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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (15 page)

BOOK: Los años olvidados
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El revisor vino a avisarle de que estaba llegando a su destino.

Un lugar en el que las montañas que lo rodeaban se veían tan cercanas que había quien llegaba a creer que podía tocarlas con las manos e incluso poder posar sus mejillas en las laderas para acariciarse en ellas y sentir al mismo tiempo la fragancia de las plantas. El engaño de tal percepción virtual no venía de las montañas ni tampoco de quienes caían en él al contemplarlas. Procedía de la magia de ese rincón abierto al cielo con profundas raíces en la tierra, que convertía en verdadera esa ilusión para regocijo del alma de aquellos que, sin escuchar el frío razonamiento de un cerebro de ciudad, ignorante de lo que ocurre en el campo, se dejaban envolver por el embrujo del entorno. Montañas vestidas de verde con tocado blanco en sus cumbres, mostrando el aspecto de imponentes madres protectoras de la aldea que crecía donde terminaban sus faldas.

Ángel y su padre, el señor Marcelo, le estaban esperando.

Montados en un carro tirado por un caballo percherón, no hacía falta abrir los ojos para tener la certeza de que el trigo estaba recién segado, que la tierra seca reclamaba al cielo que sus compuertas se abrieran o también para saber, aunque el sonido de su cencerro no estuviera columpiándose en el aire, que pasaban cerca de unas vacas que pacían perezosas en el prado, ni tampoco que unos pájaros libres volaban en bandadas dejando una estela de trinos al pasar, atraídos por el aroma que exhalaba la fruta madura que pedía ser comida. Con el rodar de las ruedas que al entrar en los baches les hacían botar en sus asientos, al compás del trote del caballo y escoltados por algunas moscas curiosas que se paseaban impertinentes por cara y pantorrillas sin pedir permiso a nadie, fueron desde la estación hasta la casa de su amigo. Luciendo un hermoso delantal atado con un gran lazo a su espalda y una expresión de afabilidad en su cara redonda y sonrosada como el sol de ese día despejado, que mostraba el carácter bondadoso de esa mujer, les esperaba en la puerta la señora Herminia, la madre de Ángel.

El recorrido fue corto o al menos así se lo pareció a Mario con su mano caída rozando con aparente descuido la de su amigo y la vista perdida entre los sarmientos de las viñas alineadas con regla y cartabón, o entretenido en observar con detalle, y así controlar sus impulsos, los rectángulos y cuadrados simétricamente trazados de las huertas que bordeaban el camino mientras el carro rodaba bajo hileras de olmos. Enseguida aparecieron, al mismo tiempo que los perros, las primeras casas distanciándose unas de otras cada vez menos a medida que avanzaban hasta que, ya juntas unas a otras, formaron una calle que les condujo a la plaza donde se detuvieron un momento para que bebiera agua el caballo.

Una iglesia con un enorme nido de cigüeñas en su campanario, el ayuntamiento enfrente, varias casas con balconada de madera sostenidas por soportales de piedra que abrían paso a otras calles y una pila en el centro que hacía las veces de abrevadero para las bestias por un lado y de fuente con un chorro gordo saliendo de su caño por el otro. Muy distinta de la plaza del pueblo de su madre y de sus abuelos en donde estuvo hasta que terminó la guerra. Allí, las misas, bodas y bautizos se celebraban en una ermita que había junto al cementerio, y la casa en donde vivía el señor alcalde sólo se distinguía de las demás porque era un poco más alta y porque tenía un balcón que cubría casi toda la fachada. La pila de la fuente estaba pegada a una pared y era tan grande que Mario debía verla entonces como una piscina pues, al menor descuido, se tiraba vestido y calzado en ella fingiendo haberse caído. El tío Facundo, cómplice silencioso de las travesuras de Mario, también fingía asustarse llevándose las manos a la cabeza con gestos exagerados para provocar las risas de su niño. Luego, con pasos y movimientos de brazos de un muñeco mecánico de cuerda, corría nervioso a sacarlo, le cogía en sus brazos y los dos terminaban empapados. Después se secaban al sol y se prometían no decir nada en casa. Aunque las vecinas que lo habían visto todo se encargaban de contarlo.

