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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (14 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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La cuerda descendió por tercera vez y desapareció entre la oscuridad. Y el incansable Andrea volvió a izar el peso. Mallory se hallaba detrás de él, recogiendo la cuerda que ascendía, cuando Andrea soltó una repentina exclamación. Un par de pasos rápidos le llevaron a su lado, al borde del precipicio, y apoyó una mano en un brazo del gigantesco griego.

—¿Qué ocurre, Andrea? ¿Por qué has parado…?

Se interrumpió, miró a través de la oscuridad la cuerda que el griego sostenía, y observó que la aguantaba entre el pulgar y el índice. Por dos veces tiró Andrea de la cuerda, levantándola un par de pies, y la dejó caer de nuevo. La cuerda bailaba en el vacío a merced del viento.

—¿Se cayó? —preguntó Mallory en voz baja.

Andrea asintió con un movimiento de cabeza, sin pronunciar palabra.

—¿Rota? —Mallory le miró incrédulo—. ¿Una cuerda con alma de acero?

—No lo creo. —Andrea enrolló los restantes cuarenta pies de cuerda. El cordel aún estaba atado en el mismo lugar, a una braza del extremo. La cuerda estaba intacta.

—Alguien hizo un nudo. —Su voz sonó cansada—. Y no lo aseguró bien.

Mallory se disponía a hablar. Pero una estrecha lengua de fuego que atravesó el espacio entre el acantilado y las invisibles nubes en lo alto, le cogió por sorpresa y le obligó a levantar un brazo instintivamente. Sus ojos aún estaban cerrados y sus fosas nasales llenas de acre olor a azufre quemado, cuando el primer trueno estalló con titánica furia, casi encima de ellos, ensordecedora artillería que burlaba los lastimosos esfuerzos del hombre durante la batalla, y doblemente aterrador en la oscuridad absoluta que siguió al ardiente reflejo. Poco a poco el estallido se fue perdiendo tierra adentro y su reverberación se apagó, absorbida por los valles y por las montañas.

—¡Dios Santo! —murmuró Mallory—. Éste cayó cerca. Será mejor que nos apresuremos, Andrea. Esto puede quedar iluminado como una feria en cualquier momento… ¿Qué contenía el último bulto que subías?

En realidad, no necesitaba preguntárselo. Él mismo había ordenado que hicieran los lotes pertinentes en tres bultos distintos antes de abandonar el saliente. Tampoco sospechaba que su cansado cerebro le estuviera haciendo una jugarreta. Pero estaba demasiado agotado para una explicación a la loca esperanza que le indujo a agarrarse a una paja que ni siquiera existía.

—Los víveres —dijo Andrea en voz baja—. Todos los víveres, la cocina, el combustible… y las brújulas.

Durante cinco o diez segundos, Mallory permaneció inmóvil. La mitad de su cerebro, consciente de la urgencia de los acontecimientos, le aguijoneaba sin piedad. La otra mitad le mantuvo momentáneamente irresoluto. Una irresolución que tenía su origen no en los latigazos del viento y de la helada lluvia, sino en su propia imaginación, en las caminatas errantes en aquella dura tierra inhóspita, sin calor ni alimentos… Sintió la manaza de Andrea en el hombro, y le oyó reír tranquilamente.

—¡Menos peso que llevar, Keith! Fíjate lo que lo agradecerá nuestro cansado cabo y amigo Miller… Es una cosa sin importancia.

—Sí —dijo Mallory—. Sí, claro, una cosa sin importancia. —Se volvió bruscamente, dio un tirón a la cuerda, y la vio desaparecer por el borde del acantilado.

