Read Los años olvidados Online
Authors: Antonio Duque Moros
Mario y Ángel bajaron por una de las cuatro escaleras que conducían al sótano en ese edificio cuadrado, pero se encontraron con una puerta cerrada que les cortó el paso. Insistieron agitando la manilla y de pronto alguien desde el otro lado, corrió un pestillo y la abrió. Cabeza rapada y bata gris oscuro, un muchacho de su edad les miró asustado y salió corriendo temeroso de haber cometido una infracción. Era exactamente igual que los hospicianos a los que el Padre Carrero les había llevado a visitar y a cantarles unos villancicos el día de Nochebuena, quizá lo trajeran de allí, pensó Mario. El pasillo estaba desierto, solamente se oían a lo lejos los borbotones del agua hirviendo en los peroles de la cocina, el entrechocar de cazos y sartenes y las voces de los fámulos que estaban allí afanándose en su trabajo. Pronto sonaría el toque de campana que señalaba la hora de servir la comida y no podían retrasarse. Se adentraron en el corredor con cautela y al pasar delante de los baños, entraron en ellos sin querer aventurarse más.
Era viernes, aún no habían acertado en dar con la manera de consumar el plan que ya tenían asumido pero el momento de ejecutarlo se iba acercando haciéndose cada vez más inminente. Los dos permanecían serios, preocupados con un sentimiento de impotencia que les tenía deprimidos. El continuo ruido de las cisternas estropeadas poco ayudaba a levantarles el ánimo y el olor al zotal que se echaba al agua para desinfectarla, mezclado con el que venía del rancho que se estaba cocinando, se les había pegado al paladar. Ese día, apenas hablaron. Tenían la impresión de repetirse y Ángel comenzó a temer que nunca lograrían su propósito. En apenas una semana los acontecimientos habían transformado las personalidades de ambos. Mario, que en su relación con Ángel asumía la parte más débil, era ahora quien verdaderamente dominaba la situación. Muchas habían sido las emociones en esos últimos días y sin embargo, por primera vez en su vida no había conducido su mano a la entrepierna, como era su costumbre hacer cuando algo le turbaba o excitaba, a pesar de que el hormigueo habitual en ese plexo particular no había cesado un solo momento y con más intensidad que nunca.
—Nos hemos estancado y estamos bloqueados —dijo Mario—. Tenemos que relajarnos. Sólo nos queda esta noche para encontrar la manera de hacerlo. Mañana es sábado y si volvemos aquí sin saber cómo, habrá que desistir y dejarlo para más adelante. Pero eso significa que el domingo tendremos que someternos a los caprichos de Don Antonio y participar sin derecho a rechistar.
—Yo no estoy dispuesto a ello —replicó Ángel—. No podemos consentirlo. Ya verás cómo se nos ocurre algo —continuó diciendo tomando la mano de Mario.
El fámulo que les había abierto la puerta apareció intempestivamente en el cuarto de baño. Al verles se detuvo un momento, luego sus grandes ojos negros al fijarse en las manos entrelazadas, se llenaron de una sonrisa cómplice y sin decir nada entró en uno de los retretes.
Ángel y Mario, sobresaltados al principio, comprendieron y también sonrieron.
—Mañana volveremos a la misma hora. ¿Querrás abrirnos? —le preguntó Ángel cuando ya se marchaba.
El muchacho no contestó pero su mirada volvió a iluminarse y asintió con la cabeza antes de salir corriendo.
—¿Cómo te llamas? —se apresuró a preguntar Mario.
Deteniéndose en su carrera, el fámulo volvió la cabeza.
—¡Ismael! —respondió, con voz temblorosa.
Luego, se perdió en el corredor.
Abandonaron ese sótano triste y húmedo que les había descubierto la existencia de la vida miserable de una pobre gente al servicio de quienes se llamaban a sí mismos hombres de Dios, más entregados en reclamar desde el púlpito la caridad cristiana para los huérfanos y viudas de los militares franquistas muertos por la Patria que en ocuparse de mejorar la existencia de sus humildes servidores. Más preocupados en arengar con sus sermones a aquellos que pecaban cometiendo actos impuros (respuestas naturales de la carne cuando hay exceso de amor) y apelando exaltados a la penitencia del cilicio, que avergonzados de recibir sin sonrojo, cintura arqueada, trasero en pompa, a los capitostes del régimen invitándoles a ponerse bajo el palio en sus procesiones.
Cuando al día siguiente volvieron a encontrarse, Mario traía su cara radiante.
Al despertarse esa mañana, la claridad del amanecer le mostró despejadas las incógnitas que no habían podido resolver durante toda la semana, como si el velo que les impedía vislumbrar la solución hubiera sido rasgado por la fuerza de la insistencia.
