Read Los años olvidados Online
Authors: Antonio Duque Moros
Los dos guardaron silencio.
Bajó del coche y abrió el maletero.
—Lo primero de todo quiero que subáis estos sacos y los dejéis en el despacho junto al armario que hay allí. Mario ya sabe dónde, no creo que lo haya olvidado —se rió buscando complicidad en el muchacho, pero no hubo respuesta—. Yo mientras tanto iré descargando lo demás en el portal. Tomad las llaves del piso.
Ángel y Mario cogieron un saco entre los dos. La penumbra envolvía la escalera haciendo que tuvieran que ir con cuidado para no tropezar con los escalones, pero el silencio que reinaba hacía que sus pasos resonaran más de lo normal. Así lo creyeron ellos y a partir del segundo piso continuaron subiendo casi de puntillas para evitar hacer ruido. Ningún vecino tenía que percatarse de su presencia. En el rellano del tercero se detuvieron un momento. Dentro de una casa se oyó el llanto de un niño llamando a su madre. Esta, corriendo por el pasillo, daba la impresión de que se dirigía a la puerta de entrada. Si la abría se iban a encontrar frente a frente. Como dos linces y como si el saco fuese una pluma, saltaron cuatro escalones de una vez y continuaron así hasta el quinto piso.
Mario observó que la oficina no había cambiado a no ser por el desconchado y humedad de las paredes, todavía pintadas del mismo verde, mucho más acentuados que cuando él la conoció. Los muebles eran los mismos. Envejecidos y sin alma, seguían absurdamente inclinados hacia un lado adecuándose al desnivel del entarimado. El sofá en el que tuvo que sufrir el ataque de Don Antonio allí estaba también, con más brillos y manchas inconfesables. Y el gran armario que debía convertirse en protagonista principal aparecía más imponente a sus ojos. La atmósfera del piso estaba repleta de olores rancios, seguramente incrustados siempre en ella, jamás filtrados, que causaban repulsión. Se respiraba la frialdad de ese lugar inhóspito en el que nada invitaba a quedarse.
Llegaron cansados, pero su plan comenzaba ya. Inmediatamente entraron en acción para cumplir la primera fase de lo pormenorizado esa misma mañana cuando, después de la misa del colegio, se habían reunido en la arboleda cercana al río. Nada más dejar el saco a la puerta del despacho, los dos comenzaron a correr por el pasillo, igual de lóbrego que antes, abriendo puertas, penetrando en las habitaciones, revolviendo cajones, armarios, también en el cuarto de baño hasta que, por fin, al entrar en la cocina, encontraron bajo la pila del agua una caja de madera llena de herramientas. Eso era lo que buscaban.
—Aquí está —dijo Mario—. Vamos ahora a por el otro saco antes de que se pregunte por qué tardamos tanto.
Casi extenuados, bajaron la escalera saltando de dos en dos los escalones. Cuando llegaron sudorosos al portal, Don Antonio seguía descargando sin muestras de impaciencia. Cogieron el segundo saco y volvieron a subir.
Esta vez fueron directamente a la cocina y comenzaron a revolver entre todo lo que había en la caja: tenazas, llaves inglesas, limas, cables, abrazaderas, clavos, válvulas, martillos, tornillos, palancas, codos, alicates, y un sinfín de herramientas más metidas allí. Escogieron un martillo y una palanca, y regresaron rápidamente al despacho. Ángel fue al lado derecho del armario y echó cuerpo a tierra. Introdujo con mucho cuidado la parte plana de la palanca por un espacio que había junto a la cuña y pidió luego el martillo a Mario.
—¡Date prisa! —dijo éste, nervioso.
Ángel, concentrado en lo que estaba haciendo, no respondió. El sudor cubría su cara. Conteniendo la respiración comenzó a dar pequeños golpes con el martillo a la palanca que poco a poco se fue introduciendo por debajo del armario, levantándolo ligeramente. Se oyó un crujido pero no se movió. Dejó ahí metida la palanca para que sirviera de soporte. Ahora era mucho más fácil sacar la cuña. Bastaba con tirar fuerte de ella.
La segunda fase del plan había concluido.
—Creo que ya está todo a punto —comentó Ángel levantándose.
—Sí. La operación está en marcha. Crucemos los dedos para que salga bien y ven a darme un beso para desearnos suerte —replicó Mario.
Se abrazaron. Cada uno pudo sentir temblar el cuerpo del otro. Esta vez, no lo provocaba la pasión.
—¡Vámonos ya, nos hemos entretenido demasiado tiempo y puede sospechar algo! —dijo Ángel rompiendo el abrazo.
Don Antonio esperaba en el portal con unas botellas de aceite y unos paquetes.
—¡Qué lentos vais! Nadie lo diría en chicos tan jóvenes. Cómo se nota que no estáis acostumbrados a trabajar. Bueno, ya solamente queda esto. Entre los tres podemos subirlo. Luego tendremos toda la tarde para disfrutar del descanso. —De nuevo mostró su sonrisa sin importarle un hilo de baba que le colgaba del labio.
