Read Los años olvidados Online
Authors: Antonio Duque Moros
Don Antonio miró al cielo y afirmó:
—Mañana lloverá.
—No lo creo —contestó Carlos, tajante.
—Tiene razón mi marido. Mis pies siempre me avisan y hoy no me han dolido —añadió Rosa.
Don Antonio, acercándose a Mario, le dio un cachete cariñoso en la nuca. Una caricia más bien.
—¡Hola, Mario! Cada día estás más alto y más fuerte. ¿Haces mucha gimnasia en el colegio?
—Sí —contestó—. Me gustan las carreras de relevos y saltar al potro.
—¡Aprende! —regañó Don Antonio a su hijo—. ¡No quiere mover ni un dedo! —dijo dirigiéndose a los padres de Mario—. ¡Chocolate! ¡Todo el santo día comiendo chocolate!
Los mofletes de Pedro Blasco se pusieron colorados.
—¡No riñas al niño! —intervino Doña Delfina besando a su pequeño—. Bastante suerte tenemos que podemos darle todos sus caprichos. Otros no pueden.
—Eso es verdad —contestó Don Antonio—. Siempre habrá ricos y pobres y hoy día muchos de los que se quejan de que les falta esto o aquello son rojos con cara de cordero que quieren que la gente se alborote. ¡Si lo sabré yo!
—¡Tenemos que irnos ya Antonio, que el niño tiene hambre! No lo dice el pobrecito pero yo lo sé. ¡Por algo soy su madre!
Se despidieron, repitiendo los mismos gestos y las mismas frases ridiculas que cuando se encontraron.
—¡Vámonos! —dijo Carlos lanzando un resoplido una vez que se habían alejado—. ¡Nos han amargado la tarde!
Pagaron y regresaron a casa.
Carlos, después de acompañarles hasta el portal, se despidió de ellos.
—¿A dónde vas? —preguntó Rosa.
—A la calle de la Estrella. Hoy es día doce. Tenemos reunión. Esta noche llegaré tarde. No me esperes.
—¡Ten cuidado! —dijo Rosa preocupada.
Mario se cambió de ropa y como aún era pronto, se fue a jugar a la calle mientras su madre preparaba la cena.
—¡Sólo un rato! —le previno—. ¡Que tienes que hacer los deberes!
Los domingos, en las últimas horas, antes del atardecer, la calle era muy bulliciosa, animada principalmente por toda la chiquillería.
Mario, integrado en un grupo, se disponía a jugar.
Cuando los dos capitanes, frente a frente, se encontraban avanzando pie tras pie, punta tocando tacón, tacón tocando punta, hasta ver quién de los dos terminaba por montar al otro y así tener prioridad en el reparto del equipo para jugar al marro, Mario vio a su amigo Pedro Blasco que llegaba con sus padres.
—¡Pedro, ven a jugar! —le gritó.
—¡No puede! —contestó Doña Delfina—. No le conviene sudar y ahora tiene que tomarse un vaso de leche.
Don Antonio, sonriente, le saludó con la mano.
Mario no sabía entonces que unos días después viajarían juntos en el tranvía.
