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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (16 page)

BOOK: Los años olvidados
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* * *

A la hora de la siesta, en esos días estivales, el sol caía a plomo sobre las piedras del pueblo calentándolas lo mismo que el fuego del fogón calentaba los ladrillos que en invierno se metían entre las sábanas para caldear las camas. El propio aire parecía dormitar también y, perezoso, se mantenía recostado sobre las hojas de los árboles y amarrado a los tallos de las flores sin moverse ni dejar que una sola brizna de hierba se moviera, no fuese a perturbar su descanso. Silencio profundo en el campo y en las calles resaltado por el canto monocorde de alguna cigarra, empeñada en trabajar, o por el zumbido de una abeja o el de una mosca que agitando sus alas se tenía sobre un excremento de vaca o una boñiga de caballo. De vez en cuando, el maullido de un gato que al pisar una de esas piedras que quemaban brincaba bufando en busca de una sombra, era la única nota disonante, contrapunto de esas horas de quietud en las que hasta los perros yacían estirados, orejas gachas, cola plegada.

Sin embargo, el calor agobiante de esas tardes de verano no era menos intenso que el ardor de los cuerpos de Ángel y Mario revolviéndose agitados cada uno en su cama. Calentura de carnes adolescentes. Fiebre y desasosiego.

Una mañana, sin decir nada al Bizco, al Pulgas y al Caguetas, se fueron juntos a bañarse al río. Al alba ya estaban levantados con el traje de baño puesto bajo la ropa y el zurrón listo con una hogaza de pan y una fiambrera en la que la señora Herminia había metido unas magras para que almorzaran. Salieron por la parte trasera de la casa desde donde se divisaba el bosque de robles y encinas que tenían que atravesar para llegar a ese recodo del río del que Ángel siempre había hablado y con el que Mario no había dejado de soñar desde su llegada al pueblo.

Caminando por el linde de los sembrados, saltando pequeñas acequias y pasando de una huerta a otra abriendo puertas hechas de estacas y alambre, llegaron hasta el camino utilizado para recoger las cosechas, como podía apreciarse en las huellas dejadas por los cascos de las caballerías y las ruedas de los carros, desde el que partía un atajo bordeado de zarzas cuajadas de moras negras que apetecía arrancar y diluir entre lengua y paladar para extraer todo su néctar. Un cielo azul completamente despejado anunciaba un día caluroso. El sol, puntual como siempre, aún no había terminado de desperezarse y seguía extendiendo sus primeros rayos para calentar la tierra enfriada por el relente de la noche. Y mientras el frío de la madrugada huía introduciéndose por las grietas de la tierra o subiéndose a la cima de las montañas, el calor se apoderaba de las sombras y la escarcha evaporada de las hojas humedecía el ambiente en esa hora temprana. Arrastrando todavía el sueño interrumpido ese día antes de tiempo, caminaban los dos en silencio llenándose los pulmones del aire fresco de la mañana que les tonificaba y ayudaba a despertarles. Ese sopor verdadero o fingido les servía de pantalla para ocultar emociones que discurrían en el interior de ambos formando una maraña complicada de desentrañar cuando no existe modelo con el que comparar un sentimiento desconocido.

Tras los últimos árboles del bosque comenzó a divisarse el río. El murmullo del agua en corriente apresurada despeñándose por encima de las piedras ponía música de fondo a un paisaje de paz y de aromas.

—Ya estamos llegando —comentó Ángel cambiando inesperadamente de dirección, como si de repente hubiera aparecido ante él una flecha indicadora.

Con sus manos se abrió paso entre unos matorrales que parecían interrumpir el camino por ese lado.

—Sígueme, pero ten cuidado de no arañarte —dijo a continuación.

