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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (18 page)

BOOK: Los años olvidados
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Esa tarde, en lugar de correr y perseguirse por el campo a ver quién llegaba primero como solían hacer después de pasar el ribazo, los dos caminaban en silencio. Ángel, ceño fruncido, cabeza agachada, cara demacrada por la preocupación. Mario, circunspecto, inquieto, sin saber a qué atenerse, ansioso por oír el relato de su amigo. Desplazaron la piedra que tapaba el agujero de la tapia y una vez dentro volvieron a colocarla en su sitio como nunca se olvidaban de hacer para dejar siempre oculta esa entrada que solo ellos conocían. O al menos eso pensaban. Cuando llegaron a la sala, Ángel fue sin dudarlo a la
cheslón
y se tumbó en ella. Mario acercó una silla, la única que no estaba rota, se sentó a su lado y tomó la mano de su amigo acariciándola con cariño. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, siempre estarían juntos. La estatua del criado negro les miraba desde su rincón.

Angel cerró los ojos y después de un suspiro comenzó a hablar.

El viernes por la tarde, estando en el recreo en donde los internos iban a jugar un partido antes de la cena, el Padre Salmerón se había acercado a Ángel.

—Don Antonio Blasco quiere verte. Te está esperando en el vestíbulo —le dijo.

Se extrañó. No imaginaba de qué podía querer hablar con él ese señor que un año antes había estado a punto de denunciar a su padre cuando le descubrió descargando unos sacos rescatados de las requisiciones de los inspectores de la Fiscalía de Abastos. No llegó a hacerlo porque, con el cinismo de un chantajista profesional, terminó convenciendo al señor Marcelo de que debía entregarle la mitad de las mercancías que traía del pueblo como tributo por mantener la boca cerrada y los ojos ciegos ante el gravísimo delito, le dijo, que estaba cometiendo. Repugnante manera de proceder, que no se limitaba a una acción aislada, para engrosar las existencias que guardaba en su oficina. Llevaba años metido en el estraperlo con la impunidad que confiere el sentirse protegido por la mismísima Guardia Civil en pago a servicios prestados. Don Antonio, además del estraperlista que siempre fue, había pasado de ser un simple confidente de la policía dedicado a señalar los posibles sospechosos que inmediatamente eran detenidos con motivo o sin él, a convertirse de manera oficial en un auténtico agente con derecho a llevar pistola y esposas. El celo que ponía en su misión, su odio manifiesto por todo aquello en donde pudiera apreciarse la más mínima oposición al régimen o el quebrantamiento de las normas establecidas por la dictadura, la sonrisa sádica que le aparecía viendo el sufrimiento de quien era interrogado, su actitud prepotente e inexorable ante cualquier petición de clemencia, le habían hecho ganarse el sobrenombre de «el Bicharraco», pero también la confianza más absoluta de las autoridades que veían en él un cómodo brazo ejecutor para depurar la ciudad, comentaban entre ellos copiando las consignas nazis, de todas esas ratas que se hacían pasar por ciudadanos honorables. «No todos los rojos murieron en la guerra», decía, justificando así su ensañamiento. Trabajaba de forma independiente, lobo solitario, cazador furtivo. Merodeaba por calles y plazas como una alimaña buscando su presa, indagaba sin descanso entregado a su labor con auténtica vocación, y hasta no haber recopilado todos los datos, hasta no tener bajo control a los testigos, verdaderos o falsos, dispuestos a echar por tierra la coartada de la pobre víctima, no presentaba su trabajo de investigación a su jefe. Minucioso, perfeccionista, orgulloso de su labor, exhibía nombres, fotos, citas, fechas e incluso conversaciones que se había aprendido de memoria tras estar camuflado cerca de los sospechosos y que luego transcribía con el conjunto de pruebas en un cuaderno negro que siempre llevaba en su cartera. Su trabajo se había convertido en tal obsesión que pasaba horas urdiendo listas, muchas de ellas solamente surgidas de su mente errante. Entre la población se había creado una especie de leyenda negra sobre este personaje sin que nadie supiera cómo era físicamente, pues una de sus estrategias fue que su imagen nunca apareciera en periódicos o revistas. Solamente se daban a conocer sus detenciones espectaculares y las penas ejemplares impuestas, dando pie a que todo el mundo comentase anécdotas de ese agente, mano derecha y mano de hierro del gobernador, que se había convertido en la espada de Damocles de quienes sabían que un día podrían estar en su punto de mira.

—Vamos a esa sala de visitas —dijo cuando Ángel llegó.

Entraron en el cuarto de puertas acristaladas. Arrastró una silla hasta el centro de la habitación sin preocuparse del sonido estridente que produjo al rechinar sobre las baldosas.

—¡Siéntate! —ordenó, con la autoridad de quien le gusta mandar y por supuesto ignorando los modales.