Mario, ojos soñadores con la misma profundidad que los ojos de Carlos y la viveza de los de Rosa, salió de su casa aquella mañana para dirigirse al colegio, con la cartera a su espalda y su mente todavía cargada de las emociones de una noche turbulenta. Lo acaecido la tarde anterior en el tranvía había servido para que emergieran en él sensaciones ignoradas o quizá dormidas en el trasfondo de su subconsciente y que sólo esperaban que algo o alguien viniese a despertarlas. Surgieron de manera inesperada, respondiendo sin trabas a las insinuaciones persistentes de Don Antonio, y a pesar de que éstas le turbaron en un primer momento creándole cierta confusión, había terminado por aceptarlas haciéndose cómplice consentidor de las mismas. La sensación producida por el contacto de un cuerpo masculino pegado a su espalda había estimulado todo su ser aportándole un sentimiento de bienestar y de placer desconocido hasta entonces. Le resultaba curioso comprobar la naturalidad con la que se había abierto a esa vivencia novedosa, la primera para él, al menos de manera consciente, sin oponer resistencia. No había entrado en ella a contrapié. Simplemente se había dejado llevar por el curso de una corriente que fluía en la misma dirección de sus propios sentimientos encontrados, una corriente, comprendía ahora, de la que había formado parte desde siempre. Don Antonio sólo había sido el instrumento para su descubrimiento. Sin pudor alguno, reconocía la excitación placentera que le provocaba el calor transmitido por el cuerpo de un hombre. Admitirlo le complacía y le causaba inmensa satisfacción. Era como un grato recuerdo escondido en alguna región inexplorada de su cerebro o venido de una vida anterior, saliendo de los velos que difu- minaban su existencia. María Montez debía sentir lo mismo cuando, estrechándola entre sus brazos, la besaba Jon Hall en
La reina de cobra.
Pensar en todo ello al acostarse fue el reactivo que hizo estallar su sexualidad como nunca había ocurrido antes. Todas su células, armonizadas por simpatía en una reacción en cadena, habían respondido a unos estímulos que rompían barreras y convenciones haciéndole entrar en un mundo atractivo de paisajes diferentes. Ahora, la transparencia que desde siempre había definido su pensamiento, acostumbrado a manifestarse con gran espontaneidad, iba a verse empañada por un nuevo sentimiento oculto, guardián de un secreto que Mario entendía no debía revelar ni tampoco podía compartir.
Su amigo Pedro Blasco no estaba en casa cuando pasó a buscarle. Una vecina le dijo que se había marchado acompañado de su madre porque ésta tenía una cita muy temprano con su pedicuro. Mario, al oír esa palabra tan singular para él, soltó una carcajada y salió corriendo ante los ojos malhumorados de la vecina, que creía que se reía de ella.
Bajó por el Paseo. Los pensamientos con los que se había levantado, una madeja enredada que no conseguía devanar, no cesaban de zumbar en su cabeza como abejas en una colmena. Mirando al suelo, sumido en ese laberinto todavía sin organizar, vio una piedra y comenzó a darle patadas con indolencia, casi sin fijarse en ella, pues su mente en ese momento era un mecano descompuesto al que había que acoplar la nueva pieza encontrada. Su propia acción le fue animando. Lanzaba la piedra de un lado a otro, iba a por ella y volvía a empujarla con el pie como quien lleva un balón.
Al pronto, no dio crédito a lo que veía, pero cuando se acercó, su boca se abrió de par en par con un gesto exagerado de sorpresa y los ojos le hicieron chiribitas al comprobar que, en efecto, había cinco pesetas junto a la piedra. Todas sus preocupaciones desaparecieron de golpe. Alguien, sin duda, las había perdido y estaría angustiado ante semejante pérdida en esos días de escasez. Miró a izquierda y derecha. Ninguna de las personas que circulaban en ese momento por el Paseo parecía preocuparse por él. Todo el mundo proseguía su camino. El corazón se le salía del pecho. Se agachó, cogió las pesetas y las encerró en su mano, apretándola con fuerza, sin que siquiera un resquicio de sus dedos dejara pasar el aire. Así la metió en el bolsillo del pantalón y así la mantuvo mientras corría excitado en dirección al colegio.
A pesar de las carreras, llegó tarde. La vecina con quien se entretuvo hablando, la piedra con la que jugó de baldosa en baldosa y sobre todo el insospechado hallazgo, ante el cual por un momento se quedó paralizado, así como el entramado de ideas organizado en su mente que le había hecho perder la noción del tiempo, fueron los culpables del retraso.
Todos sus compañeros, en ordenadas filas, guardaban el silencio obligatorio y avanzaban lentamente por la puerta de entrada. Con la respiración todavía entrecortada se unió a ellos colocando las manos a su espalda tal como estaba mandado. Una de ellas iba cerrada.
Después de la misa, el recreo.
—¡Me he encontrado cinco pesetas! ¡Me he encontrado cinco pesetas!