—¿De qué te ríes? —preguntó Ángel.

—De alegría. Estoy muy contento de estar aquí —contestó Mario saliendo de su nube. Era absolutamente sincero.

El Bizco, el Pulgas y el Caguetas eran los apodos de los amigos de Ángel en el pueblo. Sus verdaderos nombres habían quedado olvidados en la misma pila del bautismo, y si alguna vez alguien les hubiera llamado por ellos, ni siquiera habrían vuelto la cabeza. Eran unos muchachos de mejillas coloradas, piel tersa a punto de estallar, adherida al músculo y al nervio con brillo de barniz ennegrecido, un color ya instalado en sus genes después de varias generaciones de campesinos expuestos al sol de los veranos y a las nieves del invierno. La rudeza de sus maneras y tosquedad en su hablar eran la corteza y los nudos de unos árboles sanos lleno de savia y ramas frondosas con frutos escondidos.

Acogieron a Mario como a uno más de la pandilla y sintiéndose sabios maestros en lo referente al campo, le enseñaron a reconocer un cado para atrapar a un conejo o a un hurón, reptando juntos en manada, husmeando hierbas y matas con ojos de lince hasta descubrir la madriguera en donde, sin moverse y casi sin respirar, estaba escondido el pobre animal temblando. A trepar hasta la copa de una higuera, de un manzano o de un pino, sin quebrar ninguna rama, y desde allí ver los barrancos y los recodos del río al que Ángel le dijo que le llevaría una mañana para bañarse los dos. Y a cazar pájaros, subidos a una loma sobre la que las aves planeaban en su vuelo, haciendo silbar en el aire una caña: cuando acertaba a atizar un golpe seco a alguno, conseguían que cayera inerte. Aprendió a fabricar un cayado, a silbar a las ovejas y a los perros, a tirar con una honda y a bajar y subir con rapidez las tajaderas para llevar el agua hasta el sembrado. Un día fueron a la era y allí tuvo que poner él mismo los arreos al caballo aguantando las risas del Bizco, del Pulgas y del Caguetas y riéndose él también con ellos por no saber lo que era el bocado, la barriguera, el tirante o simplemente unas bridas. Cuando quedó enganchado el caballo, Ángel, subiéndose al trillo de un salto, animó a Mario a subir con él y, una vez arriba, le rodeó la cintura con un brazo atrayéndole contra su cuerpo hasta quedar encajados y le sujetó bien con sus muslos para evitar que cayera. Luego le puso en las manos las riendas, encima puso las suyas y conduciendo los dos como si fueran uno solo, comenzaron a dar vueltas a la era. El sonido del roce de las cuchillas establecía el compás del pensamiento de Mario:

«Corre, corre, galopa caballo, no ceses de galopar. Abanícame con tus crines, que muero de calentura. Un sol está cegando mis ojos. Otro, pegado a mi espalda, abrasa mi corazón y no puedo respirar».

Como en cualquier otro lugar, cuando, al atardecer, el día comenzaba a apagarse y el ocaso iluminaba las nubes, encendiéndolas con colores malvas y amarillos en un último intento de mostrar al mundo la inconmensurable belleza de la luz y mantener así ilusión y esperanza en la continuidad de la vida, las gentes del pueblo se recogían en sus casas, y al poco tiempo dormían apaciblemente en sus camas. Pero algunas veces ocurría que el sol, obedeciendo a una irresistible atracción de las mágicas montañas que vigilaban la aldea, se dejaba tragar literalmente por ellas y desaparecía de golpe en la profundidad de las simas sin dar tiempo a que sus rayos avisaran al cielo de su partida. La reina de las tinieblas hacía su aparición entonces prepotente, majestuosa, exhibiéndose con su inmenso manto negro salpicado de innumerables estrellas y un resplandeciente diamante blanco redondo como una luna en pleno apogeo. Las calles del pueblo se vaciaban de inmediato ante la llegada de la soberana y solamente podía verse alguna sombra furtiva saliendo de una cuadra, unas manos que descolgaban precipitadas la última prenda seca olvidada en el tendedero o la silueta asustadiza de hombre, mujer o niño, entrando rápidamente en su casa, puesta al descubierto un instante por el haz luminoso de la puerta entreabierta. Todo lo que se dejaba oír en ese respetuoso silencio en presencia de su tenebrosa majestad era sólo el mugido de una vaca, el bufido de alguna gata acosada en un tejado o el llanto de un bebé inmediatamente acallado.

