Read Los años olvidados Online

Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (7 page)

BOOK: Los años olvidados
10.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Marruecos, Egipto, Tanzania, el Congo, el Camerún, el Zaire hasta el Cabo de Buena Esperanza, África entera, la cruzaba saltando de liana en liana, auténtico Tarzán acompañado de Chita.

En Londres, con paraguas y bombín, en París, con
canotier,
bailando en un cabaré, desfilando en Alemania, gondolero en Venecia y en el Vaticano, Papa.

Tras el final de su discurso, el Sr. Delgado hizo un silencio. La ensoñación de Mario se detuvo. Los alumnos, tan inquietos y rebeldes al inicio de la clase, se habían calmado. Fascinados, esa lección había sosegado su energía desbocada de tal forma que no hubo ni un pestañeo. Comenzaron las preguntas.

A cada respuesta dada, alzando el trasero de sus asientos y ayudados de sus brazos, iban desplazando cada uno su pupitre haciéndolo avanzar poco a poco hasta conseguir rodear a su maestro. Sus risas contenidas, estallaban entonces. El Sr. Delgado parecía estar en un islote en medio de un círculo formado por el hacinamiento de los pupitres.

El timbre sonó. El Sr. Delgado miró su reloj.

—La clase ha concluido —dijo.

Sin enfado, sin ninguna muestra ni de contento ni de irritación, ni tampoco de sosiego, impávido, sin inmutarse, con cara carente de cualquier tipo de expresión, se abrió paso como pudo entre tanto estorbo y salió del aula muy estirado, ignorándoles a todos.

La Formación del Espíritu Nacional seguía a la Geografía.

Mario tenía bien aprendido lo que su padre le había inculcado seriamente. Hacer oídos sordos a las ideas que el Sr. Alcázar, vestido con pantalón oscuro, correa de gran hebilla y camisa azul con las mangas remangadas, flechas y yugo bordados con hilo rojo en el bolsillo, trataba de meterles en la cabeza. Para Mario, evadirse no planteaba problemas. Era lo suyo. Así es que cuando salió del aula, no recordaba ni una palabra. Su mente se había negado a escuchar. Se dedicó a manosear las cinco pesetas en su bolsillo soñando en un pájaro libre que abandona su jaula por un día. Resuelto a hacer novillos, se sorprendía de la seguridad con la que había tomado esa decisión que le ilusionaba pero que había formado un poso de inquietud en su interior.

Por la tarde, esperó impaciente la clase de canto a la que se había apuntado alimentando la esperanza de llegar a formar parte del coro.

El Padre Carrero, que además de confesor fue médico en su juventud, era el encargado de dirigirles. Les colocó ordenadamente en un grupo, tomó distancia poniéndose frente a ellos, hizo un gesto de cabeza, marcó la pauta y con su mano estableció el compás.

Voces puras, infantiles, limpias, voces ingenuas, inmaduras todavía. Voces que encuentran su nota, la hacen vibrar, la proyectan, la mantienen en su tono y la suben de escala en escala dejándola suspendida un momento en el espacio. Voces espontáneas, verdaderas, voces sin mancillar, fieles a su propia naturaleza, carentes de las restricciones de una voz ya educada. Al unísono, surgen casi inaudibles, se unen, se entremezclan unas con otras, se armonizan, incrementan su volumen suavemente y regocijan el alma.

La cabeza de Mario todavía seguía cantando cuando a la salida de clase le interpeló el Padre Carrero.

—¿Quieres ayudarme, hijo? —preguntó mostrándole una imagen de la Virgen María, de talla pequeña, que sostenía en sus brazos.

Se trataba de colocarla sobre una repisa adosada a la pared del corredor a donde daban las aulas.

Mario asintió.

El Padre Carrero le dio la Virgen, retiró después el florero de la mesita que hacía las veces de altar improvisado y le ayudó a subirse en ella para que pudiera llegar hasta la repisa.

