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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (26 page)

BOOK: Los años olvidados
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—Así es —se apresuró a decir Servando—. Por eso estoy aquí. Yo no sé lo que se encontrará en los archivos que durante toda la noche van a desempolvar. Tampoco estoy seguro de que tu nombre o el de alguno de tus amigos con los que te reúnes en la calle de la Estrella no aparezca por algún sitio.

Carlos frunció el ceño. Su mirada se interiorizó para analizar con los ojos de la razón la gravedad de la situación. Estaba de acuerdo con lo que decía. Aunque en un principio calcularon los riesgos que corrían con sus reuniones, el secretismo pactado y la máxima discreción con la que obraban les había hecho creerse invulnerables. Quizá fueron demasiado optimistas y habían excedido su confianza en la suerte.

—¿No te estás comprometiendo demasiado viniendo aquí? ¿Y si llegan a enterarse de algo?

—No te preocupes. Un policía secreta tiene acceso libre para entrar o salir por donde le plazca. Una prerrogativa imprescindible para poder llevar a cabo sus pesquisas y que me permite estar ahora con vosotros sin necesidad de justificar mi presencia. —Luego, Servando continuó con su argumentación—: Tú sabes bien que Don Antonio te tenía en su punto de mira. No dejaba de vigilarte y, aunque hasta ahora nada había sacado en limpio, todos sabemos que era un zorro paciente, mudo hasta no tener pruebas conclu- yentes. ¡Quién sabe lo que había averiguado! El cuaderno negro que presentaba cada mes aún no ha aparecido. Su cartera de mano la tienen en Comisaría pero curiosamente, a pesar de estar cerrada con llave, no se ha encontrado nada en su interior. Creen que quien lo mató se lo llevó y no van a parar hasta encontrarlo.

Mario cada vez se encogía más en su asiento.

—¿A dónde quieres llegar? —preguntó Rosa, preocupada con los razonamientos de Servando.

—Tienes que desmantelar ese piso hoy mismo, sin falta —contestó dirigiéndose a Carlos—. Debes anticiparte ante la posibilidad de que aparezca algún documento que pudiera comprometerte. No puedes esperar más. No hay tiempo. Mañana podría ser demasiado tarde.

—Es cierto. Voy a ponerme en movimiento inmediatamente pero antes debo avisar a los demás para que acudan. Telefonearé desde el bar —afirmó, convencido de lo que le decía Servando.

—Yo quiero ir contigo —dijo Mario con decisión saliendo de su aturdimiento.

Todos le miraron asombrados.

Carlos fijó sus ojos en los de su hijo con gesto interrogante, sin creerse aún que fuera él quien había hablado ofreciéndose a acompañarle. Nunca lo hubiera imaginado. Le quería, pero haberse perdido unos años de su infancia a causa de la guerra le había hecho coger un retraso en su afecto. No se había detenido a conocerle profundamente, simplemente se había limitado a verlo crecer. Observándolo ahora, se recriminaba de no haber reparado en cómo había evolucionado ni en la entidad que había adquirido. Gratamente sorprendido por este descubrimiento, apreciaba su intervención inesperada y ese aplomo con el que le sostenía la mirada. Mirándole él también como nunca hiciera antes, penetró en su interior descubriendo con sorpresa que su hijo ya no era el niño que él creía seguía siendo. La madurez de su expresión lo confirmaba.

Al tiempo de sus reflexiones, en algún lugar muy íntimo de su ser brotó desbordándose un sentimiento de padre que no recordaba haber experimentado antes con tal intensidad, quizá cuando lo cogió en sus brazos el día que partió al frente. Esta emoción le reconfortó pero, a la vez, le oprimía el corazón. Sin apartar la vista de Mario afirmó con gran seriedad y de manera solemne:

—Ya eres un hombre. Nada se te debe ocultar. Tienes derecho y obligación de enterarte de lo que todavía ignoras. Así aprenderás a discernir y a ser libre. Un día tú serás también uno de los nuestros. Sí, vendrás conmigo.