Ángel obedeció asustado. Ese hombre le daba miedo. Las pocas veces que le había visto había sido en los actos oficiales del colegio con su hijo Pedro Blasco y algún domingo cargando sacos en la casa-almacén, ayudado de forma humillante por su padre que debía aguantar la extorsión sin poder protestar. Pero nunca habían hablado. Únicamente recordaba que un día, mientras arrastraba una garrafa de aceite hasta su coche, le dijo: «¡Estás muy fuerte muchacho! ¡Tienes muslos de futbolista!», pero él no había contestado. Salió corriendo en dirección a la Quinta Julieta donde Mario le estaba esperando.

Miró a Don Antonio. Pero en la peculiar mirada de Ángel, la de sus risueños ojos entornados, no aparecía ese seductor gesto burlón tan apreciado por Mario. En ese momento manifestaba desconfianza, odio oculto, rechazo, aversión.

Los años no habían arreglado ni el cuerpo flácido ni la boca deforme de Don Antonio Blasco Molinero. Al contrario. Mantenía su delgadez pero su estómago se había hinchado y le colgaba desmadejado por encima del pantalón. La palidez de su cara se había adornado de pequeñas venas de color rosa como las que aparecen en las visceras expuestas en las casquerías y sus labios babeaban constantemente sobre todo el inferior que ya se le había quedado definitivamente adherido a la barbilla. Su mirada había perdido toda expresión. Fría, hueca, sin sentimiento, sin vida. Glacial como la de un verdugo.

Se paseó alrededor de la silla en donde estaba sentado Ángel dando varias vueltas sin dejar de mirarle. Luego aproximó su cara a la del muchacho.

—Yo lo oigo todo, lo veo todo, lo sé todo —le susurró al oído, en un tono opaco que no aclaraba si lo que decía era intimidación o simplemente jactancia. En cualquier caso no dejaba dudas de la paranoia que padecía ese hombre, manifestada tanto en sus presuntuosas afirmaciones como en la ridicula actitud adoptada frente a un chico de dieciséis años.

El exceso de saliva que siempre circulaba por su boca salpicó en sus dientes al pronunciar esas palabras humedeciendo la oreja de Ángel. Este hizo amago de limpiársela con la mano pero desistió de inmediato pues la repugnancia de sentir esa saliva en sus dedos fue mayor que la de dejarla escurrir por su lóbulo. Al inclinar la cabeza hacia un lado en un intento vano de secarse la oreja en el cuello de su bata de colegial, vio a Don Antonio sacando de su cartera un cuaderno con tapas de cartón negras. Una vez en sus manos, lo acarició varias veces como el avaro acaricia sus tesoros o como el creador se extasía con su obra. Luego lo abrazó contra su pecho en un gesto amoroso, satisfecho de sí mismo por haber tenido un día la brillante idea de haberse inventado esos cuadernos que tanta fama habían conseguido como disgustos causado. Durante unos instante, permaneció así sin percatarse de su patético y grotesco comportamiento.

—Toma. Quiero que leas atentamente lo que hay escrito aquí —le dijo saliendo de su arrobamiento.

Ángel lo abrió. Inmediatamente quedó desconcertado al leer en la primera página, en letra redondilla cuidadosamente trazada, el nombre completo de su padre con lugar y fecha de nacimiento, la dirección del pueblo así como la de la casa-almacén, el cuartel en donde hizo el servicio militar, el destacamento al que fue destinado durante la guerra, las enfermedades padecidas y los viajes realizados a la capital. Una ficha completa. A continuación, en unas columnas, figuraban las cosechas recolectadas por su padre en los últimos cuatro años y las obligadas requisiciones de los delegados de la Fiscalía de Abastos. Comparándolas, en la hoja siguiente, con todo lo realmente cosechado por el señor Marcelo, especificado al detalle, podía apreciarse que había mentido a los inspectores al haber omitido una parte y este engaño aparecía dentro de un recuadro en el centro de la cuartilla, para resaltar la falta y señalar la denuncia. Con tinta roja y letra bastardilla se precisaba con asombrosa exactitud la recolección verdaderamente efectuada cada año, las arrobas de trigo que molía en la piedra al amparo de la noche, el lugar en donde escondía los sacos, los medios utilizados para transportar la harina, las alubias, el aceite o los garbanzos hasta la casa-almacén y también los nombres y domicilios de las mujeres que compraban sus productos. Una acusación en toda regla que podía acabar con su padre en la cárcel. Tal minuciosidad en los detalles olía a venganza calculada. Parecía increíble tanta información que suponía la intervención de muchos confidentes y gran pericia por parte de Don Antonio quien, por supuesto, nada decía en su cuaderno de la parte que él se adjudicaba.

Ángel cerró los ojos. No quería ni pensar lo que podría ocurrir si se llegaba a saber lo que él acababa de leer. Sería desastroso. Le vino a la memoria la noche que oyó hablar a sus padres en la cocina y sobre todo a su madre sollozando asustada cuando se llevaron preso a un vecino del pueblo cuyo fraude habían descubierto. Ya veía a su padre en presidio. Tal pensamiento le llenó de congoja, el latido de su corazón se desplazó para golpear también sus sienes y una opresión en el pecho le cortó un momento la respiración. Sintió que iba a marearse. El cuaderno cayó al suelo.

