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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (19 page)

BOOK: Los años olvidados
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—¡No temas! No quiero castigarte. Lo peor ha pasado ya —susurró, cambiando la forma de hablar hasta entonces y pasándole una mano por el cuello—. Estando tú de rodillas y yo sentado, me es más fácil hablarte al oído. Lo que tengo que decirte no hay que gritarlo. Y menos en este lugar donde las voces retumban. —Luego, acercó su cabeza hasta rozar la cara de Ángel y continuó susurrando:

—Lo haré quedamente, como si estuviera recitándote una oración. Con la misma cadencia e incluso, si quieres, con idéntico fervor. Cualquier cosa con tal que lo entiendas todo bien sin que haya que repetirlo más veces. Te hablaré con mi boca pegada a ti para que me escuches con atención y no se pierda ni una sílaba. El silencio que aquí reina lo facilitará. Él será nuestro cómplice, recogerá hasta el mínimo suspiro que exhalemos y no dejará que se escapen las palabras. Cuando haya terminado habrás comprendido que no hay elección posible. Tendrás que decir amén. ¿No es así como deben acabar las oraciones?

A punto estuvo de lanzar una fuerte carcajada con su última ocurrencia, que él encontró ingeniosa, pero se contuvo y sólo se oyó un sordo sonido gutural.

Parecía un hipnotizador. Semejante forma de expresarse resultaba cuando menos extraña, inquietante. El tono de Don Antonio había cambiado, era distinto al empleado en la sala de visitas, pero también el color de la piel del camaleón cambia y no por ello deja de ser el mismo animal. Palabras, no exentas de ironía, en las que se adivinaba un trasfondo turbio que causaba recelo y desconfianza. La tranquilidad que pretendían infundir, si es que buscaban ese fin, más bien amedrentaba. Ángel se agitó nervioso.

—Nada le va a ocurrir a tu padre si tú no quieres. Nada le ocurrirá al padre de Mario si tu amiguito no lo desea —comenzó expresando así su pensamiento pausadamente casi deletreando lo que decía, pero de pronto, se sobresaltó y su cuerpo reaccionó como sacudido por un calambre:

—¡Aunque a decir verdad, ese Carlos es un listillo, un cabrón que supo bien engañarme y me ha tenido engañado estos años! ¡Rojo de mierda! ¡Me ha costado desenmascarar a ese jodido embustero, y no sabes lo que daría por arrestarlo y esposarlo con mis propias manos!

La cólera apareció en sus ojos:

—¡Yo mismo me encargaría de interrogarle y de torturarle hasta oírle suplicarme de rodillas! ¡Cómo iba a disfrutar encerrándolo luego en el calabozo más lóbrego que encontrase y dejarlo allí pudriéndose toda su vida! ¡Entonces sabría quién soy yo cuando me toman el pelo!

Se iba excitando con sus propias palabras y babeando cada vez más. Se pasó la manga de la chaqueta por su barbilla para secarse las babas. Su exaltación le había cambiado el color de las venas rosa de su cara. Completamente enrojecidas, estaban hinchadas y daba la impresión de que iban a estallar. Cuando se le pasó ese ataque demencial, continuó:

—Ya ves cómo me ponen ciertas cosas. Y aún peor me pongo cuando se me lleva la contraria. No está de más que me conozcas. Así podrás apreciar mejor mi ofrecimiento y valorar todo a lo que estoy dispuesto a renunciar si nos ponemos de acuerdo.

Ya un poco más tranquilo, aflojó los dedos que había clavado en el hombro del muchacho durante su arenga. Este respiró sintiéndose aliviado de esa opresión, pero cada vez más asustado de esa persona abyecta que además continuaba mojándole la cara de saliva.