La oficina de Don Antonio, tal como la conoció unos años antes, casi cinco ya, había ocupado su habitación toda la noche proyectándose en ella con escenas diferentes. Tan pronto veía su suelo revestido de un matarratas amarillo humeante que con vida propia avanzaba por el pasillo y subía luego a la cama donde dormitaba Don Antonio para introducirse todo por su boca entreabierta hasta hacerle reventar, como eran las innumerables cuerdas de nudo corredizo descolgándose de los techos las que le atrapaban por el cuello cuando intentaba salir huyendo. Y si conseguía zafarse, las paredes se agujereaban para dar paso a cientos de cañones de escopetas que se disparaban al unísono dejándole el cuerpo como las celdas de un panal sin miel. Pero ni el veneno, ni las sogas, ni las balas surtieron efecto sobre ese hombre, que continuó hostigando a Mario durante sus lucubraciones nocturnas. Junto con Ángel, se defendía de los ataques de ese energúmeno sin lograr quitárselo de encima, hundidos los dos en el mismo mugriento sofá en el que Mario, en similares circunstancias, tuvo un día que aguantar el aliento, el sudor y el peso de Don Antonio restregándose sobre él sin contemplaciones. Se veía a sí mismo en aquella oficina con tal nitidez que, de haber tenido algún conocimiento de ello, habría pensado que se había desdoblado y su cuerpo etéreo se había realmente desplazado allí. Algo llamó su atención, un detalle al que no dio importancia en su momento. En contraste con todos los demás muebles de la habitación, vencidos hacia un lado por la rampa del entarimado aunque asentados en él sin lógica razón, destacaba la presencia del gran armario pegado a la pared enderezado por una cuña que corregía el desnivel del suelo y lo mantenía derecho.
No tuvo ninguna duda. Ahí estaba la solución, el método mejor, el más simple, el más seguro y el menos comprometido para acabar con Don Antonio. Y además todo tendría la apariencia de un fatídico accidente. La clave estaba en la cuña. Si lograban retirarla estando Don
Antonio delante del armario, el peso de este mueble no soportaría el desequilibrio y se desplomaría sobre él con sus cajones repletos de sacos, de botellas, de garrafas, de paquetes y cajas, la mercancía del estraperlo almacenada allí, y seguro que le aplastaría, sucumbiendo bajo todo aquello con lo que durante años había estado extorsionando y abusando de tanta gente. Un magnífico colofón.
Ángel le escuchó sin perderse una palabra mientras jugueteaba refrescando su mano con el hilo de agua que caía permanentemente del grifo verdecido de uno de los lavabos del cuarto de baño de los fámulos. Sonrió. La seguridad con la que Mario había expuesto sus deducciones y la minuciosidad consignada en los detalles rebosaban de un optimismo contagioso. Cuando estaban a punto de darse por vencidos, de desmoronarse y admitir su incapacidad para llevar a cabo el plan trazado, surgía una nueva perspectiva que asombraba por su eficacia y sencillez. Ahora nada les iba a detener. Ya no habría más miradas furtivas para cerciorarse de su decisión. El domingo asistirían a la misa con todo el Colegio pero ignorándose como dos desconocidos. A la salida, volverían a reunirse bajo los árboles a la orilla del río para ultimar los detalles. Luego, Ángel se iría a la casa-almacén para comer con sus padres. Mario comería con los suyos y más tarde se encontrarían en la esquina de la calle Terminillo en donde tenía Don Antonio su oficina, diez minutos antes de la cita que tenían con él. A las cinco en punto de la tarde estarían delante de su puerta, como convenido. Todo parecía tan fácil que estallaron en una carcajada que les liberaba de la tensión de esos seis días de cavilaciones sin resultado. La risa resonó por el corredor y llegó hasta los oídos de Ismael que después de abrirles se había quedado escondido esperando ser útil de nuevo. Cuando los dos se marcharon, le vieron cómo asomaba su cabeza pelada por la puerta del dormitorio de los fámulos. «¡Adiós!», le susurraron. El muchacho les miró sin contestar. Sólo cuando desaparecieron levantó su mano en ademán de despedida mientras sus ojos añoraban ya a unos amigos que nunca podría tener.
Don Antonio, doña Delfina y su hijo Pedro permanecían sentados alrededor de la mesa del comedor contemplando silenciosos los platos vacíos de la suculenta comida que acababan de engullir ese domingo. Habían comido opíparamente y estaban tan ahitos que no podían moverse ni articular palabra. Congestionados por la superabundancia de calorías consumidas, daba la impresión de que iba a darles una alferecía. Frente a la escasez de la mayoría de los hogares, a ellos les gustaba hacer ostentación de sus prerrogativas, no sólo fuera sino también ante sí mismos para demostrar y vanagloriarse de que no carecían de nada. Esto les llevaba a cometer excesos como los que hacían habitualmente cada día festivo a la hora de comer. La gula les dominaba y ese mediodía el menú había sido copioso. Unas alubias con tocino, morcilla y oreja, unas asaduras de cordero encebolladas, filetes empanados de ubre de vaca con pimientos y un par de huevos fritos encima acompañados de longaniza de pueblo, los muslos de unos pollos en pepitoria y dos docenas de pasteles de merengue para el postre. Tenían las caras embrutecidas y sólo se oía el sopor de sus respiraciones.
