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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (15 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Mallory se detuvo diez pasos más adelante, y trató de penetrar la oscuridad que se extendía enfrente de él. Alguien se acercaba corriendo, por la cima del acantilado, tropezando y resbalando en el suelo cubierto de gravilla.

—¿Brown? —preguntó Mallory en voz baja.

—Sí, señor. Soy yo. —Llegó hasta él respirando con fatiga, señaló el punto de donde venía—. ¡Se aproxima alguien, y a toda prisa! Vienen agitando linternas, como si saltaran. Por eso creo que vienen corriendo.

—¿Cuántos son? —preguntó Mallory.

—Lo menos cuatro o cinco. —Brown trataba de recuperar el aliento—. Quizá sean más. De todos modos, llevan cuatro o cinco linternas. Usted mismo puede verlos. —Volvió a señalar hacia atrás, y al hacerlo, se quedó sorprendido—. ¡Qué raro! ¡Han desaparecido todas! —exclamó volviéndose rápidamente hacia Mallory—. Le puedo jurar que…

—No te preocupes —dijo Mallory ceñudo—. Ya sé que los viste. Esperaba esta visita. Se están acercando y no quieren que los delaten las linternas… ¿A qué distancia estaban?

—A unas cien yardas. Desde luego, no llegaba a ciento cincuenta.

—Vete a buscar a Miller. Que venga en seguida.

Mallory se fue corriendo a lo largo del borde del precipicio y se arrodilló junto a Andrea.

—Ahí vienen, Andrea —dijo rápidamente—. Llegan por la izquierda. Son cinco por lo menos, o quizá más. Tardarán más de un par de minutos en aparecer. ¿Dónde está Stevens? ¿Puedes verle?

—Sí. —Andrea hablaba con absoluta tranquilidad—. Acaba de pasar el saliente…

El resto de sus palabras se perdió, ahogado por un estruendoso y repentino trueno, pero no hacía falta que dijera más. Mallory vio también a Stevens subiendo, agarrado a la cuerda, envejecido y con movimientos debilitados, mano sobre mano, con lentitud agobiante, a medio camino entre el último punto estrecho y la base de la chimenea.

—¡Santo Dios! —exclamó Mallory—. ¿Qué demonios le pasa? Tardará horas y horas… —Se contuvo, se llevó la mano a la boca a modo de bocina, y gritó—: ¡Stevens! ¡Stevens! —Pero Stevens no dio señales de haberle oído. Continuó ascendiendo con la misma lentitud, como un robot en lenta moción.

—Está a punto de acabar —dijo Andrea en voz baja—. Ni siquiera levanta la cabeza, fíjate. Cuando un escalador no levanta la cabeza, está liquidado. —Hizo un movimiento como si se dispusiera a descender por la chimenea—. Iré a buscarle.

—No vayas. —Mallory le detuvo poniéndole una mano en el hombro—. Quédate aquí. No puedo perderos a los dos… ¿Qué ocurre? —Había notado que Brown se inclinaba sobre él, sin poder respirar apenas.

—¡Aprisa, señor, aprisa, por Dios! —Sólo pudo pronunciar un par de palabras, tras inhalar dos bocanadas de aire—. ¡Los tenemos encima!

—Vuelve entre las rocas con Miller —dijo Mallory apresuradamente—. ¡Cubridnos, cubridnos…! ¡Stevens! ¡Stevens! —Su voz era baja, desesperada, pero esta vez algo de lo que dijo debió llegar, aunque apagado, al oído del agotado Stevens, pues éste se detuvo y levantó la cabeza llevándose una mano a la oreja.

—¡Vienen unos alemanes! —Mallory gritó con las manos en bocina lo más alto que permitía la prudencia—. Cuando llegues al pie de la chimenea, quédate allí. No hagas ruido. ¿Entiendes?

Stevens se quitó la mano de la oreja e indicó con un movimiento de cabeza que había entendido; bajó la cabeza y continuó ascendiendo, más lentamente aún que antes, con torpes movimientos.

—¿Crees que lo ha entendido? —preguntó Andrea preocupado.