Mario, loco de alegría, las mostraba orgulloso a sus amigos. Todos le miraban asombrados.
Se acercaron en torno a él.
—¡Enséñamelas!
—¡Jo, qué suerte!
—¡Eso es un cuento!
—¿Dónde las has encontrado?
—En el Paseo —replicó Mario lleno de satisfacción—. Daba puntapiés a una piedra que fue a para a un banco. Al ir a por ella, había un duro esperándome allí.
Su risa sonora contagió a los demás que celebraron con palmas y exclamaciones la fortuna de su amigo.
Un compañero interno, futuro negociante en ciernes, le propuso venderle por veinte céntimos los cacahuetes que, en la tarde, le daban para merendar.
—No —contestó Mario—. Prefiero mi pan con chocolate. Además, tengo planes.
—¿Planes? ¿Qué vas a hacer? —preguntó Pablo Aguilera, el chivato de la clase, mirándole fijamente a través de los cristales de sus gafas redondas.
—Mañana voy a ir al cine.
—¡Eso es imposible! ¡Tenemos colegio! —siguió Pablo Aguilera, ahora en inquisidor.
—¡No importa! ¡Haré novillos! ¡Y cuidado con chivarte! ¡Tú tampoco digas nada a tus padres! —advirtió a Pedro Blasco.
Un balón perdido que llegó hasta ellos dispersó el corro. Cada uno buscó un grupo para jugar.
Mario se quedó mirando la portería metálica del campo de fútbol. Se acercó a ella. Trepó por una de sus barras redondas. Ya arriba, la abrazó posesivamente hasta sentir el frío del metal en su cara y el olor a hierro penetrando en su nariz. Entrelazado a ella con manos y pies, arrimó aún más su cuerpo y la apretó entre sus muslos. Luego, comenzó a deslizarse muy lentamente, sin prisas, con suavidad, sin dejar de mantener ni un solo instante su contacto en el descenso. Nadie se fijó en la expresión de su rostro. A él tampoco le importaba. No estaba ahí su concentración.
El silbato del Padre Salmerón les avisaba que el recreo había terminado. Formaron filas y subieron a las aulas.
La clase de Geografía, impartida por el Sr. Delgado, seglar contratado por los curas, siempre era muy entretenida.
El Sr. Delgado hacía gala a su nombre, le iba como anillo al dedo. Sus piernas, finas y alargadas, parecían terminar en los hombros. No existía la cintura. Los brazos, flácidos, le caían desmadejados hasta las rodillas. Cara adornada con ese estrecho y rectilíneo bigote, seña de identidad de muchos en esos tiempos, y ojos con un eterno signo de interrogación en la mirada, propio de personajes de tebeo.
Su despiste era bien conocido.
Cuando entraron en el aula, el Sr. Delgado, sentado ante su mesa, estudiaba un Atlas. A su espalda, colgados de la pared, un retrato de José Antonio Primo de Rivera y otro del Generalísimo Franco. En medio de los dos un crucifijo señalando con sus brazos extendidos a uno y a otro como si les culpara de sus sufrimientos. Más allá una pizarra de color verde, con la repisa llena de clarión y el trapo de borrar, cubría casi todo el espacio que quedaba.
Los alumnos se acomodaron de dos en dos en los pupitres. Mario fue a sentarse junto a su compañero Ángel Robles, un interno de cara sonrosada, tosco en sus movimientos y un cuerpo musculoso que parecía haber alcanzado ya la edad adulta. Todo el aire de quien no ha nacido en la ciudad. Una generosa granada abierta era su cara cuando sonreía. Serio nunca lo estaba del todo pues el gesto burlón de sus labios y de sus ojos, siempre medio entornados, le hacía parecer un simpático bromista seductor. En verano, durante las vacaciones, echaba una mano a su padre en las tareas del campo, principalmente en la recogida de la mies y en la trilla. Alardeaba de su habilidad para no caer del trillo, conducido como si fuera un trineo. Manejaba las riendas con autoridad consiguiendo que las muías, obedientes, no cesaran de dar vueltas a la era hasta que él decidía que parasen. Un ejercicio responsable del aspecto robusto que mostraba.