Quince minutos después, bajo una lluvia torrencial, una gran sábana de agua iluminada casi sin cesar por centellas y rayos, aparecía la despeinada cabeza de Casey Brown. El trueno, cavernoso, vacío en aquella plana y explosiva intensidad de sonido que va en el alma de la tormenta, era casi continuo; pero en los breves intervalos, se oía con claridad la voz de Casey, con su nativo acento de Clydeside. Apareció soltando, y con razón, una prodigiosa cantidad de tacos… Para efectuar su escalada, contó con la ayuda de dos cuerdas, una que iba de estribo a estribo, y la utilizada para elevar los bultos, de la que Andrea habría tirado durante su ascensión. Casey Brown había hecho un nudo de bolina, que se ató a la cintura; pero el nudo resultó ser corredizo, y la entusiasta ayuda de Andrea estuvo a punto de partirle por la mitad. Aún estaba sentado al borde del acantilado, con la cansada cabeza reposando sobre las rocas y la radio atada a la espalda, cuando dos tirones de la cuerda de Andrea avisaron que Dusty Miller se ponía en camino.

Pasó otro cuarto de hora, quince minutos interminables. Durante las pausas entre trueno y trueno, el más ligero sonido se les antojaba una patrulla enemiga que se acercaba, cuando se trataba, en realidad, de Miller, que aparecía lentamente, emergiendo de la oscuridad, a media distancia de la chimenea rocosa. Ascendía con firmeza y método, y se detuvo al llegar al borde, palpando a ciegas el suelo con las manos. Extrañado, Mallory se inclinó sobre él y examinó su escuálida cara: tenía los ojos herméticamente cerrados.

—Tranquilízate, cabo —aconsejó Mallory bondadosamente—. Ya has llegado.

Dusty Miller abrió los ojos, poco a poco, miró el borde del acantilado, se estremeció y gateó con agilidad buscando la protección de los peñascos más próximos. Mallory le siguió y le miró con curiosidad de arriba abajo.

—¿Por qué cerraste los ojos de esa manera al llegar a la cima?

—No los cerré entonces —protestó Miller.

Mallory no hizo ningún comentario.

—Los cerré al empezar —explicó Miller fatigado—, y los abrí al llegar.

Mallory lo miró incrédulo.

—¡Cómo! ¿Has tenido los ojos cerrados durante todo el camino?

—Tal como se lo digo, jefe —dijo Miller quejumbroso—. Ya en Castelrosso, cuando cruzo una calle y me subo a una acera, tengo que agarrarme al poste que tengo más a mano. O casi, casi —dejó de hablar, vio a Andrea que asomaba medio cuerpo por el precipicio y volvió a estremecerse, exclamando:

—¡Ay, hermano! ¡Qué miedo pasé!

Miedo. Terror. Pánico. Haz lo que temes, y matarás al miedo. Una, dos, cien veces se había repetido Andy Stevens aquellas palabras, una vez tras otra, como una letanía. Se lo había dicho un psiquiatra, y lo había leído una docena de veces desde entonces. Haz lo que temes y matarás el miedo. La mente es una cosa limitada, le habían dicho. Sólo puede contener un pensamiento cada vez. Cada vez, un impulso a la acción. Dígase a sí mismo: soy valiente, estoy derrotando al miedo, este pánico estúpido que no razona, sólo tiene su origen en mi propia imaginación. Y como la mente sólo puede contener un pensamiento cada vez, y el pensar y el sentir son una sola cosa, será usted valiente, se sobrepondrá a sí mismo, y el miedo se esfumará como una sombra en la noche. Y Andy Stevens se iba diciendo estas cosas, y las sombras sólo se alargaban y se hacían más densas y las heladas garras del miedo se clavaban cada vez con más fiereza en su mente turbada, aturdida, cansada, y en su retorcido estómago.