—¡Recógelo! —ordenó con frialdad Don Antonio, pero sin poder reprimir que apareciera en sus ojos un regocijo perverso al ver que el efecto esperado se había producido—. Aún no has terminado de leerlo todo —agregó, con una amabilidad que aparentaba ser complaciente.

No quería agacharse, no quería volver a tocar ese cuaderno, no deseaba leer nada más. Quería rasgar todas las hojas que había leído y si pudiera hacérselas tragar una a una a ese demente, a ese hombre miserable y traidor que pretendía aniquilar a su familia con esas acusaciones. Las lágrimas buscaban inundar sus ojos pero se contuvo apretando con fuerza los dientes para evitar que le viera llorar. Deseaba salir corriendo, llamar a su padre, verle, abrazarle, avisarle del peligro y que se pusiera a salvo. Pero se sentía indefenso.

Volvió a abrir el cuaderno negro. Pasó las páginas ya leídas. Escrito con mayúsculas con el mismo estilo de letra e idéntico esmero en el trazado que la escritura anterior, lo que indicaba placer en la ejecución, aparecía en lo alto del folio el nombre completo del padre de Mario. Ángel se sorprendió. Conforme fue leyendo, pasó de la sorpresa al asombro cuando se enteró de que Don Carlos era republicano, un rojo como se especificaba con tinta de ese color y un tamaño de letra que ocupaba casi la hoja entera y por «si no fuera bastante» (así decía el escrito) también masón. Se enumeraban una serie de documentos falsificados y las fechas de unas reuniones clandestinas en la calle de la Estrella n° 7 a las que acudía regularmente. El informe todavía no estaba completo, pero los cargos expuestos ya eran por sí mismos gravísimos y de consecuencias tan tremendas que Ángel olvidó por un momento el problema de su padre y su amigo Mario pasó a ocupar todos sus sentimientos y preocupación.

Por más que le daba vueltas, su razonamiento no llegaba a una conclusión satisfactoria que le aclarara por qué Don Antonio le estaba enseñando ese cuaderno, causándole semejante disgusto. Haberle obligado a leerlo demostraba que esa persona tenía una mente retorcida, malvada, enferma, a no ser, quiso creer ingenuamente, que hubiera sido con la intención de ponerle al tanto antes de ejecutar las denuncias y que así él tuviera tiempo de dar la voz de alarma. Pero de pronto, el corazón le dio un vuelco al pensar que el hecho de que Don Antonio hubiera venido al colegio para mostrarle esas denuncias contra su padre y, sorprendentemente, también contra el padre de su amigo, no debía ser casual. Daba a entender que de algún modo conocía la existencia de su relación con Mario y pretendía asustarle o quizá amenazarles. Este pensamiento incrementó su zozobra.

—También podía haber escrito algo sobre ti y tu amiguito —dijo como si estuviera leyendo el pensamiento de Ángel—. Os vi una tarde a través de la ventana de la casa-almacén de tu padre, entrelazados como dos culebras sin parar de sobaros el uno al otro. ¡Putitas! ¡Una mosquita muerta tu querido amigo Mario, haciéndose pasar por una virgen ofendida todos estos años!

Ángel creyó que ahora sí su cabeza iba a estallar. Indignación, vergüenza, impotencia, deseos de gritar, de insultar a ese violador de su intimidad y arrojarle a la cara toda su rabia, todo su desprecio. Pero también, vértigo, ante el temor de que sus relaciones con Mario salieran a la luz. Imaginar las consecuencias le hacía sentirse morir. Quería desaparecer.

—¡Ya te lo había dicho! ¿No te acuerdas? Yo lo oigo todo, lo veo todo, lo sé todo —continuó, sonriéndose a sí mismo con engreimiento—. ¿Sabes por qué te he dado a leer este cuaderno?

Un Padre apareció en el corredor que atravesaba el vestíbulo, miró hacia la sala de visitas, inclinó la cabeza saludándoles al pasar y siguió su camino.

Don Antonio devolvió el saludo falseando una sonrisa.

—¡Vamos a la capilla! —dijo cuando el Padre desapareció—. A estas horas no hay nadie. Tendremos más intimidad.

La puerta principal de la capilla del Colegio estaba frente a las salas de vistas. Al abrirla, sus goznes emitieron un gemido. La lamparilla del Sagrario y unas velas encendidas a punto de consumirse delante de la imagen de la Inmaculada difuminaban la tenue luz del día que todavía se esforzaba en entrar por las vidrieras a esa hora de la tarde, inundando la capilla de una penumbra que incitaba al recogimiento. Todavía podía respirarse el humo del incienso quemado durante la novena.

El ruido hueco de sus pasos rebotó en las paredes mientras avanzaban por el pasillo formado entre las hileras de bancos vacíos situadas a ambos lados. Entraron por una de ellas y Don Antonio se sentó, pero obligó a Ángel a arrodillarse en el reclinatorio junto a él.

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