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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (12 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Pero aún no había llegado arriba. Sólo le sostenía la hebilla de su cinturón, enganchado en el borde de la roca, una hebilla que el peso de su cuerpo hizo subir hasta el esternón. Pero no buscó ningún sitio donde agarrarse, ni revolvió su cuerpo ni agitó sus piernas en el aire. Cualquiera de estos movimientos lo hubiera enviado de nuevo abajo. Al fin y al cabo era, una vez más, un hombre que estaba en su elemento. Le llamaban el mejor escalador de su tiempo, y había nacido para aquello.

Con lentitud y método, palpó la superficie del saliente, y casi al instante descubrió una rendija, apenas más ancha que un fósforo, que arrancaba de la superficie, cruzándola. Hubiera sido mejor que fuera paralela a la superficie. Pero resultaba suficiente para Mallory. Con infinito cuidado sacó de su cinturón el martillo y un par de estribos, introdujo uno en la grieta para conseguir un apoyo mínimo, colocó otro unas pulgadas más cerca, apoyó la muñeca izquierda en el primero, sujetó el segundo con los dedos de la misma mano y levantó el martillo con la mano que tenía libre. Quince segundos más tarde, se hallaba ya de pie en el saliente.

Rápido y seguro, balanceándose en la roca escurridiza como un gato, clavó un clavo en la superficie del acantilado; con firmeza y en ángulo descendente, a unos tres pies sobre el saliente, tiró un nudo sobre la cima y el resto de la cuerda por encima del saliente. Entonces, y sólo entonces, se volvió y miró hacia el fondo.

No había transcurrido ni un minuto desde que el caique se había estrellado y ya era una ruina sin mástiles, con los costados hundidos, y acababa de desmantelarse ante sus ojos. Cada siete u ocho segundos, una ola gigante le alcanzaba y le arrojaba sin piedad contra el acantilado. Las pesadas cubiertas de camión recogían apenas una fracción del impacto que seguía, el crujido que reducía las bordas a puras astillas, agujereaba y abollaba los costados y resquebrajaba el maderamen de roble. Y luego rodaba, ofreciendo el babor al aire, y el mar hambriento se precipitaba por su destrozada regala.

Tres hombres se hallaban de pie junto a lo que quedaba de la timonera.
Tres
hombres. De pronto Mallory se dio cuenta de que faltaba Casey Brown, y de que el motor seguía funcionando, aumentando y disminuyendo alternativamente su rumor a intervalos regulares. Brown estaba tratando de maniobrar el caique hacia delante y hacia atrás a lo largo del acantilado, conservándolo en la misma posición en cuanto era humanamente posible, pues sabía que su vida dependía de Mallory y de sí mismo.

—¡Qué idiota! —masculló Mallory—. ¡Qué solemne idiota!

El caique retrocedió en una zanja líquida entre dos olas, se recuperó, y luego se vio lanzado de nuevo contra el acantilado, hundiéndose de proa de tal modo que la timonera se estrelló directamente contra la pared del acantilado. El impacto fue tan brutal, el choque tan repentino, que Stevens se vio obligado a soltarse, perdió pie y fue lanzado contra la roca. Trató de protegerse del golpe con los brazos y se mantuvo colgado un momento, como si lo hubieran clavado a la pared. Luego, cayó al agua, con la cabeza y las extremidades yertas, como si estuviera muerto. Debió morir entonces, ahogado bajo los terribles golpes de mar o aplastado entre el caique y el acantilado. Debió morir, y hubiera muerto, si no hubiera sido por un enorme brazo que le cogió y lo sacó del agua como un muñeco de trapo, empapado y sucio, y lo izó a bordo un segundo antes de que el siguiente y espantoso golpe del barco contra la roca lo deshiciera casi por completo.

—¡Subid, por los clavos de Cristo! —gruñó Mallory desesperadamente—. ¡Se hundirá en un minuto! ¡La cuerda, usad la cuerda! Vio cómo Andrea y Miller cambiaban unas palabras, cómo sacudían a Stevens para hacerle volver en sí, y cómo le ponían de pie, aturdido y vomitando agua de mar, pero consciente. Andrea le estaba hablando al oído, con mucho énfasis, y le colocó la cuerda en las manos. Luego, el caique empezó a danzar de nuevo, con lo que Stevens disminuía automáticamente su sujeción a la cuerda. Un gigantesco empujón dado por Andrea desde abajo, y ya el largo brazo de Mallory le alcanzaba y Stevens se hallaba en el saliente, con la espalda apoyada en la roca y agarrándose al estribo, aturdido aún y sacudiendo su atontada cabeza, pero a salvo.

—¡Ahora, tú, Miller! —gritó Mallory—. ¡Salta pronto!

—¡Un momento, jefe! —gritó—. ¡He olvidado el cepillo de dientes!

Miller le miró y Mallory hubiera jurado que le había visto sonreír. En vez de tomar la cuerda que le ofrecían las manos de Andrea, corrió hacia el camarote de proa.