Su estómago. Aquel manojo de nervios revueltos bajo el plexo solar. Nadie podía saber cómo era, qué sensación producía, excepto las personas cuyas mentes hechas jirones se hundían rotas al fin. Las sucesivas ondas de pánico, náusea y desmayo que llegaban a invadir su garganta en su paso hacia una mente oscura, gastada y sin músculo; una mente que luchaba con dedos de lana por agarrarse al borde de un abismo; una mente lacerada, dominada sólo momentáneamente, rechazando con brutalidad las clamorosas exigencias de un sistema nervioso que ya había sufrido demasiado, de que tenía que soltarse, abrir los desgarrados dedos que con tanta fuerza oprimían la cuerda. Resultaba una cosa fácil. «Descansa tras el trabajo, puerto tras los mares tormentosos.» ¡Famoso verso el de Spencer! Sollozando, Stevens arrancó un nuevo estribo, lo lanzó dando vueltas hacia el fondo del expectante mar que rugía a trescientos pies, se apretujó contra las paredes de la chimenea, y ascendió, pulgada a pulgada, desesperadamente.

Miedo. El miedo le había acompañado toda su vida como una sombra. Era su otro yo, siempre pegado a él, inseparable. Se había llegado a acostumbrar a él, pero la agonía de aquella noche se apartaba de lo tolerado. Jamás había conocido cosa parecida, y en su terror y confusión comprendía que aquel miedo no provenía de la escalada en sí. Cierto que el acantilado era casi vertical, cortado a pico, y los relámpagos, la helada lluvia, la oscuridad y el horrísono trueno, una verdadera pesadilla. Pero, técnicamente, la escalada era sencilla: la cuerda ascendía hasta el final y lo único que tenía que hacer era seguirla y retirar los estribos y clavos en su ascenso. Estaba mareado, magullado y poseído de un terrible cansancio. Le dolía la cabeza de modo espantoso, y había perdido mucha sangre. Pero, con frecuencia, es en las mismas tinieblas de la agonía y del agotamiento cuando el espíritu del hombre se manifiesta más brillante.

Andy Stevens tenía miedo porque había perdido el respeto de sí mismo. Antes él era el ancla protectora, el contrapeso contra su eterno enemigo: el respeto que los demás le tenían, el respeto que se había tenido a su propia persona. Pero éste ya no existía, pues sus dos grandes temores habían sido descubiertos: sabían que tenía miedo y había fallado cuando le necesitaban. Tanto en la lucha contra el caique alemán como cuando estaban anclados en el río, bajo la torre-vigía, se había dado cuenta de que Mallory y Andrea habían descubierto su secreto. Jamás había conocido hombres como ellos… Debió haber subido aquel acantilado con Mallory, pero Mallory se había excusado, llevándose a Andrea en su lugar. Mallory sabía que tenía miedo. Y dos veces antes, en Castelrosso y cuando el barco alemán se acercó a ellos, estuvo a punto de fallar. Y esta misma noche les había fallado miserablemente. No habían creído lo suficiente en él para confiarle la avanzada con Mallory, y también él, el marinero del grupo, era quien había fallado al hacer el nudo que les ocasionó la pérdida de los víveres y del combustible, cuyo bulto cayó a plomo en el mar rozándole casi en su caída cuando él se hallaba en el saliente. Y un millar de hombres, en Kheros, dependían de un despreciable fracasado como él.

Mareado, agotado, agotado física y espiritualmente, y sin saber dónde empezaba uno y concluía el otro, Andy Stevens ascendía, ascendía ciegamente…

El sonido agudo, inquietante, de la chicharra del teléfono surgió bruscamente, a través de la oscuridad de la cima. Mallory se quedó rígido y se volvió con los puños apretados. Volvió a oírse la inquietante estridencia de la chicharra por encima del sordo rumor de los truenos, y cesó de nuevo. Luego continuó sonando una y otra vez, de modo perentorio.

Mallory se hallaba ya a mitad del camino hacia el teléfono cuando se detuvo de repente, se volvió despacio y se acercó a Andrea. El enorme griego le dirigió una inquisitiva mirada.

—¿Has cambiado de opinión?

Mallory asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada.

—Continuarán llamando hasta obtener una respuesta —murmuró Andrea—. Y si no la reciben, vendrán. Vendrán pronto y corriendo.

—Lo sé, lo sé —contestó Mallory encogiéndose de hombros—. Tenemos que correr ese riesgo; mejor dicho, esa certidumbre. Pero lo importante es… ¿cuánto tardarán en presentarse?

