aplastando y deformando, aún más si cabe, su labio inferior permanentemente volcado sobre la barbilla.

—¿Te ha gustado, verdad? —preguntó con cinismo buscando en la complicidad de Mario la justificación de su proceder depredador y onanista.

Mario, atónito ante tal pregunta, ni se molestó en contestar.

—La próxima vez, será mejor —continuó diciendo—. Lo haremos sin ropa. Disfrutaremos más —añadió con un matiz libidinoso más repulsivo que tentador, puesto de manifiesto en el brillo de sus ojos saltones.

Mario seguía sin entender porqué pluralizaba.

—Voy a lavarme y cambiarme de traje —dijo dando por zanjada la reunión.

Efectivamente, observó Mario viéndole salir del despacho, su pantalón limpio y bien planchado cuando llegaron al piso, presentaba ahora un aspecto desastroso con una gran mancha en la bragueta.

Al quedarse solo, Mario fue hacia la puerta que daba al vestíbulo y en el mismo quicio, mientras acechaba el pasillo, arregló su ropa. Se oía correr el agua en el cuarto de baño. Procurando no hacer ruido, con la cautela de un ladrón que aprovecha su oportunidad, se acercó intrigado a ese enorme armario que abarcaba toda una pared y lo abrió.

Huecos, estantes y cajones de todos los tamaños acumulaban apilados tal acopio de alimentos y otros productos, que cualquier ciudadano medio viendo esa abundancia tan inaccesible para él, no hubiera resistido la tentación de robar el contenido de ese almacén y sentir por una vez la alegría de no carecer de nada.

Sacos de harina, de azúcar, de arroz, de café, garrafas de aceite, botellas de vinos de marca, tabaco, cigarrillos, tabletas de chocolate y hasta unas cajas de cartón llenas de medias de seda y otras con frascos de esmalte para las uñas. Aquello de lo que su madre se lamentaba no poder encontrar en las tiendas aun después de horas de cola, aquí se exhibía rebosante. Todo para satisfacer a unos pocos privilegiados pero fuera del alcance de la mayoría. Parecía increíble que una simple cuña de madera pudieran servir de freno para que un armario tan repleto no se desplomase con toda su carga.

El olor a cacao que respiraba le hizo relamerse los labios como si una porción de chocolate se estuviera deshaciendo en su boca. Tentado estaba de coger una tableta, nadie lo notaría, y esconderla en su cartera, pero al advertir que el ruido del agua había cesado, cerró precipitadamente el armario y fue a sentarse al sofá.

Don Antonio todavía tardó un poco en aparecer.

Cara limpia, pelo peinado, un nuevo traje, su aspecto difería del que mostraba un momento antes y volvía a ser el mismo señor respetable que acudía a buscar a su hijo a la salida del colegio.

—Ve a lavarte, Mario. Tenemos que irnos. No debes llegar tarde a tu casa.

Mario atravesó el pasillo enclaustrado, también repleto de armarios, iluminado ahora por una bombilla colgada del techo. Abrió una puerta. Era un dormitorio. Un haz de luz entraba por la ventana dibujando sobre la pared, como una sombra chinesca, el traje de Don Antonio tirado descuidadamente encima de la cama dándole forma de un pelele acostado. Mario retrocedió como si hubiera visto una aparición de las que salían en el tren fantasma y cerró esa puerta. A la izquierda del pasillo encontró la cocina convertida en una gran despensa al decir de los jamones, salchichones, chorizos, morcillas y otros embutidos que pendían de unas barras. La matanza de toda una pocilga. Entró en el cuarto de baño. Frotó bien toda su cara, cuello y manos con jabón insistiendo varias veces para borrar cualquier rastro que pudiera recordarle a ese hombre que había mancillado su inocencia y había frustrado sus expectativas ante una primera experiencia.

Don Antonio ya le estaba esperando en el vestíbulo.