Segundos después, aparecía, pero sin el cepillo. En su lugar, llevaba una gran caja de explosivos. Y antes de que Mallory se diera cuenta de lo que sucedía, la caja, con sus cincuenta libras de peso, ascendía por los aires, empujada por los brazos del incansable griego. Las manos de Mallory se tendieron automáticamente y cogieron la caja. El sobrepeso le hizo perder el equilibrio, dio un traspié, cayó hacia delante, y volvió a quedar de pie de un tirón. Stevens, cogido aún del estribo, se había levantado y con su .mano libre aferraba el cinturón de Mallory. Temblaba de frío y agotamiento debido a la extraña excitación que le producía el miedo. Pero… como Mallory, era hombre de montaña y se hallaba también de nuevo en su elemento.

Mallory estaba aún recuperando la vertical cuando vio ascender por el aire el aparato de radio envuelto en tela impermeable. Lo cogió, lo colocó en el suelo y se asomó al saliente.

—¡Deja ese maldito equipo! —gritó furiosamente—. ¡Subid inmediatamente!

Dos rollos de cuerda cayeron a su lado en el saliente. Seguidos del primero de los macutos de víveres y ropas. Tenía la vaga sensación de que Stevens estaba tratando de ordenar un poco el equipo.

—¿Me habéis oído? —rugió Mallory—. ¡Subid ahora mismo! ¡Os lo mando! ¡El barco se hunde, imbéciles!

Y el caique se
hundía
. Se anegaba rápidamente y Casey Brown había abandonado el encharcado motor. Pero en aquel momento era un trampolín más firme, pues se mecía en un arco mucho más corto y chocaba con menos violencia contra el acantilado. Por un momento, Mallory creyó que el mar cedía. Pero se dio cuenta de que lo que ocurría era que las toneladas de agua que habían inundado la bodega del caique habían disminuido drásticamente su centro de gravedad, y actuaban de contrapeso.

Miller se llevó una mano a la oreja. A la escasa luz de la bengala, su rostro tenía una extraña palidez.

—No se le oye una palabra, jefe. Además, aún no se hunde.

Y desapareció una vez más en el camarote de proa.

Trabajando denodadamente, consiguieron que el resto del equipo estuviera en el saliente. El caique se llenaba de agua, que continuaba anegando la escotilla de la máquina. Brown ascendía trabajosamente por la cuerda, con el castillo de proa a flor de agua. Y mientras Miller se agarraba a la cuerda y comenzaba a ascender tras él, Andrea tendió los brazos y se aferró al saliente, con las piernas oscilando sobre el mar.

El caique había zozobrado, desapareciendo por completo. No había pecios flotantes, y ni una burbuja señalaba el sitio donde se hallaba hacía tan sólo unos instantes.

El saliente era estrecho. No tenía ni tres pies de ancho en su parte más holgada, y se estrechaba totalmente por ambos extremos. Y, lo que era aún peor, exceptuando el espacio de unos cuantos pies cuadrados en que Stevens había apilado el equipo, se inclinaba violentamente sobre el mar, y la roca era traicionera y escurridiza. De espaldas contra la pared, Andrea y Miller tenían que mantenerse sobre sus talones, con las palmas de las manos apoyadas en la superficie del acantilado, apretándose cuanto les era posible contra ella para mantener el equilibrio. Pero, en menos de un minuto, Mallory había colocado dos clavos a unas veinte pulgadas por encima del saliente, con una distancia de diez pies entre ellos, y, uniéndolos con una cuerda, había improvisado un salvavidas para todos.

Abrumado por la fatiga, Miller se deslizó hasta quedar sentado, y apoyó el pecho en acción de gracias contra la segura barrera de la cuerda. Buscó en el bolsillo del pecho, sacó una cajetilla de cigarrillos y ofreció a todos, sin advertir que la lluvia los había empapado en un instante. También él estaba empapado de la cintura para abajo, y tenía las rodillas magulladas por los golpes contra el acantilado. Estaba helado, empapado por la fuerte lluvia y por las fuertes salpicaduras de las olas que llegaban sin cesar al saliente. El afilado corte de la roca mordía cruelmente sus pantorrillas; la apretada cuerda constreñía su respiración, y su rostro era aún ceniciento, exhausto por tan largas horas de trabajo y mareo. Pero su acento sonó con la más absoluta sinceridad al decir con unción:

—¡Santo Dios! ¿No es esto maravilloso?

C
APÍTULO
V
LUNES NOCHE

De la 1 a las 2 horas

Noventa minutos después Mallory se introdujo en una especie de chimenea natural de roca en la misma cara del acantilado, caló un estribo bajo sus pies e intentó dar descanso a su cuerpo dolorido y exhausto.

«Dos minutos de descanso —se dijo—, sólo dos minutos mientras sube Andrea.» La cuerda temblaba y Mallory podía oír, por encima del ulular del viento que pugnaba por arrancarle del acantilado, el metálico rascar de las botas de Andrea mientras buscaban dónde sostenerse en aquel maldito trozo que se hallaba bajo sus pies, que casi le había derrotado: el obstáculo que había vencido de un modo inverosímil, a costa de hacer jirones sus manos y su cuerpo ya exhausto por completo, del profundo dolor de los músculos de sus hombros y del aliento que salía silbando, en entrecortada respiración, de sus moribundos pulmones. De un modo deliberado apartó de su imaginación los dolores que agarrotaban su cuerpo, aquella necesidad de descanso, y volvió a escuchar el raspar del acero contra la roca, cuyo tono aumentaba hasta oírse por encima de la galerna… Tendría que decirle a Andrea que fuese más silencioso en los restantes veinte pasos que les separaban de la cima.