Don Antonio inclinó su cuerpo hacia delante y apoyó sus manos en la mesa ayudándose así a despegarse un poco de la silla. Una vez en esa posición dejó escapar por su trasero una enorme ventosidad que retumbó en toda la casa. Lugo respiró aliviado. Doña Delfina y Pedrito no se inmutaron, y muchas ganas tenían de hacer otro tanto pero a ellos no les estaba autorizado ese desahogo, privilegio del cabeza de familia. Inocencia, la chica que habían traído del pueblo para servir en la casa, al oír el estruendo desde la cocina se le sonrojaron las mejillas, se encogió poniendo las manos en su regazo y, de soslayo, miró nerviosa a izquierda y derecha como si todo el mundo la estuviera mirando haciéndola responsable de esa onda expansiva que había llegado hasta ella. Se quedó así un momento confusa no sabiendo definir la vergüenza ajena.
—Esta tarde podríamos ir de visitas y luego llevar al niño a tomar un chocolate con picatostes —comentó Doña Delfina como si nada hubiera ocurrido tras lanzar un gran suspiro al soltarse la faja.
—Ve tú con Pedro, yo tengo cosas que hacer que no pueden esperar a mañana —contestó su marido.
Cuando Don Antonio decía algo de manera tajante, no había nada que replicar. Su mujer se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Probablemente a terminar de liberar en privado la opresión que la tenía conmocionada. A Pedrito se le escapó un eructo y para retener otros que buscaban cualquier orificio por donde escapar, contrajo su esfínter y se taponó la boca con el último pastel que había quedado en la bandeja. Aun así, su padre le lanzó una mirada recriminatoria.
También esa última semana había tenido para Don Antonio un carácter especial. Su conversación con Ángel, sobre todo la mantenida en la Capilla, le había provocado una sarpullido alrededor de las ingles que necesitó de los cuidados de su mujer, que cubría sus partes con polvos de talco que calmaban los picores que no cesaban de atormentarle a todas horas. Doña Delfina, esposa abnegada, acercaba sus labios noche tras noche a la zona afectada y después de permanecer así varios minutos soplando para apaciguar la comezón, esparcía los polvos con delicadeza hasta dejar esa íntima parte del cuerpo como las montañas nevadas de un belén. Todo se debía a una reacción de la sangre que se alborotó aquella tarde al haberse sobreexcitado Don Antonio con sus propias fantasías, vertidas como el veneno de un áspid en la oreja de ese muchacho arrodillado a sus pies. Aunque en numerosas ocasiones se había restregado en el cuerpo de los hijos de sus detenidos, utilizando para convencerles de que se dejasen manosear el mismo método del cuaderno negro amenazador, nunca había llegado a tal grado de calentura, excepto quizá la vez que abusó de Mario. Hacía años que no se excitaba de esa forma. Las relaciones con su mujer ni siquiera seguían el obligado cumplimiento del sagrado vínculo. Ya le había dado un hijo y desde entonces se limitaban a cubrir las apariencias frente a los demás como un honorable matrimonio. Carlota, la puta de la calle del Caballo que visitaba una vez al mes, solamente le servía para desahogar sus malos humores, humillándola, maltratándola y haciéndola culpable de su impotencia. Al final, terminaba masturbán- dose inútilmente encima de ella y su frustración siempre terminaba pagándola la desgraciada mujer a la que acusaba de ser una necia pécora incapaz de satisfacer a un hombre. Su ultima erección había quedado olvidada en el tiempo. Este secreto influía en su carácter cada vez más agrio, desalmado y despótico que sufrían todos los que estaban cerca, y sobre todo las pobres gentes que caían en sus manos. Su prepotencia servía para que sus superiores, sus compañeros y quienes le conocían vieran en él a un hombre con todo bien en su sitio, como le gustaba definirse y que le definieran, pero en realidad la utilizaba de escudo protector para que nadie hurgara más allá de la imagen que mostraba, no era sino un caparazón que ocultaba las miserias de su auténtica personalidad. Esa atrofia muscular en órgano tan importante, causante de tantas exasperaciones y prontos intempestivos así como de muchos ensañamientos con víctimas indefensas, se había recuperado la tarde en la que, al asomarse por la ventana de la casa- almacén del señor Marcelo, descubrió a Mario y Ángel entretenidos en prácticas amorosas. Viéndoles acariciarse y abrazarse sintió inflamarse su miembro como un globo al que estuvieran insuflando aire. Lo mismo ocurrió, y esa vez llegando al máximo de su hinchazón, en la penumbra de la Capilla al sentir tan cerca la piel cálida de Ángel y al presagiar cómo los juegos eróticos con esos dos jóvenes mancebos podrían llevarle a un éxtasis prodigioso, muchísimo más gratificante que los servicios de la puta tirada a la que estaba usando sin ninguna satisfacción, y ahora ya, repudiada. Desde ese día, su inflamación no había bajado y a medida que el domingo se acercaba, los dolores en su bajo vientre, los escozores y la irritación aumentaban sólo con pensar en ello.