Separando las ramas bajas de algunos árboles a través de una maleza frondosa que se enredaba en sus pies, dificultándoles la marcha como si hubiera crecido allí para hacer desistir a simples excursionistas domingueros, avanzaron río arriba. Barrera natural, puerta secreta sólo conocida por Ángel, que una vez atravesada dejaba al descubierto una senda dibujada en la hierba aplastada del suelo por la que se salía de la espesura del follaje a un camino menos intrincado. Ya no se oía el correr del agua. Daba la impresión de que se hubieran alejado del río, unos momentos antes tan sonoro. A su izquierda, la montaña, siempre presente, era la brújula a seguir para no perderse. El terreno en cuesta empinada les obligó a trepar asiéndose a las matas pero el esfuerzo tuvo su recompensa al llegar a la cima de ese pequeño desnivel.

—¡Mira! —exclamó Ángel.

Bajo ellos aparecía una playa hecha de guijarros planos, ideales para hacerlos saltar sobre la superficie del agua, y hacer «cucharetas», como ellos decían, colocados en semicírculo por un capricho de la naturaleza, con grandes hileras de juncos a los lados que se adentraban en el río, convertido allí en remanso. A un lado, un sauce hacía compañía a tres chopos invitando a recostarse en la hierba al cobijo de su sombra. En la otra orilla, la pared verde de la montaña encorvada hacia delante para cortar la corriente, se recogía luego sobre sí misma volviendo a sobresalir unos metros más allá, formando así una cala tranquila. El agua, viva, se balanceaba dibujando pequeñas olas silenciosas, contemplándose complaciente en su propio espejo antes de convertirse de nuevo en torrente a la vuelta del recodo.

—¡Es fantástico! —gritó Mario.

Ángel sonreía contento de ver que Mario apreciaba ese paraje escondido, su rincón secreto, isla desconocida de todos, descubierta por él como un héroe de Emilio Salgari a la que incluso había puesto un nombre: «El escondrijo», un refugio en donde le gustaba aislarse. La placidez que se respiraba en ese lugar era un bálsamo que curaba sus penas y también le daba respuestas a preguntas que no se atrevía a hacer a nadie. Tumbado sobre la hierba se relajaba hasta integrar en sus propias venas las corrientes telúricas del suelo y sentirse absorbido por ellas. Vibrando al unísono, sus células parecían fundirse con la tierra produciendo así una peculiar alquimia. Durante unos instantes toda la Naturaleza se apoderaba de él. Tiempo suficiente para comprender que todos esos sentimientos confusos que a veces se le manifestaban cuando estaba cerca de Mario no eran en realidad sino instintos naturales.

Bajaron corriendo por la pendiente que aceleró su carrera y a punto estuvieron de precipitarse en el río. Sus risas sonoras llenaron el paisaje de alegría.

Se despojaron rápidamente de la ropa, y al momento Ángel nadaba en medio del río.

—¡Vamos, Mario! ¡Tírate! —le gritó—. ¡El agua está algo fría, pero muy buena!

Mario miraba desde la orilla. Luego avanzó con cautela hasta que el agua le llegó a la cintura. Allí se detuvo tiritando con los gestos exagerados de un mal actor.

—¡No seas friolero! ¡Métete del todo! —insistió Ángel riendo al ver la pantomima que hacía su amigo.

—No sé nadar —terminó diciendo Mario, un poco avergonzado.

—¿Es eso verdad? ¿O estás bromeando? ¿Me quieres tomar el pelo? —preguntaba Ángel mientras chapoteaba.

Al ver que Mario serio no se movía de donde estaba, se acercó a él.

—Ven. Yo voy a enseñarte a nadar. No tengas miedo.

Mario recostó su cuerpo sobre los brazos de su amigo dejándose conducir por esas manos fuertes que le sujetaban y le llevaban entre dos aguas, mientras él hacía los movimientos del crol salpicando a su alrededor pero entregado con fe a su maestro. Como en el trillo, de nuevo la calentura volvió a abrasarle el alma. Concentrados sobre todo en sentirse el uno al otro ninguno de ellos decía nada. Sólo sus carnes hablaban poniendo de manifiesto con más deleite que pudor el brote espontáneo de su exuberante sensualidad encendida. La sangre, palpitando allí donde se agolpaba, recorría acelerada sus cuerpos impermeables ahora al frío de la corriente silenciosa que no dejaba de acariciarles. Recreándose en sus propias sensaciones, con la montaña de testigo mudo y el sol sonriente de la mañana observándoles, ni el uno ni el otro deseaba interrumpir esa clase de natación que estaba sirviendo para decirse bajo el manto del agua lo que nunca habían sabido expresar antes: «amigo, mi amado amigo, yo soy tu amigo amado, tu eres mi amado amigo, amigo amado, amigo mío».

