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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (3 page)

BOOK: Los años olvidados
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La anatomía del cuerpo del padre de su amigo pegado a su espalda, apreciada con imprecisión en su momento, se manifestaba claramente ahora haciéndole revivir en su nalga todo lo ocurrido durante el trayecto. Su imaginación, en plena actividad, recreaba la escena mostrándole paso a paso hasta el mínimo detalle e incluso añadiendo otros de su agrado. Tal vivencia le envolvió en un calor especial. Un calor desprendido de un foco escondido en su ser que no había tenido aún ocasión de descubrir. Cambió de postura, pero el desasosiego que le invadía, le hizo volver a ponerse boca arriba.

Ya no había hormigueo en su entrepierna. Lo que estaba percibiendo ahora era mucho más intenso. Nacía en sus entrañas y crecía por momentos. Se dejó ir, saboreando un néctar que le sumergía en corrientes de aguas claras, templadas, que discurrían por su cuerpo. Bañado en esa sensación tan placentera quiso entregarse a ella y recibir toda la satisfacción que le prometía.

El pantalón de su pijama palpitaba impulsado por el vigor de la parte más sensible de su cuerpo. Lanzó un pequeño quejido. Su mano se dirigió a su miembro indómito, caballo encabritado, que se alzaba sin riendas capaces de frenarlo. Lo asió y lo encerró en su mano convertida en puño. La sensación era más que agradable. Ahora el latido se propagaba, repercutiendo en su cabeza, en su corazón y sobre todo en su propio sexo. Bomba de relojería a punto de estallar.

El movimiento de su mano se fue incrementando, fuera de control, en un acto voluntario. Y aunque parecía haber llegado al límite, Mario insistió acelerándolo a tope.

Las sábanas salieron despedidas de la cama haciendo caer el despertador de la mesilla.

—¿Estás bien? —preguntó su madre desde la cocina en donde secaba los platos.

Mario no oía. Su mano seguía firme, constante, aprisionando por completo su miembro, con movimiento imparable. Como si de arrancarlo de cuajo se tratara.

Una fuente, un surtidor, una cascada de blanca espuma, alud que se precipita cubriendo de suave nieve laderas, valles y campos. Río caudaloso que hace reventar la presa para desbordarse por el dorso y entre los dedos de su mano.

Su garganta jadeaba. Su cuerpo tenso saltaba preso de sacudidas ajenas a su voluntad. Descarga fulminante de un voltaje transgresor de los límites en el que estaba enclaustrado. Corriente de alta tensión que impulsaba la sangre hasta sus sienes y aceleraba el ritmo de su corazón.

Después, una gran lasitud. Frente húmeda y cara desencajada. El sudor, hecho gotas, descendía por el pecho, refugiándose en el hueco de su vientre. Tenía el cuerpo empapado y una sensación de profunda placidez.

Alzando los visillos de la ventana, una dulce brisa de aire, cómplice de la noche, entró sigilosamente, acercándose hasta él. Rocío de la madrugada, frescor que deja la tormenta. Mario aspiró agradecido, luego exhaló un hondo suspiro. Un gran sosiego se apoderó de él. Su boca relajada permanecía entreabierta, su mano continuaba atenazada a su sexo. Cayó en un gran sopor. No quería moverse. Introdujo el miembro en el interior del pantalón del pijama y lo envolvió en él pero no retiró su mano. El alba le sorprendió sin que hubiera cambiado de posición.

III

Rosa, la madre de Mario, solamente había estudiado el catón y las cuatro reglas. Dotada de una gran intuición, la agudeza de su pensamiento compensaba la formación recibida. La gran entereza que adquiriría con el tiempo, debido a los acontecimientos con los que tendría que enfrentarse, no conseguiría eliminar la generosidad de su corazón ni tampoco a la niña que siempre llevaría en su interior.

Nacida en un pueblo del interior, de calles empedradas, guardaba en su memoria el sonar de los cascos de las muías, cuando su padre, Benito, salía a faenar con los albores del día. Al paso, las herraduras percutían en la piedra con un ruido de claqué, cadencioso, que penetraba en el sueño de Rosa, avisándole que la hora de levantarse pronto sonaría. El gallo ya había cantado el quiquiriquí. Su madre, Damiana, las puntas de su delantal recogidas en una mano para formar una bolsa donde llevar el maíz, esparcía con la otra el alimento a las gallinas que la seguían con cacareo insistente y andares de Charlot.

Ya despierta, bajaba al patio dentro de su camisón y respiraba ese aroma a paja, a corral y a establo. Pequeños detalles que su mente grabaría para siempre. Cuando alguna vez, en los años venideros, percibía un olor o un ruido parecidos, le entraba la añoranza de sus días infantiles.

En el pueblo poco había que hacer, la rutina se imponía. La escuela con Don Braulio, la aguja y el dedal para aprender a coser, las tareas de la casa que su madre le enseñaba y la plaza para jugar con las hijas de las vecinas a su juego preferido del que ya era una experta: el diábolo. Lo lanzaba a gran altura por los aires y lo recogía con la cuerda, alzando un brazo, bajando el otro, imprimiendo movimientos de vaivén hasta equilibrarlo del todo y volver a darle fuerza para un nuevo lanzamiento que regocijaba a todas.