Instintivamente miró a ambos lados de la superficie del acantilado tan azotado por el viento: Miller y Brown estaban apostados en lados opuestos, a unas cincuenta yardas de distancia, perdidos en la oscuridad.

—El riesgo no vale la pena. Cuanto más lo pienso, menos confío en nuestras posibilidades de salir airosos. En asuntos de rutina, el viejo teutón tiende a ser inflexible. Seguramente existe una forma preconcebida de contestar ese teléfono, o quizás tenga que dar su nombre el que conteste, o habrá santo y seña, o en cualquier caso, yo mismo me delataría. Por otra parte, el centinela ha desaparecido sin dejar rastro, todo nuestro equipo está ya aquí, y sólo falta Stevens. En otras palabras, puede decirse que lo hemos conseguido. Hemos desembarcado y nadie sabe que estamos aquí.

—Sí —asintió Andrea lentamente—. Sí, tienes razón, y Stevens estará aquí dentro de un par de minutos. Sería tonto tirar por la borda todo lo conseguido. —Hizo una pausa, y continuó con tranquilidad—: Pero van a venir sin perder tiempo. —El teléfono cesó de sonar tan repentinamente como había comenzado—. Dentro de un segundo ya habrán emprendido el camino.

—Si, lo sé. Ojalá que Stevens… —Mallory se interrumpió, giró sobre sus talones, y por encima del hombro dijo—: Estáte al tanto de su llegada, ¿quieres? Yo avisaré a los otros que esperamos visita.

Mallory se fue con toda rapidez a lo largo de la cima del acantilado, manteniéndose apartado del borde. Iba cojeando, pues las botas del centinela alemán le resultaban pequeñas y le rozaban cruelmente los dedos. Se sobrepuso deliberadamente al pensamiento de cómo tendría los pies después de varias horas de andar por aquel terreno accidentado y duro. Aquél era un momento de realidades, de actualidad, de no preocuparse del porvenir… Se detuvo en seco al sentir un objeto metálico, duro, en la espalda.

—¡Ríndase o muera! —ordenó una voz arrastrada, nasal, positivamente alegre. Después de lo que había pasado en el caique y durante la escalada, el sentir de nuevo los pies sobre tierra firme, resultaba paradisíaco para Dusty Miller.

—¡Qué gracioso! —gruñó Mallory—. ¡Gracioso de veras! —repitió mirando con curiosidad a Miller. El americano se había quitado la capa de hule —la lluvia había cesado tan repentinamente como había comenzado— y mostraba una chaqueta y un chaleco bordado aún más sucio y empapado que sus pantalones. Aquello no encajaba. Pero no había tiempo para hacer preguntas.

—¿Oíste el teléfono hace un rato? —le preguntó.

—¿Era un teléfono? Sí, sí, lo oí.

—Era el teléfono del centinela, pidiendo el parte, o lo que fuera. Seguramente lo estaban esperando. No hemos contestado, y vendrán en seguida hacia acá, recelando de algo, y buscando juerga. Quizás aparezcan por tu lado, o por el de Brown. No pueden llegar por ningún otro sitio, a no ser que arriesguen la crisma saltando por encima de estos peñascos. —Mallory señaló el informe conglomerado de rocas que se hallaba a sus espaldas—. Ten los ojos bien abiertos.

—Así lo haré, jefe. No hay que disparar, ¿eh?

—No hay que disparar. Vuelve a avisarnos en seguida, y sin hacer ruido. Y, de todos modos, vuelve aquí dentro de cinco minutos.

Mallory deshizo rápidamente el camino que había hecho. Andrea, que se hallaba asomado cuan largo era a la cima del acantilado, escudriñando la profunda oscuridad, torció la cabeza hacia arriba al aproximarse Mallory.

—Le oigo. Está en el saliente.

—Bien. —Mallory prosiguió su camino sin pararse—. Dile que se apresure.

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