Mario, escuchándole, le imaginaba descamisado, brillándole de sudor el pecho, aventando el trigo, ordeñando vacas, volviendo de la huerta con las cestas cargadas, y se le hacía la boca agua pensando en los huevos recién puestos y en el pan blanco que seguramente comía todos los días.
En los pueblos hay de todo, se decía. Allí no conocen la escasez. La ciudad es otra cosa. O al menos, su casa. Recordaba las quejas de su madre describiendo los estantes semivacíos de las tiendas de ultramarinos y los limitados productos que podían adquirirse con la Cartilla de Racionamiento.
Mario se sentía bien al lado de Ángel Robles. Sentado junto a él, siempre ponía su pierna encima de la de su amigo, arreglándoselas para que la tela de los pantalones cortos no impidiera el contacto de sus carnes. El calor que se transmitían los dos muslos desnudos entrelazados, le agradaba. Ahora ya sabía por qué.
Su amigo no hacía ningún comentario pero tampoco apartaba su pierna. Seguro que también le gustaba. Así, parecían mucho más amigos.
—¡En pie! —ordenó el Sr. Delgado.
Siguiendo la costumbre impuesta, todos a una, formando un coro desafinado y ruidoso, recitaron la oración tantas veces repetida que las palabras carecían ya de sentido. Después del Amén, el abrir de las carteras, el resonar de los libros que sin miramiento alguno ponían sobre el pupitre, el hablar de unos con otros, las toses y demás onomatopeyas voluntarias con el fin de provocar la crispa- ción de su profesor, eran la coletilla obligada. A continuación, esperaron la reacción.
El Sr. Delgado, ignorándoles, permaneció impasible. A ellos les desesperó la falta de respuesta a sus provocaciones y aumentaron el bullicio.
—Si no se callan, allá ustedes. Hagan lo que hagan, yo voy a dar la clase. Quien desee seguirla que la siga y quien no quiera, peor para él. Elijan —dijo sin alterarse con su voz aflautada en un mismo tono monocorde.
Acto seguido, haciendo caso omiso del alboroto que todavía reinaba en el aula, comenzó la lección.
Según el orden del programa establecido por el Sr. Delgado en su cuaderno, tocaba hablar de los cinco continentes, detenerse en la descripción de algunos países exceptuando Rusia, tierra de rojos y sepulcro de los mártires de la División Azul, y pasar inmediatamente a las preguntas. Fue a por el mapamundi encerrado en la vitrina y lo puso encima de su mesa.
A medida que enumeraba las diferentes razas y lugares a los que pertenecían, la atención de Mario iba en aumento.
Escuchaba ensimismado transformando las palabras recogidas por sus oídos en imágenes visualizadas por su mente. Exóticos paisajes, ríos, cordilleras, mares, desiertos, volcanes en erupción y apagados, las selvas, los aborígenes. Todo ello tan lejano, tan inaccesible, tan atractivo.
Su desbordante imaginación se perdía en su propio engranaje.
En el Océano Glaciar Ártico, donde estaba el Polo Norte, se veía de esquimal rodeado de pingüinos. De explorador montado en un camello perdido entre las dunas, en el desierto del Sahara. De sultán con visir y odaliscas, en Bagdad. Luchando con cocodrilos y acosado por las flechas de una tribu, en el río Amazonas. Con alas nacidas en su espalda, volando sobre los Andes. Encaramado al Pan de Azúcar y relamiéndolo con deleite. De encantador de serpientes, a las orillas del Ganges. En Pekín, con túnica de dragones, sombrero chino de paja y hablando con la ele. En Nueva York, subido a un rascacielos. Vendedor de pieles en Alaska. Canguro en Australia. De jefe indio, remando en una canoa por aguas turbulentas en el Cañón del Colorado. En Chicago, de Al Capone, en Buenos Aires, Gardel y en Méjico, Jorge Negrete.