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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (52 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—No temas, hermanito —le contestó un desolado Jean Marie—. Tendremos una. Y París será un blanco prioritario. ¿Has pensado en lo que harás con Odette y las niñas?

La pregunta lo impactó a Alain.

—¡Nada! Seguiremos viviendo como siempre.

—¡Bravo! —dijo Jean Marie—. Estoy seguro de que ustedes morirán con el corazón puro y la mente en blanco, convencidos de que el calor que bruscamente los ha envuelto era solo aire caliente proveniente de un secador de cabello. Por piedad, vete fuera de París, aunque eso signifique arrendar una cabaña en la Alta Saboya.

Alain personificaba la imagen misma de la dignidad ultrajada.

—No me parece necesario que todos nos unamos al pánico de los puercos endemoniados gadarenos.

Una vez más Jean Marie se reprochó por la parte que le cabía en la vieja rivalidad.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! Pero te quiero, hermanito, y me preocupa tu seguridad y la de tu familia.

—Entonces debes tratar de comprender cuáles son nuestras verdaderas preocupaciones. Odette y yo atravesamos, hace algún tiempo, por una época muy mala. Llegó un momento, incluso, en que estuvimos pensando seriamente en separarnos.

—No lo sabía.

—Porque yo tomé las precauciones necesarias para que lo ignoraras. Bueno, pero de alguna manera, Odette y yo nos arreglamos. Ahora estamos sólidamente unidos. Las niñas han madurado y se han comprometido con un par de muchachos decentes. Eso, aunque no represente ningún triunfo, de todos modos es una satisfacción. En lo que a Odette y a mí se refiere, no tenemos mayor interés en llevar una vida de refugiados en las montañas. Preferimos disfrutar de lo que tenemos y correr la suerte de París compartiendo lo que quede de la ciudad.

Jean Marie se encogió de hombros asintiendo.

—Sí, parece sensato. De todos modos no trataré de inmiscuirme en las vidas de los demás.

—Creo que debes interesarte por la vida de Roberta.

Dijo esto de manera tan precisa y perentoria que Jean Marie se sobresaltó.

—¿A que tipo de interés te refieres?

—Para comenzar, compasión. Su padre acaba de morir, hace tres días, en su prisión.

—No lo sabía. ¿Por qué nadie me lo ha dicho?

—Yo mismo me enteré de ello sólo dos horas antes de salir de París. Y no quise decírtelo así, bruscamente, en el momento en que llegué. Lo terrible del asunto es que fue asesinado, acuchillado por un compañero de prisión. Se presume que el asesinato fue organizado desde afuera, probablemente por cómplices en el fraude bancario.

—¡Dios santo…! ¿Y cómo lo ha tomado ella?

—De acuerdo con lo que dice su asistente, muy mal. Porque ella había construido toda su vida sobre el hecho de que estaba pagando las deudas de su padre y ofreciéndole así una oportunidad de poder llevar, al salir de la cárcel, una vida honrosa y respetada. Creo que tú debes llamarla y si puedes, convencerla de que venga a Londres por unos días.

—Me parece que sería bastante inapropiado.

—¡Al infierno con lo apropiado! —Alain estaba lleno de ira—. ¡Tienes una deuda con ella! Te recibió en su casa. Está financiando este proyecto tuyo con su propio dinero. ¡Adora el suelo que pisas…! Si no eres capaz de levantarla del abismo en que se encuentra, de secar sus lágrimas y de hacer, por unos días, el papel de Santa Claus para ella, entonces, francamente, hermano Jean, eso querrá decir que eres un fraude. En cien ocasiones te he oído afirmar que la caridad no es colectiva. ¡La caridad es el tú y yo… uno para uno! ¡Y si temes que se produzca algún escándalo sexual con los sesenta y cinco años que llevas encima, entonces la verdad es que podría decirse que eres mucho más afortunado que yo!