Mientras se colocaba la cartera, el padre de su amigo Pedro Blasco hizo el gesto de silencio y le puso a él también el dedo en los labios indicando que debía sellarlos.

—Esto será nuestro secreto —dijo—. Tú no has estado conmigo y yo tampoco te he visto hoy. ¿De acuerdo? Ahora toma, te lo has ganado.

Le regaló un paquete de Chesterfield.

VI

Bajo la lluvia, ajeno al agua que le empapaba, Julián, el padre de Carlos y futuro abuelo de Mario, con una botella de vino abrazada contra su pecho, más por contener su emoción que por un sentido posesivo, corría excitado por calles encharcadas aquella tarde del mes de octubre, sin poder disimular su contento. La noticia, portada de los periódicos, en boca de todo el mundo y que provocaba alboroto en las calles, no era para menos. La autocracia zarista venía de ser derrocada por la revolución del proletariado ruso. Liderados por Lenin, a quien los alemanes habían facilitado el regreso, en vagón sellado, después de once años de destierro, los bolcheviques se habían hecho con el poder. Enarbolando banderas y fusiles, a los soldados sublevados se les habían unido obreros miserables no sólo por el aspecto de su paupérrima indumentaria, sino sobre todo a la vista de sus cuerpos hundidos. Cuerpos de espaldas doloridas, de músculos y tendones agarrotados por el exceso de horas obligados a emparejarse cada día con las máquinas de los talleres y fábricas en los que eran explotados; también campesinos sin tierra, cultivadores de la de otros, salidos de sus chozas con los intestinos retorcidos y secos, con los estómagos apergaminados de tanto trabajar en vacío. Al grito de Paz para el pueblo, Pan para los prisioneros del hambre y Tierra para los desheredados del campo, habían invadido las calles de Petrogrado controlando las orillas del Neva y cerrando sus puentes para aislar así al Gobierno en su Palacio de Invierno. Las estrofas de
La Internacional
entonadas por esos soldados, obreros y campesinos a coro con las voces de sus mujeres y las de sus hijos que también se habían lanzado a las calles, anunciaban una revolución que iba a extenderse por todo el país y que iba a dar paso al socialismo acabando con el capitalismo.

Encarnación recibió a su marido en casa estrechándole en un abrazo lleno de esperanza de lo que predecía un amanecer otro al de todos los días. Momento histórico que debería marcar un nuevo punto de partida perturbador para las mentes de quienes se creían intocables, y también el despertar de los oprimidos.

Fueron precisamente las ideas progresistas de estos republicanos sencillos las que crearon el punto convergente en el que sus almas se fundieron. Los sentimientos de solidaridad que les animaban, su creencia en unos mismos ideales, forjaron un amor alimentado por sus cuerpos y sublimado por la visión de un mundo del que rechazaban ser simples peones.

Carlos, aunque era un niño entonces, no olvidaba la alegría de sus padres aquel día, ni la fiesta organizada en su casa. Asistieron personas desconocidas para él, contagiadas también del mismo regocijo, entre las que correteaba sorprendido y feliz ante la novedad de aquella noche en la que no solamente no le enviaron a dormir, sino que le dieron a beber un vaso de vino dulce para que él participara también del gran acontecimiento. La sangre calentó sus arterias, dando una apariencia febril a sus mejillas y euforia en la cabeza, aunque esto no sabía si achacarlo al vino que bebía por primera vez en su vida o al ambiente creado por todas esas personas unidas por una misma utopía, puerta de sus esperanzas.

Los años pasaron. Carlos creció y con él los ideales que respiraba en su entorno. Le gustaba analizarlos con su padre en largas veladas de reflexión, en las que el sueño, refugiado en alguna habitación oscura, permanecía escondido para no interrumpir la comunicación de unas mentes inquietas cuya lucha por una sociedad libre, reconocedora de los derechos del hombre, daba sentido a sus vidas.

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