—Como te decía —siguió Don Antonio— no voy a denunciar a nadie y sin denuncias no hay sentencia, no hay sanciones. Este cuaderno no saldrá de mi cartera. Solamente lo has leído tú. Ninguna otra persona conoce ni conocerá su contenido. Tranquilízate, tampoco le contaré al Padre Rector del Colegio lo que haces con tu amigo Mario cuando estáis los dos a solas. ¡Qué adorables pervertidos! ¿Nunca te dijo tu queridísimo amigo lo que hizo conmigo hace cuatro años? ¿No te explicó nuestra excitante aventura? —exclamó en voz queda manoseando la cabeza del muchacho arrodillado.

Ángel, incómodo por esa mano que llenaba de grasa su pelo, asqueado de respirar el aliento de ese hombre al que tenía prácticamente tumbado sobre sus hombros y sobre todo atónito ante lo que acaba de escuchar, no veía el momento de que todo eso terminara de una vez. Se sentía absolutamente desconcertado, cada vez más perdido, más desesperado. Sus ojos se fijaron en la imagen de un Cristo clavado en su cruz cerca del coro. Parecía que Él también le estaba mirando con asombro, asistiendo de testigo mudo a esa escena. Ángel imploró Su ayuda para salir de esa horrible situación que aún no había conseguido descifrar. No hubo respuesta. Don Antonio seguía a lo suyo:

—Únicamente nosotros lo sabremos. Tú, yo y por supuesto, Mario. Nadie más, te lo prometo. A partir de ahora quiero que los tres seamos amigos.

Luego, estirando cada una de las palabras y cargándolas de intención, añadió:

—Muy amigos.

Sonrió estúpidamente esperando una reacción del muchacho. Viendo que no había respuesta, continuó:

—Vosotros me brindasteis la ocasión de decidirlo. Fue el día que os vi por la ventana de la casa-almacén de tu padre. ¿No dicen por ahí que yo lo acaparo todo? ¿Por qué no iba entonces a aprovecharme de lo que me estabais ofreciendo?

Hizo una pausa antes de seguir.

—Escúchame bien: los domingos Mario y tú vendréis a mi oficina y allí pasaremos las tardes. ¿No te seduce la idea? Yo llevo ya varios días deleitándome con sólo pensar en tantas cosas que podremos hacer los tres —esto último lo recalcó autoexcitándose con sus propias reflexiones—. ¿No las adivinas?

La respiración de Don Antonio se había entrecortado pasando del susurro a casi el grito ahogado cuando sus dos manos se aferraron con fuerza a las nalgas de Ángel subrayando lo que decía. Éste dio un respingo queriendo zafarse pero fue retenido sin miramientos, y sus rodillas volvieron a hincarse en el reclinatorio.

—¡No te muevas! —le gritó perdiendo de nuevo los nervios—. ¡No te hagas el inocente! ¡Mira lo que has conseguido! —dijo, hundiendo la cabeza de Ángel entre sus piernas.

Le apretaba tanto en la nuca que su cara quedaba aplastada sobre el pantalón abultado de Don Antonio y respiraba con dificultad.

—¡Ahí quiero que estés! ¡Y así vas a estar siempre que yo te lo mande! ¡No disimules, yo sé que te gusta pequeño vicioso! Además no estarás solo. ¡Ahí pondremos también a Mario! ¡Estaréis encantados los dos! Será delicioso, ¿verdad?

Ángel no contestó. No podía decir nada. El olor a sudor y a orina seca mezclado con el del incienso y la cera derretida le estaban revolviendo el estómago.

La última de las velas que alumbraba a la Inmaculada se extinguió. Ya no entraba claridad por las vidrieras. Sólo quedó la débil llama de la lamparilla al fondo en el altar mayor.

—Creo que os hago una generosa proposición. No hay más que hablar. El domingo de la semana que viene tengo que ir a ver a tu padre. ¡Quiero veros allí! No faltéis ninguno de los dos —continuó, dando por hecho que Ángel estaba de acuerdo—. Me ayudaréis a meter en el coche los sacos y luego me acompañaréis a la oficina. ¡No lo olvidéis! La oración ha terminado. ¡Di amén!

—Amén —se sintió obligado a decir Ángel con un hilo de voz.