La respiración de Jean Marie se detuvo mientras contemplaba a su hermano en un estado de total incredulidad.

Luego, sin decir una palabra, se levantó y caminó hacia la ventanilla del cajero. Allí depositó un billete de diez libras y preguntó si podía hacer un llamado telefónico a París. La joven le alcanzó el teléfono. Marcó el número de Roberta. Un momento después contestaba la voz de un criado. Lamentaba profundamente, pero madame se sentía indispuesta, y no podía venir al teléfono.

—¡Por favor! —rogó Jean Marie—. Habla monsieur Grégoire. Estoy llamando desde Londres. Ruéguele, por favor, que venga a hablar conmigo.

Hubo un largo, ominoso silencio y finalmente la voz de Roberta Saracini, débil y distante, se oyó por el teléfono. El le dijo:

—Alain está aquí a mi lado. Acaba de darme la noticia de lo que ha ocurrido a su padre… Imagino que su teléfono está intervenido. Me da lo mismo. Sé lo que debe estar sintiendo. Deseo que se venga a Londres… Inmediatamente. Esta misma noche, si puede. Le reservaré una habitación en mi hotel… Sí, la misma dirección que le dio Hennessy… No, no estoy de acuerdo. Este no es el momento de estar sola y conmigo por lo menos, no necesitará hablar… Bien. Estaré esperándola…
A tout à l'heure!

Colocó el teléfono en su horquilla y luego llamó a su propio hotel para reservar un cuarto. La cajera le entregó su vuelto. Caminó hacia la mesa y respondió a la muda pregunta de Alain.

—Llega esta noche. Le he reservado una habitación en mi hotel.

—Bien —dijo Alain con brusquedad—. Y no gastes mucho tiempo en recuerdos funerarios. Muéstrale la ciudad. Le encantan los cuadros. Y también parece que aquí hay un teatro excelente…

—¿Por qué no me dejas planificar lo que deseo hacer, hermanito?

Alain Barette parecía haberse transformado súbitamente en un sabio lleno de ingenio. Levantó su copa en un irónico saludo.

—Bueno, no estás muy acostumbrado a andar por ahí sin un chaperón, ¿no es así?

Jean Marie rompió a reír.

—Tú y yo tenemos mucho que aprender el uno del otro.

—Y no nos queda ya mucho tiempo para hacerlo —dijo Alain, nuevamente pensativo—. Hay algo que debo decirte. Petrov vino a verme. Quería hablar contigo. Le informé que no estabas en París y que cualquier reunión tendría que llevarse a cabo fuera de las fronteras de Francia. Me ofrecí de mensajero, y esto es lo que me comunicó. Los jerarcas de la U.R.S.S. están examinando, al más alto nivel de deliberaciones, el proyecto de tu viaje a Rusia. Hasta ahora las reacciones parecen ser favorables. Cuando se haya llegado a una decisión, él tomará contacto conmigo y yo te transmitiré el mensaje.

—¿Cómo está Petrov?

—¡Andrajoso! Ha estado sometido a tensiones tremendas.

—Me pregunto cuánto tiempo más podrá resistir —dijo pensativamente Jean Marie—. Cuando regreses, trata de arreglar una entrevista personal con él. Cuéntale de mi proyectado discurso en el Carlton Club. Explícale que me dará una oportunidad para explorar la situación del embargo de granos con la gente más influyente de Gran Bretaña. Por lo menos podrán decirme cuáles son las posibilidades de reabrir un diálogo… ¿Cómo le ha ido a Petrov con Duhamel?

—Cree que Duhamel tal vez consiga hacer desviar de su ruta a un carguero canadiense que transporta un millón de fanegas de trigo originalmente destinadas a Francia. Eso no es sino una gota en el mar y por otra parte el barco se encuentra en este momento en la mitad del Atlántico. Así es que es imposible saber si esto constituye o no una táctica dilatoria. Duhamel es un verdadero campeón en estas materias.