Esas noches, propias para que brujas, gnomos o gigantes de tres piernas saliesen a pasearse por la tierra, noches urdidas en la fantasía del Bizco, del Pulgas y del Caguetas para romper la monotonía y encontrar emociones inventadas pero percibidas realmente, eran las escogidas para adentrarse en ellas y vivir sus aventuras. Ángel y Mario se unían entusiasmados haciéndose cómplices voluntarios del juego de sus amigos, y los cinco con los ojos brillándoles en la oscuridad corrían sigilosos guardando absoluto silencio para no despertar a nadie ni alertar a una de esas terribles criaturas imaginadas que pudiera estar agazapada en un rincón dispuesta a atacar. Asustados por el entorno creado y también de ellos mismos, al tropezar de improviso unos con otros llegaban a tener auténtico miedo, sobre todo el Caguetas.

En una de esa incursiones nocturnas, convertidos en ráfagas de viento sopladas por las montañas, penetraron por los surcos de un maizal y lo cruzaron removiendo tallos y hojas hasta producir el sonido de las olas del mar cuando acarician la playa. Llegaron a una zona despejada sobre la que se extendía una alfombra de guijarros que anunciaban la proximidad del río y una vez allí, mientras Ángel y Mario se encargaban de arrancar unas panochas, de limpiarlas y ensartarlas en unos alambres que traían preparados, el Bizco, el Pulgas y el Caguetas fueron a buscar ramas, hojas secas y sarmientos perdiéndose entre unos matorrales acompañados de aullidos de lobos y aullando ellos mismos. Apilaron la broza y le prendieron fuego. Después de un momento de chisporroteo con ruido de petardos explotando, que les hizo apartarse de un brinco para esquivar las chispas que les perseguían como estelas de cohetes sin control, comenzó la hoguera a elevarse. Cuando el fuego estaba ardiendo sin otra ayuda que la de sus propias llamas y ya se había formado un lecho de brasas, pusieron a asar las mazorcas sujetándolas con el alambre, pasando luego a comer, restregándolo por la boca, un maíz dulce y ahumado que les tiznó toda la cara. Al querer limpiársela con las manos comprobaron que la ennegrecían todavía más y, entre grandes carcajadas que el eco de la montaña repitió como si ésta fuera la que se estaba riendo de ellos, continuaron ensuciándose frente, nariz y mejillas extendiéndose el tizne con el dedo unos a otros hasta dibujarse auténticas pinturas de guerra de navajos, de
sioux
o del hombre del Neandertal. Sentados con las piernas cruzadas mirando el fuego, hipnotizados con el movimiento incesante de las llamas, no tardaron en entrar en un trance que les hizo ponerse en pie de un salto lanzando un gran alarido. Se despojaron de toda la ropa hasta quedar completamente desnudos y alzando los brazos primero hacia el cielo y señalando luego a la tierra comenzaron una danza alrededor de la hoguera emitiendo sonidos ancestrales. La luna iluminaba sus bellos cuerpos adolescentes danzando con gestos y movimientos de piernas que interpretaban los códigos de un ritual improvisado surgido del fondo de una memoria perdida en los confines del tiempo.