Al menos, pensó Mallory, a él nadie tendría que decirle que guardara silencio. No podría haber hecho ningún ruido aunque lo intentase, con aquel par de calcetines desgarrados que cubrían a medias sus magullados y ensangrentados pies. Apenas había cubierto los primeros veinte pies de la escalada cuando se dio cuenta de que sus botas resultaban inútiles; habían privado a sus pies de toda sensibilidad, de la habilidad necesaria para encontrar las pequeñas irregularidades y grietas, únicos puntos que podían servirle de apoyo. Se las había quitado con gran dificultad, atándolas al cinturón con los cordones. Y luego las había perdido, arrancadas, forzando su ascensión, por la espuela de una roca.

La ascensión en sí había sido una pesadilla, una agonía brutal entre el viento, la lluvia y la oscuridad; una agonía que, eventualmente, amortiguó el peligro y disfrazó el riesgo suicida que entrañaba escalar aquel plano vertical desconocido, una interminable agonía de permanecer colgado por los dedos y por los pies; de clavar un centenar de clavos y estribos, de atar cuerdas y continuar ascendiendo pulgada a pulgada en la oscuridad. Fue una escalada sin posible parangón con ninguna otra que jamás hubiera realizado, y sabía que jamás volvería a repetirla, porque era una verdadera locura. Una escalada que le había obligado a emplear a fondo toda su habilidad, su coraje y su fuerza, hasta el punto de que jamás hubiera sospechado que ni él ni ningún otro mortal los hubiese poseído. Desconocía también el origen, la fuente de aquel poder que le había llevado adonde había llegado: a corta distancia de la cima. El reto a un montañero, el peligro personal, el orgullo de ser probablemente el único hombre en el sur de Europa que hubiera podido hacerlo, incluso el hecho de saber que el tiempo tocaba a su fin para los que estaban en Kheros… No… no era ninguna de estas cosas. Bien lo sabía él. Durante los últimos veinte minutos invertidos en salvar aquel obstáculo su mente se había mantenido desprovista de todo pensamiento, de toda emoción, y habla ido escalando como una simple máquina.

Mano sobre mano, ascendiendo por la cuerda, Andrea se elevaba fácil, poderosamente, por la suave convexidad del saliente, con las piernas oscilando en el aire. Se hallaba enrollado en voluminosos rollos de cuerdas, y tenía el cuerpo rodeado de estribos que sobresalían de su cinturón en todos los ángulos y le daba el incongruente aspecto de un bandido corso de ópera cómica. Se elevó rápidamente al nivel de Mallory, se embutió en la chimenea y se enjugó la frente llena de sudor. Como siempre, exhibía su amplísima sonrisa.

Mallory la miró y le devolvió la sonrisa, mientras pensaba que a Andrea no le correspondía estar allí. Era el turno de Stevens; pero, por culpa del choque, Stevens había perdido mucha sangre. Cerrar la marcha, requería además un escalador de primera, subir y al mismo tiempo enrollar las cuerdas y quitar clavos y estribos. No había que dejar rastro de la escalada. Así se lo había dicho Mallory, y Stevens convino en ello, aunque su rostro reflejó la contrariedad que ello le producía. Ahora más que nunca, Mallory se alegraba de haber resistido el silencioso ruego que se reflejaba en el rostro de Stevens. Era, sin duda, un excelente escalador, pero lo que necesitaba Mallory aquella noche no era precisamente otro montañero, sino una escalera humana. Durante el ascenso había tenido que apoyarse, una y otra vez, en los hombros de Andrea, en su espalda, en las palmas de sus manos, y una vez, durante diez segundos al menos y llevando aún sus botas claveteadas, sobre su cabeza. Y ni una sola vez protestó Andrea, ni tropezó ni cedió una sola pulgada. Aquel hombre era indestructible, tan fuerte y resistente como la roca sobre la que se hallaba. Desde el atardecer de aquel día, Andrea había trabajado sin cesar lo suficiente para liquidar a dos hombres normales. Y mirándole Mallory se dio cuenta, casi con desesperación, de que incluso en aquel momento no parecía estar excesivamente cansado.

Mallory señaló la chimenea de roca, y después la alta y sombría boca que se dibujaba en borroso rectángulo contra el pálido reflejo del cielo. Se inclinó hacia delante, con la boca pegada al oído de Andrea.

—Veinte pies, Andrea —dijo en voz baja. Su aliento surgía aún entrecortado—. No será difícil. A mi lado hay una fisura que seguirá probablemente hasta arriba.

Andrea miró chimenea arriba y asintió en silencio.

—Es mejor que te quites las botas —prosiguió Mallory—. Los estribos que tengamos que utilizar, los colocaremos a mano.

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