Sobre la mesa, alzando los brazos para poner la estatua en su sitio, Mario hacía equilibrios sobre las puntas de sus pies. El Padre Carrero permanecía atento para que no se cayera. Viendo la inestabilidad de Mario, decidió sujetarle por los muslos y acto seguido creyó encontrar mejor apoyo deslizando sus manos hasta las nalgas. Mario se sorprendió. Aún no habían desaparecido las sensaciones del día anterior, cuando sus nalgas cobraban protagonismo de nuevo. Con una diferencia. Ahora conocía el efecto resultante de ese contacto. Consciente de ello, se abandonó a ese hormigueo lascivo, motor de un placer ya experimentado, que volvía a aparecer en su entrepierna.

La excitación le hizo tambalearse. Mario y estatua rodaron por los suelos. El Padre Carrero, que más que sujetar al muchacho le acariciaba arrobado, había entrado en trance muy diferente al de sus meditaciones a la hora del ángelus. Asombrado ante el milagro de ver cómo además de su alma también se elevaba su carne fue incapaz de reaccionar y no pudo detener la caída. La Virgen María hecha añicos, el florero también roto, flores por todos lados y el muchacho completamente despatarrado sin osar hacer ningún movimiento.

—¡Virgen Santa! ¡Madre del Amor Hermoso! ¿Estás bien? ¿Te has lastimado? —exclamó el Padre Carrero saliendo de su éxtasis.

—Creo que me he mareado —contestó Mario.

—Te llevaré a la enfermería o mejor, vamos a mi cuarto hasta que te repongas —se atrevió a decir solícito el Padre, pasándole su brazo por la cintura, sin querer resignarse a que esa bocanada de aire fresco que le había sacado de un letargo desapareciese cuando apenas había comenzado a saborearla.

—No, déjelo. Muchas gracias —replicó Mario.

—¿No quieres que te examine por si tienes algo roto? —siguió insistiendo el Padre en la esperanza de que no se negara.

—No se moleste. Si me lo permite preferiría irme a casa.

—Sí, hijo. ¡Naturalmente! Como tú quieras. Quédate mañana en la cama. Yo diré al Padre Salmerón que estás enfermo —contestó, ya resignado, volviendo de nuevo a la disciplina de sus reglas, pero diciéndole adiós con una infinita tristeza en su mirada que la fría máscara de la represión se apresuró en ocultar de inmediato dejando su rostro sin vida.

A punto estuvo Mario de dar un brinco. Las cosas se le arreglaban. Podía hacer novillos impunemente. Sin saberlo, el Padre Carrero se convertía en su cómplice al justificar su falta de asistencia.

Salió corriendo del colegio. No esperó a Pedro Blasco. Esta vez, se subió a la trasera del tranvía.

V

¡Un día libre por delante! ¡Todo para él! Sin clases, sin obligaciones impuestas ni controles, sin nadie para reprimirle. Día abierto de par en par, anfitrión generoso puesto a la disposición de su invitado para ofrecerle cuanto apeteciera y satisfacer todos sus deseos. Sin necesidad de autorización alguna. Dejándole dueño de sus propias decisiones. Día con la fecha borrada, ausente de la semana, todavía no vivido, ajeno al calendario de la rutina. Sólo a él, Mario, correspondía incluirlo en el tiempo, darle forma para que fuera real. Día fantasmagórico en su comienzo, necesitado de la acción de Mario para no ser un espectro y mostrarse tal como Mario quisiera concretarlo. Se convertiría entonces en un día señalado, fruto únicamente de su voluntad. Un día que nunca olvidaría.

¿Pudiera ser esto, acaso, lo que Dios había dado en llamar el libre albedrío? Pensamiento filosófico, idea nacida sin aviso, parto prematuro, resultado de sus reflexiones y que a él mismo sorprendió.