Ángel se adentró un poco más en el río y de repente perdió pie al encontrarse con un pozo que aún no siendo muy profundo hizo que los dos se hundieran. Mario al ver que se sumergían se abrazó desesperado al cuerpo de Ángel asiéndose de tal forma que lo inmovilizó impidiéndole nadar. Solamente podía utilizar las piernas que agitaba sin resultado. Transcurrieron unos segundos interminables hasta hundirse por completo pero, al llegar al fondo, Ángel dio una patada contra el suelo buscando el impulso que les hizo subir a la superficie.

—¡Respira! ¡Y suéltame! —gritó cuando sus cabezas aparecieron por encima del agua.

Cuando Mario, sin soltarse, abrió la boca para coger aire ya estaban de nuevo inmersos y sus pulmones se llenaron de líquido. Ángel, nervioso, continuó subiendo y bajando dando botes y más botes hasta que en uno de sus saltos consiguió llegar a la parte en donde ya no cubría. Asustado, llevó a su amigo a la orilla. Le acostó junto a los chopos.

—¡Tranquilo! Ya ha pasado todo. Relájate —le decía mientras acariciaba su cabeza.

Mario tosió un poco y abrió los ojos.

—Estoy bien. No te preocupes.

Vio los ojos de Ángel que le miraban.

Aunque entornados como siempre ahora estaban más abiertos que de costumbre, había desaparecido ese gesto burlón que los presidía y mostraban un inmenso amor, un incontenible deseo y la sorpresa por dejar aflorar esos sentimientos sin recato alguno. Eran tan profundos en ese momento que Mario al poner en ellos su mirada perdió la noción de cuanto le rodeaba sin saber si había sido absorbido por la irresistible atracción que ejercían sobre él o era Ángel quien se había introducido en su alma. Exploradores ansiosos por descubrirse, los dos navegaban uno en el interior del otro volcando un amor del que aún desconocían la intensidad e incluso su exacta definición. Únicamente degustaban las delicias de un sentimiento compartido que se mostraba como parte inseparable de las piezas de un mismo puzzle hechas para encajar. Incapaces de distinguir quién colmaba más a quién, asombrados de su propia felicidad, se mecían en una sensación de gran bienestar nueva para ellos.

El mundo exterior desapareció. Los árboles, el río, las mariposas de aleteo silencioso que buscaban una flor en donde posarse, la montaña, el cielo azul y el propio sol quedaron borrados.

