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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (13 page)

BOOK: Los años olvidados
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Uno de sus juegos preferidos era corretear por el monte con el rebaño de ovejas y cabras, cada día más diezmado por las requisiciones, conducido por Carmelo a quien, cuando era un niño, la rueda de un carro que le pasó por encima de la pierna lo dejó tullido para toda la vida librándole de la mili y de ir al frente, aunque no de subir y bajar las laderas cojeando pero con una habilidad que nadie podía igualar. A Mario le gustaba acariciar la lana de los animales, aprenderse sus nombres, esquivar que le toparan cuando intentaba subirse encima de alguno, y acudir balando como si fuera otro más cuando Carmelo lanzaba un silbido llamando a todos para volver al redil.

—¿No tienes ganas de mear? —preguntaba siempre Mario con descarada naturalidad a su amigo el pastor, antes de volver al pueblo.

Carmelo se echaba a reír encantado, pues sabía que lo que realmente el chaval quería era volver a ver su enorme pene, desde que un día le descubriera orinando contra un árbol. En efecto, las dimensiones de ese órgano superaban lo imaginable y a punto estuvo una vez el pastor lisiado de irse con unos titiriteros que le propusieron llevarle con ellos y ganar dinero exhibiéndolo como un fenómeno de feria. Mario había quedado fascinado la tarde que vio a su amigo el pastor con los calzones caídos y el culo al aire lanzando por su miembro un interminable chorro casi tan grueso como el que salía por la manga de regar. Hasta una de las cabras, la Rosaura, se había acercado husmeando. Desde entonces, siempre que iba con él por el monte estaba esperando que se repitiese ese momento, pero si no ocurría, se lo recordaba. Carmelo volvía a reírse con ganas e inmediatamente se ponía a orinar sin pudor, orgulloso de mostrar ese regalo que le había dado la naturaleza. Mario, hipnotizado, no apartaba la mirada de aquel surtidor mientras él también trataba de sacarse el suyo por la pernera del pantalón para hacerlo al mismo tiempo. La mayoría de las veces terminaba orinándose encima.

A pesar del impacto que le causó en su momento contemplar esa escena, todo ello se borró de su mente después de dejar el pueblo. Los numerosos acontecimientos que se sucedieron fueron tapando otros recuerdos. Sin embargo, debió quedar grabado en algún rincón de su subconsciente pues muchos años después, estando en el servicio militar, el pene de Carmelo volvió a aparecérsele en toda su magnitud cuando, al entrar en las duchas con otros reclutas, vio algo que le trajo a la memoria a aquel pastor, aparentemente olvidado, a quien acompañaba siendo un niño. Bajo el agua que le escurría por todo el cuerpo y le goteaba por las ingles, un soldado desnudo le miraba sonriente mostrándole desvergonzado su enorme sexo. Esa vez Mario supo apreciarlo.

Montar en mula con el tío Facundo detrás sujetándolo hasta llegar a la cabaña que éste había construido en lo más intrincado del monte suponía para Mario más que un juego una aventura a través de un bosque encantado. Tras abandonar la senda, la mula cabalgaba por terrenos abruptos llenos de árboles que, de no apartar la cabeza, les hubieran azotado con sus ramas impidiéndoles avanzar. De vez en cuando el eco traía el repiqueteo de las alas de una bandada de aves invisibles huyendo asustadas de algún jabalí o de un zorro en algún lugar de la montaña. La mula levantaba las orejas y se detenía un momento. Luego, proseguía tranquila su camino.

Confundido entre la maleza se levantaba ese refugio, hecho de cañas, ramas y paja, que durante los últimos años había servido para ocultar a muchos brigadistas que, estando en peligro, esperaban que el tío Facundo les ayudara a pasar la frontera antes de ser apresados y fusilados. El último de ellos, Jean Jacques, había tenido que permanecer allí más tiempo del requerido por la prudencia para evitar riesgos innecesarios, a causa de sus heridas, que se le habían abierto durante la odisea que le supuso llegar hasta el pueblo. Tardaron en cerrarse pese a los cuidados de Rosa, que subía a menudo acompañada de su hijo para no despertar sospechas entre los vecinos del pueblo que creían que los dos iban a buscar tomillo y alguna seta comestible para echar al puchero. Mario se encariñó de aquel hombre que jugaba con él, que le enseñaba canciones en una lengua extraña y que antes de irse le paseó subido en sus hombros haciendo que pudiera tocar las ramas de los árboles y se sintiera un gigante. Fueron días en los que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, su alma olvidó la ausencia de un padre.

Metido en el mundo mágico de sus juegos, a Mario no le costó nada jugar a esconderse con su madre en un carro lleno de alfalfa conducido por el tío Facundo, el día que huyeron del pueblo. No se enteró de que esa misma mañana, cuando no llevaban ni media hora de camino, en la plaza, un cuerpo de información de la Guardia Civil que había llegado en un camión del ejército durante la noche convocaba a todos los vecinos instándoles a acusar a los republicanos del lugar. Tampoco le dijo nadie que aquella misma tarde los rencores y odios ocultos de los vecinos salieron a la luz y las denuncias se sucedieron terminando con muchos en la cárcel y otros fusilados al momento. El final de la guerra acabó con la paz del pueblo.