Mario cogió los paquetes. Ángel y Don Antonio cargaron con las botellas.
Al llegar al piso, dejaron todo en el despacho junto a los sacos y Don Antonio se fue a su cuarto a dejar su chaqueta y la cartera. En cuanto se fue, Mario se puso del lado del armario en donde habían puesto la palanca para ocultarla con su cuerpo y que al volver no la viera. Ángel le miró mostrándole que estaban juntos y que iban a apoyarse hasta el final. Permanecieron en silencio. Mario le devolvió la misma mirada de ánimo pero en los dos se notaba el miedo que no les abandonaba y que a cada instante que pasaba se apoderaba más de ellos.
Don Antonio apareció con una escalera de mano que dejó junto a la puerta del despacho. Luego abrió de par en par las puertas del armario. Se quedó mirando.
—Ayudadme a llevar los sacos a la cocina. Aquí no caben. Sólo podremos meter los paquetes y colocar las botellas en las estanterías de arriba —dijo examinando los huecos que quedaban libres.
Él cargó con un saco mientras Ángel y Mario llevaban el otro entre los dos. Al volver, les dio un par de palmadas en el trasero cuando iban por el pasillo.
—Tranquilos. ¡Ya falta poco! —volvió a reír él solo.
De nuevo en el despacho, colocaron entre los tres la escalera de mano apoyándola con cuidado en las mismas estanterías del armario.
—Alguien tiene que subirse mientras los otros le dan las botellas. Los paquetes los dejaremos para el final. ¿Quién va a ser? —preguntó Don Antonio, mirándoles a ver quién de ellos se decidía.
Al no obtener respuesta, continuó, buscando ser amable para ir preparando su terreno:
—¡Vaya par de ayudantes! ¡En el colegio deberían enseñaros también estas cosas! De acuerdo, subiré yo. No quiero que os canséis ahora, ya tendréis tiempo de cansaros luego y de forma más placentera, ¿no creéis?
Cada vez que insistía en sus insinuaciones, volvía a producirse su excitación y también los picores en su sarpullido. Dio un resoplido para ver si expulsando el aire con fuerza se calmaba por un momento su acaloramiento y siguió hablando:
—De todas formas, no ibais a saber poner las botellas en el orden que yo quiero. Cuando las cosas no están cada una en su sitio viene la confusión, es el caos, como en la vida. Por eso es tan importante el orden y tan nocivo el desorden.
Encantado de sus reflexiones y habiéndose sosegado un poco de sus ardores, subió por la escalera con una de las botellas.
—Ángel, tú me irás pasando las que quedan y Mario se encargará luego de meter los paquetes en los cajones —dijo repartiendo la tarea entre los dos.
Mario retrocedió, yendo a la parte derecha del armario. Allí se agachó como si estuviera buscando algo. Y así era. Su mano trataba de encontrar, a ciegas, la cuña.
Don Antonio ya había colocado tres botellas en el estante más alto y buscaba un sitio para la cuarta. Mario se tumbó en el suelo y, con igual firmeza que los dientes de un perro cuando hace presa, agarró con una mano la cuña y con la otra la palanca. Su cerebro bullía. Se daba cuenta de que estaba a punto de acabar con el ser que pretendía destrozar a su padre y era consciente de que en ese instante crucial de su vida, él era el factor que podía dar un vuelco a la situación. Poco importaban las circunstancias que le habían llevado hasta ahí. Semejante responsabilidad le hizo sentir verdadero pánico y la duda de ser capaz de llegar hasta el final se cruzó por su mente. Miró hacia arriba. Sólo Ángel estaba pendiente de él. Aunque también asustado, su mirada infundía valor para seguir adelante. Respiró. Con el aire que entraba a sus pulmones sintió que se llenaba de una fuerza especial, muy superior a la suya natural, aunque también le invadió un nerviosismo que le producía sacudidas incontroladas. Todo su cuerpo, en ese momento, era pura energía necesitada de exteriorizarse. Dejó que se manifestara concentrándola en su acción cuando, decidido y tensando sus músculos, tiró fuertemente hacia él de la palanca y de la cuña al mismo tiempo. Sus uñas se rompieron y sus manos se hirieron.