Los grandes ojos de Rosa brillaron quizá por unas lágrimas que humedecieron un momento el iris, absorbidas de inmediato por el lacrimal. No quería llorar. Se sentía orgullosa de su hijo. Había salido a sus padres. Una gran sonrisa iluminó su cara y fue a abrazar a Mario.

Fina les observaba en silencio. Servando apreciaba el coraje de ese muchacho, una valentía que si él la hubiera tenido a sus años su vida habría sido muy diferente. Intervino.

—Creo que es una buena idea. Yendo con tu hijo nadie puede sospechar lo que vas a hacer.

Las emociones de Mario, ininterrumpidas desde hacía una semana, se hacinaron todas de golpe en su pecho sumándose a las que le producían las palabras de su padre. No sabía si iba a poder aguantar tanto.

Carlos y Mario, orgullosos el uno del otro, sintiéndose mutuamente padre e hijo con plena consciencia y satisfacción de serlo, como si hasta aquel momento ese hubiera sido un sentimiento inasequible para ellos, caminaban juntos cogidos de la mano con la fuerza de quien agarra algo que no quiere volver a perder.

Mientras su padre telefoneaba en el bar, Mario, tomándose una gaseosa, reflexionaba sobre los numerosos acontecimientos ocurridos y los estados de ánimo por los que había pasado y que aún continuaban apoderándose de él. No había asimilado las convulsiones que estaban agitando su vida, pero comprendía que se había efectuado un cambio importante en su interior. La muerte de Don Antonio, para la que encontró justificación antes de que sucediera, no le creaba problemas de conciencia. Se daba cuenta de que mucha gente más la deseaba y eso le hacía sentirse un héroe aunque ignorado. Si no les descubrían, ellos evidentemente tampoco iban a revelarlo. Estar ahora con su padre, solos los dos como había soñado, acompañándole a esa casa que siempre había sido para él un misterio, conocer y participar por primera vez en algo clandestino le excitaba y hacía emerger en su ser un coraje y también unos ideales que aún estaban por forjarse.

Para llegar a la parada del tranvía utilizaron otra ruta diferente de la habitual. Quizá, pensó Mario introduciéndose en su fantasía, para confundir a alguien que les pudiera estar observando. Como dos espías. Esto le excitó, aunque posiblemente estaba en lo cierto. Se desviaron por la calle del Fantasma de Doña Milagritos, una profesora de piano solterona por su edad, que un día accedió dar clases a un hermoso joven que se presentó en su casa, ante el que quedó fascinada. No llegó a establecer el compás del primer solfeo, pues el apuesto mancebo la sedujo y el mismo día la abandonó. Ella, sentada en el sillón de su recibidor esperó hasta dejarse morir la llegada de su amado, que jamás volvió. Su fantasma seguía esperando. La mayoría de los vecinos y algunos curiosos que venían a mirar la casa decían ver a Doña Milagritos tras los visillos de su ventana. Mario un día la vio.

Al llegar a la calle de la Estrella ya les estaban esperando. Entraron en un salón con un suelo de losas blancas y negras como un tablero de ajedrez y un techo con la noche plasmada en él cuajada de estrellas con el sol y la luna vigilantes en la pared del fondo. Mario miraba curioso y sorprendido con un inexplicable sentimiento de respeto. Quizá se lo provocaba la atmósfera que flotaba en esa habitación. Todos los asistentes, hombres de ojos bondadosos empañados de pesadumbre, se cogieron de las manos formando un círculo cerrado. Mario, incluido también en esa cadena formada, recibió la descarga de una fuerza poderosa de fuente desconocida para él y escuchó palabras de un profundo significado que escapaba a su entendimiento pero que nunca se le olvidarían. Estaba asistiendo a un último ritual improvisado, iba a ser testigo de la demolición de ese local y quema de los accesorios, de los símbolos usados en sus ceremonias, de los secretos encerrados en sus paredes y de todo lo que pudiera recordar la actividad que allí se había ejercido. Dolor y la esperanza en un futuro amanecer al contemplar la desaparición de lo que había sido un taller de trabajo donde sus obreros con el mandil atado a la cintura y fieles a su lema libertad, igualdad, fraternidad, forjaban las ideas, las pautas, los mejores caminos a seguir para elevar el nivel de conciencia de la sociedad y participar en su progreso. Un elegido preservaría en sitio seguro los documentos y archivos. En caja lacrada, enterrada, fuera de la vista del profano, precisó la persona designada. Una larga etapa de letargo iba a comenzar en espera de años mejores, cuando llegasen nuevos tiempos que permitieran a otro emisario romper los sellos y comenzar un nuevo resurgimiento.