Salió de casa a la hora de costumbre, la cartera colocada en su sitio, el paso simulando ser el mismo y sin haber olvidado dar a su madre el beso obligado antes de irse al colegio. Esta vez no se encaramó a la barandilla de las escaleras, las bajó pausadamente, el corazón en vilo. Al pasar por delante de la casa de Pedro Blasco, incrementó su cautela, ahogó la respiración y la cruzó sin hacer un solo ruido que advirtiese su presencia, no fuera que Doña Delfina hubiese decidido acompañar a su hijo o acudir de nuevo al pedicuro. No quería ver a nadie. Ni siquiera a los vecinos, por si la emoción reflejada en su rostro le pudiera delatar. Sus andares sigilosos, carentes de desenfado, no eran los naturales. Un delincuente, un forajido que encubría torpemente su apariencia para no ser descubierto.

A pesar de todo, pasó desapercibido.

Cielo azul, sol amarillo, vigía sonriente con cara de bonachón y brillo de metal precioso, que parecía observar desde su altura el asombro que Mario exteriorizaba ante la novedad de la situación. Hacer novillos no tenía precedentes para él. La idea le apareció de repente. El dinero encontrado se la inspiró. Hoy era un hecho.

Osadía con temor a ser pillado. Amor al riesgo pero angustia de las consecuencias.

La gente, las casas, la calle, todo lo veía diferente. Su mirada sobre la ciudad había cambiado, difería de la de cada día cuando se encaminaba al colegio. El aire tampoco parecía el mismo. Como una brisa, hoy soplaba más fresco, suave, susurrante, animándole a seguir.

Fue a la parada del tranvía. Alejarse sería lo más prudente. Ir hasta un barrio desconocido en donde la indiferencia de los transeúntes le hiciera sentirse invisible.

Se bajó en el final de trayecto.

Vio una plaza rodeada de árboles y tres bancos de piedra en su centro. En uno de ellos, un señor leía el periódico; una niña, junto a él, jugaba con su muñeca de trapo. Más allá, un hombre tiraba de la correa de un perro que ladraba al barrendero que escobaba la calzada, confundiéndolo seguramente con un empleado de la perrera. Dos mujeres con la bolsa de la compra en una mano y el monedero en la otra, hablaban sin escucharse y sin parar de hacer aspavientos. Seguro que se dolían de las muchas cavilaciones que les daba la vida. Una pareja de la Benemérita paseaba con mirada acusadora. Mario, saltando como una ardilla, se escondió detrás de las tablas de un andamio sobre el que unos obreros arreglaban la fachada de un café. Desde allí, vio, aliviado, cómo se alejaban los guardias. Por una ventana abierta se oía cantar
Mi casita de papel.
Él cogió el estribillo y continuó tarareando la canción. Un hombre con una fiambrera, alpargatas nuevas y boina ya muy usada, se apresuraba para llegar al tranvía que se iba. En una curva consiguió subirse en marcha saltando hábilmente sobre el estribo. Al otro lado de la plaza, una vieja arrugada más que una pasa, con un enorme quiste morado lleno de pequeños pelos rizados en la mejilla, aplastaba con su peso un asiento de tijera y, en su regazo, sostenía una cesta alargada repleta de golosinas. «¡A perra gorda y a perra chica!», gritaba su voz cascada. Mario cruzó. La bocina de un automóvil le dio un susto. Corrió sin oír al chofer que le increpaba y se fue directamente hasta la vieja. Compró una barra de regaliz, dos pastillas de leche burra, tres medidas de chufas y un sobre de sidral.

Caminó perdiéndose por calles desconocidas sin saber exactamente a dónde ir.