El armario al no tener el apoyo que le mantenía derecho, se venció hacia el lado donde estaba su soporte dejándose oír un golpe sordo y así se quedó igual que los demás muebles. Ahora todos tenían la misma inclinación. Pero no se derrumbó como Mario y Ángel habían previsto. El ruido del armario resonó confundido con los truenos que venían de la calle y enseguida se apagó. Un gran silencio. Mario y Ángel aterrorizados. A Don Antonio no le había dado tiempo de reaccionar. Fueron dos segundos o quizá cuatro aunque, para ellos, eternos. Pausas insignificantes para un espectador que parecían haberse quedado suspendidas en el tiempo. En realidad todo sucedió casi simultáneamente. Fue así:
Al retirar Mario los soportes, el armario se volcó naturalmente hacia el lado donde antes tenía el apoyo y se quedó en esa posición, inclinado pero sin caerse, contradiciendo lo que ellos preconizaron que ocurriría. Don Antonio, que estaba a punto de poner una botella en su sitio, al sentir el movimiento del armario, primero se sobresaltó, luego una terrible duda le traspasó la mente como un rayo cuando vio la cara de Mario tendido en el suelo y a esto le siguió un momento de vacilación que correspondió precisamente a esos angustiosos segundos que cada uno sintió a su manera. Casi de inmediato su instinto le llevó a agarrarse a la estantería para no caer pero el desplazamiento del armario venciéndose hacia un lado al habérsele retirado la cuña, hizo que su cuerpo se venciera también en la misma dirección. Esto le desniveló por completo y su mano insegura fue deslizándose por toda la repisa haciendo caer botellas mientras buscaba desesperadamente una sujeción que no encontraba. La escalera en donde estaba subido siguió idéntica trayectoria y, como él, fue escurriéndose por el armario hasta que el propio peso de Don Antonio la desequilibró haciendo que ambos cayeran estrepitosamente arrastrando en la caída parte de lo almacenado en los estantes. Al desplomarse, Don Antonio chocó con su cabeza contra la esquina de la mesa del despacho y rebotó golpeándose una vez más en la silla del visitante que también acabó por el suelo. Apoyado en tan incómodo cabecero, su cuello desnucado quedó reposando en el respaldo de la silla caída y su cuerpo inerte, que tumbado parecía el de un gigante, ocupando media habitación. Ni siquiera le había dado tiempo de gritar. Las botellas seguían cayendo sobre él.
Durante varios minutos el silencio fue total. Ni el más mínimo ruido. Sólo la lluvia azotando furiosa los cristales de la ventana.
Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Tampoco se movieron. Permanecieron quietos, mudos, con los ojos muy abiertos temiendo que de un momento a otro Don Antonio pudiera aún levantarse. Pero no daba señales de vida. Estaba muerto.
Mario, que todavía seguía en el suelo con la palanca y la cuña en sus manos, decidió ponerse en pie. Se fue acercando muy despacio hasta el cuerpo y se quedó mirándolo fijamente. Luego se arrodilló y le observó de cerca, no sólo con curiosidad sino estudiándolo. Era asombroso lo enorme que parecía tendido en el suelo. Pero aunque ese detalle le llamó poderosamente la atención, anteponiéndose incomprensiblemente a otros mucho más impresionantes, no dejaba de ser una observación superficial inicio del análisis que continuó haciendo. Después de recorrer todo el cuerpo, su mirada se detuvo en el rostro de Don Antonio. Ojos y boca abiertos no habían perdido el estupor que debió producirle comprender lo que estaba sucediendo. Mario le examinaba con una aparente frialdad que sorprendió a Ángel, que se asomaba por detrás del sofá a donde había saltado al mismo tiempo que la escalera y Don Antonio se precipitaban al suelo.
—¿Está…? —susurró sin atreverse a terminar la frase.
Mario no le oyó. Circunspecto, no apartaba su mirada de ese hombre, ahora muerto, que inexplicablemente había sido tan importante en su vida. Se preguntaba sin encontrar la respuesta, qué hados, corrientes cósmicas, desconocidas entidades, energías incontrolables o dioses manejando los hilos de la fatalidad habían hecho que Don Antonio se hubiera cruzado en su camino. A los doce años, en aquel tranvía, le hizo descubrir con su acoso esa parte latente de su ser que aún no había aflorado: la realidad de su condición sexual. La segunda importante intervención de ese hombre atravesándose en su destino fue el chantaje que les hizo con las acusaciones y denuncias plasmadas en el cuaderno negro que le sirvieron para conocer realmente a su padre y recuperarlo. En ambos casos su acción negativa tuvo para Mario un efecto positivo. La idea de matarle y las reflexiones que siguieron a semejante insospechado pensamiento le habían cambiado también su forma de ser de adolescente. Y el hecho de estar ahí, en su despacho, el mismo día de su muerte y el haber participado en ella, le hacían preguntarse sobre el porqué de esas injerencias tan trascendentales en la vida del uno en el otro. No creía que el azar hubiese organizado tales situaciones. Quizá, se dijo, existe un espacio en el que las ondas que los cuerpos emiten se unen, chocan o se entrecruzan, y es ahí donde todas las cosas suceden. Tampoco semejante ocurrencia le aclaró nada. No encontraba explicación a sus especulaciones y aunque, sencillamente, todo fuera fruto de la mera casualidad, sí estaba seguro de que nunca podría olvidarle. Estaba muerto, pero las vivencias que había tenido con él seguirían existiendo. Por eso le miraba con gravedad, y hasta le pareció percibir en ese momento cierto respeto. Había dejado de juzgarle. Ese hombre siempre estaría presente en una parte de su vida.
Sintió la necesidad de despedirse. Inclinó la cabeza, y le besó en la frente.
—Pero, ¿qué haces? —exclamó Ángel horrorizado.
—No lo sé. La vida es muy extraña —contestó, sin haber salido todavía de su ensimismamiento.