También el país iba a iniciar una nueva etapa. Los signos eran evidentes. La cartilla de racionamiento estaba a punto de desaparecer y con ella el estraperlo y las requisiciones. Los maquis habían comenzado a exiliarse en Portugal y Francia, ya apenas había guerrilleros por los montes, las batidas disminuían. Los créditos anunciados por los americanos de Truman se introducían en la fantasía de hombres y mujeres como si fueran a ser ellos sus beneficiarios directos. Todos se iban adaptando o resignando a la forma de vida impuesta. La censura era la señora, la reina, la emperatriz que imponía arbitrariamente sus caprichos tachando textos, amordazando bocas, rasgando imágenes, embruteciendo las mentes. Cada vez quedaban menos rebeldes. La mayoría de ellos fusilados, en la cárcel o afincados en otros países, esperando retornar cuando su tierra cantase himnos de libertad. Acaso, perdido en la mesa de un café, todavía trataba de resistirse algún intelectual, vigilado por si se le ocurría ir más allá de lo falsamente permitido. El silencio iba a ser la regla y en él iba a sumirse la nación entera durante unos largos años. Era tiempo de dormir. Habilidosamente, desde algún lugar, alguien debió insuflar en el aire el extracto de una planta adormidera que dejó a todos los ciudadanos profundamente aletargados aunque, como en la obra de Calderón, soñando que estaban despiertos. La hora de despertar no se dejaría oír hasta mucho más adelante con el coro de las voces exaltadas de quienes habían velado esperando ese momento. Hasta que esa chispa estallase, todo estaba atado y bien atado, nada se había dejado al azar. Así, cuando despertaran de su sopor, ni siquiera iban a darse cuenta de que durante el sueño algo les había sido arrebatado, algo que, para seguir viviendo, era absolutamente necesario recuperar: la memoria.

XIV

Las nueve lámparas que colgaban del techo del Salón de Actos del Colegio de la Inmaculada, magníficas arañas de cristal de roca regalo de Doña Visitación Escalada del Palacio, esposa del Gobernador y Presidenta de la mesa petitoria para la conversión de los chinitos infieles, brillaban centelleantes con todas sus bombillas encendidas. También los apliques adosados a las paredes y los que iluminaban los enormes cuadros colgados habían sido conectados. La luminosidad del recinto casi superaba a la del mismísimo sol del mediodía. A lo largo del pasillo, entre las hileras de sillas tapizadas de terciopelo, había sido extendida una alfombra roja que, partiendo de la puerta de entrada, llegaba hasta el escenario subiendo por los escalones que accedían al proscenio. El entarimado del espacio escénico quedaba oculto bajo un grueso tapiz sobre el que destacaban los emblemas del colegio tejidos en tonos vivos, dándoles un aspecto de relieve. Ese día también habían añadido una larguísima cinta con los colores de la enseña nacional que, a guisa de guirnalda, circundaba todo el salón con lacitos que la sujetaban a la cenefa del muro y terminaba en un enorme lazo que colgaba encima de la cortina del escenario, exactamente en su mismísimo centro. Sobre el piano negro de cola con su asiento redondo delante, únicos elementos en la escena en ese momento, lucía un maravilloso jarrón repleto de claveles reventones amarillos y rojos. Todo estaba preparado. Ningún detalle había sido olvidado. Solamente quedaba esperar la hora del comienzo del acto más importante que el Colegio celebraba cada año: la Promulgación de Honores y Alabanzas. Se trataba de conceder a los mejores alumnos que terminaban sus estudios, premios por su labor, comportamiento, devoción y excelencia en el aprovechamiento de lo aprendido durante el curso escolar. El padre Rector exaltaba, con el mismo énfasis que cuando leía la vida de los santos, las cualidades de los excelsos elegidos poniéndoles también como ejemplos a seguir y a imitar por aquellos que no habían sido capaces de alcanzar ese grado de sapiencia y proceder. El máximo galardón, sobre el que todo el mundo sin excepción hacía comentarios e incluso apuestas acerca de quién podría ser el nominado, se proclamaba con el título de «Abanderado del Colegio». Cuando se daba a conocer su nombre, anunciado tras un silencio general expectante, el afortunado distinguido con semejante dignidad era felicitado, loado, aplaudido, ovacionado. Luego, una vez recibidas sus condecoraciones y escoltado por otros galardonados con premios más modestos, daba un paseo triunfal por la alfombra que cubría el pasillo entre los aplausos y vítores lisonjeros de los asistentes.