—Creo que sí. Es decir, no sé. —Mallory se quedó rígido y cogió el brazo de Andrea. Comenzaba a llover de nuevo, aunque no muy fuerte aún, y a través de la lluvia pudo ver el haz de luz de una linterna buscando entre las rocas, a unas treinta yardas a su izquierda—. Echa la cuerda por el borde —susurró—. La sostendrá el último estribo, que está al final de la chimenea. ¡Vámonos de aquí!

Poco a poco, procurando no hacer rodar ni la más pequeña piedrecita, Mallory y Andrea comenzaron a andar hacia las rocas, arrastrándose sobre codos y rodillas. Aquellas pocas yardas resultaron un recorrido interminable y, sin un arma en la mano, Mallory se sintió indefenso, completamente a merced del enemigo. Era una sensación ilógica, lo sabía, pues el primer haz de luz que cayera sobre ellos significaría no su fin, sino el del hombre que tuviese la linterna en la mano. Mallory tenía una fe completa en Brown y en Miller… Pero aquello carecía de importancia. Lo que importaba era evitar que los descubrieran. Dos veces durante su recorrido un rayo de luz se dirigió hacia ellos, quedando el segundo a un metro escaso de distancia. En ambas ocasiones pegaron sus rostros al embarrado suelo, temiendo que la mancha pálida de sus caras los delatara, y permanecieron completamente inmóviles. Y luego, de repente, se encontraron seguros entre las rocas.

Al momento, Miller estaba a su lado, una sombra casi inapreciable sobre la oscura masa de las rocas que les rodeaban.

—Hay tiempo de sobra, tiempo de sobra —susurró sarcástico—. ¿Por qué no han esperado media hora más? —Señaló hacia la izquierda, donde brillaban las trémulas linternas. Apenas a veinte yardas de distancia se oía con toda claridad un murmullo gutural de voces—. Es mejor que retrocedamos. Le están buscando entre las rocas.

—Buscándole a él o el teléfono —murmuró Mallory—. De todos modos, tienes razón. Cuidado con las armas en estas rocas. Llévate el equipo… Si se asoman al precipicio y descubren a Stevens, tendremos que batirnos. No habrá tiempo para entretenerse, y ¡al diablo con el ruido! Usad los fusiles ametralladores.

Andy Stevens había oído, pero sin prestar atención. No es que sintiese pánico ni estuviese demasiado aterrado para atender, pues ya no sentía miedo. El miedo es producto de la mente; pero su mente ya no funcionaba; estaba embrutecida, paralizada por las últimas fases del cansancio, del espantoso cansancio que agarrotaba sus miembros, todo su cuerpo, como en aplomada esclavitud. Ignoraba que a cincuenta pies de la cima se había golpeado la cabeza contra un saliente de roca que le había abierto la sien, una profunda herida que le llegaba hasta el hueso. La pérdida de sangre había mermado terriblemente sus fuerzas.

Había oído que Mallory decía algo respecto a la chimenea que estaba alcanzando, pero su cerebro no registró el significado de sus palabras. Lo único que Stevens sabía era que tenía que seguir escalando, y que se continuaba escalando hasta llegar al final. Eso era lo que su padre y sus hermanos le habían inculcado. ¡Hay que llegar a la cima!

Estaba ya a mitad de la chimenea, descansando en el estribo que Mallory había clavado en la grieta. Metió los dedos en ella, echó la cabeza hacia atrás, y miró hacia arriba, a la boca de la chimenea, a diez pies de distancia tan sólo. No experimentaba ni sorpresa ni júbilo. La cima estaba allí. Tenía que alcanzarla. Desde lo alto le llegaban las voces con toda claridad. Sentía una vaga sorpresa de que sus amigos no trataran de ayudarle, de que hubieran dejado caer la cuerda que podía haberle ayudado tanto en los últimos pies, pero no sentía amargura ni emoción alguna. Quizás estuvieran poniéndole a prueba. De todos modos, ¿qué importaba? Tenía que llegar.