El tío Facundo, auténtica ardilla de la montaña, supo escabullirse y a pesar de las batidas que se organizaron, cuando se advirtió su desaparición, no pudieron apresarle. Después de haber dejado a Rosa y Mario en manos de uno de los enlaces que se encargó de hacerles llegar sanos y salvos a la ciudad, abandonó el carro y se perdió entre las sombras. Sus ojos sin pestañas estaban acostumbrados a la oscuridad de la noche y sus pies conocían los caminos ocultos que llevaban a los pasos fronterizos. Agotado, sintiendo por primera vez la punzada amarga del exilio pero con su voluntad fortalecida, una semana más tarde ya estaba en París sorbiendo una sopa de cebolla que le abrasaba el paladar en la rue Lepic del barrio de Montmartre. Era la casa del brigadista Jean Jacques.

En la primera carta que recibió Rosa, varios meses después, le decía que se había incorporado de nuevo a la lucha integrándose en la resistencia francesa adoptando el nombre en clave que ella conocía bien, «La Lanzadera». Era un homenaje a su sobrina y una forma de emborronar las pistas si alguien trataba un día de averiguar quién se escondía tras ese apodo. Las últimas noticias que se tuvieron de él fueron que le habían capturado y llevado a un campo de concentración. A partir de ahí, silencio.

El colegio de la Inmaculada era un colegio para niños ricos regido por religiosos que alardeaban de tener el profesorado más eminente, tanto del clero como seglar, sobre todo comparado con la enseñanza impartida en otros centros. Era un gran edificio cuadrado de cuatro pisos con un jardín arbolado en su entrada y un patio interior, en el que se alzaban dos enormes cipreses, separado de un extenso campo de recreo con sus porterías de hierro instaladas para que los alumnos disputaran sus partidos de fútbol. Las referencias familiares eran de extrema importancia a la hora de ser admitido. No existía duda alguna de que la mayoría de los que allí estudiaban pertenecían no sólo a la elite de la sociedad sino también que casi todos eran hijos de aquellos que, cuatro años antes, habían aclamado con vítores y brazos alzados al nuevo régimen instalado. Ni Rosa ni Carlos hubieran jamás imaginado que Mario entraría a formar parte del alumnado de ese colegio. Hasta entonces solamente había asistido a las clases de Doña Regina, una maestra del barrio que usaba la regla para enrojecer la palma de la mano de sus pupilos, poniendo más énfasis en el castigo que en la propia instrucción. La falta de riego en su alma, tan seca como su cuerpo, endurecía las facciones de su rostro y, por supuesto, su actitud. Aunque era una decisión en apariencia incongruente con sus ideales, Rosa y Carlos llevaron a Mario a este colegio para que realizara ahí sus estudios y adquiriera la formación que ellos no habían tenido, y también como de una estrategia muy estudiada, casi desde el mismo día en que Carlos se presentó de pronto en casa de Fina.

Cuando apareció apenas pudieron reconocerlo. Rosa, petrificada ante la sorpresa y al mismo tiempo horrorizada al ver los estragos de la guerra en su marido, tardó unos segundos en reaccionar antes de arrojarse a sus brazos. Mario, asustado, se hizo un ovillo en un rincón con las manos buscando refugio en su sexo, lugar en donde siempre se concentraban todas sus emociones. Desde allí se quedó mirando con atención a su padre olvidado. Observarle y estudiarle iba a convertirse en una costumbre que mantendría a lo largo de los años para intentar descubrir cada día algo más en él que cubriera el vacío afectivo dejado con su ausencia y lograr recuperar así una relación entre los dos que la guerra había amputado.

Carlos no parecía el mismo. Sus ojos se perdían en la profundidad de las cuencas y los labios era la única parte carnosa en una cara de pómulos tan hundidos que parecían encontrarse en el interior de la boca haciendo resaltar toda la osamenta bajo la piel. Los años de guerra, la nostalgia de los suyos, la impotencia ante los vencedores, la falta de sueño, de comida y el sufrimiento acumulado, le habían hecho adelgazar por lo menos veinte kilos y su aspecto era desastroso. Después de la última ofensiva, en la que su columna fue prácticamente aniquilada por las fuerzas nacionales, se había unido a la desbandada de soldados desesperados, perdidos por los ribazos para no ser apresados. Muchos se sumaron a la caravana de refugiados que vagaban buscando el camino de la frontera, pero él estuvo semanas escondido y huyendo por los campos con la amargura de la derrota, durmiendo en cuevas y comiendo raíces, con la única esperanza de llegar a su casa, acompañado de otros tres camaradas que una tarde fueron alcanzados por las balas de la Guardia Civil. «Con los enemigos de la verdad no se trafica, se les destruye», fueron las palabras de Franco. Y se cumplían. La cárcel o el paredón era el destino seguro de casi todos los republicanos que no se habían exiliado. Tal era el grado de debilidad y de agotamiento en el que estaba sumido todo su cuerpo que le parecía imposible haber conseguido dar con su familia. Seguramente le había guiado su propio instinto. Sí, sabía que el pánico se apoderó de él cuando al llegar a la calle de las Almas descubrió las ruinas de la casa, pero en ningún momento aceptó creer que los suyos pudieran haber muerto en el bombardeo. Encontrar a Rosa, a su hijo y a su madre se convirtió en una prioridad mayor que su propia vida, logrando con ello encender de nuevo una gran fuerza interior que estaba apagada. Descartó que pudieran estar en el pueblo. Con toda probabilidad el tío Facundo habría sido descubierto o denunciado, y el pueblo ya no debía de ser un lugar seguro. Y si no estaban allí, el único sitio que se le ocurrió fue la casa de la íntima amiga de Rosa, Fina.