Mario, alucinado, disfrutando con lascivia de su propia desnudez y de la de esos faunos enloquecidos por el fuego y por el manto oscuro de la reina de la noche, no sentía su cuerpo y se dejaba llevar por la borrachera en la que su mente flotaba. Al otro lado de la hoguera vio a Ángel, con los brazos extendidos y unas hermosas alas blancas desplegadas, exhibiendo su hermoso cuerpo de efebo del que salían destellos de luz que le hacían brillar hasta casi poder verse en él. Suavemente, sin darse ningún impulso, con total ingravidez, empezó a elevarse muy despacio por encima de las llamas y allí emprendió el vuelo hasta llegar junto a Mario que miraba fascinado. Le izó con él para enseñarle a volar y juntos traspasaron las fronteras de la noche. Al otro lado la claridad no tenía horizonte. Volaban inmersos en la bóveda de un arco iris sin principio ni final que cambiaba el color de sus propios cuerpos cuando de la franja azul pasaban a la escarlata, a la verde, a la amarilla o a la naranja. Abrazados, dieron la vuelta a la luna, acariciaron las estrellas y desde esa altura de vértigo Mario miró hacia la tierra y allí vio al Bizco, al Pulgas, al Caguetas, a Ángel y a él mismo alrededor de la hoguera en una danza frenética.

El regreso a casa lo hicieron en silencio. Sólo el croar de alguna rana en una charca y el cri-cri de los grillos escondidos se imponía al ruido de sus pasos sobre la hierba.

A pesar de que la madrugada llevaba ya unas horas cubriendo de rocío las flores dormidas del campo, el sueño no había conseguido apoderarse de Mario. La excitación de esa noche de aquelarre no se había apagado con la hoguera y continuaba latiéndole a flor de piel, sin que diera la impresión de que fuera a desaparecer. Todos sus sentidos estaban tan despejados que los tenía por capaces de percibir cualquier mínima alteración del ambiente que le rodeaba e incluso llegar a traspasar otros niveles más sutiles. El sabor a trigo y a forraje mezclados con estiércol de vaca, del aire de la habitación, era más intenso que los demás días y cuando abrió la ventana, sabores a membrillo, a manzana y a tierra acompañados de aromas de lavanda, de espliego y de otras flores silvestres vinieron a enriquecerlo. Aspiró llenándose los pulmones y aprendiendo a conocer esa magnífica combinación de fragancias que nunca debería faltar en la composición del oxígeno de cualquier pueblo. El cuarto estaba junto al granero y con toda seguridad en algún tiempo había formado parte del mismo pues una gran tabla rojiza claveteada en el tabique contiguo, reforzada con varios maderos, unos cruzándola y otros en aspa, mostraba que ese hueco había sido tapado para ganar una nueva habitación. Un arcón con herrajes, un entredós y una cama de hierro muy alta con un orinal debajo eran los únicos muebles que la decoraban. Las paredes encaladas poseían una blancura más potente que la propia oscuridad y por la noche, con todas las luces apagadas, sin ni siquiera el resplandor de una vela y aunque alguna nube estuviese ocultando la luna, surgían como fantasmas mostrando su presencia. Es en ellas en las que Mario, mientras intentaba conciliar el sueño, comenzó a ver dibujarse un ángel y luego un arcángel a los que se unieron querubines y serafines hasta formar una gran legión que cubrió la habitación entera. Todos ellos eran sexuados y, desnudos, revoloteaban sin pudor por la habitación persiguiéndose unos a otros y encontrándose para entrelazarse con los brazos unas veces y otras con las piernas, de dos en dos o de tres en tres e incluso formando los eslabones de una auténtica cadena, entregados a las delicias del amor, risueños, divertidos, mostrando su pureza angelical en sus ojos gozosos, agradecidos de ese placer celestial y escuchando las trompetas, las arpas y las liras de algunos más que se habían acercado sentados en unas nubes. Mario les contemplaba con una plácida sonrisa complaciente y al descubrir que todos tenían un mismo rostro que enseguida reconoció, alargó la mano pidiendo ser incluido en sus juegos. Las sábanas le abrieron paso y en el mismo instante se encontró volando con ellos y sintiendo sus caricias que duraron hasta el alba. Su deseo había encontrado de nuevo refugio en la fantasía y por segunda vez en la misma noche, había volado con Ángel.

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