A continuación, utilizando el mismo tono con el que seguramente se dirigía a las víctimas que metía en la cárcel y haciendo un gesto amenazante con el dedo índice, terminó diciendo:

—Si ponéis algún objeción, si os negáis, no tendré piedad. Ateneos a las consecuencias.

Se levantó pero antes de salir le mostró una vez más el cuaderno de tapas negras. El ruido de sus pasos se fue perdiendo al cerrar la puerta. Ángel aún tardó un buen rato en salir. Al marcharse, la oscuridad en la Capilla era prácticamente total.

La sala de billar de la Quinta Julieta también había entrado en una gran penumbra cuando Ángel terminó su narración. Por los ventanales entraba la última sombra del día, alargada por los débiles rayos del sol ocultándose tras los árboles. Los dos amigos permanecieron inmóviles con una gravedad reflejada en sus rostros propia de un adulto. Los dos guardaban silencio.

Mario sentía un vacío en su interior que le producía náuseas. Sus músculos se habían tensado escuchando horrorizado tanta inmundicia y ahora estaban agarrotados. Tenía la impresión de que no iba a poder levantarse ni soltar la mano de Ángel que había mantenido asida todo el tiempo, ni tampoco retirar la otra, que las distintas emociones experimentadas durante el relato habían hecho que, como de costumbre, la hundiera en su entrepierna. No supo quién habló por él pero se sorprendió oyendo su propia voz:

—Ese hombre es un ser despreciable. Nunca nos dejará en paz. ¿No crees tú que deberíamos matarle?

XI

Después de una mañana indecisa, incapaz de definir su cielo, por momentos luminoso y otros repentinamente nublado, para desesperación de mucha gente que no había parado de abrir y cerrar sus paraguas alzando sus cuellos, doloridos ya de tanto mirar a lo alto cada vez que empezaba a chispear, la tarde se estaba cubriendo de unos nubarrones negros que anunciaban tormenta segura. Cuando Mario salió de su casa temprano para acudir a la misa obligatoria a la que asistía el Colegio en pleno cada domingo, ya le tocó apresurarse para llegar hasta la marquesina de la Farmacia del Paseo y refugiarse del chaparrón que cayó en un momento. Apenas duró unos minutos, y pudo seguir su camino sin que le molestasen algunas gotas que aún seguían cayendo calándole el pelo y escurriéndose por su frente. O acaso, no las notaba como tampoco su cuerpo apreció que la temperatura había cambiado y el día había amanecido mucho más fresco pese a la proximidad del verano. Como un aguijón clavado en su cerebro, un solo pensamiento convertido en idea fija no había dejado de obsesionarle día y noche durante toda la semana haciéndole insensible a cualquier agente exterior. Varios profesores le habían amonestado durante las clases por su falta de atención y los que no lo habían hecho era porque no se habían percatado de que Mario, absorbido por su propia desazón, estaba completamente ausente aunque su cuerpo sentado en el pupitre estuviera efectivamente allí, obedeciendo como un robot cuando debía mirar hacia el encerado o pasar la página de un libro. Su sorprendente forma de reaccionar tras conocer las inaceptables intenciones de Don Antonio le había hecho descubrir una faceta desconocida de su personalidad que emergió de repente, mostrándole sin contemplaciones la complejidad del ser humano. Fue como una bofetada en todo el rostro sin previo aviso, que le hizo ver la parte oscura, intrincada y oculta en los trasfondos del alma, cuando ésta deja que aflore su instinto atávico de supervivencia para responder frente al peligro. Bastó ese instante para que se rasgasen las sutiles capas del velo que protege a la adolescencia, dejando al descubierto las espirales de un remolino imparable que le hizo penetrar antes de tiempo en los vericuetos que dan forma a una mente adulta. Sin haberlo buscado, sin premeditación, cogido por sorpresa, tal como ocurrió cuando la acción de este mismo hombre, aquella vez en el tranvía restregándose en sus nalgas, le sirvió para entender su verdadera tendencia sexual. Caprichos incomprensibles del destino que hacían de Don Antonio una pieza importante en las vivencias de Mario. El relato de Ángel tumbado en la
cheslón
de la sala de billar de la Quinta Julieta, le había deslizado como por un tobogán en el mundo de la venganza, del odio, del miedo y la desconfianza, un mundo hasta entonces inexistente en el alma transparente y espontánea de Mario, que aún no había abandonado la edad de la inocencia. Por eso cuando dijo: «¿No crees tú que deberíamos matarle?», ni él mismo se reconoció al hablar pues sus palabras venían dictadas por un impulso nuevo, ajeno a su naturaleza, provocado por circunstancias también insólitas, excepcionales. A medida que su amigo le narraba todo lo acaecido el día que Don Antonio fue a verle al Colegio, lo más relevante para él fue ver cómo la figura de su padre, a quien tantas ausencias había reprochado, se erguía como un héroe asentándose en su pedestal. Las denuncias que se recogían en ese cuaderno negro acusador le sirvieron para descubrir que, tras una apariencia de hombre corriente, había un ser especial. La cólera con la que Don Antonio le atacaba no hacía sino poner de manifiesto la disparidad de la forma de pensar de ambos, y esto solo le bastaba para convencerse de que su padre estaba en el lado justo. También, cuando oyó nombrar la calle de la Estrella vinculada con la palabra masón, le aclaró el misterio que siempre había tenido para él esa calle y confirmó sus sospechas de que algo clandestino ocurría allí. Recordó la mañana que hizo novillos cuando perdido en aquel barrio se encontró de repente en ella, sobresaltado al haber descubierto ese lugar y destapar involuntariamente un secreto al que por alguna razón tenía el acceso prohibido.