Invidentes ante lo que les rodeaba, sordos a la brisa del aire columpiando las hojas, no encontrando palabras para definir tanta dicha, solamente el tacto cobró protagonismo. Despojados del bañador convertido en un estorbo, fueron recorriendo con las yemas de sus dedos, cada uno el pecho, el vientre y la pelvis del otro, en una delicadísima caricia continuada que les erizaba el vello, descubriendo por primera vez el escalofrío que precede al inicio del placer y aprendiendo a dar otro sentido a su anatomía cuando ésta, trascendiendo la mera forma, se convierte en el templo del amor. Entrelazaron sus cuerpos con afán posesivo y de entrega al mismo tiempo dejándolos deslizarse en la suavidad de sus carnes adolescentes y juntando sus miembros erectos que, con vida propia, no cesaban de latir buscándose mutuamente. Con las caras frente a frente, tan juntas que respiraban el mismo aire que exhalaban, entreabrieron los labios y los unieron para recibir el regalo de unas lenguas ansiosas por conocerse y que al primer contacto se volvieron insaciables. Sin interrumpir el beso, deshicieron suavemente el abrazo dejando resbalar sus manos por el contorno del cuello, paseándolas luego por la espalda, playa desnuda abierta a la ternura, para terminar recreándose con sus caricias en la curva ascendente de las nalgas, redondas, prominentes, provocativas. Descaradas. La pasión, contenida hasta ese momento, se abrió paso con imperiosa necesidad de manifestarse y rodaron por la hierba igual que un ovillo. Al detenerse, Ángel dio la vuelta a Mario y, arqueando la cintura, apretó su cuerpo al de su amigo haciéndole sentir su miembro que pedía impaciente le fuera abierta una puerta por donde entrar. Todos los cosquilieos que Mario había sentido en su vida en la entrepierna eran simples hormigueos sin importancia comparados con lo que sentía ahora. El amor que desde siempre había tenido por Ángel surgió como un gigante que le envolvía con sus brazos, uno pasaba por debajo de su axila con la mano presionándole en el hombro, el otro alrededor de la cintura le atraía hacia él. Todo su ser se conmocionó, la emoción ahogaba su pecho, ante lo crucial de ese instante en el que el espejo de su sexualidad, desempañado por completo, le mostraba con meridiana transparencia el gozo indescriptible que el alma siente cuando el amado la requiere. Respondiendo feliz a su llamada, el propio instinto de Mario abrió sus carnes dilatándolas para que Ángel le penetrara. Un grito ahogado, dolor consentido superado de inmediato, carbón encendido que abrasaba sus entrañas sin quemarlas proporcionándole una sensación nunca antes experimentada. Fundidos el uno en el otro, su amigo, tantas veces deseado, había entrado a formar parte de su propio cuerpo y ambos palpitaban sincronizados con idéntico latido. Dos olas de un mismo mar cabalgando juntas cargadas de espuma blanca. El tañido de sus gargantas dejando escapar las notas con las que el placer rompe su intimidad para hacerse audible, cubrió toda la cima de la montaña.

Sudorosos, sus cuerpos desmadejados brillaban bajo el sol. Dos guerreros en reposo.

Cuando se recuperaron, después de darse un baño, sacaron la fiambrera y almorzaron.

Nunca un almuerzo en el campo había sido tan suculento.

X

En medio de la calle, frente a la puerta de la casa-almacén de sus padres, Ángel esperaba impaciente la llegada de Mario. Demasiado nervioso, el tiempo se le estaba haciendo eterno sentado en una silla de la sala y, no pudiendo aguantar más, bruscamente había salido al exterior imaginando que así los minutos correrían más aprisa. No comprendía por qué no estaba ya ahí su amigo. El mensaje que le había pasado en clase la víspera, lo especificaba bien claro: «Urgente». Mario tenía que haber comprendido que era vital encontrarse, tenía que haberse dado cuenta de que esa misiva era diferente a las demás. Más aún, estaba bien claro que no tenía nada que ver con las otras. Mucho más escueta, más fría, menos efusiva, más anodina. Normalmente, al redactarlas, se esmeraba buscando en su imaginación y en su corazón palabras poéticas que expresaran sus sentimientos y que hicieran vibrar a Mario y avivar en él su deseo de verle. Como aquella que ambos se habían aprendido de memoria y que al estar a solas rodeándose el cuello con los brazos, inhalándose gozosos su propia existencia, los ojos brillantes, el rostro resplandeciente, se recitaban a dúo emulando la intensidad de su amor. Lo que en ella se decía se integraba de tal forma en su propio pensamiento que cualquiera de los dos hubiera podido escribirla con idéntica espontaneidad. No importaba que una musa hubiera inspirado a Ángel, también Mario quería adjudicarse la verdad de lo expresado en esas palabras: «Mi cauce se seca cuando te alejas. El manantial que lo colma eres tú. Ven mañana convertido en un torrente para ser río los dos y saciarnos, tú de tierra, yo de agua. No tardes, que tengo frío sin ti. Sólo el sol de tu mirada puede calentar mi alma».

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