Y llegó. Con todo cuidado, como lo había hecho Mallory con anterioridad, apartó la tierra y las piedrecitas, se agarró al borde rocoso, halló el mismo apoyo que Mallory había encontrado para su pie, y se izó hacia arriba. Vio las parpadeantes linternas, oyó las excitadas voces, y por unos instantes se disipó la cortina de niebla que oscurecía su mente. Una última onda de pavor le envolvió al comprender que las voces que oía eran voces enemigas y que sus amigos habían sido destruidos. Se había quedado solo, había fracasado, había llegado al final, de una manera u otra. Y sólo quedaba el vacío, el vacío y la futilidad, la aplastante lasitud y la desesperación. Su cuerpo empezó a hundirse por el acantilado. Y entonces enganchó los dedos, que también se deslizaban, que se abrían gradualmente, a regañadientes, como los dedos de alguien que se ahoga y abandona la última tabla de salvación. Ahora no sentía miedo, sino una total indiferencia. Sus manos se deslizaron, y se desplomó como una piedra, recorriendo los veinte pies en vertical por el embudo hasta el fondo de la chimenea. Tampoco él hizo ruido. El grito de agonía no salió de sus labios, porque con el dolor llegó la oscuridad absoluta. Pero los atentos oídos de los hombres que se encogían entre las rocas de arriba percibieron con claridad el sordo, el horrible ruido que produjo su pierna al romperse en dos pedazos, quebrándose como un leño podrido.

C
APÍTULO
VI
LUNES NOCHE

De las 2 a las 6 horas

La patrulla alemana inspiraba serios temores a Mallory; era eficiente, completa y minuciosísima. Incluso poseían imaginación en la persona de su joven y competente sargento, y esto era más peligroso todavía.

Sólo eran cuatro, calzados con botas altas y cascos, y vestidos con capotes de camuflaje de color verde, gris y marrón. Antes que nada, localizaron el teléfono e informaron a su base. Luego, el joven sargento envió a dos hombres a inspeccionar otras cien yardas a lo largo de la cima, mientras él y el cuarto soldado buscaban entre las rocas paralelas al acantilado. La busca fue lenta y minuciosa, pero los dos hombres no penetraron muy adentro entre las rocas. Para Mallory el razonamiento del sargento era lógico y obvio. Si el centinela se había dormido o se había puesto enfermo, era improbable que hubiera ido muy lejos entre el confuso conglomerado de rocas. Y Mallory y los demás estaban ya a buen recaudo, lejos de su alcance.

Luego vino lo que Mallory temía: una inspección metódica y organizada de la cima del acantilado. Peor aún, pues comenzó la busca a lo largo del borde. Bien sujeto por sus tres hombres con los brazos en eslabón, encadenados —el último con la mano enganchada en el cinturón—, el sargento pasó lentamente por el borde buscando pulgada tras pulgada con el haz de una potente linterna. De pronto se detuvo, soltó una exclamación y se inclinó, con la linterna y el rostro a pocas pulgadas del suelo. No cabía duda sobre lo que había encontrado: la profunda marca hecha en el suelo blando por la cuerda que había sido amarrada a la roca y pasada por la orilla del acantilado… Suave y silenciosamente, Mallory y sus tres compañeros se enderezaron sobre las rodillas o se pusieron de pie, con los cañones de sus armas sobre las rocas o mirando por entre las rendijas. No les cabía la menor duda de que Stevens se hallaba indefenso en la horquilla de la chimenea, gravemente herido o muerto. Sólo era necesario que un fusil alemán asomara por el acantilado, aunque fuera descuidadamente, para que los cuatro hombres murieran. Tendrían que morir.

El sargento se había echado al suelo y dos hombres le sujetaban por las piernas. Tenía la cabeza y los hombros asomados a la orilla del precipicio, y el haz de luz de su linterna iluminaba chimenea abajo. Durante diez o quince segundos no se oyó ningún sonido. Sólo el agudo gemido del viento y el goteo de la lluvia en la diminuta hierba. Por fin, el sargento se puso de pie, moviendo la cabeza lentamente. Mallory indicó a los demás que se agacharan de nuevo detrás de los peñascos. El viento llevaba a sus oídos el suave acento del sargento bávaro.