—¿Has hablado con Duhamel?

—Brevemente, pero le he hecho saber que venía a verte. Me hizo llegar inmediatamente una nota que me pidió te entregara en manos propias.

Le pasó un sobre a través de la mesa. Jean Marie lo abrió y encontró una nota garabateada por la impaciente mano de Duhamel.

"Amigo mío:

"Cada día que pasa nos aproxima más al Rubicón. Y si bien el estado de Paulette se mantiene estacionario y bueno y podemos disfrutar de muchas cosas juntos, nuestros planes para ese día no han cambiado. Lo que no obsta para que no encontremos palabras suficientes para agradecer el privilegio de que ahora estamos gozando. Sin embargo, no podemos aceptar este privilegio como una forma de pago por un acto de sumisión que no nos encontramos aún preparados para hacer.

"Usted continúa en la lista de vigilancia grado A en Francia. Los americanos también han comenzado a interesarse y nuestra gente ha recibido peticiones de informes por parte de un miembro de la C.I.A. llamado Alvin Dolman. Salió la semana pasada con destino a Inglaterra. Lleva como cobertura el cargo de asistente personal del ex-secretario de Estado, Morrow, que ahora trabaja para la Morgan Guaranty. "He pedido a un amigo mío de la Inteligencia Británica que haga una investigación sobre Dolman, porque pensamos que puede ser un agente doble. Sabemos que no lo es, pero en este caso, revolver un poco las aguas podría ayudar.

"Paulette le envía su cariño. Cuídese.

"Pierre".

Jean Marie dobló la nota y la guardó en el bolsillo delantero de su chaqueta mientras Alain lo observaba con ojos sombríos y pensativos. Le preguntó:

—¿Malas noticias?

—Me temo que sí. El hombre que trató de matar a Mendelius está en Londres. Se trata de un agente de la C.I.A. llamado Dolman. Ahora lo han colocado al lado de Morrow, de la Morgan Guaranty.

—Llamaré a la gente de Morrow Guaranty y les contaré lo que ocurre. —Anunció esto con un tono tan pomposo que casi parecía un actor representando una mala comedia. Jean Marie notó, con cierta sorpresa, que Alain parecía estar beodo. Dijo, riéndose:

—Hermanito, en verdad no te recomiendo que lo hagas. —Alain se sintió herido.

—No quiero correr el riesgo, en la próxima conferencia bancada, de encontrarme sentado al lado de un asesino.

—Me pregunto cuántas veces te habrá ocurrido eso sin que te des cuenta.


Touché!
—Alain reconoció, con un saludo, este punto a favor de su hermano y luego hizo señas al camarero para que trajera más vino. Preguntó: - ¿Y qué has pensado hacer con respecto a este Dolman, Jean?

—Contaré el caso a Hennessy y a Waldo Pearson, y en seguida olvidar el asunto.

—En la esperanza de que uno u otro te darán la protección necesaria o sacarán de la escena a Dolman.

—Bueno, de alguna manera, sí.

—Entonces, pues, cuando se lo encuentre muerto en su apartamento o atropellado por un automóvil, ¿cuál será tu parte de culpa? ¿O te limitarás a darte vuelta para otro lado, como Pilatos, y a lavarte las manos?

—Estás muy duro esta noche.

—Estoy tratando de descubrir cómo eres. Porque después de todo, en estos últimos treinta años no hemos pasado mucho tiempo juntos. —Estas palabras fueron una sorpresa para Jean Marie, ya que hasta ahora sabía que Alain tenía, como se dice, "el vino triste"—. De nosotros dos, tú has sido siempre el importante: cura párroco, obispo, cardenal, papa. Aun ahora, en recuerdo y consideración de lo que has sido, la gente tiende a inclinarse ante ti. Por lo demás, siempre he observado que eso es moneda corriente en el mundo de hoy. El príncipe Cul de Lapin que no ha trabajado un solo día en toda su vida recibe un trato muy superior al que obtiene un exitoso comerciante cuya cuenta corriente bancada arroja un saldo favorable de medio millón de francos. —Alain se estaba expresando con una dificultad creciente—. Lo que quiero decir es que esto se parece al culto de los antepasados. El bisabuelo es un hombre sabio, porque está muerto. Tú no estás muerto, pero, ¡por Dios!, dices palabras y un montón de cosas que en realidad ni tú mismo comprendes.