Se encontraba casi a las afueras de la ciudad. Por encima de los tejados se asomaban las crestas de unas montañas. El aire traía un aroma a pino y tomillo. Le gustó. Llenó sus pulmones sintiendo cómo ese fuerte olor a mata y resina parecía querer incrustarse en los tabiques de su nariz. Quizá podía salir al campo y buscar algún sendero escondido que le llevase después de muchos zigzag y recovecos hasta el río, ya conocido por las excursiones hechas con el colegio. Atravesaría su corriente cantarina poniendo el pie en una piedra, luego brincando de unas a otras, con mucho cuidado para no mojarse ni resbalar en el liquen, el pan de rana como le llamaban, pegado a la superficie de las piedras, y terminar cayendo en el torrente dándose un chapuzón. No podía llegar mojado a casa. En la otra vereda, trataría de orientarse para encontrar la Fuente de la Junquera que brotaba de una roca oculta detrás de unos juncos y beber del agua fría que manaba y que, al parecer, curaba muchas enfermedades. Entraría luego en el cañaveral y arrancaría una caña para hacerse con un trozo, una flauta, y con el otro más grande, un bastón para poder apartar los excrementos secos que seguro iba a encontrar a su paso en el «País de las Catalinas», como lo habían bautizado, situado bajo el puente por el que en tiempos remotos pasaba el cauce del río. Ahora, la gente que iba cerca de allí a merendar los domingos había convertido la arcada de ese puente en el lugar escogido para hacer sus necesidades. Se adentraría en «la Cueva de las Brujas» y, orientado por el rayo de luz que se filtraba por su entrada opuesta, avanzaría agazapado, arrastrándose hasta la salida. Una vez fuera, se sacudiría las telarañas y se quedaría un rato junto al hormiguero escondido en las raíces del algarrobo que crecía en ese lado, para observar el trajín de las hormigas e incluso podría poner a luchar a dos de ellas enganchando sus mandíbulas. Después emprendería el camino de regreso con tiempo para no llegar tarde a comer.

Hacerlo le ocupó casi dos horas.

Con barro en los zapatos y restos de polvo en el pelo, se quedó en esa parte de la ciudad deambulando por las calles fingiendo ser un forastero en medio de un paisaje desconocido. Anduvo de un lado a otro aventurándose por callejuelas, saltando a la pata coja, luego con los dos pies y apartándose como un saltamontes para no ser salpicado por el agua de fregar, cuando alguna mujer la lanzaba con su cubo desde la puerta de su casa. Recorrió el barrio entero.

De pronto se quedó paralizado, los músculos agarrotados, cuando vio el letrero clavado en la pared de aquella esquina. Calle de la Estrella. Ahí era donde su padre acudía a esas reuniones de las que siempre se hablaba en voz baja cuando él estaba delante. Ahora se estaba enterando de algo que no le estaba permitido conocer. Cerró los ojos con fuerza como queriendo borrar de su mente lo que había visto. Tenía la impresión de que estaba vulnerando un secreto de familia al que no le habían dado acceso. Dio media vuelta nervioso. Y quedó aterrorizado. Ante él, estaba Don Antonio, el padre de su amigo Pedro Blasco.

—¡Mario! —exclamó asombrado Don Antonio—. Pero, ¿qué haces aquí? ¿Cómo no estás en el colegio? Y además en esta calle. Por aquí hay mucho indeseable. Gente muy peligrosa.

Mario callaba avergonzado mirando al suelo lleno de rabia por haber sido descubierto. Se puso rojo, el corazón se le salía del pecho y las piernas le temblaban.

—¡Vaya, vaya, vaya! De modo que haciendo novillos ¿eh, pequeño sinvergüenza? ¡Qué muchacho tan travieso!

—dijo tirándole suavemente de una oreja—. ¡No dejas de sorprenderme! Bueno, pequeño, no te inquietes, tranquilízate. Te prometo guardar el secreto. No se lo diré a nadie.

Mario respiró aliviado.

Don Antonio le pasó el brazo por el hombro invitándole a caminar junto a él.

—¡Vamos, ven conmigo!

El contacto de la mano que agarraba su hombro le llevó de nuevo a recordar lo acaecido en el tranvía.

BOOK: Los años olvidados
10.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Flesh and Blood by Nick Gifford
The New Persian Kitchen by Louisa Shafia
The Kellys of Kelvingrove by Margaret Thomson Davis
Out of Eden by Beth Ciotta
Shades of Dark by Linnea Sinclair
One Man's Love by Karen Ranney