—Es Enrich, seguro, pobre chico. —La voz unía de manera extraña la compasión con la furia—. Le advertí muchas veces que no se descuidara, que no se acercase demasiado a la orilla. Es muy traidora. —Instintivamente, el sargento retrocedió un par de pies, y volvió a mirar la señal de la cuerda en el suelo—. Ahí es donde resbaló el tacón, o quizá fuera la culata de su fusil. ¡Qué importa ya!

—¿Cree usted que está muerto, sargento? —El que hablaba era tan sólo un niño, nervioso e incómodo.

—Es difícil saberlo. Mira tú mismo.

Tomando muchas precauciones, el muchacho se echó de bruces al borde del acantilado, para mirar hacia abajo. Mientras los demás soldados hablaban entre sí, con frases cortas y secas, Mallory se volvió hacia Miller, hizo bocina con las manos y pegó su boca al oído del americano. No podía contener su extrañeza por más tiempo.

—¿Llevaba Stevens su traje oscuro cuando le dejaste? —murmuró en un susurro.

—Sí —susurró Miller a su vez—. Creo que sí. —Hubo una pausa—. No, no lo llevaba, ahora que recuerdo. Nos pusimos el capote de goma de camuflaje casi al mismo tiempo.

Mallory asintió. Los impermeables de los alemanes eran casi idénticos a los suyos. Y el pelo del centinela, recordó Mallory, era completamente negro, del mismo color que el teñido de Stevens. Es posible que todo lo que alcanzara a verse desde aquella altura fuera un cuerpo encogido, envuelto en una capa, y una cabeza negra. La equivocación del sargento era, más que comprensible, inevitable.

El joven soldado se levantó del borde del acantilado y se puso cuidadosamente de pie.

—Tiene razón, sargento. Es Enrich. —Le temblaba la voz—. Parece estar vivo. Vi cómo se movía el capote un poquito. Y no era el viento, estoy seguro.

Mallory sintió la manaza de Andrea apretándole el brazo, y luego le invadió una rápida onda de alivio que se convirtió en júbilo. ¡Stevens estaba vivo! ¡Gracias a Dios por ello! Aún podrían salvar al chico. Oyó a Andrea susurrar la noticia a los demás y luego sonrió para sí, con ironía ante su propia alegría. Desde luego, Jensen, no hubiera aprobado aquel júbilo. Stevens ya había desempeñado su cometido: había llevado el barco a Navarone y había escalado el acantilado. Y ahora quedaba convertido en un positivo inútil, un peso muerto para todos ellos, que disminuiría cualquier posibilidad que tuvieran de triunfar. Para el Alto Mando que movía las cosas, los peones inútiles retrasaban el juego y sólo servían para ensuciar el tablero. El que Stevens no se hubiera suicidado para que ellos pudieran hacerlo desaparecer sin dejar rastro, hundido en las hambrientas aguas que bramaban al pie del acantilado, había sido, ni más ni menos, una falta de consideración… Mallory apretó los puños con fuerza en medio de la oscuridad y se prometió bajo juramento que el chico viviría y volvería a su hogar. Que se fueran al infierno la guerra y sus inhumanas exigencias… Era un chiquillo, nada más: un chiquillo desmoralizado, asustado, y el mejor de todos ellos.

El joven sargento estaba dando una retahila de órdenes con voz rápida, autoritaria y confiada. Pedía un médico, tablillas, camilla, una cabria, cuerdas, clavos y estribos. Nada escapaba a su mente bien ordenada y disciplinada. Mallory esperó tenso, preguntándose cuántos hombres quedarían de guardia, si es que quedaba alguno, pues los soldados tendrían que irse y esto les traicionaría inevitablemente. Jamás pasó por su imaginación que pudieran ser eliminados de un modo rápido y silencioso: una sola palabra susurrada al oído de Andrea, y los guardas no tendrían más posibilidad de vivir que los corderos en un redil a cuyo alrededor el lobo acecha. Menos oportunidades aún. Los corderos siempre podrían correr y balar antes de que la oscuridad los envolviera.

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