Durante varios días había permanecido oculto por las esquinas vigilando las entradas y salidas de la vivienda. Por fin, una mañana vio a Rosa llevando de su mano a Mario pero su emoción fue tal que no se atrevió a abordarles. Dejó que entraran en el portal y aún esperó media hora hasta que su corazón se calmó antes de subir al piso y llamar a la puerta.

Fina y su marido Servando, arriesgando sus vidas, fueron dos ángeles custodios sin los cuales Rosa y Carlos nunca hubieran podido pasar desapercibidos y estar a salvo en esos años de escasez, de miseria para todos, pero además de constante peligro para quienes habían luchado en el bando contrario.

Servando era un hombre simple, de buen corazón, aparentemente sin criterio propio aunque esto se debía más bien a un temor enfermizo a mostrar sus ideas sobre todo si éstas eran contrarias al pensamiento de la mayoría. La autoridad dictatorial de su padre todavía flotaba sobre su cabeza como una gigantesca sombra a pesar del tiempo que hacía que se había separado de él y abandonado su ciudad natal. Ni siquiera al estallar la guerra fue capaz de rebelarse y terminó alistado en el ejército de Franco en contra de lo que su corazón le dictaba. Su único consuelo era haber sido destinado a las oficinas de la Sección Topográfica, al no haber sido considerado útil a causa de la vista, lo que le libró de pegar un solo tiro en el frente. Su cobardía continuó después al ingresar en el Cuerpo de Policía buscando únicamente la seguridad de empleo y sueldo así como la de su integridad física en esos tiempos tan conflictivos. Quizá fuera la represión de sus propias ideas lo que hacía que llevara siempre las manos metidas en los bolsillos y mantuviera su cuerpo encogido hecho un nervio agarrotado, retorciéndolo a veces igual que el tronco de un olivo, como si tratara de camuflar ante los demás su verdadero aspecto, igual que había ocultado su verdad. La incursión inesperada de Carlos, Rosa y Mario en su vida obligándole a encontrarse de repente ante el hecho consumado de tener que ayudarles, le hizo reaccionar. Vio en ello la oportunidad para acabar con todos esos años en los que había estado traicionándose a sí mismo y poder lavar de una vez su sentimiento de culpa.

Durante semanas la actividad fue frenética. Despertándose en él una valentía aletargada que ahora le enorgullecía, Servando recorrió todos los despachos de sus amigos influyentes que ostentaban altos cargos y no acabó hasta obtener las cartas de recomendación que le daban acceso a cualquier negociado en donde, con enorme habilidad y no menos riesgo, pudo cerciorarse de que desapareciese cualquier ficha que pudiera identificar a sus amigos como contrarios al régimen y gestionar la documentación que precisaban para hacer de ellos unos dignos ciudadanos fuera de toda sospecha. Sin olvidar la cartilla de racionamiento de primera, una tarjeta de fumador para Carlos, un certificado de Auxilio Social de la mujer, cumplido, para Rosa y hasta un carné de flecha a nombre de Mario. Una vez conseguidos los papeles firmados y sellados, la siguiente gran dificultad por solucionar era encontrarle un trabajo a Carlos. Todas las noches se reunían los cuatro hasta altas horas de la madrugada alrededor de la mesa del cuarto de estar buscando posibles empleos, algo verdaderamente complicado en esos momentos de tan terrible precariedad por los que estaba pasando el país. Un paquete de picadura y un extraño licor hecho por Rosa a partir de unos misteriosos polvos comprados por sobres en la farmacia (eso dijo ella…) les mantenían despiertos mientras analizaban cada una de las posibilidades que aparecían. Mario, desde el colchón hecho con bolsas de tela llenas de ovillos de lana que improvisaron en ese cuarto para que durmiera cuando llegó su padre a la casa, veía las piernas de todos. Era su único campo de visión una vez acostado. Antes de caer dormido, se entretenía mirando esos pies sin cuerpo moverse bajo la mesa como si tuvieran vida propia pero si estiraba la cabeza para mirar más arriba, se asombraba al comprobar que Servando, al igual que él, siempre se llevaba la mano a su entrepierna cada vez que se enardecía en la conversación.

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