Una vez al mes, llegaba en su carromato, tirado por un jamelgo lleno de costras y un séquito de moscas pegado a su cola, Emiliano el vendedor ambulante, anunciándose con redoble de tambor y enumerando a gritos sus mercancías variopintas. Desde sartenes, platos, cacerolas y demás enseres para los fogones, pasando por innumerables bobinas de hilos de todos los colores, agujas y cañamazos, además de unos botones de nácar y broches de fantasía incluidos en el mismo lote, hasta polvos milagrosos que lo mismo servían para limpiarse los dientes que para empolvarse la nariz o para quitar las manchas de un delantal. Desde jarabes, ungüentos y cataplasmas que curaban toses, habones y cólicos miserere, pasando por crecepelos y exóticos perfumes de oriente, hasta un sinfín de otras cosas conocidas o aún por conocer. El eco de su pregón, conducido por el aire, se iba repitiendo hasta alcanzar el más recóndito resquicio de la aldea y, en un momento, todo el pueblo se agrupaba en torno a su carruaje. Era un acontecimiento y también una fiesta. Las voces de unos y otros, que al principio susurraban, mientras escogían aquello que más tentaba a sus ojos, se elevaban a medida que iban encontrando el objeto deseado hasta formar un coro estridente que se perdía en los campos asustando a los pájaros que emprendían repentino vuelo, a la desbandada, confundiendo su aleteo trepidante con todo aquel vocerío. Una vez terminadas las compras, el clamor se iba apagando poco a poco. La gente regresaba a sus casas y se encerraba en ellas. El silencio volvía a reinar.

Viendo al vendedor marchar en su carro, Rosa corría tras él hasta la salida del pueblo imaginando que un día también ella partiría a ese lugar en el que, estaba segura, alguien la estaba esperando desde siempre. En su ensoñación, le gustaba ver un apuesto príncipe azul, montado en blanco corcel que galopaba hacia ella para declararle su amor. Le entraba la risa por la ingenuidad de su fantasía pero en absoluto dudaba de su consecución. Sintiéndose protagonista de un feliz cuento, Rosa giraba alegre sobre sus pies sosteniendo el vuelo de su falda en una danza improvisada que nada tenía que ver con el baile de la plaza los domingos. No era lo mismo. Allí había que bailar al son del ritmo constante de una orquesta de trompeta, bombo y platillos, a veces con vocalista, que, a su manera, interpretaba las piezas que estaban de moda. Ni siquiera el ladrido de los perros persiguiendo entre la gente a las perras en celo, que también aullaban, conseguía transgredir sus sonidos monocordes. En unas sillas, las madres, una mano sobre otra descansando en el regazo de sus largas faldas negras y un pañuelo cubriéndoles la cabeza, acompañaban a sus hijas sin apartar la vista de ellas cual atentos centinelas. Siempre alerta.

Rosa lloró desconsolada cuando su abuela Matilde, la madre de su padre, dio el último suspiro dejando su boca entreabierta por si una brizna de aire pudiera aún revivirla. A los abuelos maternos apenas los recordaba. Una gripe mal curada que no pudieron vencer acabó con ellos en el cementerio, pero de eso hacía ya muchos años. En cuanto a su otro abuelo, el marido de Matilde, una coz de un caballo, estando arando en el campo, le reventó las entrañas y lo mandó al otro mundo antes de que ella hubiera nacido.

Nunca hasta entonces había visto una persona sin vida.

Al entierro acudieron la familia, los amigos, los vecinos e infinidad de parientes lejanos que hasta entonces jamás habían pisado el pueblo. O si lo hicieron, Rosa debía ser muy pequeña pues no recordaba a ninguno de ellos. La fúnebre comitiva la encabezaban Benito con sus tres hermanos, Sebastián, Manuel y Genaro, portando el féretro sobre sus hombros; detrás iba Damiana al lado de sus cuñadas, todas vestidas de luto riguroso y con cara de circunstancias; a continuación, llorando más que ninguno de los presentes, los tíos, tías, sobrinos, sobrinas y hasta primos terceros, venidos de otros lugares al conocer la noticia, que más tarde, ya en la casa de vuelta del camposanto, reclamarían a gritos una parte de la herencia de Matilde. Por último, los vecinos y a los lados, correteando y jugando como si fuera una fiesta, todos los niños.

Rosa, que llevaba un gran lazo negro en el pelo, iba sola, más retrasada que nadie. Su mirada, perdida en el vacío, sólo veía la imagen de su abuela muerta.