Pero ese año el nombre del alumno favorecido con el honor de tan noble distinción era un secreto a voces. Se trataba de Pedro Blasco Cifuentes. El propio Gobernador había sugerido en una carta que así se hiciera para honrar a su padre, Don Antonio Blasco Molinero, muerto cuando ya finalizaba el curso anterior. Más que una recomendación, era una orden sin réplica.

Las puertas del Salón de Actos se abrieron de par en par dando paso a las familias de los alumnos que esperaban en el hall. Muy engalanadas para la ocasión, cada una de ellas buscó su nombre escrito en un cartón en el respaldo de los asientos y se fueron acomodando al mismo tiempo que se saludaban con gestos y muecas sacados del manual de urbanidad, y sonriéndose como si se alegraran muchísimo de verse. Doña Delfina fue la última en entrar acompañada del Padre Salmerón. Tenía un lugar especial reservado en primera fila en un sillón Luis XIV que habían colocado allí especialmente para ella. Iba vestida de alivio de luto con sombrero de velo que le ocultaba los ojos adornado con flores de crespón morado. Los máximos dirigentes del Colegio y otras personalidades que también asistían al acto se levantaron para recibirla, besaron su mano y la siguieron hasta su asiento.

Doña Delfina no se había sentido tan agasajada desde el entierro de su marido. El féretro, conducido desde el Gobierno Civil, en donde había quedado expuesto el cadáver, se llevó a paso de procesión hasta la Catedral que, puertas abiertas, esperaba su llegada con el catafalco dispuesto para las exequias. El tañido triste de sus campanas propagado durante toda la mañana por calles y plazas advertía a los ciudadanos que ese jueves era día de duelo. El coche fúnebre cubierto de coronas de crisantemos empezó su lento recorrido por el Gran Paseo seguido de las autoridades civiles y militares. Vestida con traje de seda negro de la mano de su hijo Pedro, ella iba al frente de la comitiva, dos pasos por delante, rodeada de las damas más ilustres que lucían para la ocasión mantillas negras de encaje suspendidas de una teja, blanco collar de perlas, rostros de cera y la actitud de unas falsas plañideras. Cerraba el cortejo la banda de trompetas y tambores del Colegio de la Inmaculada. Todos sus componentes, con brazalete negro cosido a la manga, en señal de luto por la muerte del padre de un compañero, llevaban puesto el traje de los antiguos cruzados, con el cinto, el casco, la espada y la cruz roja bordada en el pecho, la misma indumentaria que vestían aquellos que partieran a Tierra Santa para luchar contra el sarraceno infiel. Entraron en la Catedral atravesando nubes de incienso y allí, en el altar mayor, se celebró una misa solemne de difuntos con tres sacerdotes, diez diáconos y veinticinco monaguillos. El órgano acompañó con sus notas al recogimiento de los fieles y un coro de treinta voces entonó el
Réquiem
de Mozart. Por primera vez, Doña Delfina, cara lavada sin rastro de maquillaje, decidió no hacer la exhibición recargada de sus joyas, a la que tan aficionada era. Todas su alhajas se quedaron encerradas en el cofre de su tocador. Se sentía desnuda por esa excesiva sobriedad, a la que no estaba acostumbrada, pero quería dar un aspecto de viuda desconsolada y temía que cualquier adorno delatase la verdad oculta en su alma.

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