—En este momento diré algunas palabras sobre ti, hermano mío.
Tu es soûl comme une grive
. Estás bebido como un tordo. Te llevaré de vuelta al hotel.

Mientras Jean Marie pagaba la cuenta y se apresuraba en sacarlo de allí, Alain oscilaba al borde del completo derrumbe. Caminaron dos cuadras antes que Alain consiguiera que sus pasos se adecuaran a algún ritmo coherente. De regreso en el hotel, Jean Marie lo acompañó hasta su habitación, lo desvistió dejándolo en paños menores, lo hizo rodar sobre la cama y procedió a cubrirlo con la colcha. Alain se sometió a todo el proceso sin pronunciar una sola palabra, pero en el momento en que Jean Marie se disponía a irse, abrió los ojos y anunció, a propósito de nada:

—Estoy borracho, en consecuencia lo estoy. Las únicas veces en que puedo probar que estoy borracho es cuando me encuentro lejos de Odette. ¿No te parece que eso es muy curioso, Jean?

—Demasiado curioso para discutirlo a medianoche. Duérmete ahora. Hablaremos por la mañana.

—Solamente una cosa más…

—¿Qué cosa?

—Tienes que comprender el problema de Roberta.

—Lo comprendo.

—No. No lo comprendes. Ella necesita creer que su padre era una especie de santo, pagando las culpas de otros. El hecho real es que era un perfecto bastardo que nunca pensó en nadie sino en sí mismo. Arruinó a un montón de gente, Jean. No permitas que, desde el otro lado de su tumba la arruine también a ella.

—No lo permitiré. Buenas noches, hermanito. Mañana amanecerás con el cuerpo débil y un tremendo dolor de cabeza.

Salió en puntas de pies y bajó a la recepción del hotel para esperar a Roberta Saracini.

Al verla llegar quedó impresionado por el aspecto que ella presentaba. Tenía la piel seca y opaca, los ojos enrojecidos y la tensión de los rasgos de la cara delataba la estructura ósea dándole un aspecto cadavérico. Se movía espasmódicamente y hablaba con volubilidad como si el silencio fuera una trampa que había que evitar a cualquier costo.

El había reservado para ella un conjunto de dos habitaciones en el mismo piso suyo. Ordenó café para dos y esperó en el salón mientras ella pasaba al tocador para refrescarse de los efectos del viaje. Ella no tardó en regresar, envuelta en una nueva marea de incesante charla.

—… Tenía toda la razón, por supuesto. Es una locura encerrarse en una casa tan grande como la mía. Es increíble la cantidad de gente que usa estos vuelos nocturnos. ¿Dónde está Alain? ¿Cuánto tiempo más se quedará aquí? Ha estado muy preocupado por estas fluctuaciones en el mercado monetario. Supongo que le ha contado que…

—Sí me contó —dijo gravemente Jean Marie— que su pena era muy profunda y veo que es así. Quiero ayudarla. ¿Me hará el favor de permitírmelo?

—Mi padre ha muerto. Asesinado. No puede cambiar ese hecho. Nadie puede. Tengo que acostumbrarme a la idea, eso es todo.

Habló en forma desafiante, no fuera él a atreverse a tener compasión de ella. Estaba tensa como cuerda de violín, pronta para saltar al menor roce. Jean Marie sirvió el café y le pasó la taza. Habló suavemente, calmándola, haciéndola abandonar poco a poco aquel estado cercano a la histeria.

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