Un soldado, un guerrero era su padre, que había combatido en el frente y seguía conspirando contra un enemigo que Mario no acertaba a definir exactamente pero que comenzaba a comprender que también debía ser el suyo. Dentro de su cabeza se fueron reconstruyendo diferentes escenas vividas en las que, entonces, juzgó el carácter reservado de su padre pero que ahora, recreándolas en la distancia con el nuevo concepto que se estaba formando de él, le servían para comprenderle mejor y, al mismo tiempo, le ayudaban a justificar su abandono durante aquellos años en los que, añorando la figura paterna, le culpabilizó por ello. La culpa estaba lavada.

En el proceso de reconstrucción de esas etapas de su niñez, donde las huellas parecían borradas, las imágenes de la guerra civil que estaba aniquilando el país mientras él jugaba aparentemente inconsciente de la tragedia, aparecieron con una nitidez sorprendente, como si en verdad las hubiera vivido con toda su crudeza. Estaban grabadas muy dentro de él y por primera vez su memoria, extrayéndolas del pozo al que se arroja todo aquello que pueda dañar o causar un sufrimiento, las visualizó. Las carreras al sótano de la taberna entre gritos de pánico de la gente, con su abuela Encarnación y sintiendo los brazos de su madre protegiéndole en su regazo, que le sabía a pan tierno empapado en leche, ensordecido por el fragor de las bombas y llorando hasta encanarse del miedo que le producía tanto estruendo. El viaje al pueblo con sus abuelos Benito y Damiana en un tren abarrotado de maletas, bultos, soldados y personas con ojos de pupilas dilatadas, el olor del sudor de tanto cuerpo apelotonado, los piojos corriendo por sus cabezas. Las vendas teñidas de sangre rodeando el pecho de Jean Jacques y sus lloros el día que al entrar corriendo en la cabaña del monte, vio que ya no estaba, que se había ido para siempre y no podría subirse más sobre sus hombros para tocar las ramas de los árboles y cantar «le petit navire». Y el rostro preocupado de su queridísimo tío Facundo el día que huyeron del pueblo en aquel carro con su madre, también asustada, escondidos bajo la alfalfa, oyendo a lo lejos los fusilamientos que tenían lugar en la plaza.

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