En el reparto de tierras hubo alborotos, riñas, insultos. El ambiente de la cocina en donde todos estaban sentados alrededor de la gran mesa de roble se fue calentando desde el principio, más por el acaloramiento de esas discusiones de intereses que tanto encienden la sangre que por las propias brasas del hogar. Con los ojos llenos de ira y las venas del cuello hinchadas, se amenazaban unos a otros llegando casi a las manos. Cegada su mente por tal exasperación, ya estaban casi en el trance de mostrarse las navajas, cuando Sebastián, el hijo mayor de Matilde, se levantó de un salto que ni un chiquillo lo hubiera dado tan grande, y en cuatro zancadas alcanzó la puerta por la que salió dando un portazo tan tremendo que hizo caer una cesta con aparejos de caza que había encima de un banco y varios cazos colgados de la pared. El estruendo fue tal que sobresaltó a todos pero sirvió para detener una situación que ya nadie podía controlar. Hubo un corto silencio y caras interrogantes. Al punto, por la misma puerta que se había ido, apareció Sebastián fuera de sí esgrimiendo una azada. Las mujeres lanzaron un gran chillido de horror. Todos reaccionaron. La figura enloquecida del hijo mayor de la difunta fue como un espejo en el que ellos mismos se vieron reflejados. Los hombres se abalanzaron sobre él y lo sujetaron. Una vez calmado, reanudaron la pelea por la herencia de forma más sosegada. Al menos, eso parecía. La procesión, por supuesto, iba por dentro.

Benito, asqueado de lo que estaba ocurriendo y avergonzado de que fueran algo suyo esa aves de rapiña que venían a robarle, dolorido por la muerte de su madre y sintiendo que algo se había roto ya para siempre, decidió vender lo poco que tenía y marcharse de la aldea, boca prieta, corazón roto. Un atardecer, furtivos de la noche, cogió a Damiana y a Rosa y cargó de bultos las dos muías que le quedaban; en una subió a su mujer, en la otra a su hija; luego empuñando las riendas, chasqueó la lengua dos veces antes de decir el «¡Arre!» y emprendieron el camino.

En la estación aguardaba el tío Facundo. Mudo, no de nacimiento pero sí por vocación, mantuvo su boca cerrada. Ayudó a parar las muías y mientras Benito descabalgaba a su mujer y a su hija, él descargaba las caballerías. Dio a Benito una bolsa llena de reales y se quedó con las bestias. Después se dijeron adiós; el tío Facundo solamente con la mano.

El pitido del tren les hizo vibrar los tímpanos y la columna de humo que despidió a continuación la chimenea de la locomotora envolviendo por un momento el andén, les llenó los ojos de carbonilla.

Subieron. Cuando ya llevaban un buen rato acomodados en su asiento se oyó un silbato y los ejes de las ruedas de los vagones comenzaron a moverse lentamente, luego se aceleraron. Rosa, la cara pegada al cristal de la ventanilla, mente confusa, asustada y alegre al mismo tiempo, veía alejarse las últimas casas de su pueblo que iban desapareciendo en la noche.

Benito, con el dinero conseguido por la venta de las propiedades que le habían quedado, más otro poco que Damiana tenía guardado en el arca de su dormitorio, alquiló en un modesto barrio alejado del centro, una casita baja con una parra en su entrada y un huerto en la parte de atrás en el que pudo plantar toda clase de hortalizas. Damiana se puso a servir y él encontró trabajo de albañil.

Rosa creció. Sin darse cuenta se iba haciendo mujer aunque todavía seguía jugando como una niña. Le gustaban mucho las agujas de colores. Alfileres con cabezas rojas, verdes, amarillas, violetas, azules, moradas, blancas y negras. Los clavaba en carpetas cuadradas o triangulares que ella misma confeccionaba haciendo mil dobleces con hojas de periódico hasta que éstas adquirían una textura compacta con la forma deseada. Jugaba con sus amigas Fina y Carmen. Ponían dos agujas en el suelo de la acera frente a frente y tocándose las puntas. Luego, un suave golpe con el dedo en una de ellas hasta ver cual de las dos montaba sobre la otra. Quien lo conseguía, ganaba la aguja que quedaba debajo y la clavaba en su carpeta-acerico. Lanzaban pequeños gritos, se reían agitadas, se abrazaban muchas veces y se contaban secretos. Su complicidad crecía al tiempo que su amistad. Los piropos que al pasar junto a ellas les lanzaban los chicos, hacían que se sintieran mujeres. En el fondo les gustaban esos requiebros, aunque lo disimulaban levantando la cabeza y la nariz, continuando su camino como si nada hubiesen oído, dignas, altivas. Algo estaba cambiando.

Sin decir nada a sus padres, fueron una tarde al baile. Un gran cartel en la puerta anunciaba: «Señoritas y soldados, gratis. Caballeros, una peseta». La falda sin una arruga, los zapatos relucientes, el pelo muy bien peinado, uñas pintadas, carmín en los labios y un ligero colorete en las mejillas, más arregladas que nunca, luciendo presumidas el palmito, llenas de curiosidad que contagiaba sus nervios, entraron en el salón y se sentaron en unas sillas pegadas a la pared.

La orquesta estaba tocando. Las notas escapadas de sus instrumentos formando una melodía invadían el espacio, penetraban los oídos y se transformaban en el ritmo que las parejas seguían con sus cuerpos y sus pies. Rosa, Fina y Carmen, en sus asientos, marcaban también el compás recordando los pasos del Fox: uno a la derecha, dos a la izquierda.

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